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Deontología Biológica

Índice del Libro

Capítulo 3. La ética del trabajo

A. Ruiz Retegui

a) Introducción

Ámbitos de significación del término "trabajo"

La palabra trabajo -o sus equivalentes- tiene un origen remoto, pero su ámbito de significación ha experimentado variaciones importantes a lo largo de la historia. Por eso no resulta muy útil hacer análisis etimológicos. Aún hoy, lo significado con esa palabra es tan variado que no parece pertinente tratar de establecer una definición precisa. Esto supone una cierta dificultad, pero a la vez exige realizar una reflexión sobre la realidad, que es de gran interés.

La razón que nos impulsa a evitar tomar como punto de partida una definición exacta del trabajo, es que el trabajo se ha convertido en los últimos siglos en la referencia fundamental para el entendimiento de la articulación social y consiguientemente, de modo especial a partir de Marx, para la actividad política. Como la actividad política es la más amenazada por la embestida ideológica, el trabajo mismo resulta muy frecuentemente entendido desde una perspectiva ideológica. En nuestro mundo cultural el trabajo viene a ser una realidad frecuentemente nombrada, pero escasamente observada en su verdadera realidad y en su amplitud de significación humana.

Por eso nos proponemos explícitamente dirigir nuestra atención al trabajo para captarlo lo más fielmente posible. Es muy probable que las consideraciones nuestras, precisamente por pretender alcanzar con fidelidad la amplia realidad del trabajo, concluyan en una exposición orgánica no perfectamente estructurada. Esto no es una limitación que deba inquietarnos, pues la unidad de las consideraciones que se hacen en el pensamiento no debe buscarse tanto en la mera coherencia interna de la construcción intelectual cuanto en la coherencia con la realidad que se trata de entender.

Desde un punto de vista más bien descriptivo, puede afirmarse -manteniéndonos en un nivel muy general- que las múltiples significaciones de la palabra trabajo coinciden todas en tener que ver con la acción humana. El lenguaje ordinario denomina "trabajo" a cierto tipo de acciones humanas, no a todas. También se designa con esa palabra al resultado de las acciones que reciben esa denominación (por ejemplo, cuando se dice que un ensayo es "un buen trabajo", o que hay que entregar "un trabajo sobre la termodinámica de la evolución). Así mismo se llama trabajo al objeto de esas acciones humanas (por ejemplo, cuando decimos que nos hemos propuestos "un trabajo para el fin de semana").

No cualquier actividad humana es denominada trabajo: hay acciones humanas que no se denominan así. La delimitación entre estos dos tipos amplios de acciones no es fácil, y requiere consideraciones más detalladas.

La amplitud de tipos de acción que son denominadas trabajo nos remite a cuestiones importantes y fundamentales de antropología de la acción humana y de la configuración social. Las formas de actividad propiamente humana son muy variadas y, en su fundamento, muestran las diversas características de la condición humana1.

Por su condición de ser corporal vivo, el hombre ha de realizar actividades en las que atiende al "metabolismo de la vida": come, se lava, se protege del medio, etc. Correspondientes a este ámbito de la actividad humana hay algunas acciones que se denominan trabajo y otras no: comer es una acción humana que no es calificada como trabajo, pero preparar la comida a veces sí.

Para realizar esas actividades el hombre cuenta con razón y manos que vienen a sustituir la deficiencia que tiene el hombre respecto a los animales en lo que se refiere a la dotación instintiva. Por su razón y sus manos el hombre no sólo realiza esas acciones de un modo libre, no estrictamente predeterminado, sino que es capaz de usar instrumentos en cuanto tales y, por tanto, es capaz también de idearlos y construirlos. Este "hacer instrumentos" o "fabricar cosas" es considerado también trabajo, algunas veces, quizá la mayoría.

Aunque la denominación de trabajo sea común a los dos tipos de actividades que hemos referido hasta ahora, hay que reconocer que existe una diferencia importante: aunque, en principio, la acción de fabricar instrumentos vaya en ayuda del metabolismo de la vida, no está totalmente determinada por las exigencias de ese proceso ni se sume completamente en él. El metabolismo de la vida es proceso, mientras que esos productos fabricados como instrumentos permanecen estables al lado del proceso de la vida al que ayudan. Esos objetos estables, expresión permanente de la racionalidad libre que los ha creado, configuran un "mundo" estable, constituido por objetos, cosas permanentes.

La diferencia entre los dos tipos de actividades que hemos considerado se manifiesta patente, pues el "trabajo", por ejemplo, de un cocinero, o de un encargado de limpieza, o incluso de un médico, no deja nada tras de sí: es actividad que se sume completamente en el proceso vital y, por tanto, son actividades que nunca se acaban como no se acaba el proceso de la vida. Quienes realizan esos trabajos no pueden mostrar su "obra". Por el contrario, quienes fabrican cosas que duran, sí pueden mostrar lo que han hecho: un arquitecto o un escritor, al poder mostrar una obra estable, alcanzan en su actividad una dimensión que no aparecía en el caso anterior.

