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Un sentimiento letal

Texto

Ana Mas Ganadora de la XX edición www.excelencialiteraria.com

Llevo unas semanas trabajando en un poema, motivada por un sentimiento que me preocupa: el odio. Día tras día los medios de comunicación nos bombardean con noticias de guerras, asesinatos, atentados y acusaciones gravísimas entre nuestros políticos, y en todas ellas el odio parece dominarlo todo. Es fácil darse cuenta que cuando logra instalarse en el corazón del hombre, el odio lo ciega, lo convierte en esclavo de sus impulsos y lo vuelve incapaz de pensar de manera positiva en los demás.

El odio se disfraza de justicia, pero busca la venganza; se viste de defensa propia, pero quiere hacernos daño. El odio nos hace creer que es un sentimiento legítimo con el que podemos resarcirnos ante quien nos ofende, nos amenaza o nos contradice, pero en cuanto permitimos que se instale en nuestro interior comienza a devorar nuestras cualidades de empatía, endurece nuestro corazón, nos nubla la razón y termina por hacernos justificar lo injustificable.

Hace unas semanas el mundo fue testigo del asesinato ante las cámaras del activista norteamericano Charlie Kirk. Aunque personalmente no comparto algunas de sus ideas, me resulta inaceptable que la discrepancia se convierta en justificación para la violencia: nadie merece morir bajo las balas. Resulta paradójico que en un mundo que trabaja por asegurar la libertad individual y la de expresión, las diferencias en las opiniones acaben por conducir a tragedias como ese asesinato. La muerte Kirk no solo apagó su voz, sino que demostró hasta dónde puede llevarnos el odio: a la destrucción irreparable. Nos guste o no lo que defienda una persona, nadie tiene derecho a sentenciarla.

Quien odia se vuelve prisionero de su propia ira, incapaz de encontrar la paz y de descubrir la belleza del prójimo y del mundo que le rodea. Quien odia deshumaniza todo lo que percibe, y se olvida de que los demás son personas como él, dueñas de sus mismos derechos y libertades. Cuando una sociedad queda atrapada en ese círculo venenoso, construye muros que dividen y terminan por matar con la misma fuerza de la metralla.

El odio no germina necesariamente a causa de grandes tragedias, sino que va creciendo poco a poco en lo cotidiano: en las primeras palabras cargadas de rencor, en la indiferencia hacia el dolor ajeno, en los prejuicios con los que analizamos a nuestros semejantes. Por eso hay que detenerlo antes de que escale hasta lo irreversible.

Leo mi poema y entiendo que, más que una inspiración momentánea, es un llamado a la conciencia. Si permitimos que el odio guíe nuestros actos, estaremos firmando nuestra propia sentencia culpable. Por eso es necesario que cada cual se detenga y busque un momento de introspección para preguntarse si ha dejado crecer, aunque sea una pequeña raíz, este sentimiento mortal. Tal vez no acabemos disparando un arma, pero sí pueden llegar a gobernarnos el resentimiento, la rabia y los juicios temerarios. Por eso, para vencerlo es preciso hacer algo tan sencillo como reconocer la sombra que crece dentro de nosotros y decidir, con determinación, no alimentarla sino dejar que florezca el amor y la empatía.

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