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Nosotros los caníbales

Oriana Fallaci.
Artículo publicado en El Mundo, los días 9 y 10 de junio de 2005.
Traducción: José Manuel Vidal.

Italia celebrará un referéndum los días 12 y 13 de junio donde los ciudadanos de ese país decidirán si quieren que se permita la investigación con embriones humanos, si se profundiza el desarrollo científico en áreas como la fertilización asistida y las pruebas con células madres. A raíz de la consulta a la población, la escritora Oriana Fallaci publicó en el Corriere della Sera un artículo que El Mundo reproduce íntegro por la actualidad que posee el tema en nuestra sociedad y la necesidad de un debate entre ciudadanos debidamente informados. En Italia se votarán cuatro cuestiones de una ley considerada muy rígida. El primer punto permitirá derogar el artículo que impide la investigación sobre embriones –el asunto más controvertido–; mientras que los tres capítulos restantes son mucho más técnicos y dependerán, en esencia, del primero.

No, no me gusta este referéndum en el que los mecenados del doctor Frankenstein votarán por simple partidismo político o miopía moral. Es decir, sin razonar con su propia cabeza, sin escuchar a la propia conciencia e, incluso, sin conocer el significado de las palabras células–madres–ovocito–blastocito–heterólogo–clonación, y ciertamente sin preguntarse o sin entender qué hay detrás de la ofensiva en pro de la libertad ilimitada de la investigación científica. De hecho, el 12 de junio no utilizaré mi derecho al voto, y con todo el corazón deseo que la ofensiva fracase estrepitosamente. Un deseo que se reforzó el día en que en el Liceo Mamiani de Roma el más autorizado promotor de las cuatro preguntas referendarias hizo una broma que parece un chiste del jefe de los payasos del viejo teatro de variedades: «Si el embrión es vida, masturbarse es un suicidio» (Señor mío, a los estudiantes debería haberles hablado de libertad y no de masturbación. Les habría debido recordar lo que dice Platón en el Libro VIII de la República, cuando escribe que de la libertad degenerada en libertinaje nace y se desarrolla una mala planta: la mala planta de la tiranía. No se trata aquí de masturbarse. Se trata de explicarle a la gente que la libertad ilimitada, es decir sin freno alguno y sin ningún sentido moral, ya no es Libertad sino libertinaje. Inconsciencia, arbitrio. Se trata de clarificar que, para mantener la Libertad, hay que ponerle límites con la razón y con el sentido común. Con la ética. Se trata de reconocer las diferencias que hay entre lo lícito y lo ilícito). No me gusta este referéndum, porque aparte del astuto chantaje con el que la llamada clonación terapéutica justifica sus perversidades, es decir promete curar enfermedades, amén del obvio cuento de siempre que con ese chantaje se llena los bolsillos (por ejemplo, la industria farmacéutica, cuyo cinismo supera al de los mercaderes de armas), detrás de este referéndum hay, además, un proyecto o, incluso, un objetivo inaceptable y terrible. El proyecto de reinventar al Hombre en el laboratorio, transformarlo en un producto para vender, como un bistec o una bomba. El propósito de sustituir a la Naturaleza, manipular la Naturaleza, cambiar o, incluso, desfigurar las raíces de la Vida, deshumanizarla masacrando a las criaturas más inermes e indefensas.

Es decir, a nuestros hijos jamás nacidos, a nuestros futuros nosotros mismos, a los embriones humanos que duermen en los congeladores de los bancos o de los institutos de investigación. Masacrarlos, reduciéndolos a fármacos para inyectarse o tragar o, incluso, haciéndolos crecer lo suficiente para matarlos como se mata un ternero o un cordero y extraerles los tejidos y órganos para venderlos como se venden las piezas de recambio de un coche.

Todo esto me recuerda a Un Mundo Feliz de Huxley, sí, al abominable mundo de los hombres Alfa y Beta y Gamma, pero sobre todo me recuerda la obscenidad de la eugenesia con la que Hitler soñaba crear una sociedad formada sólo por rubios con ojos azules. Me recuerda a los campos de Auschwitz y de Mauthausen, de Dachau y de Birkenau donde, para apresurar la producción de la raza aria intensificando los partos gemelares de las rubias con ojos azules, el doctor Mengele hacía experimentos con los gemelos. Gracias a la ilimitada libertad de investigación que le había concedido Hitler, Mengele martirizaba, asesinaba y, a veces, los viviseccionaba. Por lo tanto, ojo con los cuentos y con las hipocresías.

Los Frankenstein

Si en lugar de Birkenau, Dachau, etcétera, ponemos los institutos de investigación gestionados por la democracia, si en vez de gemelos viviseccionados por Mengele, ponemos los embriones humanos que duermen en los congeladores, el discurso no cambia. No en vano, cuando hace ocho años los ingleses crearon la oveja Dolly, en vez de saltar de gozo me recorrió un estremecimiento de horror y dije: «Estamos acabados. Vamos a una sociedad hecha de clones. Volvemos al nazismo».

