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Aspectos pastorales de la influencia de la ciencia en la cultura contemporánea

Autor: Mariano Artigas
Publicado en: XXV Jornadas de Cuestiones Pastorales (5 y 6 de febrero de 1990). Castelldaura (Premià de Dalt, Barcelona).
Fecha de publicación: 6 de febrero de 1990

1. Introducción

Vivimos en una civilización científica que tiene tres siglos de historia. La revolución científica del siglo XVII mostró su profundidad cuando, en el lapso de cien años, la mecánica de Newton se consolidó como una disciplina rigurosa acerca de un vasto ámbito de fenómenos, que comprendían desde el sistema solar hasta los movimientos de cualquier pequeña parte de materia. La física newtoniana sirvió a Kant como el paradigma científico sobre el cual edificó toda una filosofía cuyos efectos todavía se hacen notar fuertemente en la actualidad. Esa física parecía proporcionar un método de validez universal que se aplicó, con éxito desigual, a otras nuevas disciplinas científicas, a la sociología e incluso a la política.

Los pioneros de la nueva ciencia eran cristianos convencidos y su ciencia, en los primeros tiempos, iba de la mano con la teología natural. Sin embargo, esa misma ciencia fue utilizada, a finales del siglo XVIII, para defender posiciones materialistas y para la criticar la posibilidad de conocer el alma y Dios. En el siglo XIX, el enorme desarrollo de las ciencias experimentales hizo posible una revolución tecnológica que ha cambiado las condiciones de vida de la humanidad, y sirvió de base para una filosofía positivista que consideró la teología y la metafísica como fases primitivas en el desarrollo de la humanidad, destinadas a ser sustituidas por el espíritu positivo o científico. Se mostró así con toda crudeza el cientificismo, que considera a la ciencia experimental como el único modo válido para conocer la realidad, o al menos como el paradigma que debería imitar cualquier pretensión cognoscitiva, afirmando al mismo tiempo que sólo o principalmente en las ciencias se encontraban las soluciones a los auténticos problemas humanos.

En las primeras décadas del siglo XX se renovó el espíritu positivista por obra del Círculo de Viena, cuyo influjo en la moderna filosofía de la ciencia apenas puede ser sobrevalorado. Sin embargo, el desarrollo de la epistemología ha llevado a que, en las últimas décadas, se acepte que las demostraciones de las ciencias tienen una validez limitada, debido a la gran variedad de condicionamientos teóricos y prácticos que intervienen en cada fase del desarrollo científico. Los científicos y los filósofos de la ciencia son conscientes, en la actualidad, de las limitaciones y de la provisionalidad de los resultados de las ciencias, tanto que muchos de ellos afirman que ni siquiera tiene sentido hablar acerca de la verdad científica. Simultáneamente, la ciencia y la tecnología han continuado su progreso casi vertiginoso y aparecen cada vez más relacionadas, de modo que se ha extendido una mentalidad pragmatista que sólo admite como criterio de validez la capacidad de resolver problemas prácticos concretos. Si bien muchos admiten la necesidad de encauzar la tecnología dentro de unas líneas marcadas por la ética, el pragmatismo predominante hace difícil admitir una base común que sirva a tales propósitos.

La ciencia nos ha proporcionado ventajas cuya importancia apenas se puede exagerar. Pero también ha creado problemas teóricos y prácticos que distan mucho de haber recibido una solución satisfactoria. El pensamiento y el estilo de vida actuales están condicionados, en gran medida, por esas ventajas y esos problemas. Incluso el difundido escepticismo dominante en la actualidad respecto a las cuestiones últimas proviene, en buena medida, del desencanto surgido al advertir que la ciencia y la técnica, que se habían considerado como la panacea capaz de resolver todo, son creaciones humanas muy limitadas que incluyen potencialmente tantos problemas como soluciones. La amenaza nuclear, la crisis ecológica y los nuevos problemas planteados por la ingeniería genética son una buena muestra de ello.

En este contexto es interesante replantear las cuestiones básicas, que pueden ser reducidas a tres. La primera se refiere al valor de la ciencia experimental como conocimiento de la realidad. La segunda se refiere al poder que la ciencia suministra para dominar la naturaleza. Y la tercera, a las posibles relaciones entre ciencia y trascendencia. El examen de estas grandes cuestiones aporta una base imprescindible para señalar sus raíces, su formulación actual, y los caminos para afrontarlas con garantías de éxito.

