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El organismo inteligente: malentendidos en torno a una paradoja

Autor: José Ignacio Murillo
Publicado en: Publicado como "El organismo inteligente: malentendidos en torno a una paradoja", en Borobia, J. J., Lluch, M., Murillo, J. I., Terrasa, E., Idea cristiana del hombre. III Simposio Internacional "Fe cristiana y cultura contemporánea", Pamplona, Eunsa 2002, 83-103.
Fecha de publicación: 2002

Índice

Hay ocasiones en que un tema de investigación científica despierta un entusiasmo tal que llega a rebasar el círculo de los especialistas y se transmite de un modo u otro a la sociedad. Las razones de este hecho pueden ser muy diversas y no se puede excluir que la importancia que concedemos a un determinado tema no se deba exclusivamente a su intrínseco interés, sino que obedezca también a otras razones de índole política y económica. El Congreso de los Estados Unidos declaró públicamente la década de los noventa del siglo pasado como Década del cerebro. De este modo, señalaba que ésta sería la prioridad de la investigación tanto teórica como aplicada. Ya en el año 2000, Antonio R. Damasio, prestigioso investigador en este campo, resumía la situación con las siguientes palabras: "Se ha aprendido más sobre el cerebro y la mente en la década de los noventa, la llamada década del cerebro, que durante toda la historia precedente de la psicología y la neurología" * (1). Dejando a un lado la discusión acerca de los principios valorativos que emplea, queda claro que, a sus ojos, se han hecho enormes progresos, aunque todavía queden muchos problemas por resolver. Avanzamos con paso seguro en un campo aún lleno de retos: ¿qué más necesitamos para el entusiasmo?

Los científicos señalan que el centro de atención de las ciencias, que hasta hace algunas décadas parecía indiscutiblemente situado en torno a la física, se está desplazando hacia las ciencias de la vida. También en este cambio han influido razones de naturaleza política y económica. Las investigaciones científicas suelen ser extremadamente caras. La guerra fría propició un ingente esfuerzo en la investigación de la física de partículas, que puso a la cabeza de los intereses científicos el estudio de la constitución íntima de la materia. Pero, acabada ésta, la física de partículas ha perdido una de las razones más poderosas que contribuía a satisfacer sus abultados presupuestos. En nuestra situación psicológica de paz, el dinero de los estados se ha dirigido más bien hacia las ciencias de la salud, y esto ha supuesto un poderoso empujón a la biología.

Por otra parte, no podemos olvidar que el estudio de la mente, que en la actualidad se encuentra muy unido –también teóricamente– con el interés por la llamada Inteligencia Artificial, ha sido impulsado también por las necesidades de la técnica espacial, deseosa de resolver los problemas derivados de la dificultad para los humanos de trabajar en el espacio exterior.

Pero no basta considerar estas motivaciones para entender la relevancia de este giro. También existen poderosos motivos de índole estrictamente científica. Del mismo modo que los avances en el conocimiento de las partículas subatómicas fue posible gracias a la teoría cuántica, que se desarrolló antes de que se dirigieran sobre este campo los intereses militares y económicos, la biología ha conocido desde fines del siglo XIX grandes progresos, que han demostrado que camina a buen paso hacia una consolidada madurez, y le han permitido alcanzar logros insospechados. Conviene situar el estudio del cerebro en este contexto, para entender mejor los matices con que se presenta.

Antes me refería al entusiasmo científico que desborda hacia el resto de la sociedad. La verdad es que en esta ocasión la palabra entusiasmo puede no dar una idea cabal de la sensación que estos temas despiertan en la opinión pública. Pues, aunque es cierto que muchos científicos están entusiasmados porque se creen en camino de conquistar por fin el reducto más misterioso y esquivo de la realidad, es decir, el de la vida y, en particular, la vida humana, también es cierto que quien no comparte con ellos el ardor del combate puede sentir una motivada desazón ante la perspectiva de los resultados. Por una parte, el conocimiento de la vida la pone a disposición de manos no siempre benevolentes. Y, por otra, cabe preguntarse: ¿qué será de la dignidad del hombre cuando desaparezca el halo de misterio que lo envuelve?

Creo que la situación actual merece por parte de los filósofos más atención de la que actualmente le dedican. En mi opinión, los filósofos hemos perdido gran parte de nuestro antiguo papel como conformadores de la imagen del hombre, un poder que empezamos a perder hace mucho tiempo en lo que respecta a la imagen del universo. En este momento ese poder está pasando de un modo progresivo a los biólogos. Cabe intentar consolarse pensando que, al fin y al cabo, conceder semejante papel a una ciencia positiva es tan sólo un reduccionismo –como si el reduccionismo fuera un vicio que sólo afecta a los científicos–, sin embargo esto no cambia en absoluto la situación.

Pero volvamos de nuevo al mundo de la neurociencia. Leamos las declaraciones de intenciones, la interpretación que hacen los científicos de los resultados de sus investigaciones. Mi opinión, y espero que sea equivocada, es que la visión del hombre y de la realidad que nos transmiten es materialista. Se me puede objetar que no cabe esperar nada más que materia de unas ciencias que se limitan metódicamente a investigar fenómenos materiales. Pero, evidentemente, no me refiero a eso. Me refiero a que los científicos dibujan con sus resultados una visión del hombre en la que todo resulta explicable en ese nivel.

También se me puede objetar que no todos los científicos son materialistas, y eso lo acepto. Sin embargo, si hay personas que realmente saben enmarcar sus investigaciones en un contexto más amplio, echo en falta que lo manifiesten. Creo que en esos casos, a menudo nos encontramos ante un espiritualismo vergonzante, limitado a una convicción interna que no puede manifestarse sin dar lugar al desprecio de una buena parte de sus colegas ni mucho menos influir en la investigación. No niego que haya neurólogos que han afirmado sin ambages la espiritualidad del alma, e incluso que tengan buenos argumentos para defenderla. Pero, en cualquier caso, en el contexto actual, se trata de una postura defensiva, que no parece aportar nada al progreso de la ciencia, y que, antes bien, tiene un serio problema: decir que en el hombre y en su mente hay algo que no se reduce a lo material es visto por muchos neurocientíficos como un claro síntoma de desesperación, pues equivale a levantar unos límites a la ciencia y con ella, para muchos, a la inteligencia humana en general.