Frankenstein y sus mecenados (juristas, periodistas, editorialistas, actrices, filósofos, grillos cantarines, miembros de la Academia de Linceo, políticos en busca de votos, médicos en busca de gloria) no quieren oír ese «Estamos–acabados, vamos–a–una–sociedad–hecha–de–clones, volvemos–al–nazismo». Cuando centro el discurso sobre Hitler y sobre el nazismo o sobre Mengele, se hacen los ofendidos e, incluso, los escandalizados. Parlotean de prejuicios y protestan por la ilegítima comparación. Y después, en el más puro estilo bolchevique, te ponen en la picota. Te llaman tonto, meapilas, siervo del Papa y del cardenal Ruini, mercenario de la Iglesia católica. Te rechazan con palabras como retrógrado–oscurantista–reaccionario y, dándoselas de neo–iluministas, de progresistas, de vanguardistas, te echan en cara las acostumbradas banalidades.

Repiten que no se le pueden poner calzones cortos a la Ciencia, que el Saber no puede tener freno, que el progreso no puede detenerse, que los hechos son más fuertes que las razones y que el mundo camina hacia delante a pesar de los obtusos como tú. Como yo. Con estúpido sosiego declaran que el embrión no es un ser humano: es una simple–propuesta–de–ser–humano–o–de–ser–vivo, un–simple–conjunto–de–células–que–no–piensan. Con bufonesca seguridad proclaman que no tiene alma, que el alma existe si existe el pensamiento, que la sede del pensamiento es el cerebro, y el cerebro comienza a desarrollarse dos semanas después de que el embrión se ha instalado en el útero materno.

O que un feto comienza a pensar sólo al octavo o al noveno mes de embarazo, que, según Santo Tomás de Aquino, hasta el cuarto mes somos animales y, por ende, es lo mismo proteger los embriones que los chimpancés. Es inútil objetar que Santo Tomás de Aquino vivió en el 1200 y que de genética entendía lo mismo que yo de ciclismo. Inútil replicar que parapetarse tras el silogismo «Cerebro–Pensamiento–Alma–igual–Humano» es una estupidez. Una ofensa a la lógica. También los animales tienen cerebro, por favor. También los animales piensan. Ergo, si nos atenemos a ese silogismo, también ellos deberían tener un alma y ser considerados humanos.

Inútil observar, por último, que sobre la formación del pensamiento–alma no sabemos absolutamente nada. Ni siquiera lo que se sabía sobre el átomo cuando Enrico Fermi halló el del uranio 235 y descubrió que su núcleo medía una cienmillonésima de milímetro y podía desintegrar en un momento ciudades como Hiroshima y Nagasaki. ¿Y si lo infinitamente pequeño albergase mucho más que lo infinitamente grande? ¿Y si el cerebro–alma del embrión midiese todavía menos que una cienmillonésima de milímetro y la miopía moral (así como intelectual) no consiguiese descubrirlo? ¿Y si, consiguientemente, el embrión pensase, sufriese como sufrimos nosotros, cuando Zarqaui nos corta la cabeza con su cuchillo halal?

El hecho es que las afirmaciones que no se apoyan en pruebas son teorías y punto, presuntas certezas por conveniencia o por oportunismo lanzadas como absolutas certezas, puntos de vista basados en el presuntuoso espejismo de recibir un Nobel al que sin pudor alguno y sin mérito alguno optan y ambicionan muchos descaradamente. Dogmas que no valen más que el mío. Incluso valen mucho menos que el mío, que no se basa en cálculos, en conveniencias ni en oportunismo. ¿Y cuál es el mío? El que expreso en Carta a un niño jamás nacido, un libro que comienza con estas palabras: «Esta noche he sabido que existes. Una gota de vida escapada de la nada». Mi dogma es el que repetí en la entrevista al Foglio, cuando los neoiluministas y los progresistas y los vanguardistas aplaudieron la condena a muerte de Terri Schindler o, si ustedes quieren, Terri Schiavo. (A su juicio, culpable de haber dejado de pensar, de no tener ya alma, de no poder asistir todos los domingos a la misa llamada partido de fútbol). Es verdad que también yo, sin tener las pruebas que Fermi proporcionó sobre el núcleo del átomo, creo que desde el momento en que el espermatozoide fecunda al óvulo y la célula primaria se convierte en dos células y después en cuatro y después en ocho y después en dieciséis, en definitiva, empieza a multiplicarse, somos ya lo que seremos. Es decir, seres humanos. Quizás no todavía personas, dado que una persona es el resultado de la esencia innata y de las experiencias adquiridas tras el nacimiento, pero seguramente un ser humano. El embrión que florece en un óvulo de un piojo es un piojo. El embrión que florece en el óvulo de un perro es un perro (el ejemplo del perro lo pone incluso monseñor Sgreccia). El embrión que florece en el óvulo de un elefante es un elefante. El embrión que florece en el óvulo de un ser humano es un ser humano. Y no me importa en absoluto que, esta vez, mi opinión coincida con la de la Iglesia católica. Con la del Papa Wojtyla y con la del Papa Ratzinger, con la del cardenal Ruini y con la de los obispos, arzobispos y sacerdotes que se opusieron al divorcio y al aborto. (También yo detesto el aborto y para dar mi voto favorable al aborto, me vi presa de profundos dilemas. Pero considero el divorcio como una conquista de la civilización y, por él, me batí con uñas y dientes).