Aún encontramos un tercer tipo de actividades que también se denominan trabajo, aunque aparecen muy distantes de las anteriores. Son las actividades que se derivan no simplemente del carácter metabólico-corporal de la vida del hombre, sino de su carácter plural. En efecto, la condición plural no es accidental para el hombre, y su vida no es simplemente vida "junto a" otros hombres, sino en el sentido profundo, que hemos visto en el capítulo anterior, es verdaderamente "convivencia". La condición plural es fundamento de actividades específicas y variadas, algunas de las cuales se denominan a veces trabajo. Así las actividades ordenadas a la propia organización de la pluralidad humana, que no está como en los animales "sociales" -abejas, etc.- predeterminada por la naturaleza, y requiere la actividad inteligente y libre del hombre, suelen ser denominadas trabajo. Trabajo son en este sentido la actividad propia de políticos, gobernantes, economistas, juristas, etc. Hay también otras actividades humanas que sin ordenarse a la organización de la pluralidad tienen en la pluralidad humana su razón de ser como son las múltiples formas de actividades educativas. Trabajo en este sentido es la actividad del maestro, y la del discípulo. Sin embargo, la actividad de los padres que educan a sus hijos no suele denominarse trabajo. Algunas actividades humanas que nacen directamente de la pluralidad, como pasear y conversar con los amigos, participar en juegos colectivos, etc. no se denominan en principio trabajo.

Sentido social del trabajo: la profesión

En el párrafo anterior hemos subrayado las expresiones a veces, algunas veces, suele, en principio, porque manifiestan que las consideraciones realizadas en un nivel de reflexión que podríamos denominar individual o esencial abstracto, se muestran insuficientes cuando las comparamos con la consideración que de ellas se hace en la convivencia entre los hombres tal como se expresa en el lenguaje ordinario.

En efecto, la actividad humana de conversar con los amigos no es considerada trabajo generalmente, pero la amistosa charla del maestro con el discípulo que acude a consultarle o con sus colegas, sí suele ser considerada trabajo en el ámbito correspondiente. Sólo una visión muy restringida y productivista de la universidad podría conducir a menospreciar los momentos de comunicación directa y amistosa. Por supuesto que esas conversaciones pueden hacerse banales y, en ese sentido, constituir una "pérdida de tiempo", pero ¿quién en un ambiente universitario podría negar el calificativo de trabajo a la actividad que se desarrolla en una conversación de seminario?

Análogamente jugar al ajedrez o al fútbol no será considerado trabajo si quien lo realiza lo hace por puro esparcimiento, pero sí es considerado trabajo si el que lo realiza, lo tiene como profesión.

Como profesión. He aquí una palabra estrechamente vinculada con nuestra noción de trabajo: profesión. Incluso puede afirmarse que el trabajo se determina en su significación propia cuando se le califica como trabajo profesional.

Parece que al formar nuestra noción de trabajo no tenemos ante la mirada sólo el individuo humano con sus facultades operativas, sino que implícitamente alcanzamos a la persona como inscrita en la pluralidad, en la sociedad humana.

Concebir el trabajo como profesión, calificarlo como trabajo profesional, quiere decir que la actividad humana denominada trabajo no se considera sólo desde su raíz, en las facultades operativas del hombre, sino desde el contexto social. Una actividad humana, lo podemos afirmar, es considerada trabajo profesional cuando se ejercita, y en cuanto se ejercita, formando parte del contexto social, es decir, en cuanto se inscribe en el conjunto de funciones de la sociedad, a través de las cuales la misma sociedad se autoconstituye se automantiene, se autodesarrolla.

La misma actividad, considerada desde el punto de vista de la persona individual, transformarse de ser un mero esparcimiento, o incluso una pérdida de tiempo, a ser un trabajo reconocido, profesado ante los demás cuando, por ejemplo, es aceptado por algún núcleo social, y consecuentemente, remunerado.

En la sociedad en que vivimos no es pues el trabajo el que produce los medios para vivir. No hay una relación inmediata y directa entre la actividad que se realiza y esos medios. La relación está mediada por la función de la sociedad en su conjunto, que acoge la actividad de cada uno, y, como conjunto, produce los bienes que reparte en forma de salario. Por esto, podría afirmarse que, en cierto modo, recibir un sueldo es lo que en nuestra sociedad eleva una actividad a la categoría de trabajo profesional. Esa inversión de causalidades está en la base misma de gran parte de los conflictos personales y sociales en torno al "mundo del trabajo".

En esta perspectiva en que nos movemos, puede ser trabajo no hacer casi nada: la denominación de trabajo no se da a una actividad atendiendo a su propia naturaleza intrínseca, ni siquiera el tener de suyo una finalidad distinta de la propia actividad. "Tener trabajo" no nos dice casi nada sobre la cualidad intrínseca de la actividad de la persona, sino más bien de su integración dentro del conjunto social.

Ciertamente si se absolutiza el carácter de profesión del trabajo, el trabajo mismo resulta totalmente funcionalizado en el conjunto de la sociedad y en consecuencia la persona misma queda, en ese aspecto, absorbida por la colectividad. Pero aquí se está señalando un aspecto importante que no puede ignorarse si se trata de atender a la realidad.

La perspectiva colectivista es fuertemente reduccionista, pero también es inadecuado tratar la cuestión del trabajo desde una perspectiva esencialista, es decir, desde la pura esencia metafísica del hombre, que inevitablemente considera al hombre en universal y, por tanto, como uno. Si queremos hacer justicia a la realidad del trabajo es necesario una atenta consideración de la pluralidad humana, como peculiarísima pluralidad de "seres únicos", es decir, de personas absolutamente dignas, que constituyen cada una de ellas, un todo de sentido.

La noción de trabajo, lo mismo que la expresión bíblica "dominad el mundo" no remite únicamente a la persona individual y a sus potencias activas.

El significado humano del trabajo

Encontrar una significación o sentido a algo quiere decir situarlo en una relación intrínseca con una "fuente de sentido". Cuando alguna realidad se considera como significativa por sí misma, las demás adquieren su significación por su conexión con ella. Esa conexión puede ser de diverso tipo: de unión intrínseca, de finalidad, de perfección, etc.

