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Ciencia y fe en perspectiva sistemática: los oráculos de la ciencia

Ciencia y fe en perspectiva sistemática: los oráculos de la ciencia

Juan Arana Cañedo-Argüelles
Catedrático de Filosofía de la Universidad de Sevilla.
Discurso pronunciado en el acto in memoriam del Profesor Mariano Artigas el 23 de noviembre de 2007

Deseo hablarles en esta breve intervención del libro Oráculos de la ciencia. Científicos célebres contra Dios y la religión. Mariano Artigas lo escribió en colaboración con el profesor Karl Giberson y corresponde a su última atapa de producción, hasta el punto de que fue publicado póstumamente en este mismo año de 2007, bajo el prestigioso sello editorial de Oxford Univeristy Press1.

A mi juicio Oráculos de la ciencia constituye una aportación de primer nivel al campo de las relaciones entre ciencia y religión, y no sólo ni principalmente por la cuidada, completa y ajustada exposición de los seis científicos expuestos, sino porque los autores han conseguido dar con una fórmula para discutir las connotaciones religiosas de la ciencia que constituye todo un modelo a seguir. Con ser esto importante, todavía lo son más las provechosas enseñanzas que aporta en orden a replantear algo que había quedado en gran parte obsoleto y desacreditado con el correr de los tiempos, a saber: el género apologético. La misma idea de defender un ideario se ha ido impregnando de resonancias peyorativas, porque se asocia al mundo de la propaganda, el proselitismo y el adoctrinamiento, nociones antaño respetables, pero que se han vuelto cuestionables en virtud de algunas instrumentalizaciones abusivas al servicio de intereses económicos, políticos e ideológicos inconfesables. Desconfiamos casi instintivamente de todo lo que se nos presenta como bueno, verdadero y digno de compromiso. Enseguida nos aprestamos a contraatacar apoyándonos en los recursos de la filosofía de la sospecha, y se da la paradoja de que sólo estamos dispuestos a aceptar los mensajes que promueven actitudes contrarias a nuestras más íntimas esperanzas y a los más nobles motivos. Cualquiera que hoy en día trata de comunicar al prójimo un mensaje religioso corre el riesgo de ser confundido y tratado como un político en campaña electoral o un comerciante en periodo de rebajas. La gente está aburrida de ver los anuncios de la televisión y alerta frente al peligro de ser embaucada por los que promocionan remedios maravillosos, de manera que a todo aplican la misma mirada distraída e idéntica pose descomprometida. Los únicos valores considerados «seguros» son los susceptibles de comprobación directa y aplicación inmediata. De ahí que en el mundo de hoy la ciencia siga siendo la única instancia respetada por casi todos, a pesar de sus evidentes limitaciones y los terribles abusos que ha posibilitado y posibilita. Ya no es tan frecuente como antes encontrar ejemplos de amor desinteresado al saber y consagración altruista a la investigación pura, pero se considera tanto o más que nunca que la ciencia es la piedra de toque para cualquiera que quiera hablar en nombre de la verdad, no importa el tipo de verdad que se trate.

En Oráculos de la ciencia Artigas y Giberson detectan y afrontan una curiosa disimetría en la relación entre ciencia y religión que resulta de la situación descrita: cuando alguien pretende en nombre de la ciencia atacar la fe en Dios o la legitimidad de la religión, sus tesis se juzgan con criterios muy distintos que cuando intenta abogar en pro de una y otra. Reina en este campo el prejuicio de que hay una hostilidad congénita entre la instancia científica y la religiosa. Como consecuencia no se aplica idéntico rigor crítico a quienes quieren confirmar y extender el prejuicio y a los que tratan de averiguar hasta qué punto está fundado. En ningún momento esconden los autores del libro que comento su postura favorable a una convivencia armoniosa entre ciencia y religión. A lo largo de él examinan la postura de los más destacados representantes contemporáneos de la tesis opuesta. Tienen que pechar por consiguiente con la desventaja que para ellos supone el prejuicio dominante y resulta más que notable el modo en que lo hacen.