El resultado de esta situación en la cultura y en el hombre de la calle es bastante desolador. Ya casi nadie se atreve a hablar del espíritu, a no ser como símbolo, pues no se sabe dónde situarlo. Y, en general, se piensa que lo que aprenderemos del hombre en el futuro procederá del estudio biológico de su organismo y desde luego no de las teorías de los filósofos. Así las cosas, ¿qué hacer con la religión, con sus pretensiones de trascendencia y sus doctrinas escatológicas? No sólo el creyente de a pie que lee los periódicos o es capaz de quedarse a ver un documental científico en la televisión, sino los mismos teólogos parecen en ocasiones vencidos, pues o renuncian a la inteligibilidad –y quién sabe si en ocasiones también a la verdad– de lo que dicen creer, o deben resignarse a que sus palabras suenen a una aspiración etérea, que sólo merecen atención por la belleza o el consuelo que puede ofrecer, pero no ante todo por su verdad, aunque a veces pueda resultar dura y desazonante.

Puede que lo que he dicho hasta el momento parezca un juicio discutible y apocalíptico. Desde luego, hasta ahora he hecho un juicio de valor sobre una situación compleja, y por eso caben muchos matices. Además quiero aclarar que de este modo no estoy intentando denunciar a los neurocientíficos no materialistas por ignorancia o cobardía. En realidad, el problema a que se enfrentan no es nada fácil. En mi opinión, aunque ha habido en la historia importantes y aun decisivas aportaciones sobre la naturaleza del espíritu, no resulta nada sencillo ponerlas en relación con los datos de la ciencia.

Además, aunque hasta aquí haya mostrado mi disgusto hacia la filosofía que me parece implícita en gran parte de la neurociencia actual, considero imprescindible, sin embargo, alabar algunas de sus patentes virtudes. La primera de ellas es que en muchos de los que en ese ámbito expresan declaradamente sus convicciones reduccionistas, podemos encontrar algo que no siempre es fácil detectar en la filosofía actual: la confianza en la capacidad del hombre de conocer la verdad y la defensa de tesis claras y nada elusivas, que permiten ser sometidas no sólo a la confrontación con la experiencia, sino también a la argumentación racional. Por otra parte, conviene advertir que los resultados de la neurociencia abren interesantes perspectivas para quien se acerque a ellos con una actitud abierta. Y, en este sentido, se puede afirmar que los mismos descubrimientos científicos contribuyen a superar los límites que les intenta imponer una mentalidad materialista.

Materia y materialismo

He de reconocer que hasta ahora me he sentido algo incómodo. Por necesidades de la exposición, he decidido exponer mis objetivos de un modo general al principio de esta intervención. Por eso me he visto obligado a tomar postura ante algo que, en realidad, no he definido: el materialismo.

En su sentido más obvio, el materialismo es aquella postura filosófica que identifica lo real con lo material. Para quien piense que no todo es material, el materialismo es obviamente un reduccionismo. Pero en este punto nos encontramos con el problema de definir la materia. Y éste no es nada fácil de resolver. Algunos materialistas hacen gala de sentido común y piensan que la materia es algo que no precisa definición. La materia es, para ellos, la realidad que experimentamos y que la ciencia se encarga de desentrañar, mientras que el espíritu es algo oscuro y confuso, que nadie ha experimentado jamás y que sólo puede ser fruto de un espejismo. Pero también puede ocurrir que lo que para algunos es espiritualismo no sea para otros sino otra forma de materialismo. Por eso, antes de pasar revista a algunas opiniones, se impone determinar qué se entiende, al menos en este contexto, por materia y materialismo.

El término materialismo cobra significado sólo por lo que niega y no por lo que afirma. Por eso, aunque ser materialista consista en sostener que no existe otra cosa que materia, para serlo no es preciso tener una concepción acabada de la materia. Basta negar que exista algo que no lo sea, lo que habitualmente se suele denominar espíritu. Puesto que el materialismo afirma que la realidad es de un solo tipo, no es infrecuente, y además bastante acertado, calificarlo como monismo. Habitualmente se suele distinguir entre dos tipos de monismo: el monismo materialista y el monismo espiritualista. Pero, sin negar el fundamento de esa distinción, se puede observar que, sentada en general, es ambigua, porque todo depende de qué se entienda por materia y por espíritu. La prueba más clara de esta ambigüedad es que se puede ser las dos cosas al mismo tiempo, como en el célebre caso de Espinosa, y que incluso una doctrina tan furibundamente espiritualista como la de Hegel puede pasar a formar parte de una doctrina que se autodenomina materialista, como el marxismo, con sólo darle la vuelta y acudiendo a algunos retoques terminológicos.

Parece, por tanto, que la mejor forma de no ser materialista es sostener lo que los autores materialistas (y no sólo ellos) califican como dualismo. Pero, aunque no puedo aceptar que todo sea lo que comúnmente se llama materia, he de reconocer que me siento también incómodo con la calificación de dualismo. Es más, aceptaría que se me llamara monista en el sentido de que considero que todo es real (¿un monismo realista?); aunque me parece que esta afirmación, de tan parco contenido, palidece ante el reconocimiento de que en la realidad, antes que la supuestamente tan dramática distinción entre el espíritu y la materia, existe otra mucho más abrupta que es la que media entre Dios y las criaturas, y aun entre las criaturas entre sí. La diferencia entre el monismo y esta postura parece ser que, mientras que el primero sostiene que la realidad es un paño único del que se cortan todos los seres, aquí se sostiene que el paño único –llámese materia, ser o realidad– es tan sólo el fruto de una audaz y empobrecedora generalización.