Así, por ejemplo, cuando lo que se considera significativo por sí mismo es el dinero (en cuanto permite hacer lo que se quiere: lo cual quiere decir que lo significativo por sí mismo en el fondo es lo que quiera proponerse la libertad incondicionada, no el dinero), cualquier actividad adquiere significación, está suficientemente justificada, cuando se consigue mostrar su conexión con el dinero. Mientras esa conexión no se ha alcanzado, las significaciones parciales siguen reclamando un "para qué".

La fuente de significación auténtica ha de ser algo que tenga la cualidad de ser valioso por sí mismo y no en función de otra cosa, es decir, no ha de ser un "valor relativo a otra cosa" sino un "valor no relativo", "un valor absoluto". El único bien absoluto que hay en el mundo creado por Dios es la persona humana en cuanto tal. En cuanto tal, es decir, como tal persona humana y no como mero medio para hacer otras cosas, o como capaz de entender o de producir obras de arte.

Entender cabalmente una realidad es, pues, ponerla en conexión con lo humano en cuanto tal. En estas páginas trataremos de encontrar la relación que el trabajo del hombre tiene, no con la producción de bienes de consumo, o con la conservación del medio ambiente, o con el mantenimiento de las democracias liberales, sino con la propia humanidad del hombre. ¿Cómo es esta relación? ¿Existe de verdad? ¿Es una relación necesaria? Aún si el hombre tuviera todas sus necesidades cubiertas ¿tendría que trabajar? ¿Qué significa entonces el trabajo? Si parece que en todas las actividades que se denominan trabajo el significado inmediato se toma de lo que se causa fuera de la misma persona ¿cómo es afectada la persona?

Adelantando, de un modo muy general aún, lo que veremos más adelante podemos decir que el núcleo del problema sobre la cuestión humana del trabajo radica en establecer de un modo teóricamente claro -y que pueda orientar la práctica concreta- la relación entre la dimensión productiva de la actividad y la dimensión inmanente o de afectación al hombre.

b) Aproximación al pensamiento sobre el trabajo

Significación premoderna del trabajo

En el mundo premoderno -anterior al s. XVII- el trabajo es considerado sobre todo como la actividad por medio de la cual el hombre trata de dominar la naturaleza para atender las múltiples necesidades de su vida biológica. Esto incluye dos aspectos: uno primero, la intervención en la naturaleza, el encuentro "mecánico" o material con ella y, un segundo aspecto que es la eficiencia de la propia actividad, la capacidad de conseguir objetivos o producir cosas. El primero da a la palabra trabajo un matiz claramente de penalidad y esfuerzo, porque la naturaleza se le presenta como inercia que se resiste al dominio y el hombre, sólo penosa y fatigosamente, consigue imponerse. Podríamos decir que se trata de un matiz negativo. El segundo, por el contrario, al considerar la eficiencia, tiene un matiz positivo.

Estos dos aspectos han quedado reflejados en casi todas las lenguas: hay en casi todos los idiomas dos palabras distintas para significar el trabajo como enfrentamiento penoso con la naturaleza y el trabajo en su aspecto de eficiencia; en castellano, trabajar y producir.

Entre esos dos sentidos -esfuerzo penoso y eficiencia- el predominante en el mundo premoderno es el primero, y por esto la idea de trabajo tiene un acento negativo. Es el significativo acento que conserva aún en castellano del adjetivo "trabajoso" para indicar algún objetivo o alguna actividad. Pero el calificar de "negativo" el significado trabajoso requiere una explicación para evitar que la identificación entre negativo y penoso o trabajoso pueda dar a entender que nos situamos acríticamente en una perspectiva hedonista.

Para los griegos, la actividad propiamente humana es la vida propia de la polis en cuanto tal, es decir, la vida política. En contraste con esa actividad propiamente humana que es libre y pública, se encontraba la actividad interna de cada familia que estaba dominada por las necesidades biológicas. Los que allí viven -la mujer, los hijos, los esclavos- no tienen una vida propiamente humana, porque su actividad no es libre, no manifiestan la singularidad de sus personas, sino que se sumergen totalmente en el ámbito del proceso de atención a las necesidades materiales, es decir, de la economía.

Está claro, pues, en esta perspectiva que la idea de trabajo tuviera una fuerte connotación negativa, en cuanto que impedía el ejercicio de la actividad propia del hombre.

Si en algunas escuelas filosóficas de la antigüedad tardía (cínicos, estoicos) se llega a atribuir al trabajo un valor de medio para la virtud, no se trataba propiamente de un cambio esencial en la valoración, sino justamente de una insistencia en el carácter repulsivo de la actividad penosa, por medio de la cual se alcanza la apatía2.

La transformación del sentido del trabajo en la modernidad: el auge de la productividad

La primacía del sentido de esfuerzo y sufrimiento sobre el sentido de eficiencia se invierte en los comienzos del siglo XVII. El factor determinante de esta inversión es el cambio de perspectiva que se introduce en la filosofía práctica y en la misma filosofía teórica.

El naciente desarrollo de las nuevas ciencias, que sustituye la pura contemplación de la naturaleza por la intervención experimental planificada, lleva a dar una primacía a la acción sobre la contemplación para alcanzar un conocimiento verdadero. Ya no se tratará de un mirar atento y contemplativo para alcanzar la verdad de las cosas en sí mismas, sino en intervenir activamente, en operar sobre ellas para hacerles entregar sus secretos. Esto significa que no sólo ha cambiado el medio o el método para alcanzar el conocimiento, sino, y esto es lo más importante en el fondo, ha cambiado el conocimiento mismo que se busca: ya no es la verdad de las cosas, sus significados radicales, su sentido y finalidad, sino las leyes de regularidad en su comportamiento.