Sin chantajes

De hecho, si mi opinión coincidiese con la de la Iglesia marxista, de Lenin, de Stalin, de Mao Zedong e, incluso, con la del rey de Cuba, el despreciable Castro, la expresaría con el mismo candor. No me importa en absoluto ni siquiera su astuto chantaje, es decir su promesa de curar la diabetes, la distrofia, el Alzheimer, la esclerosis múltiple de Stephen Hawking. (El gran cosmólogo que, desde hace décadas, vive en una silla de ruedas y se inclina más que una flor ajada). Como dije en la entrevista al Foglio, ni siquiera me importaría si las células madres sirviesen para curar mi cáncer o, mejor dicho, mis cánceres. Dios sabe lo que me gusta vivir y que me gustaría vivir lo máximo posible. Estoy enamorada de la vida. Pero curar mis cánceres inyectándome las células de un niño jamás nacido me parecería ser una caníbal. Una Medea que mata a sus propios hijos. («Mujer maldita, aborrecida por los Dioses, por mí y por todo el género humano. Monstruo, ser obsceno, asesina de tus hijos», le dice Eurípides por medio de Jasón).

Y todavía me importa menos el hecho de que los Frankenstein y sus mecenados me expongan al escarnio público con sus acusaciones de retrógrada–oscurantista–reaccionaria–estúpida–meapilas–sierva–del–Vaticano. Y es que a ellos no vale la pena explicarles por qué una atea (a pesar de ser cristiana) no puede ser estúpida, no puede ser meapilas, etcétera. O por qué una laica que siempre se batió por la justicia y la libertad no puede ser retrógrada, oscurantista o reaccionaria. Y añado: realmente no hay límites para la incoherencia de los cambiachaquetas. Hace unos años, los ahora partidarios del canibalismo gritaban que era cruel sacrificar a los animales en los laboratorios. Y estoy de acuerdo con ellos. (He visto cosas atroces en los laboratorios. Una vez, en Nueva York, vi quitarle el corazón a una perrita, sustituirlo por el corazón de un cerdito, y después colocarlo ante las narices de la pobre criatura para ver si lo reconocía. Ella lo reconoció y se puso a gemir desesperadamente. Otra vez, en Chicago, vi quitar el cerebro de un pequeño mono. El mono estaba vivo, dado que el cerebro tenía que permanecer vivo. Se llamaba Libby y, mientras lo ataban a la mesa de operaciones me miraba fijamente con sus ojos, como si pidiese ayuda. De hecho, me avergoncé. Vomité y el Frankenstein de turno, un prestigioso investigador, me preguntó sorprendido: «Why? –¿por qué?– La creía menos melindrosa, –less squeamish–. Libby no tiene alma»).

Se quejaban también de los ratones utilizados para experimentar los fármacos, esos charlatanes. Los definían como mártires y, para defenderlos, organizaban reivindicativas manifestaciones, semejantes a las de los pacifistas que sólo quieren la paz para una parte y punto. Ahora, en cambio, aceptan que las cobayas sean nuestros hijos jamás nacidos, sacrificados como la perrita de Nueva York y como Libby. Aceptan que las células de estas nuevas cobayas vayan a enriquecer las cuentas farmacéuticas, cuyo cinismo supera al de los mercaderes de armas. Aceptan que los embriones sean descuartizados como terneros en las carnicerías para poder disfrutar de órganos para vender como se venden las piezas de recambio de un coche.

Aceptan que todo eso nos conduzca a realizar el Mundo Feliz de Huxley, a convertirnos en hombres Alfa o Beta o Gamma o Dios sabe qué. ¿Campeones en salud y en belleza, pero sin cerebro, o monstruos inteligentísimos, pero sin brazos ni piernas? (A propósito, en los laboratorios vi, en otra ocasión, a un pájaro que, quizá para divertirse, habían hecho nacer sin alas. Parecía una bola de plumas, y me miraba con unos ojos que, comparados con él, los Prisioneros de Miguel Ángel, es decir las cuatro estatuas con la cabeza y los miembros todavía dentro de la piedra, parecen criaturas felices...).

Y es lógico que, en adelante, las cobayas seamos también nosotros. Una mujer que sufre la extracción de un óvulo es ciertamente una cobaya. Una que, para quedarse encinta, se lo hace implantar, lo mismo. Gracias a una ciencia que es, cada vez más, una tecnociencia, gracias a una medicina que es, cada vez más, una tecnomedicina y, por lo tanto, cada vez más deshumanizada, somos cobayas incluso en los casos que nada tienen que ver con la fecundación artificial.

Cuando me someto a una radioterapia en EEUU, no veo seres humanos. Intuyo que los médicos y los técnicos están en alguna parte, sí. Quizás al otro lado del cristal que separa la estancia en la que me encuentro con los aparatos. Pero de ellos no oigo ni la voz. No me hablan ya. Incluso cuando recibo la orden de mantener la respiración, es una máquina la que me habla. La reproducción de una voz humana. Y me siento sola, como un embrión en el congelador, indefensa como una cobaya a merced de un investigador. Y lo mismo me pasa cuando tengo que rellenar los formularios que sirven para enriquecer las estadísticas sobre los métodos de curación, los supervivientes y los muertos. Formularios en los que soy un simple número. El número de un producto en cuya etiqueta falta sólo la fecha de caducidad.