Para entender el materialismo, no queda más remedio que atender a cómo se generó la distinción entre materia y espíritu, pues antes de ella no pudo haberlo por definición. Pocos discutirán que es Platón a quien debemos atribuir la formulación filosófica de esta dualidad. ¿Cómo acuñó Platón la distinción entre lo material y lo espiritual? Afirmando la distinción entre lo sensible y lo suprasensible. Para Platón, que sigue la estela de la filosofía griega, sólo la inteligencia capta la realidad en cuanto tal, inmutable e imperecedera. Pero la realidad en cuanto tal son las ideas, que no pueden ser captadas por los sentidos; de modo que, si no queremos reducir a meras apariencias las imágenes que de ellos provienen, es preciso atribuirles una realidad inferior y dependiente. Se trata de reflejos de lo inmutable e inteligible en un recipiente mudable e informe.

Aristóteles retomará este descubrimiento de su maestro y superara algunas de sus deficiencias –entre las que se cuenta su acentuado dualismo– poniendo el acento más que sobre las ideas sobre la inteligencia y su actividad propia, conectándolo con su interés por la actividad de los seres vivos. Más tarde, esta distinción, lejos de ser refutada, sufrirá una accidentada historia hasta que se apropie definitivamente de ella el pensamiento cristiano.

La universal apertura de la inteligencia a lo real y su capacidad de acceder a lo imperecedero obligan a entenderla como absolutamente independiente de la materia. Por eso el pensamiento de Platón y de Aristóteles es el momento en que se plantea con agudeza la intelectualidad de un ser corpóreo como una paradoja o una dificultad. Creo además que este retorno a la filosofía griega contribuye a aclarar nuestro problema. En mi opinión, no ser materialista es ante todo afirmar, al mismo tiempo, que la realidad es captada por la inteligencia, y no por los sentidos, y que aquélla puede conocer realidades que son inasequibles para éstos. Dicho en otras palabras, la realidad no se siente o percibe, sino que, en último extremo, sólo se entiende.

Es preciso retener esta relación de la noción de materia con los sentidos, sin la cual se convierte en un concepto inaferrable. Si esto es así, podemos entender que las ciencias empíricas puedan orientar a los científicos –aunque no de un modo ineludible– a una metafísica materialista, pues esas ciencias, por propia vocación, se dedican a describir fenómenos empíricamente observables con categorías relativas a esos mismos fenómenos, aunque su observación requiera ampliar la capacidad sensible humana con instrumentos altamente sofisticados.

Junto con el monismo y la referencia a lo sensible que el concepto de materia comporta, hay otra característica de lo que vulgarmente se llama materialismo, y, en especial, del materialismo cientificista a que nos referimos. Esta tendencia se ve clara ya desde Epicuro –seguramente el primer gran pensador declaradamente materialista– y recurre con variantes a lo largo de la historia del pensamiento. Se trata de la convicción de que la capacidad humana de conocer puede ser explicada analizándola en partes que no son intelectuales, es decir, la inteligencia se concibe como un conglomerado de partículas que a su vez no son espirituales. De modo que la inteligencia aparece como algo secundario, que no interviene decisivamente en el origen y desarrollo de lo real.

Tesis materialistas en neurobiología

Para ilustrar el estado actual de la discusión en la neurobiología, he acudido a las afirmaciones de algunos neurobiólogos o biólogos sin más, sin prejuzgar que todos sean declaradamente materialistas, y las he acompañado de tesis defendidas por filósofos que discuten en su nivel, y a los que habitualmente tienen en cuenta.

Schwartz, colaborador en varias publicaciones con Kandel, uno de los recientes premios Nobel, en este caso por sus investigaciones acerca de los mecanismos de la memoria, tras hacer un breve recorrido por las propuestas filosóficas antiguas, afirma en un apéndice de la obra Principles of Neural Science, titulado La conciencia y la neurobiología del siglo XXI* (2), que "conviene datar las discusiones modernas acerca de la conciencia en René Descartes". Más adelante, después de nombrar a Locke, Berkeley y Kant afirma lo siguiente: "La posibilidad de una explicación física de la conciencia se tornó evidente en el siglo XIX con el auge de la psicología experimental (Wilhelm Wundt [1832-1920]) y la psicofísica (Gustav Fechner [1801-18887]), que supusieron que la actividad mental se corresponde con distintos estados físicos (paralelismo psicofísico)". Y más adelante aún: "La mayoría de los neurocientíficos y filósofos dan ahora por hecho que todos los fenómenos biológicos, incluida la conciencia, son propiedades de la materia". El epígrafe de este apartado no es otro que El pensamiento moderno acerca de la conciencia es materialista.

Por su parte, otro conocido neurobiólogo, Francis Crick, en su conocido libro La búsqueda científica del alma: una revolucionaria hipótesis para el siglo XXI, enuncia tal hipótesis en términos poco distintos de los del viejo Epicuro: "Usted, sus alegrías y sus penas, sus recuerdos y sus ambiciones, su propio sentido de la identidad personal y de su libre voluntad, no son más que el comportamiento de un vasto conjunto de células nerviosas y de moléculas a ellas asociadas" * (3).

Otro investigador, el ya citado Antonio Damasio, titula así un artículo publicado en el número de enero del 2000 de la revista Investigación y Ciencia: "Creación cerebral de la mente". En él afirma con contundencia: "Estoy firmemente convencido de que algún día, quizá pronto, daremos con una explicación coherente de la emergencia de la mente a partir del cerebro" * (4).