2. Ciencia y conocimiento de la realidad

«Ciencia» significa «conocimiento demostrado». La capacidad de hacer ciencia nos coloca por encima de otras criaturas pero, a la vez, es una señal de la limitación de nuestro conocimiento. En efecto, conocemos la realidad de modo muy parcial, y por eso necesitamos recurrir a razonamientos que permitan establecer conclusiones acerca de aspectos no manifiestos de la realidad.

Con ese fin, la ciencia experimental utiliza una peculiar combinación de construcciones teóricas y experimentos controlados. Entre las construcciones figuran con frecuencia teorías matemáticas y modelos altamente sofisticados, mediante los cuales no se pretende representar la realidad de modo directo. Las teorías de la física matemática, por ejemplo, no pueden ser consideradas como un espejo en el que se reflejaran directamente las propiedades de la realidad; son más bien construcciones abstractas cuya aplicación a los problemas concretos debe realizarse utilizando métodos y aproximaciones nada triviales.

Si en las ciencias se consiguen demostraciones intersubjetivas, cuya validez no está limitada por las opiniones personales de los diversos sujetos, para ello debe pagarse un alto precio. Concretamente, se deben adoptar enfoques o puntos de vista que suponen adoptar un vocabulario especializado, construido de tal modo que puedan realizarse inferencias teóricas y comprobaciones experimentales bien definidas. Lo que la física atómica o la biología molecular dicen acerca de sus objetos puede ser divulgado de modo aproximativo, utilizando simplificaciones y metáforas, pero sólo puede ser expresado de modo riguroso mediante el vocabulario propio de esas disciplinas. Por ejemplo, no sería adecuado decir que la física afirma que la materia y la energía se transforman entre sí, y menos aún extraer de ello conclusiones filosóficas; lo que la física afirma es una cierta equivalencia entre los valores de dos magnitudes, la masa y la energía, que se definen en contextos teóricos y experimentales muy peculiares.

Para valorar la relación que existe entre las construcciones científicas y la realidad se ha de tener en cuenta, en cada caso, de qué tipo de construcciones se trata y qué evidencia existe a su favor. Por ejemplo, puede establecerse con seguridad la estructura en doble hélice del ADN, ya que se trata de un modelo representativo bien definido que cuenta a su favor con argumentos teóricos y observaciones repetibles. En cambio, las teorías acerca de la evolución cósmica y biológica, aunque tratan acerca de hechos concretos, tienen un carácter más problemático, ya que suelen referirse a procesos que se habrían producido en condiciones diferentes de las actuales y que difícilmente pueden someterse a experimentación controlada. Y las teorías abstractas, como la relatividad y la mecánica cuántica, suelen abarcar enunciados bien comprobados junto con desarrollos teóricos difícilmente demostrables de modo riguroso, y en cualquier caso representan los fenómenos a través de instrumentos matemáticos que son construcciones abstractas.

Especial aceptación tiene en nuestra época la doctrina denominada «falibilismo», según la cual nunca podríamos alcanzar un conocimiento cierto, y deberíamos contentarnos con someter a comprobación empírica las teorías, intentando detectar los errores que contienen y formulando nuevas teorías que, a su vez, deberán siempre someterse a control empírico y nunca podrán ser consideradas como definitivas. El falibilismo ha sido erigido en una entera filosofía denominada «racionalismo crítico», que considera a todo el conocimiento humano, en cualquiera de sus modalidades, como una variante del método básico de «ensayo y eliminación de error». En esta perspectiva, la verdad sería un ideal que guía la investigación, pero cualquier pretensión de afirmar la verdad definitiva de un enunciado concreto viene descalificada como «dogmatismo». Esta doctrina alcanzaría también a los problemas metafísicos y religiosos, con la consecuencia de que nunca podríamos alcanzar una certeza legítima.

El falibilismo parece identificar la certeza con un conocimiento omni-comprensivo y exhaustivo que, en efecto, está fuera de nuestras posibilidades reales. El problema adquiere otras dimensiones, sin embargo, si consideramos que es posible tener un conocimiento verdadero y cierto pero que al mismo tiempo es limitado y perfectible. Por ejemplo, podemos afirmar la existencia de las moléculas y los átomos, y de muchas de sus características, aun a sabiendas de que más adelante podrán lograrse conocimientos mejores. El falibilismo se presenta como la filosofía que corresponde a un análisis objetivo de la ciencia, pero en realidad proporciona una imagen incompleta de la ciencia, la extrapola como si fuese completa, y realiza una segunda extrapolación ilegítima al erigir su metodología científica en filosofía general.