El hombre va construyendo aparatos cada vez más perfeccionados para penetrar los secretos naturales. Consiguientemente el paradigma de la acción humana será esta intervención victoriosa y dominadora sobre la naturaleza. No es que se pretenda primaria y explícitamente el resultado práctico; lo que se pretende es ciertamente conocimiento, pero de tal forma que esté íntimamente unido a la práctica, ya sea primariamente por la fundamentación de ese conocimiento y por la comprobación experimental, ya sea por las perspectivas de dominio que abre sobre el mundo.

Estos serán los factores que determinen la primacía de la productividad hecha posible por el maquinismo técnico subsiguiente a las ciencias positivas recién nacidas. Por supuesto, en el siglo XVII todo esto es más una perspectiva que una realidad, pero aun así será suficiente para el nacimiento de una nueva mentalidad respecto a trabajo.

No sería ocioso señalar que esa nueva perspectiva no llevó a cabo sus objetivos inmediatamente. Entonces el trabajo físico se hizo más duro, y las condiciones de los trabajadores mucho más inhumanas que en los siglos precedentes. El proceso que culmina con la aparición del proletariado no tiene ninguna unión de continuidad con los trabajos en los siglos premodernos. Las peculiares condiciones de las clases obreras, que alcanzarán sus condiciones extremas en el siglo XIX, son consecuencias directísimas del maquinismo moderno, y tienen muy pocos rasgos en común con las condiciones de las clases menos privilegiadas en la antigüedad o en los siglos de la Edad Media. A este respecto sería necesario recordar que las notables mejoras de las condiciones de trabajo son mejoras no tanto respecto a las condiciones anteriores al maquinismo, cuanto respecto a las condiciones que se originaron en los comienzos del mismo maquinismo.

De todas formas, esas circunstancias tan duras aparecen en principio sólo como un precio que había que pagar y que de hecho se paga, para poner en práctica la nueva imagen del mundo y las perspectivas de dominio que se abren al hombre. En lo que a nosotros concierne, lo interesante es que en esa época el hombre toma conciencia de la potencial eficacia de su poderío. El sentido de la actividad es el desarrollo del propio poder eficaz de transformar la naturaleza y, sobre todo, de producir. Esto quiere decir que la acción productiva no recibirá su legitimación desde una finalidad distinta, ni desde una supuesta naturaleza humana, sino desde sí misma.

En consecuencia, el modo que tiene el hombre de entender su vida en sociedad se transforma. Al privilegiarse la actividad productiva, los hombres preeminentes son los que producen, mientras que aquellos que se dedican a las actividades más nobles según la antigua filosofía práctica -políticos, juristas, clérigos, etc.- llegarán a ser denominados en el siglo XVIII por Adam Smith como elementos pasivos.

La sociedad humana ya no es una pluralidad de personas que participan una visión del mundo y que viven de una tradición humana común, sino un conjunto de elementos productivos que están unificados por las correlaciones debidas a la organización del trabajo. La comunidad no está unificada por ideas, sino por la organización laboral: la comunidad humana será sobre todo una comunidad "socio-laboral".

Locke formula por vez primera uno de los dogmas más claramente vigentes en nuestro mundo: el acceso "natural" a la propiedad es el trabajo, y por eso, la propiedad será en principio tan privada como el cuerpo mismo que sirve a la persona para trabajar. Las formas premodernas de acceso a la propiedad (la herencia, la donación, la ocupación, la conquista, etc.), aunque en cierto modo se mantienen, se considerarán sólo formas tradicionales, pero no la forma natural. Además, será el mismo trabajo que realiza el hombre con los elementos toscos que le ofrece la naturaleza, lo que da a las cosas su valor.

Sobre la permanencia de estos principios dogmáticos, aun en nuestra visión del mundo actual, no es necesario insistir. Como ejemplo puede señalarse que incluso en ambientes intelectuales, que deberían ser los más atentos a la realidad menos dependientes de los dogmatismos impuestos, se siguen encontrando profundas huellas de la valoración del trabajo como productivismo. El conocido aforismo publish or perish, que, según parece, vige con crudeza en algunos ambientes universitarios es, en la práctica, algo muy distinto de un estímulo a la comunicación en la amplia comunidad científica. Si así fuera, es indudable que de los libros y revistas que se editan muchos jamás verían la luz.

El reduccionismo de la moderna filosofía práctica

El planteamiento moderno con la privilegiada noción de la productividad no supone sólo una inversión respecto al planteamiento clásico, sino que significa una profunda reducción. En efecto, los clásicos distinguían en toda actividad humana dos aspectos:

Uno primero según el cual produce algo fuera de la potencia que actúa y en este sentido la acción es transeúnte. Los griegos llamaban a la acción humana en este aspecto poiesis, y los latinos, y la tradición cristiana, facere.

Un segundo aspecto según el cual la acción no es más que una modificación de quien lo realiza y en este sentido la acción es inmanente (por ejemplo, el acto de conocimiento). La acción humana en este aspecto inmanente era denominada por los griegos praxis; en latín agere.

Estas dos dimensiones se presentaban como irreductibles, y tienen medidas diversas:

La medida o la norma de la praxis es la humanidad del hombre, es decir, el agere correcto será aquel que va cumpliendo al hombre según su verdad. La perfección o cualidad humana que capacita al hombre para actuar rectamente, es decir, para que el efecto que su acción repercuta en él mismo de modo que no sólo no lo destruya, sino que lo vaya realizando según su verdad, es la prudencia. La prudencia capacita a la persona para que con su acción se vaya haciendo mejor persona.