Y para Steven Pinker el problema se puede plantear como lo hace en su best-seller How the mind works: "La compleja estructura de la mente es el tema de este libro. Su idea clave puede ser resumida en una frase: la mente es un sistema de órganos de computación, diseñado por selección natural para resolver el tipo de problemas que afrontaban nuestros antepasados en su primitivo modo de vida, en concreto, entendiendo y manipulando objetos, animales, plantas y otra gente. (…) Los diversos problemas eran para nuestros antepasados subtareas de un gran problema para sus genes, el de maximizar el número de copias en la siguiente generación" * (5).

Esta concepción darwinista del hombre y de su mente subyace a muchos planteamientos biológicos. Aunque no sea propiamente un neurocientífico, dada la difusión de sus ideas, podemos recordar que el planteamiento que defiende Pinker es idéntico en ese aspecto al de Richard Dawkins, biólogo autor de numerosas obras de divulgación científica. Para él, es decisivo entender la evolución, no en el nivel de los organismos, sino en el de los genes. Y así, después de plantearse el problema de por qué los guepardos son como son, puede afirmar respecto a la vida en general: "La verdadera función de utilidad de la vida, aquella que se maximiza en el mundo natural, es la supervivencia del ADN. Pero el ADN no flota libre por ahí. Se halla encerrado en cuerpos vivos, y ha de emplear todos los resortes de poder que tiene a su disposición. Las secuencias genéticas que se sitúan en los cuerpos de los guepardos maximizan su supervivencia usando esos cuerpos para matar gacelas" * (6).

No es extraño que la concepción materialista de la ciencia encuentra su mejor aliado en el evolucionismo, y en particular en el neodarwinismo, puesto que esa teoría permite explicar las estructuras vivas sin acudir a la intervención de una inteligencia. El darwinismo se usa incluso para entender la formación del cerebro individual, como en el caso de Gerald Edelman * (7), que entiende el cerebro como un organismo equipado genéticamente desde el nacimiento por una gran cantidad de grupos neuronales y que se desarrolla por un mecanismo comparable a la selección natural darwiniana: unos son eliminados, mientras que otros se refuerzan. Lógicamente, no puede ser de otro modo, puesto que, si aceptamos la tesis materialista, la mente no puede intervenir en la constitución del cerebro, puesto que procede de él; de modo que hay que explicar su aparición recurriendo a un mecanismo ciego como éste.

En el terreno de la filosofía de la mente, John Searle, en un artículo publicado en la New York Review of Books y reproducido en la revistaMundo científico, pasa revista a las propuestas actuales para resolver el problema. Lo que más me interesa es cómo lo plantea: "Resumamos nuestro punto de vista general acerca del modo como las investigaciones sobre el cerebro pueden ayudarnos a responder a las diferentes preguntas que aquí nos interesan: el cerebro es un órgano como los demás; se trata de una máquina orgánica. La conciencia es causada por procesos neuronales de nivel inferior del cerebro y es ella misma un rasgo del cerebro. Como se trata de un rasgo que resulta de ciertas actividades neuronales, podemos considerarla un rasgo emergente del cerebro" * (8). Searle, de todos modos, es consciente de que queda un largo trecho para explicar de qué modo la conciencia emerge del cerebro.

También David Chalmers, un filósofo de la mente cuyo dualismo naturalista merecería un estudio más detallado, piensa que estamos lejos de resolver ese problema. En este sentido, distingue entre el problema blando y el problema duro de la conciencia. El problema blando consiste en descubrir los mecanismos neuronales implicados en los procesos conscientes. El problema duro, en cambio, consiste en saber "cómo los procesos físicos del cerebro dan lugar a la conciencia" * (9) . Chalmers piensa que la conciencia no puede explicarse describiendo los estados cerebrales que la acompañan. Por eso, a la hora de elaborar una teoría que explique el problema duro de la conciencia, es preciso reconocer que "no todos los objetos de la ciencia se explican a partir de otras entidades más fundamentales" * (10). Parece más bien que la conciencia debería ser un elemento fundamental no reducible a otro. En su opinión, una teoría que pretenda explicar toda la realidad, tendría que contar con él y proporcionar leyes que sirvieran para ponerlo en relación con los otros elementos fundamentales de la teoría física. Chalmers se inclina a pensar que la conciencia es paralela a un proceso cerebral concreto, que podríamos llamar percatarse, y que es aquel gracias al cual "la información del cerebro viene a estar globalmente disponible para los procesos motores del estilo de los del habla o de la acción corporal" * (11). Su hipótesis es que en esa nueva teoría puede desempeñar un papel central el concepto de información * (12).

Francis Crick, respondiendo al artículo en que Chalmers propone estas tesis, conecta el problema de la conciencia con el del significado (tan caro por otra parte a Searle): "Sería útil intentar determinar qué características ha de tener una red neuronal (o alguna otra incorporación computacional) para generar significado. (…) El problema duro de la conciencia aparecería entonces quizá bajo una luz completamente nueva. Hasta podría desaparecer" * (13).

A modo de colofón de este breve recorrido por las tesis materialistas sobre el problema mente-cerebro, mencionaré de nuevo a Kandel, que comienza el primer capítulo de su libro Neurociencia y conducta con un párrafo en el que explica la vocación interdisciplinar de la neurociencia. En él señala cómo en las dos últimas décadas la neurociencia se ha fusionado con la biología celular y la molecular, y cómo su próximo desafío es su unificación con el estudio de la conducta y la ciencia de la mente * (14), para añadir inmediatamente: "El dogma central de dicha unificación es que lo que acostumbramos llamar mente consiste en una serie de funciones realizadas por el encéfalo"* (15).