A priori hay dos respuestas extremas a la pregunta por las relaciones entre ciencia y religión: la primera se resume en la tesis de que poco o nada tienen en común una y otra; la segunda admite en cambio que existen amplias zonas de solapamiento. En el primer caso no habría posible enfrentamiento ni prácticamente ninguna relación; en el segundo se daría obviamente armonía o conflicto, pero nunca indiferencia. Artigas y Giberson se sitúan en la zona intermedia del espectro, puesto que detectan netas diferencias y al mismo tiempo descubren lugares de encuentro:

«...ciencia y religión son dos empresas humanas muy diferentes y, aunque ciertamente hay puntos de contacto, cada una tiene una autonomía considerable que debe ser respetada por la otra. Nuestro principal objetivo en este libro es simplemente presentar seis importantes voces científicas a nuestros lectores» (17).

Importantes y adversas, puesto que Dawkins, Gould, Hawking, Sagan, Weinberg y Wilson son al mismo tiempo destacadas figuras de la ciencia o la divulgación científica y decididos oponentes a aceptar la existencia de Dios u otorgar un sentido positivo a casi todas las formas conocidas de religión. Aquí hay que registrar un rasgo de particular originalidad: en lugar de recensionar las figuras más «favorables» a la postura que sustentan, Artigas y Giberson buscan las más discrepantes y, lejos de adoptar frente a ellas un tono intransigente e hipercrítico, no regatean los elogios que sus aportaciones merecen. Siguen pues una estrategia diametralmente opuesta a la vieja apologética. Ningún argumento de autoridad, ningún argumento ad hominem. Brillan por su ausencia los trucos retóricos, las pequeñas zancadillas para que el adversario resulte odioso o al menos antipático. Casi se podría decir que procuran buscar sus mejores ángulos, de manera que el lector acaba naturalmente admirando la epopeya personal de cada uno de estos oráculos de la ciencia actual. Y no sólo salvan a las personas, sino que procuran reproducir toda la fuerza de sus argumentos para negar o poner en duda la existencia de Dios o la legitimidad de la religión. Todo ello, por otro lado, sin el menor atisbo de «síndrome de Estocolmo» ni de fascinación por la fuerza y talentos del oponente. Lo que distingue la aproximación de Artigas y Giberson es que lleva la polémica al terreno idóneo, que no es otro que el de la valoración objetiva de pruebas y evidencias. Asumen sin titubeos que quien cree en Dios y practica una religión ha de comportarse cuando discute con los que niegan uno y otra menos como abogado que como detective y juez. Al primero que ha de convencer es a sí mismo, absteniéndose de aprovechar cualquier ventaja coyuntural y de tender tipo alguno de trampas para incautos. Si es hombre de fe, no es su fe misma la que está en juego, pues pobre fe es la que necesita apoyarse en argumentos que en ningún caso resultarán incontrovertibles. Lo que se cuestiona son los argumentos mismos, y respecto a ellos el que tiene fe será tan crítico, sino más, que el que carece de ella.

Sucede entonces algo sorprende, y es que el desarme retórico que con tanto rigor practicó el profesor Artigas en su último libro le otorga una singular fuerza dialéctica. El lector comprende que no se le están vendiendo unas «verdades», sino comunicándole los resultados de una encuesta perfectamente honesta. Honesta frente a la verdad que se busca y honesta respecto al adversario que la niega. Quien se entretiene en pequeñeces no muestra otra cosa que la pequeñez de su alma. El hombre grande ve ante todo la grandeza, incluso la de aquellos a quienes se enfrenta. En las páginas de Oráculos de la ciencia uno descubre a menudo puntos flacos de los autores estudiados que bien podrían haber sido concienzudamente aprovechados en su contra: la fascinación de Sagan por los extraterrestres, el descarado culto a su propia imagen promovido por Hawking, el resentimiento de Weinberg por el holocausto de sus parientes judíos, los resabios marxistas de Gould, el odio antiteológico de Dawkins... Artigas y Giberson detectan con lucidez estas debilidades, pero no basan en ellas sus réplicas. Los que las padecen han adquirido notoriedad por otros motivos y son éstos los que deben ser atendidos.