La medida del facere es la propia "idea" de la cosa que se trata de producir. La corrección del trabajo que realiza quien construye una cosa o una maquinaria se mide por los "planos". Así un facere logrado es el que realiza aquello que se había previsto. Cuando el resultado es defectuoso, estamos ante un facere fallado, porque si el construir una mesa es tan defectuoso que el resultado ya no tiene patas ni la tapa está horizontal no se puede hablar siquiera de hacer mal una mesa, sino de un no haber logrado hacer una mesa. La cualidad personal que capacita a la persona para un facere logrado es el arte. Por supuesto que todo actuar propiamente humano revierte sobre la propia persona. También la acción productiva, tiene un resultado permanente, es decir, crea una disposición en la propia persona, pero ese efecto directo es el arte, es decir, la cualificación de la persona en orden a esa producción. Al ser cualificada por el arte la persona no se hace mejor en cuanto persona, sino en cuanto a la producción de los efectos exteriores a los que el arte se ordena. Es decir, el arte hace mejor a la persona no en sí misma sino sólo bajo cierto aspecto. Por el arte la persona se perfecciona no como persona sino como médico, o como artista, o como político, o como periodista, etc.

La irreductibilidad del agere y el facere se advierte cuando se ve que una persona puede conseguir gran perfección en el ámbito de la acción productiva, y sin embargo quedar a la vez frustrado como persona. Se pueden realizar obras externas de gran perfección a costa de dañar la propia dignidad personal. Y análogamente se pueden realizar otras defectuosas que, sin embargo, han supuesto un notable ejercicio de virtud, y, por tanto, un perfeccionamiento de la persona en cuanto tal.

El planteamiento clásico había alcanzado con notable profundidad los términos del problema de la acción humana, que se expresan en las dos dimensiones de la acción, en la distinción entre agere y facere, y puede decirse que en la primera modernidad el problema se soluciona sin afrontarlo, es decir, negándolo implícitamente. De los dos polos de la acción humana, se privilegia de tal modo uno de ellos que, de hecho, el otro resulta ignorado e incluso negado.

El resultado lógico es que la realización del hombre se sitúa en la producción de bienes. Podría decirse que, aunque se rechace explícitamente todo intento de consideración de la verdad del hombre, también aquí la Filosofía expulsada por la puerta vuelve a entrar por la ventana. El hombre cumplido será el que produce, mientras que los que se dedican a actividades no directamente productivas son considerados existencias parásitas e inútiles.

La articulación de la Filosofía práctica clásica y sus límites

El pensamiento clásico trató de mantener las diversas dimensiones de la acción humana y establecer la articulación entre ellas.

La primera y más elemental articulación se establece al afirmar que la producción de cosas, es decir, el facere, no es algo separado del agere, sino íntimamente relacionado con ella. Esta relación es de finalidad. La mera producción de objetos, sean casa o libros, no tienen sentido por sí mismas, sino en cuanto están ordenadas a la vida de la persona. Por tanto, el facere, aunque tenga una medida propia en su orden, tiene ulteriormente una medida en la vida de la persona. En la medida en que sirva a la vida, sea del modo que sea, la producción de cosas adquiere un sentido humano. De esta manera, la más elemental articulación entre agere y facere conduce a la que fue la articulación decisiva en la tradición cristiana: la articulación moral.

La articulación moral acoge las distinciones que la Filosofía clásica advertía en la acción humana, y mantiene la mirada atenta para detectar la pluralidad de dimensiones que hay en el hombre activo.

El hombre, en efecto, tiene un campo muy amplio de acción: sus posibilidades operativas son muy variadas. En cada una de esas capacidades hay, podríamos decir, una capacidad de realización y, consecuentemente, una posibilidad de frustración. Incluso en cada una de las capacidades activas se multiplican las posibilidades: quien ha elegido dedicarse a la Ciencia, renunciando a sus posibles realizaciones en el campo del Derecho o de la Arquitectura, aún deberá elegir, porque no tiene posibilidad material de cultivar todos los campos de la Ciencia, como el que se dedica a la literatura debe elegir, porque no podrá leer todos los libros. Se ha dicho que el paso de la juventud a la madurez tiene lugar cuando se advierte que uno no tiene ya un tiempo ilimitado por delante, sino sólo un determinado, aunque desconocido, número de años, y que probablemente no podrá leer ni todos los libros que tiene en su biblioteca, es decir, cuando se experimenta de un modo lacerante la verdad del aforismo clásico ars longa, vita brevis.

Entonces se requiere una verdadera labor de discriminación entre las solicitudes que se experimentan como consecuencia de las múltiples capacidades operativas. El hombre confía en realizarse como hombre, pero ¿cómo se realiza en concreto ese cumplimiento? Si el cumplimiento humano consistiera en la realización de todas sus capacidades activas, la persona estaría irremisiblemente condenada a la frustración, porque efectivamente ars longa, vita brevis. La experiencia demuestra que la realización humana no es tampoco la realización del máximum de posibilidades activas. Más aun, que el afán absoluto de realización personal, la búsqueda de la propia felicidad y cumplimiento no sólo es vana, sino que, llevada a la crispación, engendra neurosis. Más bien se advierte que las vidas de personas que han renunciado quizá a espléndidas posibilidades personales, sirviendo y amando a los demás, son a veces vidas manifiestamente felices, cumplidas.

Parece que entonces somos conducidos a una situación de perplejidad: el cumplimiento del hombre en cuanto tal ¿está sólo en la donación de sí y en la renuncia? Las inclinaciones naturales que nos impulsan a realizar las capacidades activas que poseemos ¿son sólo un engaño?

A partir de estas cuestiones, los clásicos afirmaron la distinción que hacíamos más arriba: la realización del hombre en sus diversas dimensiones sectoriales lo hacían bueno, lo cumplían, en cierto aspecto. Pero sólo en la dimensión del hombre en cuanto hombre se hace el hombre bueno -o malo- en sí mismo. A la dimensión del hombre en cuanto tal la llamaron dimensión moral.

