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¿No ha quedado obsoleta la noción de alma?

Autor: Santiago Collado
Publicado en: 50 Preguntas sobre la Fe, 15

¿No ha quedado obsoleta la noción de alma? ¿Por qué el cristianismo afirma que hay algo más que materia y procesos fisiológicos en el ser humano, a pesar de los descubrimientos impresionantes de la medicina? ¿Por qué empeñarse en actuar como si quedara realmente algo de la persona, además del recuerdo, después de la muerte?

Para responder a esta pregunta resulta imprescindible precisar qué se entiende por alma en la tradición clásica y en qué medida modificó esa noción el cristianismo.

En la actualidad es usual entender el alma de una manera ambigua. Es frecuente, por ejemplo, que se le dé el sentido que esta noción recibió en el racionalismo cartesiano o en alguna de sus variantes posteriores. Y este modo de entender el alma ha sido causa de muchas de las confusiones y ambigüedades recientes.

En la antigüedad clásica, la observación del mundo natural llevó a los pensadores a distinguir dos modos de ser cuya diferencia era para ellos muy neta. Por una parte, los seres vivos, cuya peculiaridad es que exhiben un tipo de movimientos y propiedades que no se encuentran en el resto de los seres físicos. Los seres vivos, por ejemplo, son concebidos y nacen en un momento que es fácilmente identificable; los vivientes no se hacen o se fabrican, como puede ocurrir con los artefactos; los seres vivos crecen de una manera que es específica de ellos. Un edificio se construye, un artefacto se fabrica. Esos objetos llegan a ser lo que son cuando su fabricación se ha terminado, lo cual lleva tiempo. El ser vivo lo es desde el primer momento en que es concebido, y es su propia vida la que le hace crecer y desarrollarse desde el momento en que es concebido. A diferencia de lo que no está vivo, cuando ese crecimiento termina le sobreviene la muerte.

Crecer implica, en la mayoría de los casos, un aumento de tamaño. Pero es un aumento de tamaño peculiar, porque se trata de un aumento diferenciado y según una unidad e identidad que no se pierde mientras hay vida. El crecimiento de un perro o un árbol se puede distinguir con claridad del que puede tener un río o una montaña, por ejemplo. Estos, al crecer, aumentan de tamaño, pero no de acuerdo con una organización diferenciada. El crecimiento del ser vivo implica muchas veces aumento de tamaño, pero no es lo esencial de dicho movimiento.

El ser vivo posee una organización de sus partes que es dinámica y que le permite interactuar con su entorno de una manera espontánea, de maneras muy diversas. Por ejemplo, el ser vivo se alimenta de otros seres que encuentra y que son transformados en parte de su cuerpo.

Nacer, crecer, reproducirse, alimentarse y morir son considerados por la tradición aristotélica movimientos exclusivos de los seres vivos. Dichos movimientos, a su vez, se realizan de diversas maneras y en distintos niveles.

¿Qué es lo que hace que un ser vivo pueda realizar ese tipo de movimientos u operaciones? Los clásicos consideraron que se debe a que los vivientes tienen un tipo peculiar de unidad que hace posible la armonía que sus partes necesitan para poder realizar esos movimientos o, dicho de otra manera, para ejercer esas operaciones o funciones. También consideraban que se requería una causa o principio de dicha unidad. A dicho principio o causa le llamaron alma.

Un animal muere cuando pierde su unidad vital. Su cuerpo entonces se corrompe, se disgrega. En el mismo momento de la muerte tiene todos los elementos materiales que formaban su cuerpo cuando todavía estaba vivo, pero ahora ya no puede hacer nada de lo que hacía: ha perdido esa unidad que se asocia con su alma.

Ya en la Grecia clásica consideraron también al ser humano como un viviente muy peculiar. Su alma, es decir, el tipo peculiar de unidad que lo define, le permite realizar operaciones que ningún otro ser vivo puede ejercer. El entendimiento y la voluntad fueron las facultades que se asociaron ya entonces con esas peculiares capacidades humanas. Aristóteles consideraba que la inteligencia humana era como un chispazo de la inteligencia divina. Esas propiedades que hacían a los hombres distintos del resto de los seres vivos se consideraron como la expresión de un principio que trascendía lo puramente material. A dicho principio se le llamó espíritu.

La reflexión filosófica encontró razones para afirmar que el espíritu humano o alma humana no es solo la causa de la peculiar unidad vital del cuerpo. Lo material o físico está sometido siempre al imperio de lo temporal, pero en el hombre el alma escapa a lo puramente temporal y, por tanto, a lo puramente material. Ser espiritual significa entonces trascender el tiempo. El hombre es un ser espiritual.

El cristianismo reforzó esta idea y le dio un contenido mucho más rico y preciso. El hombre está llamado a la inmortalidad, a la comunión con Dios, que es eterno. Por su modo de ser, el hombre es el único ser vivo con cuerpo material que puede dirigirse a Dios y tratarlo como «otro yo», decirle «tú».

Resumiendo, el alma es propia de todos los seres vivos. Hace referencia a la peculiar unidad orgánica de la que goza y que le permite ejercer sus operaciones vitales. En el caso del hombre, el alma es espiritual y, consiguientemente, no es solamente principio de su unidad orgánica. Lo orgánico está sometido al tiempo, pero algunas de las operaciones vitales humanas trascienden el tiempo: las propias del entendimiento y la voluntad. Hay, por tanto, razones para pensar que el principio vital humano, su alma, no desaparece con su muerte, que es la corrupción de su cuerpo, la pérdida de su unidad orgánica. Desde un punto de vista puramente racional es imposible imaginarse esa situación, ya que no la hemos experimentado, pero la razón es capaz de pensar en ella.

La fe cristiana, por su parte, afirma la inmortalidad del alma humana como consecuencia justamente de su espiritualidad, es decir, de su peculiar semejanza con Dios, que hace al hombre trascender lo puramente material. Esto no niega que el hombre, en el ejercicio de sus funciones vitales, requiera del cuerpo.

Esa fe está firmemente anclada en la resurrección de Jesucristo, pero es coherente con lo que pensaron muchos filósofos ya antes del nacimiento de Jesucristo. Esas razones siguen siendo hoy válidas al margen de que se pueda o no tener fe.