Puede parecer por lo que he dicho hasta el momento que todos los que defienden tesis materialistas están convencidos de que acabarán por explicar cómo el cerebro genera la mente. Sin embargo, no es así. Por limitarme a los autores citados, mencionaré sólo dos opiniones opuestas al respecto. Como hemos visto, Damasio es uno de los que están convencidos de que lo conseguiremos. En el artículo citado no duda de calificar esta convicción como optimista. En cambio, Pinker, coherente con sus principios evolucionistas advierte: "Tal vez los problemas filosóficos son difíciles no porque son divinos (...) o carentes de sentido (...), sino porque la mente delhomo sapiens carece del equipamiento cognitivo para resolverlos. Somos organismos, no ángeles, y nuestras mentes son órganos, no conductos hacia la verdad. Nuestras mentes evolucionaron por selección natural para resolver problemas que eran asunto de vida o muerte para nuestros antepasados, no para comunicarse con corrección o para responder las preguntas que somos capaces de plantear. No podemos mantener diez mil palabras en nuestra memoria a corto plazo. No podemos ver luz ultravioleta. No podemos hacer rotar mentalmente un objeto en las cuatro dimensiones. Y quizá no podemos resolver enigmas como la voluntad libre y la conciencia" * (16). Unas melancólicas palabras que recuerda al también citado Dawkins, que se lamenta de que la mente humana parece que no está hecha para entender una verdad tan obvia como el darwinismo, pues se empeña constantemente en comprender las cosas olvidando los claros principios que él se empeña denodadamente en difundir.

Algunas observaciones críticas

Mucho se podría escribir a propósito de lo que cada uno de estos autores propone. Sin embargo, para abreviar, me voy detener sólo en algunos supuestos recurrentes en las argumentaciones de quienes sostienen planteamientos materialistas.

Antes de hacerlo, conviene advertir que el problema de la relación entre la mente y el cerebro en estos autores se reduce casi exclusivamente a la explicación del origen de la conciencia. La convicción subyacente a casi todos ellos parece ser que nada impide explicar el comportamiento humano como el producto de procesos físicos inconscientes, del mismo modo que tampoco lo hay para explicar el comportamiento de los robots ni parece haberlo para explicar la conducta de la Aplysia caliphornica. Pero lo que llama la atención a los neurólogos y a los psicólogos que están de vuelta del objetivismo funcionalista –es decir, todos los citados– es que a algunos de nuestros comportamientos les acompañe la conciencia. La conciencia de realidad y del yo es entendida por algunos –como Damasio o Dawkins– como la generación cerebral de una realidad virtual. Y si se pregunta de dónde sale el yo que contempla tal espectáculo, Damasio, por ejemplo, responderá que "el fundamento biológico del sentido del yo se halla en los mecanismos cerebrales que representan, instante a instante, la continuidad del mismo organismo" * (17).

Para comenzar, me detendré en un problema previo a la relación mente-cerebro. Quienes reconocen que la mente es distinta del cerebro, pero que se puede explicar desde él, suelen explicar la relación entre ambos de acuerdo con un modelo emergentista.

Emergentismo

Hemos visto que, según Searle, nuestras experiencias conscientes son propiedades emergentes del sistema de neuronas. Veamos cómo define una propiedad emergente: "Una propiedad emergente de un sistema es una propiedad que se explica por el comportamiento de los elementos de dicho sistema pero no pertenece propiamente a ninguno de sus elementos ni puede explicarse simplemente como la suma de las propiedades de dichos elementos. La liquidez del agua es un buen ejemplo: efectivamente, el comportamiento de las moléculas de H2O explica la liquidez del agua, sin embargo, ninguna de las moléculas individuales es líquida" * (18).

Creo que el ejemplo es muy claro y que sirve perfectamente para la discusión de esta tesis. Pero antes de discutir nada, pondré las cartas sobre la mesa: mi opinión es que el emergentismo que aquí se describe es una ilusión. Intentaré mostrar por qué. Para ello voy a cambiar el ejemplo de Searle por otro distinto. A simple vista puede parecer una traición, pero luego intentaré mostrar las semejanzas.

Según la definición de Searle, la imagen de una persona que podemos ver en una pantalla de ordenador o de televisión es una propiedad emergente de un conjunto de píxeles coloreados. En efecto, la imagen no pertenece a ninguno de los píxeles y, sin embargo, para explicarla no debemos recurrir a nada distinto del conjunto que éstos forman.

¿Es esto cierto? En realidad, si la imagen no es otra cosa que un conjunto de puntos de luz, la imagen que yo veo no es sino un espejismo que oculta la verdadera realidad. En realidad, la diferencia entre la imagen y sus píxeles no es en modo alguno física, sino sólo relativa al punto de vista que adopto para observarla. Por eso distinguir entre los píxeles y la imagen que forman no puede abordarla la física, sino que se reduce a un problema de teoría del conocimiento. Y, en efecto, pocos se sentirán ofendidos en este caso si decimos que la imagen es una ilusión producida por un agente que conoce cómo funciona nuestra percepción.

Si comparamos este ejemplo con el que Searle nos propone, veremos que no son tan distintos. Aunque en apariencia sí lo son, pues Searle podría estar de acuerdo conmigo en que la imagen es, desde el punto de vista científico –es decir, racional y explicativo de la realidad–, un mero espejismo, mientras que la liquidez es una propiedad estudiada por la ciencia.

Sin embargo, si lo pensamos con más calma, nos daremos cuenta de que, si la liquidez significa algo para nosotros es porque somos capaces de percibir las moléculas de agua al margen de su realidad como moléculas. La liquidez que queremos explicar aparece de nuevo como fruto de una perspectiva. Mientras que, si volvemos al nivel molecular, lo que llamamos liquidez no es otra cosa que el modo en que se relacionan las moléculas. Y, ¿estamos dispuestos a decir que las relaciones entre moléculas son una propiedad emergente de éstas?

Volviendo a la conciencia, si la realidad, que, como algunos afirman, no es otra cosa que procesos neuronales, me aparece como conciencia, lo primero que se me ocurre preguntar es, no cómo una cosa produce la otra, sino a quién y desde qué punto de vista la realidad parece tal cosa. Pero si acabo aceptando que los diversos puntos de vista son válidos, me encuentro con el problema de justificar su existencia, con el peligro de salir del estrecho marco a que el programa materialista reduce la investigación científica.

