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Deontología Biológica

Índice del Libro

II. Ética del conocimiento científico

Introducción: Ciencia y ética

A. Ruiz Retegui

Las ciencias experimentales tienen un origen muy reciente, tienen poca vida si se compara con la edad de la humanidad. Su nacimiento fue relativamente brusco y han tenido un impresionante progreso: han avanzado acumulativamente y muy aprisa. Pero es ante todo de destacar el inmenso el poder configurador de la vida del hombre que este conocimiento ha tenido y tiene. El método propio de estas ciencias ha penetrado de tal forma la mentalidad actual que puede hablarse con rigor de una civilización científico-tecnológica.

Es un hecho evidente que mucho antes de que existieran científicos experimentales los hombres habían pensado mucho, se hacían preguntas muy diversas, desde las más pegadas a la vida cotidiana hasta las cuestiones más de fondo. Lógicamente, hoy nos siguen interesando los logros intelectuales del pasado en la medida en que son respuestas a preguntas que siguen teniendo actualmente fuerza interpelante; en la medida en que también hoy nos las hacemos nosotros. Por eso, en principio, no tenemos especial interés en las respuestas que dieron diversos pueblos a cuestiones muy materiales e inmediatas -y si lo tenemos es meramente historiográfico-; pero sí tenemos gran interés por la respuesta a las cuestiones perennes: las que acompañan al hombre, a cada hombre; y seguimos leyendo a "los clásicos", a aquellos que las afrontaron con rigor, concienzudamente, sean de la época que sean.

Las cuestiones clásicas son cuestiones "de fondo": las preguntas sobre el sentido de la vida, del amor, de la felicidad, la cuestión acerca de si el bien y el mal son algo relativo, etc. Por ello son preguntas que siempre acompañan al hombre; porque como dice Aristóteles al comienzo del primero de sus libros sobre metafísica, "todos los hombres tienen naturalmente deseo de saber".

Las cuestiones últimas, o cuestiones por asuntos de fondo de la vida humana, incluyen también preguntas por asuntos más próximos. El hombre no sólo está llamado y es capaz de un saber meramente contemplativo sino a un actuar y por ello necesita también un saber para la práctica. El hombre no es un ser acuñado de antemano por los instintos: no se le da la vida hecha, ha de hacérsela él mismo y al mismo tiempo su actividad tiene trascendencia para su propio ser. El hombre tiene dentro de sí deseos e impulsos a veces contrapuestos y, a veces también contrapuestos con los de otros hombres. Incluso el hacer lo que desea supone saber antes qué es lo que desea; tiene que buscar y encontrar la norma, el criterio de su propio comportamiento. Así, el saber para la práctica abarca desde cómo cultivar la tierra, o hacer su casa, o mitigar el dolor, a un saber acerca de la rectitud de sus acciones.

Las ciencias experimentales nacen íntimamente unidas a ese deseo de saber del que hablaba Aristóteles, pero no se identifica con él; es un saber que está en el ámbito de los medios. Pretende un conocimiento sobre el cómo se producen los fenómenos y pretende encontrar leyes de su funcionamiento. En cuanto ciencias experimentales no pueden decir nada sobre las cuestiones de fondo -que corresponde a la Filosofía-. Es la Ciencia la que dice que inhalando tal compuesto, que sigue tal preciso proceso en el organismo, el corazón se para; pero de suyo es un saber que ni puede ni pretende decir nada sobre la bondad y malicia de ese fenómeno: no puede pronunciarse sobre los fines. La ética del conocimiento científico exige reconocer este límite de las ciencias experimentales.

En los capítulos siguientes nos plantearemos más detalladamente estas cuestiones: el afán de verdad del hombre, el sentido de la ciencia en relación a la vida humana y la ética del conocimiento científico.

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