En aras del progreso

Quienes de buena fe favorecen el Mundo Feliz se protegen siempre bajo el paraguas de las palabras Ciencia y Progreso. Quizás las palabras de las que más se abusa tras las de Amor y Paz. Pero sobre la interpretación de la palabra Progreso e, incluso, sobre el concepto del llamado Progreso, las opiniones no concuerdan. Y se hace muy difícil saber a qué atenerse. Para Giordano Bruno era la astronomía copernicana. Para Voltaire, el refinamiento de las artes y de las costumbres. Para Kant, el Derecho que sustituye a la Fuerza. Para Darwin, la evolución biológica. Para Marx, el hundimiento del sistema capitalista. Para mis tatarabuelos, el telégrafo, el tren, el barco de vapor, la iluminación con gas o la monarquía constitucional. Para mis bisabuelos, la luz eléctrica, el termómetro, la vacuna de Pasteur, el radio de Madame Curie o la democracia sin sufragio universal. Para mis abuelos, el coche, el avión, el teléfono, la radio de Marconi, la penicilina o el sufragio universal sin el voto de las mujeres. Para mis padres, el voto de las mujeres, el aire acondicionado, los lavavajillas, la televisión, las motos o la República. Para mi mundo, los trasplantes de órganos, las naves espaciales, los viajes a la Luna y a Marte, los malditos ordenadores, los malditos teléfonos móviles y el maldito Internet, con los que puedo calumniar a quien quiera y robar el trabajo de otro sin terminar en la cárcel. A pesar de los alabadísimos Derechos Humanos que no incluyen los de los que, como yo, van a contracorriente, ni los Derechos Humanos de los niños. Derechos violados con el lavado de cerebro en la escuela, con maltratos, con secuestros, con asesinatos, a veces, realizados por Medeas que matan a sus propios hijos a martillazos o ahogándolos en las bañeras o en las piscinas. Y eso sin contar a los niños abusados por los pederastas en los colegios y en las sacristías, o violados y estrangulados y, después, sepultados vivos como Jessica Lundman.

¿Es que queremos colocar también el holocausto de los embriones humanos en el discutible elenco de un progreso que, en el 99% de los casos, se basa en éxitos de la tecnología, no de la moral? Por lo que parece, sí. Y paciencia si éramos más avanzados, cuando éramos más ignorantes, más enfermos, más pobres o más humanos, para que la muerte de un hijo nacido o no nacido nos llenase de tristeza. ¡Por Cristo! Tiene razón Ratzinger (gracias, Santidad, por tener el coraje de llamar siempre al pan, pan y al vino, vino), cuando escribe que el Progreso no parió a un Hombre mejor, a una sociedad mejor, y comienza a ser una amenaza para el género humano.

Por lo que a la Ciencia se refiere, Dios mío. Desde joven me inclinaba ante la Ciencia con la misma devoción que los musulmanes tienen por el Corán. Con la misma obsequiosidad que sienten por Mahoma. Quería ser una científica, y por eso me matriculé en Medicina. Por lo demás, tengo por la Ciencia un respeto instintivo, una pasión que ni siquiera los Frankenstein consiguen apagar. Y sería imbécil si negase que la Humanidad ha evolucionado también gracias a ella. Incluso a mí me gustaría ir a la Luna o a Marte. Incluso me gustaría mucho más de lo que les gusta a los vanguardistas. También a mí me gusta utilizar el teléfono, la radio, el avión y la televisión. Y si por el momento sigo con vida, se lo debo a la medicina que, aun cuando, a veces, me hace sentir un embrión en el congelador o una cobaya a merced de un investigador, me curó y me cura. Pero...

Pero la Ciencia es como el fuego. Puede hacer un gran bien o un gran mal. Como el fuego, puede calentarte, desinfectarte, salvarte o bien incinerarte. Destruirte. Como el fuego, a menudo hace más mal que bien. Y la razón es precisamente que, como el fuego, no se plantea problemas morales. Para ella, todo lo que es posible es lícito. No se deja atrapar por la retórica. La Ciencia nunca tuvo escrúpulos ni remordimientos. Siempre se arrogó el derecho de hacer todo lo que quería hacer y que quiere hacer porque puede. Y, al hacerlo, nunca se preguntó si era justo. Más aún, como una puta que vende su cuerpo, siempre se vendió al mejor postor. Siempre buscó los Premios Nobel, su vanidad, su delirio de omnipotencia, su deseo de sustituir a la Naturaleza (Ratzinger dice «sustituir a Dios»). Y nunca tuvo en cuenta a sus víctimas. Ni siquiera las tenía en cuenta el sublime Leonardo da Vinci que, como pintor, pintaba exquisitas Madonnas y exquisitas Monnas Lisas y exquisitísimos Señores con el Armiño, pero, como científico, ofrecía sus servicios a Ludovico Sforza y proyectaba máquinas de guerra entonces inimaginables. Supercañones, supertanques, superhelicópteros para bombardear a la gente.