En último extremo, nos topamos con uno de los problemas básicos del materialismo. Si sostenemos que explicar la realidad no es otra cosa que descomponerla en sus piezas elementales, estamos afirmando que lo único real son esas piezas y lo demás meras apariencias. Pues afirmar lo contrario sería admitir la horrenda tesis aristotélica de que el todo es más que la suma de sus partes, lo que lleva a aceptar que existen otros niveles de realidad, y, en último extremo, la existencia de un orden que presupone la existencia de la por muchos abominada causa final.

Dificultades del monismo

Como decía antes, el materialismo se puede comprender como una forma de monismo. Un monismo que intenta reducir la realidad a lo que de ella pueden captar directa o indirectamente los sentidos o el método experimental empírico de la investigación científica.

Este monismo aparece con claridad en la pretensión de aquellos autores que, sin negar la realidad de la conciencia, pretenden explicar la relación entre ésta y el cerebro reclamando una teoría, de la que actualmente no disponemos, que permitirá en el futuro explicar tanto los procesos físicos del cerebro como la experiencia subjetiva como manifestaciones de una sola entidad o proceso.

Así, Thomas Nagel concluye uno de sus artículos afirmando: "Mi conjetura es en esencia ésta: que aunque no es posible una conexión transparente y directa entre lo fisiológico y lo fenomenológico, sino tan sólo una correlación extensional establecida empíricamente, podemos esperar y deberíamos intentar, como parte de una teoría científica de la mente, formar una tercera concepción que incluya tanto lo mental como lo físico, y a través de la cual su real y necesaria conexión mutua devenga transparente para nosotros. Tal concepción tiene que ser creada. No la encontraremos descansando. Todos los grandes éxitos reductivos en la historia de la ciencia han dependido de conceptos teóricos, no naturales –conceptos cuya entera justificación es que nos permiten sustituir correlaciones brutas por explicaciones reductivas. En el presente una solución para el problema mente-cuerpo es literalmente inimaginable, pero puede no ser imposible" * (19).

El planteamiento de Nagel, que no podemos reproducir aquí por entero, ofrece aspectos interesantes. Entre ellos, que acepta en buena medida la complejidad de los elementos del problema y que muestra con claridad la insuficiencia de los intentos actuales de resolverlo. Pero, aunque coincida en buena parte con él en su diagnóstico, no comparto el objeto de sus esperanzas. Y no las comparto porque parten del discutible presupuesto de que el camino para explicar la correlación entre lo físico y lo mental pasa por elaborar una teoría que los muestre como manifestaciones de lo mismo.

No quiero negar que, en el futuro, puedan existir explicaciones mejores para afrontar este problema y que hoy no estemos en condiciones de elaborarlas. Sin embargo, no apostaría todos mis esfuerzos y toda mi esperanza a esta posibilidad, pues bien podría ocurrir que dicha teoría, así planteada, sea imposible.

Ahora bien, no pretendo con esto decir que no podremos entender nunca del todo las relaciones entre lo físico y lo mental o que existe una clara barrera que resulte infranqueable a la investigación. Lo que sostengo es que la solución del problema tal vez no estribe en reducir lo físico y lo mental a dos manifestaciones de lo mismo.

La reserva que acabo de expresar puede ser entendida como una profesión de dualismo. Y lo es sin duda si se entiende por dualismo la irreductibilidad, sea directa o por medio de un tercero, de lo mental a lo físico. Pero creo que existe una alternativa al dualismo, que tiene que ver con lo que antes he afirmado acerca de la existencia de distinciones en la realidad. Se trata de aceptar que la complejidad humana no puede ser entendida desde una perspectiva declarada o tendencialmente monista.

Así lo expresa Leonardo Polo: "Lo humano se organiza según dualidades. Y, paralelamente, las ciencias humanas son, a fin de cuentas, temáticamente duales. La complejidad del hombre no se resuelve en elementos simples, sino en dualidades. Por eso conviene decir que en el hombre el dos es algo más que un número. Al aparecer en tantos aspectos de lo humano, cabe sostener que tiene un valor cuasi-trascendental" * (20).

Desde esta perspectiva, la dualidad espíritu-cuerpo no tiene por qué aparecer como la relación entre dos cosas heterogéneas, sino como la expresión de una dualidad característica del hombre, que debe ser estudiada con un método adecuado.

Contradicciones internas en las teorías materialistas

Pero quizá la deficiencia más seria en muchos de los debates contemporáneos sobre la mente consiste en que hemos perdido gran parte de las convicciones que la historia del pensamiento ha ido ganando acerca de la naturaleza de la mente, la conciencia y la inteligencia.

Pues no se trata tan sólo de que la existencia de la conciencia o la experiencia sea un hecho que no cabe reducir apresuradamente a los procesos físicos. Es cierto, como afirma Nagel o, en otros términos, Chalmers, que hay que tener en cuenta que la conciencia sólo comparece en primera persona, mientras que la objetividad científica describe la realidad en tercera persona. Pero esto sólo es una parte del problema. Lo verdaderamente decisivo es, en primer lugar, que lo que llamamos conciencia en sentido estricto forma parte de la inteligencia, y, en segundo lugar, que cualquier pretensión de explicar la inteligencia la presupone.

En realidad, la gran ausente de estos debates es precisamente la inteligencia. Puesto que el término se ha difuminado en la actualidad, y sirve para designar tan sólo el presupuesto de determinadas conductas, atribuible tanto a los animales como a las máquinas, quiero aclarar que me refiero al emplearlo a lo que se ha entendido por inteligencia desde la filosofía griega: la capacidad humana de conocer la verdad.