Por otra parte, es difícil formular el falibilismo escapando a contradicciones. En efecto, el falibilismo debería ser enunciado, de acuerdo con su tesis básica, de modo falible, o sea, como una conjetura, y lo mismo debería suceder con todos los argumentos presentados por los falibilistas acerca de cualquier problema. Que la situación real es muy diferente se advierte simplemente considerando la fuerza con que los falibilistas proponen sus ideas y critican las doctrinas diferentes de la suya.

Algunos falibilistas critican fuertemente las doctrinas escépticas y se presentan como defensores de la racionalidad y del realismo. No puede negarse que, en algunos niveles de problemas, tienen razón. Sin embargo, la aceptación del falibilismo como filosofía general e incluso como clave religiosa y teológica parece estar muy condicionada por otras perspectivas que afirman el carácter forzosamente contextual, unilateral e incompleto de cualquier doctrina.

Sin duda, debe admitirse que todo conocimiento humano se enmarca en algún contexto particular que no agota la realidad. Pero también aquí debe notarse que el carácter contextual y parcial del conocimiento no implica que éste sea falso. La verdad admite grados, en función del nivel en que nos situemos y de las posibilidades de expresión de que dispongamos. El conocimiento puede ser contextual y parcial y, al mismo tiempo, verdadero y cierto. Esta afirmación implica una filosofía realista, en la que la evidencia y la certeza tienen pleno sentido y se diferencian netamente de su conceptualización en las filosofías racionalistas y empiristas, que por lo general constituyen el marco de referencia de las interpretaciones al uso acerca de la ciencia.

El cientificismo «optimista», que consideraba a la ciencia como capaz de resolver todos los problemas, no ha desaparecido por completo. Pero ha sido en gran parte sustituido por un cientificismo «pesimista» que, si bien es consciente de algunas limitaciones de la ciencia, continúa considerando a la ciencia experimental como paradigma de todo conocimiento riguroso. Bajo esa perspectiva, suele calificarse como «metafísica» todo lo que no pertenezca a las formulaciones explícitas de las ciencias experimentales; y, aunque se admita que es posible discutir racionalmente muchos problemas metafísicos, de antemano se prejuzga que jamás podrán resolverse de modo definitivo. Si por «definitivo» se entiende un conocimiento exhaustivo, es obligado aceptar tal doctrina; pero con ello se está aceptando una parte importante del planteamiento racionalista, que ha conducido a numerosos callejones sin salida al pensamiento moderno.

El falibilismo, tomado como regla metodológica, puede representar una sana advertencia acerca del carácter contextual y parcial del conocimiento humano. Tomado como filosofía general, es una doctrina que extrapola injustificadamente algunos aspectos metodológicos y conduce a contradicciones. Nuestro conocimiento, tanto el ordinario como el científico, el filosófico y el teológico, es siempre contextual y parcial, pero puede ser verdadero y cierto. Las garantías de que lo sea en cada caso concreto remiten a la interpretación de la experiencia y al uso de la lógica. El hecho de que no existan unas normas que puedan aplicarse de modo mecánico a cualquier caso concreto sólo constituirá motivo de desesperación para el racionalista. El recurso a valoraciones razonadas pero no impersonales está en la base de todo conocimiento humano, también del conocimiento proporcionado por la ciencia experimental, y es una señal de que poseemos una racionalidad que nos sitúa por encima del resto de las criaturas de este mundo.

3. Ciencia y dominio de la naturaleza

Si se acepta una imagen instrumentalista de la ciencia, o una filosofía en la cual se reconoce la importancia de la verdad pero se niega la posibilidad de alcanzarla, se reduce la ciencia, e incluso el conocimiento en general, a una simple herramienta útil para propósitos prácticos. Las consecuencias son muy amplias, ya que será inevitable dar como bueno cualquier uso de la ciencia, aunque verbalmente no se acepte esta conclusión.

En tales circunstancias, no puede sorprender que el Magisterio de la Iglesia se haya visto en la necesidad de defender la capacidad de alcanzar la verdad, aludiendo expresamente al contexto científico. Juan Pablo II ha descrito certeramente la imagen instrumentalista de la ciencia con estas palabras: «Si la ciencia es entendida fundamentalmente como 'ciencia técnica', se la puede concebir como la búsqueda de un sistema que conduzca a un triunfo técnico. Aquello que conduce al éxito vale como 'conocimiento'. El mundo presentado a la ciencia viene a ser como una simple suma de fenómenos sobre los que puede trabajar; su objeto, un conjunto funcional que se investiga únicamente por su funcionalidad. Tal ciencia podrá concebirse incluso como simple función. El concepto de verdad resulta superfluo; a veces se prescinde expresamente de él. La razón misma aparecerá finalmente como simple función o como instrumento de un ser, cuya existencia tiene sentido fuera del campo del conocimiento y de la ciencia; tal vez en el simple hecho de vivir. Nuestra cultura está impregnada en todos sus sectores de una ciencia que procede de una perspectiva funcional» (Discurso en Colonia, 15-XI-1980, n. 3).