Sería espléndido que los grandes hombres de ciencia analizados por Artigas y Giberson tuvieran el mismo fair play cuando hablan de Dios y el hecho religioso. Desgraciadamente no ocurre así la mayor parte de las veces. El conocimiento superficial de los hechos, la simplificación histórica, los argumentos sesgados, la ignorancia de algunos presupuestos elementales de la discusión filosófica y teológica, la pura y simple mala fe están a la orden del día cuando abandonan el campo de su especialidad e inician sus incursiones en terrenos que lindan con la religión. Artigas y Giberson diagnostican con lucidez estos lamentables extremos y además prevén que su mesurada respuesta difícilmente contrarrestará a corto plazo el efecto producido por los descuidados argumentos de sus contrincantes, a menudo construidos sobre datos erróneos y rematados con sentencias inapelables:

«Estas declaraciones oraculares, prominentemente localizadas en libros escritos por eminentes científicos, son más efectivas que cien páginas de densa argumentación, y su tono misterioso y gran ubicuidad les dan un aire de importancia» (231).

Si a pesar de ello Artigas y Giberson no pierden la serenidad ni el equilibrio es porque la suya es una obra de reflexión donde importa menos acallar al adversario que iluminar un paraje donde son muchos los que se extravían. La mayor parte de los filósofos y tal vez de los teólogos no alcanzan a calibrar toda la importancia del asunto. En el siglo XIX una parte significativa de la humanidad, la más dinámica e inquieta, había puesto sus esperanzas en la ciencia, porque veían en ella una promesa de redención para los males del mundo y las limitaciones humanas. De sobra sabemos que el siglo XX ha puesto un final abrupto y macabro a tales esperanzas: lejos de curar los males de la humanidad, la ciencia ha servido para incrementar exponencialmente nuestra capacidad de destrucción. Ya nadie ve en ella una nueva religión. Sin embargo, algunos de sus usos e interpretaciones siguen siendo la tumba donde muchos espíritus contemporáneos sepultan el sentimiento religioso. El viejo dogma de que la ciencia ha vaciado el cielo de Dios sigue muy arraigado entre la gente, aunque casi todos acepten que no ha conseguido entronizar nada en su lugar. El cientificismo ha asumido un rostro amargo y desengañado, pero aguanta firme y sigue reprimiendo los anhelos de trascendencia que hay en el corazón del hombre. Artigas y Giberson han tenido la clarividencia de atacar la raíz misma del problema, enfrentándose cara a cara con los máximos exponentes de una concepción que pretende hablar en nombre de la ciencia, una ciencia que nada promete salvo lucidez, y que no espera otra cosa que asentar para siempre al hombre en su orfandad. El desafío es tan radical que de nada sirve oponerse a él con recetas genéricas.

Cada uno de los nuevos oráculos de la ciencia constituye —como enseñan nuestros dos autores— un mundo aparte. Cada cual ensaya una solución diferente para convertir la ciencia en una especie de fondo de saco metafísico. Hay que estudiarlos caso por caso, para no dejar escapar ninguna de las sutiles inflexiones que transforman sin aparente solución de continuidad el discurso científico en ontología de la inmanencia. ¿Tiene sentido este esfuerzo? Lo tiene si tenemos en cuenta que todas las formas más simples de resolver el contencioso ya han sido ensayadas sin éxito. Lo más sencillo hubiera sido negar a la ciencia alcance filosófico y por ende teológico. Curiosamente es lo que uno de los oráculos de la ciencia examinados, Stephen Gould, propone con su principio de magisterios que no se superponen. Es una solución salomónica porque otorga a la ciencia el saber y a la religión el querer, o a la ciencia el mundo sensible y a la filosofía el inteligible. Y no funciona porque fragmenta en pedazos nociones trascendentales que por esencia recubren todo el espectro del ser. No es posible confinar la religión en las dimensiones afectivas o prácticas de la persona sin acabar negándola en su totalidad, ni tampoco se hace justicia a la ciencia cuando se le niega cualquier valor filosófico diciendo que sólo sirve intereses pragmáticos o que es incapaz de ir más allá de la fachada fenoménica del universo. Lo cierto es que el genuino hombre de ciencia es un buscador de verdades, y como la verdad no admite ser distribuida en compartimentos estancos, tampoco cabe negar la índole filosófica de la ciencia. Artigas y Giberson subrayan la concepción realista del conocimiento sostenida por los seis autores estudiados, lo cual es un valor que no debe ser sacrificado, ya que una ciencia vuelta de espaldas a la realidad todavía es más contraproducente que una ciencia cerrada a la trascendencia.