La plenitud humana no es el puro despliegue de su capacidad operativa. La persona no encuentra la orientación para alcanzar su plenitud en la mera inclinación de las potencias operativas hacia su actuación. Pero las capacidades operativas concretas, con sus dinámicas y lógicas propias, aunque no sean determinantes de la ordenación del hombre a su cumplimiento, sí son significativas.

De este modo, la realización de las posibilidades activas, no son una exigencia absoluta del hombre en cuanto tal, sino sólo a través de su sometimiento y dirección a la razón moral. Así se articulan íntimamente lo que podríamos llamar la "dimensión de realización", es decir, la inclinación del hombre a realizar sus posibilidades, y la dimensión de entrega que podríamos llamar la dimensión del hombre en cuanto tal, pues la dimensión ética es la dimensión de la entrega, de la aceptación del hombre de su verdad como medida de su acción. Estas dos dimensiones que, en principio parecen oponerse entre sí -mientras la realización se experimenta con afirmación personal, la entrega aparece como negación de sí mismo en la donación, abnegación-, en realidad se exigen mutuamente pues la dimensión de entrega tiene su expresión en la dimensión moral, que no niega la realización, sino que la orienta y guía hacia la verdad del hombre. Las capacidades humanas sin la razón moral serían ciegas, pero la dimensión ética sin las potencias, con sus inclinaciones y con sus energías, sería vacía.

Pero la razón moral sólo puede conducir la operación de las potencias si alcanza un conocimiento de lo que éstas hacen, es decir, desde el conocimiento del significado de la acción que se realiza.

¿Qué tipo de conocimiento pretendemos? Ya vimos en el capítulo primero que conocimiento de la acción que necesitamos para realizar el dictamen moral es conocimiento del significado humano de la acción, es decir, el conocimiento que capta de qué modo la propia persona es involucrada en la acción. La afección humana de la acción puede ser más o menos inmediata, y por esto requiere alcanzar de algún modo los efectos que esa acción tenga sobre la persona, sea directamente, sea de modo indirecto, como efectos secundarios.

Los límites de la articulación clásica entre facere y agere provienen precisamente de los límites que en la época premoderna existían para alcanzar la dimensión humana de la acción a través de sus efectos. Por esto, su tratamiento de la acción era demasiado simple y tendía a una consideración cerrada de la naturaleza del acto, y consideraba sus consecuencias, al menos las secundarias y de largo alcance, como accidentales.

La causa de esta visión limitada hay que situarla en la concepción que los premodernos tenían del mundo humano como algo ya definitivamente configurado en la organización social agraria y urbana. Esto suponía que el marco de la interferencia del hombre con el mundo está fijado, y que las acciones humanas no lo alcanzaban, pues los efectos potencialmente perturbadores de ese orden eran absorbidos y anulados por los procesos generales: la organización u ordenación del mundo humano era suficientemente fuerte como para digerir cualquier factor extraño o cualquier perturbación.

Esta visión hacía que en esa época no existieran las condiciones que permiten entender el trabajo como configurador del mundo.

Quizá en ninguna cuestión se muestra con tanta claridad el cambio de perspectiva que tiene la modernidad como en el diverso tratamiento que tienen las llamadas omisiones en la época premoderna, y en la época moderna. En la época premoderna las omisiones, aun voluntarias, son propiamente omisiones y tienen un tratamiento explícito al lado de los actos de comisión. La razón es que las omisiones quedan en el individuo y no afectan al mundo, que, de todos modos, seguirá siendo como es. En la perspectiva moderna, cuando la conciencia del carácter humano del mundo se acentúa progresivamente, las omisiones voluntarias pasan a ser consideradas casi del mismo modo que los actos positivamente realizados. La responsabilidad sobre el mundo y la historia se considera tan fuerte que cualquier actitud, sea de omisión o comisión, se considera como contribuidora a la configuración del mundo.

c) El nacimiento de la filosofía del trabajo

La conciencia de que es el mundo mismo el que se va configurando con la acción humana se irá desarrollando a lo largo del siglo XVIII, que podría llamarse el siglo de la Historia. Lo que en un principio se presentaba como una simple inversión de acción y contemplación, va calando en todos los niveles de autocomprensión del hombre, que desde diversas perspectivas se ve como resultado de su propia acción. El siglo XVIII es también el siglo en que se ponen las bases del idealismo transcendental con Kant, Schelling y sobre todo Fichte.

Con estos dos elementos -el economicismo que alcanza su culmen en Adam Smith, por una parte, y el idealismo transcendental por otro- Hegel elabora lo que podríamos llamar la primera gran filosofía del trabajo, en el más amplio sentido.

El intento de Hegel es reconquistar las dimensiones de la acción humana -facere y agere- que había señalado Aristóteles. Pero, a la vista del carácter no natural y fijo de la estructura del mundo humano, trata de dar cuenta de la importancia que tiene el producto de su acción para el hombre mismo. Si el trabajo humano produce cosas que quedan fuera, el hombre se aliena en ese trabajo. Por esto la articulación entre facere y agere no puede ser, ni la meramente instrumental, ni tampoco la articulación moral, pues, para Hegel en ambos casos el hombre quedaría alienado en su trabajo al perder definitivamente la forma que da a su obra.

En esta perspectiva, las realizaciones de la actividad humana ya no son vistas como simples productos del trabajo del hombre, sino como manifestaciones peculiares de un "espíritu" -entendido como totalidad histórica- al que también el mismo hombre debe su propia existencia determinada: cada hombre es "hijo de su tiempo", es decir es un producto, no de unas condiciones naturales de esencia ahistórica, sino de una mentalidad, de unas costumbres, de una educación, que lo hacen esencialmente punto de condensación peculiar del espíritu (la palabra espíritu significa totalidad histórica).