La negación de la verdad o de la posibilidad de alcanzarla conduce a esa perspectiva funcionalista, en la cual se priva a la misma ciencia del valor cognoscitivo que realmente tiene. Sobre esa base se edifica un modo de pensar funcionalista que no admite la existencia de razones objetivamente válidas, tampoco en el ámbito ético. De ahí resulta la incapacidad para delimitar el uso que deba hacerse de los avances científicos.

La imagen de la ciencia y de los científicos como pertenecientes a un mundo neutral, indiferente a los valores humanos, se hizo añicos definitivamente el 6 de agosto de 1945. Desde aquel día, es imposible dejar de advertir lo que el uso incontrolado de la ciencia puede significar. A la amenaza atómica se han unido otras. En la actualidad, muchos estudios científicos requieren tecnología sofisticada que sólo está al alcance de las grandes fortunas, y el resultado es que, de hecho, se quiera o no, los científicos trabajan en función de una financiación que depende de los grandes capitales, de los Estados, y que su trabajo es utilizado para fines dictados por intereses financieros y políticos, entre los que ocupan un lugar destacado los fines bélicos. Esta situación ha provocado que algunos científicos hayan abandonado completamente su trabajo; se trata de pocos casos, pero resultan significativos.

En la medida en que la ciencia proporciona conocimientos que pueden ser comprobados experimentalmente, constituye la base para un sinfín de aplicaciones prácticas. Sin duda, gran parte del prestigio de la ciencia es un resultado de su capacidad predictiva y de su consiguiente aplicabilidad para resolver problemas prácticos concretos. Por lo tanto, resulta lógico que, si no se dispone de una base objetiva de evaluación ética, proliferen tanto las aplicaciones positivas como las negativas.

Por otra parte, el control experimental sólo es posible cuando los conocimientos se refieren a aspectos materiales de la realidad, pues es en ese ámbito donde existe la posibilidad de realizar comprobaciones controladas y repetibles. Esto, en sí mismo, nada dice en contra de la existencia de las realidades espirituales. Sin embargo, sobre esa base, y recurriendo a extrapolaciones ilegítimas, se ha edificado un cientificismo práctico, de carácter materialista, que niega la realidad de todo aquello que no sirva para fines prácticos materiales.

El materialismo práctico se encuentra relacionado con las ideas utilitaristas o pragmatistas, que justifican cualquier actuación con tal que sirva para conseguir fines deseables, negando al mismo tiempo que existan normas objetivas para determinar qué fines sean legítimos. Las formas extremas del pragmatismo conducen a consecuencias que pocos estarán dispuestos a admitir, pero muchos admiten esas ideas y las ponen en práctica, con tal que no se llegue a sus consecuencias extremas. Se llega así a un subjetivismo en el que las fronteras entre el bien y el mal están delimitadas de modo confuso, si es que no se reducen a una pura cuestión de opiniones.

Es importante advertir que el pragmatismo no puede justificarse mediante argumentos científicos. Por el contrario, la ciencia misma no tiene sentido a no ser que se admita la existencia de una verdad objetiva y nuestra capacidad para alcanzarla. Evidentemente, la ciencia experimental sólo alcanza las realidades materiales y, por ese motivo, nada puede decir acerca del valor ético de los fines. Pero sólo un cientificismo arbitrario podrá extraer de estos hechos unas conclusiones materialistas.

4. Ciencia y trascendencia

Uno de los aspectos más importantes de nuestra civilización es la dicotomía entre la ciencia y el humanismo. Si bien es importante señalar los límites de las ciencias, advirtiendo dónde acaba su ámbito propio y señalando las incoherencias de las extrapolaciones cientificistas, resulta natural preguntarse si puede darse una colaboración positiva entre la ciencia y las aspiraciones más profundas de la persona humana.