A este respecto conviene atender a lo que advierte Husserl: "La objeción más grave que se puede hacer a una teoría, y sobre todo a una teoría lógica, consiste en decirle que choca con las condiciones evidentes de la posibilidad de una teoría en general. Sentar una teoría y conculcar en su contenido, sea expresa o implícitamente, los principios en que se fundan el sentido y la pretensión de legitimidad de toda teoría, no es meramente falso, sino absurdo radicalmente" * (21).

Obviamente, esta objeción se puede aplicar a todas aquellas teorías que intentan explicar intelectualmente la realidad dejando en suspenso la justificación de la inteligencia. Y, puesto que el evolucionismo está universalmente presente en los planteamientos materialistas de la biología contemporánea, vamos a analizarlo desde este punto de vista.

El evolucionismo materialista pretende explicar todo lo viviente, incluida nuestra inteligencia, como el resultado de un proceso inconsciente sometido a leyes físicas. Resumamos a grandes rasgos esa explicación.

Las leyes físicas del mundo en que vivimos tienen la particularidad de que permiten la existencia de estructuras complejas, que, en ocasiones, resultan estables. Dentro de estas estructuras complejas, hay algunas que tienen la sorprendente propiedad de replicarse, es decir, de asociar a sí otros materiales para formar un doble. Nosotros conocemos además algunas de esas estructuras que, además de replicarse, tienen la propiedad de constituir un organismo complejo en el que, por así decirlo, anidan.

De esos organismos complejos, muchos de los cuales son destruidos por las mismas leyes físicas, hay algunos que perviven porque sirven para replicar la estructura que los origina. Sólo aquellos que lo hacen con efectividad en relación con su entorno son capaces de legar réplicas a la posteridad.

Algunos de esos organismos han llegado a generar estructuras que les permiten un nuevo tipo, más sutil, de relación con el entorno, que solemos llamar conocimiento. Se trata de una propiedad que puede mantenerse a través de las generaciones porque ayuda o, al menos, no estorba demasiado a la transmisión del patrimonio genético, es decir, a llegar vivo a la madurez y en condiciones de tener descendencia, es decir, de replicar el código genético.

Pues bien, de entre esos organismos capaces de conocer el entorno, conocemos al menos uno, el homo sapiens, que no sólo ha adquirido la conciencia, propiedad que para muchos no posee en exclusiva, sino que ha sido capaz de formular esta historia y de entender así el modo en que ha llegado a existir.

Concluyamos este breve relato, que para algunos posee una subyugante belleza, recordando que lo que define a una interpretación materialista de la evolución es que sostiene que las nuevas propiedades sólo son recombinaciones de elementos primitivos más sencillos. Y, tras esta advertencia, pasemos a proponer algunas observaciones críticas.

La primera objeción a que se expone esta teoría se puede enunciar así. Si, de acuerdo con ella, lo único que podemos afirmar de los seres que ahora existen es que su estructura les permite sobrevivir, ¿cómo podemos asegurar que el conocimiento de la realidad que su dotación les proporciona describe la realidad tal como es? Si mantenemos los presupuestos, lo único que podemos afirmar es que esa imagen de la realidad o bien ayuda a la supervivencia o bien, al menos, no la obstaculiza. Pero lo más dramático es que esta rigurosa conclusión afecta a la teoría misma. Nada nos puede asegurar que la teoría de la evolución es verdadera. Y así entramos en contradicción con nosotros mismos, pues aceptar como verdadera la versión materialista de la teoría de la evolución nos conduce al contrasentido de negar la posibilidad de afirmar que sea verdadera. La teoría hace imposible cualquier criterio de verdad, porque lo más parecido que puede ofrecer como criterio de verdad de una teoría es la supervivencia del organismo que la sostiene, lo cual, a los efectos de legitimarla como teoría, resulta francamente insuficiente.

En realidad, y aunque resulte duro de aceptar para quienes sostienen un planteamiento materialista, sólo podemos aspirar legítimamente a explicar el origen de los organismos inteligentes si presuponemos que la inteligencia es independiente de cualquier proceso inconsciente.

Conclusiones y perspectivas

Hasta aquí he intentado hacer una breve exposición del estado de lo que a mí me parece el paradigma filosófico dominante en el mundo de las neurociencias. Las críticas que brevemente he expuesto no son, por supuesto, exhaustivas y sólo tienen como finalidad señalar la debilidad de algunos de sus presupuestos. Ahora, antes de terminar, podemos preguntarnos por las razones que explican su amplia difusión.

Por una parte, como señalábamos al principio, es claro que para muchos científicos, tanto en el campo de la biología como en el de la física, el paradigma materialista es optimista porque reduce todos los problemas a los que pueden resolver con su ocupación. Dicho de otro modo, parece un medio de prestigiar sus respectivas disciplinas.

En mi opinión, la raíz de esta tentación se encuentra en la secular pugna por diferenciar estas ciencias de la filosofía. Una pugna que está basada en el error de pensar por ambas parte que la actividad del científico es absolutamente ajena a la filosofía. Como he dicho en otro lugar, me parece que una de las fuentes de la incomprensión entre los filósofos y los científicos estriba en no darse cuenta de que, si bien los resultados de las ciencias particulares, incluida la biología, no tienen el alcance de la filosofía, la ciencia moderna no se puede entender si no aceptamos en el científico una preocupación verdaderamente filosófica. En efecto, los científicos no sólo quieren saber cómo describir el comportamiento de la naturaleza, sino que quieren conocerla, y esto se encuentra en la entraña misma de lo que entiende por ciencia. El científico quiere saber acerca de la realidad y por eso orienta su investigación y encuadra sus descubrimientos en un marco que, aunque pueda ser tosco, es verdaderamente filosófico * (22).