Pero la doctrina hegeliana no tiene importancia sólo como momento de la historia de la filosofía, sino también en la determinación concreta de la historia a través de su decisiva influencia en Marx. La izquierda hegeliana y en concreto Karl Marx llevará a cabo una interpretación del pensamiento hegeliano que supone una transformación de la dialéctica de Hegel al ámbito de la actividad trabajadora, de la intervención del hombre en la naturaleza, que es vista como la realidad configuradora real del mundo. Cualquier otra dimensión de la existencia humana es reducida literalmente a epifenómenos de las relaciones de producción. Para Marx, la Historia, única ciencia reconocida, es el hacerse del hombre por el hombre, por medio del trabajo; y el hombre no es más que el parto de la Historia, es decir el producto de un proceso en el que lo realmente determinante ha sido la satisfacción de las necesidades inmediatas a través de la actuación en la naturaleza.

Aunque tanto Hegel como Marx presentan sus reflexiones como explicación total de la realidad, los límites de su planteamiento son muy graves. Tienen el mérito de haber descubierto aspectos ignorados, y de haber afrontado problemas estrictamente nuevos, pero en la medida en que se dejan embriagar por la novedad de lo descubierto, sus doctrinas son necesariamente parciales, y, en tanto que elevan su perspectiva a criterio absoluto y reducen todas las otras dimensiones a epifenómenos o derivaciones de sus postulados, sus doctrinas son distorsionantes y falsas.

En esa perspectiva, la persona humana queda literalmente disuelta en la colectividad; no se puede reconocer ningún aspecto, ni ninguna dimensión, ni ningún espacio de la persona que no sea función de las relaciones sociales.

Y, por supuesto, si el hombre es disuelto como simple momento del devenir, la naturaleza humana queda aún más disuelta en una total falta de significación propia. En el mundo no pueden encontrarse, desde esa perspectiva, significaciones propias; es reino de una facticidad muda y neutra, simplemente sometida al dominio económico o productivo del hombre. Si "todo fluye" es inútil tratar de encontrar significados supuestamente derivados de una naturaleza permanente, que resulten interpelantes para la acción humana. No puede reconocerse algo así como una "norma natural", o "ley natural". Tampoco tendría sentido la búsqueda de una organización de la pluralidad humana a partir de "lo que el hombre es".

La perspectiva historicista y sus estructuras

El cambio inicial tiene lugar cuando en vez de sentirse el hombre situado en un mundo estable, pasa a sentirse situado en medio de un mundo en el que todos los elementos van cambiando. Cuando, por el desarrollo de la técnica, los objetos que el hombre ha construido y que configuran su mundo -desde las ciudades y las casas, las ordenaciones legales y los planes de estudios, hasta los objetos de uso más menudo y cotidiano, como la pluma o la máquina de afeitar- son constantemente sustituidos por "otros mejores". Este fenómeno, que ha tenido lugar desde siempre, era tan lento que, hasta hace poco, los cambios no eran particularmente sensibles en el espacio de una vida humana. Sin embargo, desde hace unas décadas, la capacidad de perfeccionamiento técnico es tan abrumadora que la mayoría de las cosas que usamos ceden rápidamente su lugar a otras. Ya no tenemos un mundo configurado por realidades estables, sino por industrias o procesos que nos proporcionan constantemente otros objetos. La durabilidad ya no es una cualidad deseable, pues supondría un obstáculo para la renovación. El famoso Volkswagen hace unos años se anunciaba como un coche capaz de andar casi sin límite de kilómetros: aún se estaba en la perspectiva del mundo constituido por objetos durables. Sin embargo, desde hace una década se ha dejado de hacer. Lo que se pretende es que los objetos de uso cumplan su función cada vez más perfectamente y estén prontos a ser sustituidos por los nuevos productos en cuanto sean elaborados. El desarrollo técnico induce un mundo constituido por objetos de "usar y tirar". Los actuales relojes de circuitos impresos constituyen un ejemplo típico. Su exactitud, y, por tanto, la capacidad de cumplir su función es mucho más elevada que la de los más costosos relojes antiguos. Pero ya no es concebible que, como antaño, un padre deje en herencia a su hijo el reloj.

Si, al principio de este capítulo, decíamos que hay una distinción entre las actividades o trabajos humanos por los que el hombre atiende a las necesidades de la vida y no deja nada tras de sí más que el mismo proceso de la vida, y aquellas actividades por las que el hombre fabrica cosas pretendidamente durables, hemos de decir que esta distinción tiende a ser disuelta por la técnica. Los objetos ya no son pretendidamente durables y cada vez se parecen más a los metabolitos.

Aunque no cabe duda de las ventajas que la técnica ha proporcionado a la vida humana, estamos ya muy lejos de la adoración del trabajo productivo que era característica de los comienzos del desarrollo científico y técnico. Las reservas frente al ilimitado desarrollo de la técnica no surgen únicamente de los miedos nuevos que invaden al hombre ante las sobrecogedoras capacidades destructivas o manipuladoras que la técnica va ofreciendo. Ese es su aspecto más elemental. La cuestión no nace sólo de los productos peligrosos que la técnica permite fabricar, sino de la técnica misma en cuanto se alza como configuradora fundamental del mundo. Lo que se cuestiona es si un mundo tan configurado por el trabajo es verdaderamente humano, o, si más bien, la adoración del trabajo, la pasión por el trabajo no puede situarnos en un entorno que se vuelva contra el hombre.

No se trata, evidentemente, de añorar la idílica existencia campestre, sino de señalar los límites humanos de esa laboriosidad, sin descanso y sin contemplación, sin reposo junto a alguna trascendencia.