Esa colaboración es posible. La ciencia en sí misma implica actitudes valiosas en el contexto de la vida humana. Supone una actitud realista de búsqueda objetiva de la verdad, en la que resulta imprescindible atenerse a los hechos y a las razones; en este sentido, la actitud científica favorece el cultivo de la racionalidad. Este hecho aperece oscurecido cuando, debido a actitudes cientificistas, se identifica la racionalidad humana con algunos aspectos parciales que, con frecuencia, ni siquiera se dan realmente en la ciencia, pues son el resultado de las falsas imágenes fabricadas con el fin de afirmar los prejuicios cientificistas.

La ciencia experimental es un ejemplo privilegiado de las virtualidades contenidas en la racionalidad humana. Los esfuerzos de los creadores de la ciencia moderna resultan admirables, puesto que exigieron un trabajo difícil y tenaz, apoyado en convicciones básicas acerca de la existencia de un orden real en la naturaleza y acerca de la capacidad humana para conocerlo. De hecho, esas convicciones fueron proporcionadas por la matriz cultural cristiana que impregnó durante siglos la mentalidad de Europa. Los testimonios de los pioneros de la ciencia moderna son explícitos al respecto.

La convicción de que el mundo es la obra de un Dios personal condujo a aceptar que debe estar construido de modo inteligente, y que la inteligencia humana, participante de la divina, debe ser capaz de conocer el orden natural. La convicción de que la creación es una obra libre de Dios llevó a admitir la contingencia del mundo y, por tanto, a advertir la necesidad de recurrir a la experimentación para averiguar cuáles son las características reales de la naturaleza. La ciencia moderna nació y ha continuado desarrollándose gracias a unos supuestos ontológicos y epistemológicos que, si bien no constituyen una condición suficiente para la existencia del progreso científico, son una condición necesaria que fue proporcionada por el cristianismo y que también hoy resulta compatible sólo con una filosofía realista que está abierta a la trascendencia.

Podría parecer que el desarrollo posterior de la ciencia ha derivado hacia un abandono creciente de los supuestos mencionados; en este sentido, en ocasiones se argumenta que el progreso científico ha desvelado el carácter mítico o fantástico de la vida espiritual humana. Sin embargo, una reflexión más atenta muestra que más bien se da la situación inversa.

En efecto, el progreso científico es un resultado de la creatividad. Hacen falta fuertes dosis de creatividad para formular explicaciones que se encuentran muy alejadas de los fenómenos observables, y para idear experimentos capaces de someterlas a comprobación. Esa tarea sólo puede ser realizada por un ser dotado de una inteligencia capaz de reflexionar sobre la naturaleza y sobre sí misma, valorando racionalmente unos argumentos que con frecuencia son enormemente sofisticados.

Desde luego, ningún argumento extraído de la ciencia experimental basta para demostrar la existencia del alma espiritual, ni tampoco para negarla. Pero una reflexión sobre los resultados científicos y sobre el modo de obtenerlos conduce a admitir la existencia de unas capacidades que sobrepasan el ámbito material. Para probar rigurosamente la espiritualidad del alma es necesario recurrir al razonamiento filosófico, pero el análisis de la ciencia proporciona datos privilegiados acerca del alcance de las facultades humanas, y por tanto de su naturaleza, lo cual constituye la base para el conocimiento del alma humana.

El conocimiento humano resulta de una simbiosis peculiar entre los sentidos y la inteligencia. Ejercemos las actividades intelectuales mediante complejos mecanismos neuronales que ahora comenzamos a conocer con cierto detalle. Sin embargo, cuando el materialismo pretende explicar la inteligencia como el mero resultado de los mecanismos neuronales, adopta una perspectiva reduccionista que carece de justificación científica. El materialismo se contenta con explicaciones físicas y niega la existencia de dimensiones metafísicas, pero la ciencia no da tanto de sí, y para utilizarla en sentido materialista es necesario recurrir a extrapolaciones arbitrarias.

Es cierto que no existen procedimientos científicos para detectar el alma, pero no es menos cierto que no habría ciencia si no tuviéramos unas capacidades que nos sitúan por encima de las condiciones materiales. Experimentamos estas capacidades continuamente, y la reflexión acerca del éxito de la ciencia es una prueba de que son aún más amplias de lo que se manifiesta en la experiencia ordinaria. El alma humana no es objeto de la ciencia, precisamente porque es una condición de su posibilidad. Se encuentra en un nivel que trasciende las condiciones materiales, que pueden estudiarse de modo científico precisamente gracias a esa trascendencia.