La ciencia como fuego

No lo tuvo en cuenta ni siquiera el honesto Oppenheimer que, junto a Teller, descubrió la bomba atómica. Y no me consuela recordar que, antes de hacerla explotar en Fort Alamo, había enviado a sus colegas de Berkeley el telegrama en el que, citando un pasaje del sagrado texto hindú Bhagavad–Gita y comparándose con el dios Khrisna, se maldecía sin piedad. «Me he convertido en la Muerte, en el destructor del mundo». Además, ¿no fue un médico, el doctor Joseph Ignace Guillotin, el que, en 1789, inventó la guillotina? ¿No fue otro médico, el doctor Louis, el que, en 1791, dirigió su fabricación? Por cada penicilina la Ciencia nos regala una guillotina. Por cada Pasteur o Madame Curie o Marconi nos regala un Mengele. O al menos un Oppenheimer o un Teller. Y sus discípulos más peligrosos son precisamente los investigadores. Casi siempre (honor y gloria a las excepciones), a los investigadores les importa un cuerno el género humano. Sólo les mueve el demonio de la curiosidad vinculada a la ambición personal y al interés monetario. («¿Cómo se comportará un pájaro sin alas? ¿Cómo funcionará un niño concebido en una probeta? ¿Qué y cuánto dinero y fama me proporcionará este descubrimiento?»). Y al diablo los principios, al diablo los valores sobre los que se basa o debería basarse una sociedad civil. Queridos míos, Ratzinger tiene razón incluso cuando dice que, en nombre de la ciencia, al derecho a la vida se le infligen heridas cada vez mayores. Tiene razón también cuando dice que, con la experimentación con embriones humanos, la dignidad del hombre es vilipendiada o, incluso, negada. Tiene razón también cuando dice que, si no queremos perder el respeto por el hombre, hay que desmitificar la investigación científica, desmitificar la Ciencia, es decir dejar de considerarla como un ídolo o como una divinidad. Sacrosantas palabras que, a mi juicio, valen incluso para la ética.

(y II)

Cualquier diccionario define la Ética como aquella parte de la Filosofía que se ocupa de la Moral. De lo que está bien para el Hombre, de lo que está bien hacer o no hacer. De hecho, en la Ética se inspiran generalmente las leyes de los países no bárbaros o no del todo bárbaros, y, hasta ayer, en Occidente, nos hemos atenido a esas reglas. El problema es que, en la Edad Moderna, la Ética parió una hija degenerada que se llama Bioética. Siempre según el diccionario, la Bioética es una disciplina que «se ocupa de los problemas morales e individuales y colectivos relacionados con el avance de los estudios en el campo de la genética y de la tecnología relativa a la formación de los procesos vitales». Pero sobre tal disciplina yo pienso lo mismo que Erwin Chagaff, el gran bioquímico americano que sólo con oír hablar de procreación asistida o de fecundación artificial se ponía como una fiera y gritaba: «La Ética es a la Bioética lo que la música a las marchas militares». Pues bien, el mundo occidental chapotea en esas marchas militares. Institutos de Bioética, comités de Bioética, academias de Bioética. Siempre en manos de sabios que dicen querer defender nuestro futuro, sopesar la alegría del Saber con la utilidad social y poner coto a la avidez de los intereses industriales y financieros. Pero ante el ídolo Ciencia, ante la divinidad Ciencia, ante el mito de la investigación científica, la Bioética se cruza de brazos siempre. En 1997, cuando nace la oveja Dolly y ya estaba claro que, por medio de los mismos artificios, la clonación podría extenderse a los seres humanos, los representantes de la noble disciplina definieron la cosa como éticamente inaceptable. «¡Jamás! ¡Permitirlo equivaldría a ir contra la ley biológica clave! ¡Sería un ultraje a la Naturaleza que, por sí sola, prevé la evolución de nuestra especie! ¡Conduciría al declive de nuestra civilización!». Lo dijeron todos, absolutamente todos. El Comité Internacional de Bioética de la UNESCO, la United States Bioethics Commisssion, el Consejo para la Ética y la Bioética de la Comisión Europea, por ejemplo. Y la Organización Mundial de la Salud y las diversas Academias Nacionales de Medicina. Cuando nació la primera niña concebida en una probeta, la niña inglesa, lo mismo. Cuando lo de la eutanasia, igual. Con motivo del actual holocausto de los embriones, ídem.

Vetos, condenas, pero después todos comenzaron a cerrar los ojos. A dar una de cal y otra de arena, a permitir compromisos que, en realidad, eran permisos. Es su forma de ser Politically Correct. Al principio, gritan al escándalo. Después, comienzan a farfullar que hay que reflexionar mejor, que no se pueden prohibir los descubrimientos científicos, que no se puede ir hacia atrás, y se desdicen. Se revisan los vetos y las condenas. Incluso se tornan cómplices del delito. Siempre con el pretexto de la terapéutica, se entiende...

El último ejemplo es italiano. Procede del Comité Nacional de Bioética que, el pasado mes de mayo, se mostró favorable a la utilización de células estaminales aisladas de los fetos abortados. «La utilización del tejido fetal extraído de la interrupción voluntaria del embarazo y su utilización con fines científicos y terapéuticos no se configura como bioéticamente ilícito». Comprometiéndose a no meter mano sobre el «material fresco» (un niño apenas abortado lo llaman «material fresco», como el pescado fresco), y explicando que eso no sería tal vez necesario, porque hay miles de células fetales crioconservadas en un banco milanés, nuestros estaminalistas podrán, pues, experimentar sin escrúpulos y sin problemas.

Incentivo al aborto

Y paciencia, si saben perfectamente que la decisión es un incentivo al aborto, perdón, a la interrupción voluntaria del embarazo. (Así se dice en el lenguaje Politically Correct). Paciencia. Si saben igual de bien que, para muchas mujeres y para muchas parejas, el comercio de los hijos abortivos es un negocio bastante rentable.

