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¿Debería tener el rey derecho a la objeción de conciencia?

Esta semana contamos con la colaboración de Guillermo Velasco Anaya, estudiante de 2º del doble grado en Filosofía y Derecho. ¿Cómo puede hablarse de la unidad y permanencia de un Estado cuando el actuar de su máximo representante está disociado de su propio sistema de valores?

Considero que una de las cuestiones de mayor actualidad y peso que enfrenta la institución monárquica en España en nuestros días —y también en otras naciones que contemplan esta figura— es si la persona del rey debería tener o no derecho a objetar la realización de un acto debido. Vivimos en tiempos de monarquías parlamentarias, donde, a diferencia de las monarquías absolutas o constitucionales, el rey no tiene poder efectivo ni capacidad de decisión que produzca efectos jurídicos en el ordenamiento constitucional. En España enfrentamos un problema de naturaleza anacrónica, porque además de otras funciones que se conservan por el peso de la tradición histórica, corresponde al monarca la sanción y promulgación de las leyes emitidas por el parlamento. Dicho problema radica en que el rey debe realizar esta sanción y promulgación a pesar de no disponer de ningún tipo de potestad ni iniciativa legislativa, por lo cual es una función que ha perdido su propósito. A raíz de esta situación se han dado crisis constitucionales importantes, como la ocurrida en Bélgica en 1990 debido a la oposición del rey Balduino a firmar la ley mediante la cual se despenalizaba el aborto. Al no estar contemplado en el ordenamiento belga el derecho a la objeción de conciencia del rey, se tuvo que recurrir a una inhabilitación temporal, durante la cual fueron realizados los correspondientes trámites de la referida ley.

Problemas como este llevan a plantearse la discusión acerca de si el rey debería tener o no el derecho a la objeción de conciencia, reconocido en el artículo 30.2 de la Constitución, y que consiste en la libertad que tiene un sujeto de oponerse cumplimiento de un deber jurídico por ser este contrario a sus convicciones personales. A mi juicio, la persona del monarca sí debería poder objetarse a realizar actos debidos si estos no son conformes a sus principios. Para evitar que esta práctica se realice abusivamente, debería estar sometida a los mismos requisitos bajo los cuales un ciudadano puede objetar, pues la objeción de conciencia no es un privilegio subjetivo que posibilite incumplir las normas del ordenamiento jurídico arbitrariamente. Por el contrario, es un derecho básico cuya finalidad es evitar que las personas se vean forzadas a actuar en contra de lo más valioso que disponen: su conciencia. De igual manera, es importante resaltar que la objeción de conciencia se ha edificado como un derecho cuyo ejercicio tiene un trasfondo colectivo, pues solo son reconocidas como causas válidas de objeción aquellas que se vinculan a una creencia o convicción común, compartida por un determinado grupo de personas (por ejemplo, la objeción de los pacifistas a ser enlistados en el ejército o la de algunos médicos a practicar un aborto o eutanasia).

No se puede decir que un Estado sea democrático y de Derecho si no contempla en su ordenamiento el reconocimiento al derecho de la objeción de conciencia de los ciudadanos. Pienso que este derecho es trasladable al rey, ya que, con la racionalización de la monarquía, las funciones que ostenta nominalmente han sido vaciadas del contenido que históricamente tenían, por lo que no supondría una crisis constitucional que el rey se objetara a realizar un acto debido si este es contrario a sus convicciones personales, pues en la práctica no tiene poder de decisión y su actuación tiene una naturaleza más formal y simbólica que efectiva. De igual manera, la función de ser un símbolo de unidad y permanencia del Estado no se desvirtúa si se permite al rey excusarse de alguna de sus obligaciones concretas por ser incompatibles a lo que le dicta su conciencia. De hecho, ocurre exactamente lo opuesto, pues ¿cómo puede hablarse de la unidad y permanencia de un Estado cuando el actuar de su máximo representante está disociado de su propio sistema de valores?

Una alegación que se suele realizar es que el rey debe ser neutral, pues su función es la de representar y ser símbolo de toda la nación, por lo que objetar la realización de un acto debido supondría manifestar su posición parcial respecto a una determinada materia. Sin embargo, sostengo que existen determinados temas de una importancia tal que, a pesar de tener a día de hoy una fuerte carga ideológica y política, trascienden estos planos; esto implica que la decisión que se tome en relación a uno de ellos no tiene intrínsecamente una orientación determinada en el espectro político, por más que externamente se le intente dar una. Para iluminar esto mediante un ejemplo, podemos volver a pensar en el tema que ocasionó la crisis constitucional en Bélgica a la que me referí con anterioridad: el aborto. Es un tema polémico que como tal no está vinculado a una orientación política determinada, pero, en la práctica, se suele asociar su defensa con la izquierda; por lo tanto, se le atribuiría al rey ser de “derechas” si se opone a firmar una ley que lo despenalice. Considero que esto es erróneo, pues la posición que se tome respecto a un tema tan sensible no tiene que ser determinante para fijar cuál es el partido o sector político por el cual uno siente simpatía. Y son justamente estos temas que trascienden el plano político (pues revisten una importancia tal que están vinculados directamente a la conciencia de una persona y no a su afiliación política) los que concuerdan con aquellos sobre los cuales un ciudadano puede invocar el derecho a la objeción de conciencia, por lo que no habría un problema en este sentido; es decir, no se perdería la neutralidad política.

Por lo hasta ahora dicho, concluyo que el rey debería tener el derecho a la objeción de conciencia, pues de esta manera se le reconoce la igualdad que tiene en el plano ontológico respecto a los ciudadanos, y forzarlo a actuar en contra de su conciencia sería atentar contra la dignidad que le corresponde como persona.

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