Ocurre, y aquí el libro Oráculos de la ciencia alcanza las más altas cotas de finura en sus análisis, que el secreto de los éxitos de la ciencia moderna es haber logrado diseñar metodologías muy bien adaptadas a determinados tipos de objetos. El precio que ha tenido que pagar por ello es dejar fuera de su alcance los asuntos que no se adecuan a tales protocolos de actuación. El científico ha de acatar la disciplina de no traspasar los límites que él mismo se ha impuesto, pero al mismo tiempo no sería fiel a su vocación si no tratara de superarlos. En este sentido los límites de la ciencia no son fijos y el filósofo que hay en todo científico creador reclama permanentemente llegar más y más lejos. Por esa razón tampoco es un capricho ni un vicio epistemológico que los más destacados hombres de ciencia se hagan preguntas que entran de lleno en lo metafísico y hasta en lo teológico, pero cuando llegan a este punto de su indagación tienen que saber también relativizar los métodos que hasta ese momento habían aplicado con éxito, y aprender a transitar por un terreno mucho más movedizo donde ya no hay fórmulas predispuestas para despejar incógnitas. Y aquí precisamente es donde los más recientes oráculos de la ciencia empiezan a cometer errores de principiante. Hawking con su obsesión de cerrar las puertas del tiempo y el espacio a Dios por medio de la idea de un universo autocontenido es quizá quien comete el desliz conceptual más flagrante. Dado que el marco espacio-temporal constituye el horizonte que engloba todo el ámbito de los acontecimientos físicos, piensa el sabio británico que la presencia de Dios en el mundo sólo es posible si hay una «abertura» en dicho horizonte: de no haber un principio absoluto del espacio-tiempo, un instante cero para todos los relojes del cosmos, la acción creadora de Dios sería imposible. Artigas y Giberson deshacen la confusión mostrando que la noción metafísico-teológica de «creación» trasciende el marco espacio-temporal hasta el punto de ser la instancia que explica el establecimiento de ese marco junto con su contenido. Por su parte, el premio Nobel de física Steven Weinberg repite en sus populares escritos de divulgación que cuanto más comprendemos del universo, menos sentido o propósito manifiesta. Tras una sagaz valoración de estos textos se nos hace ver que la física emplea una red de detección diseñada para dejar completamente de lado las cuestiones de sentido. Por consiguiente, lo extraordinario hubiera sido que la comprensión de universo otorgada por la física sirviera también para responder la pregunta por el sentido. En general, hay en todos los oráculos de la nueva ciencia una notable confusión en lo concerniente a la relación entre la causa primera y el orden de las causas segundas, como si el progresivo descubrimiento de éste tuviera que ir en detrimento de aquélla.

Con su paciente labor pionera, Artigas y Giberson han contribuido a levantar puentes derribados y tender algunos que esperaban ser establecidos por primera vez. Así devuelven a la ciencia la relevancia filosófica que a veces se le ha negado, y también restituyen a la metafísica y la teología la capacidad de diálogo con una instancia de conocimiento que con frecuencia y no sin culpa han marginado. En el importante campo de las relaciones entre ciencia y religión el profesor Artigas ha demostrado, en este como en muchos otros hitos de su fecunda carrera investigadora, que sólo puede enseñar quien está permanentemente dispuesto a aprender. Su vida ha sido un estímulo para todos los que, como yo mismo, nos afanamos en alguno de los frentes que se beneficiaron de su incansable labor.

[1]  Karl Giberson, Mariano Artigas, Oracles of Science. Celebrity Scientists versus God and Religion, Oxford, University Press, 2007. 273 pp. Los números entre paréntesis remiten a las páginas de esta edición.