Piénsese en el «turismo procreativo» al que se han lanzado muchos países de Europa o cercanos a Europa, como Cuba y Tailandia se lanzaron al «turismo sexual». Por siete mil euros, Ucrania ofrece el billete de avión, el hotel de primera clase con comida incluida, el guía turístico e, incluso, el ovocito. Y cuando desembarcas en el aeropuerto, ni siquiera pasas por la aduana. También es rentable el negocio de los espermatozoides. Junto a los óvulos congelados, los bancos occidentales tienen cantidades ingentes de esperma congelado. En ambos casos, el material procede de Ucrania, de Rumanía, de Albania, de Eslovenia, de Corea y de los países más pobres del continente asiático. Pero también procede de Suiza, de Noruega, de Grecia, de Malta, de Portugal y de España. Especialmente de Barcelona, la ciudad en la que viven muchos inmigrantes procedentes de la Europa del Este. Están repletos de este material sobre todo los bancos ingleses. No en vano el Parlamento Europeo (por su propia bondad) lanzó una advertencia a Inglaterra, donde el mercado florece vergonzosamente con los óvulos procedentes de las clínicas rumanas. En su mayoría, óvulos vendidos a mil o dos mil euros la docena por las gitanas. Y en el libro más inquietante que haya leído sobre este tema, La vida en venta, los autores, Christian Godin y Jacques Testart, cuentan que en Europa los óvulos de las chicas rubias y estilizadas (a menudo modelos) cuestan mucho más caros. Al menos, quince mil euros cada uno.

Y es que garantizan hijos de concursos de belleza, ¿entiende? Hijos a medida, elegidos en el menú de la eugenesia y de la biotecnología. A este respecto, Godin cuenta haber encontrado en un sitio de Internet este anuncio: «Se busca óvulo bello e inteligente procedente de una estudiante muy deportista y alumna de un colegio muy famoso». Y ahora díganme si estas investigaciones, para las que los promotores del referéndum invocan la libertad iluminada, no se pueden asociar a los campos de Dachau, de Birkenau, de Auschwitz y de Mauthausen. Díganme si estas investigaciones, aparentemente hechas para curar enfermedades, en realidad no apuntan a algo que se asemeja mucho al hitleriano sueño de una sociedad compuesta sólo por rubios con ojos azules. Díganme si, con el pretexto de la terapéutica, la Ciencia y el Progreso no contemplan un mundo de superhombres (súper es una forma de decir, dado que el premio Nobel doctor Kary Mullis propone clonarnos con el ADN procedente de famosos atletas y estrellas del rock...). Sin embargo, los 60 miembros del Comité Nacional de Bioética han concedido su autorización casi por unanimidad. Sólo con un voto en contra y una abstención. Y entre ellos había algunos católicos y, entre los católicos, estaba monseñor Elio Sgreccia, presidente de la Pontificia Academia de las Ciencias, amén de obispo y autoridad muy prestigiosa en el universo de la Bioética. He dado un salto al leer la noticia. Aun sabiendo que el suyo fue un voto muy pensado, me dije: ¿Cómo es posible? ¿No fue Wojtyla el primero que dijo que a un embrión se le debe el mismo respeto que a cualquier persona? ¿Es que ya cede hasta la Iglesia ante la Ciencia que quiere sustituir a los legisladores? ¿Aparte del cardenal Ruini y otros pocos, sólo aguanta el tipo Ratzinger? «La Ciencia no puede generar ethos –ha escrito Ratzinger en su libro Europa–. Una renovada conciencia ética no puede proceder del debate científico».

Naturalmente, Ratzinger lo dice en clave religiosa, como filósofo y teólogo que no prescinde de su fe en el Dios Creador. Un Dios bueno, un Dios misericordioso, un Dios que inventó el universo y creó al Hombre a su imagen y semejanza. Tesis que, a veces, le envidio, porque resuelve el rompecabezas de quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos, pero en la que mi ateísmo ve sólo una bellísima fábula. Si Dios existiese y fuese un Dios bueno y un Dios misericordioso, ¿por qué habría creado un mundo tan caótico? Pero, al decirlo, defiende la Naturaleza, Ratzinger. Rechaza un Hombre inventado por el hombre, es decir un hombre producto de sí mismo, de la eugenesia mengeliana, de la biotecnología frankensteiniana. Y lo que dice es verdad. Es justo y razonable. Es un discurso que va más allá de la religión, un discurso civil, en el que no tiene nada que ver la bellísima fábula. Tiene que ver con los deberes que nosotros tenemos para con la Naturaleza. Hacia nuestra especie, hacia nuestros principios. Los principios sin los que el Hombre no es sino un objeto de carne sin alma.

Reflexione a fondo y se dará cuenta de que la culpa de esta locura no es sólo de los científicos, de los investigadores, de los sin criterio para los que todo es lícito si es posible y materializarlo los hace ricos y famosos.

Es como la historia del doctor Guillotin. Porque es también la historia de quien lo apoya, de quien lo protege. De muchos políticos, por ejemplo. Los políticos que, habiéndoles fallado las ideologías, no saben ya a qué santo invocar y para permanecer en la onda buscan el sol del futuro en los desgraciados que quieren crear el Hombre con el ADN de las estrellas del rock y de los atletas famosos. (Lo más parecido a los simios y, además, drogados).