De modo análogo, la existencia de un Dios personal creador viene a ser una condición de posibilidad de la base misma de la ciencia, o sea, de la existencia de una naturaleza que se manifiesta como contingente en su ser y que está impregnada por leyes que determinan un orden objetivo. Cuanto más progresa la ciencia, mejor conocemos la existencia del orden y las leyes que atraviesan la naturaleza en todos sus estratos. La existencia de la naturaleza y de sus leyes son presupuestos ontológicos sin los cuales la ciencia no sería posible.

En la actualidad se discute ampliamente acerca de la relevancia de la ciencia en relación con las pruebas de la existencia de Dios. En general, se admite que la física, la metafísica y la teología pertenecen a ámbitos que no interfieren entre sí, y los estudios se centran en la posibilidad de establecer puentes entre ellas.

Una posición extrema es la de quienes afirman la posibilidad de que la creación del universo, entendida como producción absoluta a partir de la nada, sea explicada mediante las leyes de la física. Los argumentos remiten a la gravedad cuántica, teoría muy compleja que se encuentra aún en un estadio muy especulativo. Y deben recurrir a extrapolaciones injustificables, ya que la física estudia entes y procesos reales, y no tiene sentido incluir entre sus problemas la producción absoluta de los seres.

En esa misma línea, se afirma también que podría probarse que el universo es necesario, en el sentido de que no podría existir un universo diferente del que conocemos, y esta afirmación se utiliza en favor de la auto-suficiencia del universo y en contra de la existencia de un Dios que ha creado libremente. Sin embargo, la necesidad que puede conocerse mediante el método científico es sólo relativa, ya que siempre será posible formular teorías generales alternativas que expliquen los mismos fenómenos, y su comprobación deberá apoyarse en datos experimentales que expresan condiciones fácticas. La ciencia experimental permite obtener conclusiones verdaderas acerca de cuestiones de hecho, y explicar los hechos mediante leyes y teorías, pero las explicaciones siempre remiten en último término a condiciones fácticas contingentes.

El argumento teleológico para probar la existencia de Dios ha sido frecuentemente atacado, utilizando a tal efecto las teorías evolucionistas, que explicarían el mundo actual como el resultado de procesos de mutaciones y adaptaciones en las que sobrevirían sólo los seres que consiguieran adaptarse, lo cual explicaría las apariencias de orden y cooperación entre tan diferentes seres. Sin embargo, esta argumentación supone una confusión básica. En efecto, la existencia de los mencionados procesos es compatible con la creación y la providencia divinas, que se encuentran en un plano trascendente y no excluyen la actividad de las causas segundas en su propio plano.

Es necesario admitir la existencia de Dios para explicar la existencia misma de un universo contingente, y la existencia de una actividad ordenada según leyes. El viejo materialismo que concebía la materia como una realidad puramente inerte ha dejado paso a la imagen de una naturaleza que, hasta en sus niveles ínfimos, posee un dinamismo interno que es la fuente inmediata del orden que contemplamos. Ese dinamismo conduce a resultados tan sorprendentes como los descubiertos por la biología molecular, que se encuentran en la base de los mecanismos de la vida, y la gobiernan de acuerdo con instrucciones precisas que están contenidas en las estructuras materiales.

Precisamente, el progreso científico ha puesto en primer plano los conceptos de estructura, sistema e información. Y estos conceptos, que expresan características básicas de la naturaleza, apuntan hacia un poder capaz de crear vestigios de inteligencia en todos los estratos de la materia. El salto hasta un Dios trascendente continúa exigiendo argumentos específicos, pero las ciencias proporcionan para ellos una base cada vez más amplia.

5. Conclusión

La reflexión objetiva sobre la ciencia, sobre sus presupuestos y sus resultados, muestra que la colaboración entre la ciencia, la metafísica y la teología no sólo es posible, sino que está llena de sugerencias de gran interés. Esto es compatible con el reconocimiento de la autonomía de los respectivos ámbitos. Pobre colaboración sería la que se basara en una confusión de planos diferentes. Pero las diferencias no significan oposición ni incomunicabilidad. Significan que debe respetarse el carácter propio de cada ámbito.

Las pretendidas oposiciones entre esos ámbitos no resisten un análisis riguroso. En los ámbitos especializados, esta conclusión es admitida generalmente. Una de las tareas más necesarias en la actualidad es contribuir a que las perspectivas que ya son un lugar común entre quienes se dedican a la investigación, lleguen también al gran público que, en ocasiones, es todavía víctima de confusiones y malentendidos que objetivamente se encuentran ya superados.