Como ilustración de la visión que tienen los científicos de la filosofía, que, dicho sea de paso, en la actualidad no suele ser agresiva, puede servir la siguiente afirmación de un conocido manual de zoología, que se caracteriza, entre otras cualidades, por su sensibilidad para plantear los problemas científicos desde una perspectiva histórica. El texto está tomado de un apéndice en el que aborda muy sintéticamente los hitos fundamentales de la historia de la biología: "Aristóteles. Nacimiento de la Zoología como ciencia. Aunque este zoólogo pionero no se puede valorar según los criterios modernos, difícilmente encontraremos entre las grandes áreas de la Zoología una a la que no haya aportado algo. Sin embargo, Aristóteles fue más un filósofo y poeta que un científico y muchos de sus escritos biológicos están plagados de opiniones erróneas" * (23) (Hickman, 821; en Apéndice A: Desarrollo de la Zoología). Pienso que, mientras la filosofía parezca a los científicos poesía, el problema que describo no tendrá solución.

Pero el modo de resolver un problema en apariencia tan teórico, aunque parezca paradójico, no es sólo teórico, sino ante todo práctico. Es necesario que los filósofos dialoguen con los científicos, y creo que el mejor modo de dar el primer paso es que los filósofos, que, por otra parte, aprenden tanto de los resultados de la ciencia, se animen a plantear, o por lo menos traducir, sus aportaciones de modo que puedan entrar en debate con las tesis científicas.

Por otra parte, los filósofos –nótese que no digo ni la filosofía ni la ciencia– tiene mucho que ganar en este diálogo. Ante todo, porque pueden encontrar en sus interlocutores la confianza en la razón que desde hace un tiempo han perdido, y que el mundo de los científicos, aunque de modo inconsciente, es más reacio a abandonar.

También quiero advertir que, en los problemas filosóficos que giran en torno al estudio del cerebro, es preciso recuperar una perspectiva más amplia. A mi modo de ver, y como he intentado mostrar, se echa en falta un planteamiento serio y profundo de la cuestión del conocimiento. La inteligencia entendida como capacidad de conocer la verdad es la gran ausente de estos debates. Me aventuraría a afirmar que la raíz histórica de este problema se encuentra en la reducción que ha obrado la filosofía contemporánea del conocimiento a lenguaje, porque deja las puertas abiertas para que la inteligencia se entienda como un tipo de conducta, y se pretenda estudiarla con métodos empíricos. De este modo se llega a planteamientos –que podrían resultar cómicos si no fuera porque la inmensa mayoría de las personas no tiene recursos para refutarlas–, en los que se comienza reduciendo lo específicamente humano a la posesión de sentimientos y se acaba defendiendo el Proyecto Gran Simio.

Para terminar, querría mostrar mi acuerdo con Robert Spaemann, que en una reciente entrevista, ante la pregunta por cuáles eran las líneas de investigación filosófica que consideraba prioritarias, afirmaba: "Si me pregunta lo que considero como tema prioritario de investigación filosófica, diría que en el fondo se encuentra la noción de vida. Porque esta noción desaparece tanto para el materialismo como para el idealismo, o mejor, para el subjetivismo". El problema mente-cerebro es un caso límite de cómo estas dos perspectivas pueden convivir y de cuáles son las dificultades para entendernos a nosotros mismos que este hecho entraña.

Notas 

  1. Damasio, Antonio R., «Creación cerebral de la mente», Investigación y Ciencia, Enero 2000, p. 66.
  2. Cfr. Kandel, E. R., Schwartz, J. H., Jessel, T. M., Principles of Neural Science , Mac-Graw Hill, New York 2000 (4ª ed.), pp. 1317-1319.
  3. Crick, F., La búsqueda científica del alma: una revolucionaria hipótesis para el siglo XXI, Debate, Barcelona 1994, p. 3.
  4. Damasio, A. R., Op. cit., p. 66.
  5. Pinker, S., How the mind works , Norton &Company, New York 1999, p. 21.
  6. Dawkins, R., «¿Tiene sentido la vida en sí misma?», Investigación y Ciencia, Enero, 1996, p. 61.
  7. Cfr. Edelman, G., Bright air, brilliant fire: on the matter of the mind, Allen Lane, The Penguin Press, Londres 1992.
  8. Searle, J. R., «Dos biólogos y un físico en busca del alma», Mundo Científico, nº170, Julio/Agosto 1996, p. 658.
  9. Chalmers, D., «El problema de la conciencia», Investigación y Ciencia, Febrero, 1996, p. 61
  10. Ibidem, p. 63
  11. Ibidem, p. 65.
  12. Cfr. Ibidem, p. 66.
  13. Respuesta de Crick a Chalmers contenida en el artículo de Chalmers. Ibidem, p. 65.
  14. Cfr. Rakic, P., Introducción a Gazzaniga, M. S., (ed.) The new cognitive neurosciences, MIT Press, Cambridge-Massachussets 2000 (2nd ed).
  15. Kandel, E. R., Jessel, T. M., Schwartz, J. H., Principles of neural science , McGraw-Hill, New York 2000, p. 5.
  16. Pinker, S., How the mind works, Norton &Company, New York 1999, p. 561.
  17. Damasio, A. R., Op. cit., p. 71.
  18. Searle, J. R., Op. cit., p. 658-659.
  19. «Conceiving the imposible and the mind-body problem», Philosophy, vol. 73, nº 285, Julio 1998, p. 352.
  20. Polo, L., Antropología transcendental, tomo I. La persona humana, Eunsa, Pamplona 1999, p. 165.
  21. Husserl, E., Investigaciones lógicas, 1, Alianza Editorial, Madrid 1982, p. 109.
  22. Cfr. Murillo, J. I, «¿Son realmente autónomas las ciencias?», En Aranguren, J., Borobia, J. J., Lluch, M., Fe y razón, Actas del I Simposio Internacional Fe cristiana y cultura contemporánea, Eunsa, Pamplona 1999.
  23. Hickman, C. P., Roberts, L. S., Larson, A., Principios integrales de zoología, McGraw-Hill, Madrid 1999, p. 821.