El papel de los políticos

Políticos que, para reencontrar el poder perdido permiten que nuestros (y los suyos) hijos nunca nacidos terminen en los nuevos campos de exterminio. Que para cristalizar el poder no perdido pasan por iluministas y desprecian el concepto de familia, es decir el concepto biológico en el cual se basa cualquier sociedad. Que no definen el matrimonio por lo que es, es decir, la unión de un hombre y de una mujer presumiblemente capaces de procrear, la institución jurídica que regula la necesidad de perpetuar la especie, sino una unión y una institución que acoge con los mismos derechos a dos individuos de la misma especie. Y, por lo tanto, no es capaz de perpetuarla. Y paciencia, porque si (ya lo escribí en El Apocalipsis) nuestra especie apuesta por la homosexualidad se extinguirá como los dinosaurios. Paciencia si, con la adopción gay, en vez de un padre y de una madre el niño adoptado se encuentra con dos padres o con dos madres. Paciencia si, con dos padres o con dos madres, crece ignorando el concepto de paternidad y de maternidad...

Tampoco saben quién es su padre los niños nacidos de los embriones congelados. Ni lo sabrán jamás. La jodida Bioética prohíbe decírselo, y en la figura del padre ve sólo un semental que deja encinta a las mulas. En cuando a la figura de la madre, piénselo bien. Si nacen del óvulo de una gitana o de una famosa modelo que no quiere decir su nombre, esos niños no sabrán tampoco quién es su verdadera madre. No en vano este nuevo modo de nacer les encanta a los cónyuges del mismo sexo. Parece inventado para ellos.

La culpa es también de los intelectuales que el tío Bruno, el hermano de mi padre, llamaba inteligentecretinos o cretinointeligentes. Los intelectuales que por oportunismo o beneficio o manía de influir en el futuro aprueban o propagan las desgracias de Frankenstein como si realmente fuesen conquista de la Humanidad. Y también de los medios de comunicación que esas desgracias las presentan con complacencia e, incluso, con el sombrero en la mano. Con el sombrero en la mano las describen obsequiosa y estudiadamente, como si fuesen recetas culinarias de Pellegrino Artusi o de Anthelme Brillat Savarin –dos famosos chefs italianos–. Receta surcoreana: «Se toman células de la epidermis de un paciente y se extrae el material genético, es decir el ADN. Después, se toma un ovocito donado previa recompensa por una mujer ucraniana o rumana o eslovena o coreana o albanesa o maltesa, que certifique que no está fecundado y se vacía. Se le quita el núcleo y se tira. Hecho esto, en lugar de aquel núcleo se coloca el ADN sacado del cuerpo del paciente. Operación que se llama transferencia nuclear. Se estimula con sacudidas eléctricas a fin de que las células se multipliquen de prisa y corriendo, como si el ovocito hubiese sido penetrado por un espermatozoide, se obtiene el blastocito, es decir el ovocito que corresponde a la primera fase del desarrollo embrional. En definitiva, se crea un embrión. Cuando el embrión crece, se secciona (vivisección). Sus células estaminales se inyectan en el cuerpo del paciente...».

La receta inglesa, es decir la proporcionada por los investigadores de Newcastle, es casi idéntica. La única diferencia consiste en procurarse previamente tres blastocitos y, tras la transferencia nuclear, estimular un rápido desarrollo. Algo por lo que mi oncólogo estadounidense se indigna y dice: «This waving the therapeutical purpose is a dirty fib, a cruel lie –Esta búsqueda del descubrimiento terapéutico es un sucio embrollo, una trampa cruel–. Es cierto que no hemos conseguido eliminar el cáncer. Sin embargo, lo curamos. A veces, lo bloqueamos. En cambio, ellos no han descubierto cura alguna contra las enfermedades que citan para justificar la nueva Matanza de los Inocentes. Pero, si acaso la descubriesen, diría lo mismo: hay que oponerse. Hay que oponerse, porque la clonación terapéutica es ya una clonación reproductiva y, por lo tanto, válida para fabricar seres humanos. Hay que oponerse porque distinguir una de la otra equivale a esconderse tras un truco semántico.

Hay que oponerse

Hay que oponerse porque inyectar en un enfermo células estaminales significa matarlo. ¿Sabe por qué? Porque las células madres de los embriones son tan vigorosas y tan potentes como desordenadas. No se multiplican como y donde queremos, sino como les place y donde les place. Ergo, causan tumores. Recientemente, han sido inyectadas en el cerebro de un mono. El cerebro desarrolló de inmediato un cáncer fulminante y el mono murió al cabo de pocos días». La culpa es de la llamada gente normal. La gente que por ingenuidad o por desesperación cree en la historia de las enfermedades que se van a poder curar. Creyéndolo, se deja embaucar por falsas esperanzas. Porque, al igual que los sabios de la Bioética, también la gente grita a menudo al escándalo. Se atemoriza, dice: odio lo que quieren hacerme, qué me va a pasar. Pero después, atontada por el lavado de cerebro hecho por los políticos y los intelectuales que presentan a los Frankenstein como benefactores, seducida por los elogios de los periódicos que los tratan con el sombrero en la mano, cede a las dudas. No se da cuenta de que está ante el trágico devenir de nuestro destino, y cambia de idea. Para sentirse moderna, se adecua. Para no ir contracorriente y no perder las ventajas de la supuesta modernidad (que, al final, se resumen en un móvil colgado del oído) grita «milagro». Se arrodilla y aplaude, aunque eso signifique masacrar a sus propios hijos como Medea.

Hablemos claro. Vivimos en una sociedad que mira la vida en términos hedonistas y punto. Que busca sólo el bienestar, las ventajas materiales, las comodidades. Una sociedad en la que el alma no cuenta. Y la espiritualidad, menos. Y no sólo en Italia, no sólo en Europa, en EEUU sucede lo mismo. O peor. De hecho, fue EEUU el que difundió el culto al hedonismo. Fue EEUU el que lanzó la moda de los matrimonios y de las adopciones gays. Fue EEUU el que dio el visto bueno a las investigaciones. La única diferencia es que en EEUU la mayoría de los ciudadanos se opone y que a los investigadores su presidente les dice: «Yo no les voy a dar dinero para realizar a fondo la Matanza de los Inocentes. Yo no creo en la ciencia que destruye la vida para salvar la vida» (Bravo Bush).

Del Pacífico al Atlántico, del Atlántico al Mediterráneo, del Mediterráneo al Mar Ártico, Occidente entero está enfermo de una enfermedad que ni siquiera millones de millones de células estaminales podrían curar: el cáncer intelectual y moral, del que hablo en mi Trilogía, sobre todo en La Fuerza de la Razón. Precisamente por culpa de ese cáncer no entendemos ya el significado de la palabra Moral, no sabemos ya separar la moralidad de la inmoralidad o de la amoralidad. Precisamente a causa de ese cáncer los mecenados de Frankenstein querrían una investigación científica sin vetos y sin condenas. Precisamente a causa de ese cáncer, a los tipos de mi tipo los llaman tontos, meapilas, siervos del Papa y del cardenal Ruini e, incluso, los exponen al público escarnio con las palabras retrógrado, oscurantista, reaccionario. Pero la moralidad no es estupidez. Es raciocinio y sentido común. A veces, revolución. La Ética no es una moda. Es un código de comportamiento que vale en todas partes y siempre. Una disciplina que nos ayuda a descubrir el Bien y el Mal. El Bien y el Mal no son opiniones o puntos de vista. Son realidades objetivas, concreciones que nos distinguen (o deberían distinguirnos) de los Zarqaui. No en vano nos servimos de ellas desde los días en los que habitábamos en cavernas y, aunque el hambre nos hacía ser caníbales, conocíamos esa verdad. El Bien es lo que hace bien y nos hace sentir bien. El Mal es lo que hace mal y nos hace sentir mal. Hoy, el Bien es considerado por la mayoría aquello que es más cómodo. El Mal, lo que no lo es. Y pocos se dan cuenta de que optar por el Mal es de cretinos. No cretinointeligentes o inteligentecretinos. Cretinos a secas.

Sin temor a la burla

So pena de ser objeto de burla y pasar por una nueva conquista del Vaticano, como una atea en vías de conversión, una comecuras en busca de absolución, en definitiva, una revisionista in articulo mortis, vuelvo a Ratzinger. Y Ratzinger tiene razón cuando escribe que Occidente nutre una especie de odio hacia sí mismo y ya no se ama a sí mismo. Que de su historia ve sólo lo que es despreciable, que en ella ya no consigue descubrir lo que contiene de grande y de puro. Tiene razón cuando dice que el mundo de los valores sobre los que Europa había construido su identidad (valores heredados de los antiguos griegos y romanos –y del cristianismo, añado yo–), parece haber llegado al final. Que Europa está paralizada por una crisis de su sistema circulatorio y que esta crisis la está curando con trasplantes –la inmigración y el pluriculturalismo, añado yo–, los cuales sólo pueden eliminar su identidad.

Tiene razón cuando dice que el renacimiento del islam no se nutre sólo del petróleo, sino que se alimenta también de su consciencia de que puede ofrecer una plataforma de espiritualidad. La espiritualidad a la que la vieja Europa y todo Occidente han renunciado. Por último, tiene razón cuando cita a Splenger, según el cual Occidente corre inexorablemente hacia su propia muerte. A este paso se terminará como terminó la Civilización Egipcia o el Sacro Imperio Romano. Como han desaparecido –y desaparecen, añado yo– todos los pueblos que olvidan que tienen alma. Nos estamos suicidando, queridos míos. Nos estamos matando con el cáncer moral, con la ausencia de espiritualidad. Y esta iniciativa del mundo de huir hacia delante con la engañosa eugenesia y con la tramposa biotecnología, es la etapa definitiva de nuestro masoquismo. Por eso, los Bin Laden y los Zarqaui, individuos inmorales y amorales, pero sometidos a una paradójica forma de moralidad, campan a sus anchas.

Por eso, sus correligionarios nos invaden tan fácilmente y con tanta cara se convierten en los dueños de nuestras propias casas. Por eso, en nuestras casas son acogidos con tanto servilismo. Y con tanto miedo. Por eso, Europa se ha convertido en Eurabia y EEUU corre el mismo riesgo. Y por eso, sellados en la frente con la marca de la que hablo en El Apocalipsis, la marca de la esclavitud y de la vergüenza, muchos occidentales terminarán arrodillados en la alfombrilla rezando cinco veces al día al nuevo patrón, a Alá. ¿Referéndum? Pero qué es lo que quieren refrendar. El propio término procreación asistida evoca el gesto de levantar la bandera blanca, de terminar en un mundo contra natura. Sin contar con que, pase lo que pase, este referéndum terminará como el de la caza. Es decir, con los cazadores que siguen disparando bajo nuestras ventanas y matando los pajarillos.

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