Ciertamente, no todo en nuestro mundo actual está sometido al dominio de la técnica. Aún hay muchas cosas estables en el ámbito de nuestra existencia. Pero la cuestión no es lo que hay de permanente, sino la mentalidad de cambio, de mejora, de progreso, que induce el llamativo "usar y tirar" de tantas cosas. Es la mentalidad según lo cual lo nuevo es bueno y lo antiguo es malo. La institución del "best seller" es una muestra de cómo, aun en el ámbito de la literatura, las creaciones tienen una vigencia muy reducida, casi como los periódicos. Algo similar podría decirse de la música: ya no se trata de crear "otra" música, además de la que compusieron hace años. También aquí el cambio es más profundo. Quizá todavía se dice de algunas composiciones que "quedarán". Pero la inmensa mayoría de las producciones musicales están sometidas a la misma ley del metabolismo total; se consumen durante unos meses y después ya queda anticuada, pierde vigencia y otras ocuparán su puesto.

Esta perspectiva tiene el valor positivo de mostrar algunas características reales de la condición humana que no habían sido advertidas o señaladas en explicaciones intelectuales anteriores, pero tienen, como decíamos, la limitación de su parcialidad, y cuando inspiran una organización humana, es decir, cuando alcanzan una vigencia práctica, su parcialidad se convierte en falsedad que falsea, es decir, maltrata la propia realidad humana.

Riesgos de la sociedad configurada por el trabajo

Podemos señalar dos características negativas del mundo configurado según la visión omnideterminante del trabajo.

La primera es que la sociedad se hace consumista, es una sociedad de consumo. Con esta expresión no se trata solo de denominar una sociedad constituida por personas que en sí mismas sean derrochadoras y no tengan la virtud de la templanza. El alcance de esa expresión es más hondo. Se trata de una sociedad, de un mundo humano, en el que las realidades que lo constituyen ya no son objetos estables destinados a ser usados de un modo duradero, sino objetos de durabilidad breve respecto a la vida de la persona; por tanto, son objetos que podrían denominarse de consumo.

Lo característico de este mundo es que esa poca durabilidad de las cosas no se debe a defectos involuntarios en su elaboración, sino, como hemos visto ya, se debe a la estructura misma del sistema de la primacía del trabajo, de la actividad productiva cada vez más plenamente dominadora. El consumo, la renovación de sus objetos de uso, por parte de las personas, viene a ser un requerimiento del sistema producido por la perfección material creciente. Si las personas que viven en esa sociedad adoptasen una actitud "ahorrativa" y pusieran los medios para conservar lo más posible sus objetos de uso, el sistema productivo se colapsaría.

Esta situación da lugar a un tipo humano cada vez más lleno de necesidades. Los sistemas de propaganda se han afinado para engendrar necesidad de los nuevos productos más perfeccionados, de modo que, si faltan, la vida parezca desprovista de elementos fundamentales. La sociedad de consumo engendra hombres perennemente insatisfechos.

Es indudable que, en esta sociedad, el hombre dispone cada vez de más instrumentos para hacer lo que quiera. Pero es justamente el carácter instrumental de los productos lo que puede resultar obstáculo para dar una valoración humana a esa sociedad. En efecto, puede afirmarse, que los instrumentos no son de suyo ni malos ni buenos, y que, en la medida en que permiten al hombre alcanzar sus objetivos con menos resistencia material, son buenos. La cuestión es que no se trata sólo de una situación en la que el hombre tiene mejores instrumentos, es decir, no se trata de comparar situaciones en las que los instrumentos son precarios, con otras en las que los instrumentos están más perfeccionados, sino de valorar una situación en que los instrumentos van siendo progresivamente mejorados. Entonces se advierte que, junto a la ampliación progresiva de intervenciones del hombre, se dan también otros efectos, que no es seguro que hagan al mundo más humano.

Además de las necesidades crecientes, se induce en el hombre una actitud de confianza en el dominio total de los procesos materiales de la naturaleza, de modo que para todas las limitaciones y dolores que se encuentran en la vida casi se exige la solución por vía del dominio científico-técnico. La primacía de la acción sobre la contemplación se traduce enseguida en una preeminencia de la actitud intervencionista respecto a la actitud de la búsqueda del sentido de los fenómenos naturales. En ningún ámbito de la vida se muestra tan claramente el carácter corruptor de esa inversión como en el cambio de actitud respecto al dolor. Desde siempre trató el hombre de encontrar el modo de mitigar sus dolores. Pero esa búsqueda no era obstáculo para encontrar un sentido al dolor mismo. Actualmente, el dolor es casi exclusivamente un desencadenante de la lucha del hombre por eliminarlo. El dolor en sí mismo ha dejado de ser un misterio ligado estrechamente al misterio mismo del hombre y ha pasado a ser una perturbación técnica que ha de ser tratada técnicamente por los expertos. Ciertamente esta actitud ha conducido a progresos valiosísimos en la Medicina, pero ha dejado, o corre el riesgo de dejar, al hombre literalmente indefenso ante el dolor inevitable. El crispado recurso a psicofármacos en casos donde lo que se necesita es ejercicio de virtudes, y los casos cada vez más frecuentes de suicidios por causas objetivamente nimias tienen raíces comunes en la unilateral confianza en el dominio total del hombre sobre la naturaleza. La sociedad de consumo es una sociedad destemplada que confía siempre más en la ayuda que a la vida humana pueden prestar los artefactos, y se aparta consiguientemente del cultivo de aquellas dimensiones vitales en las que la técnica puede prestar menos ayuda. La sociedad de consumo es una sociedad superficial, sensual, trepidante y aburrida.

Si el desarrollo de la técnica es válido, lo es como correctivo de la situación en la que el hombre era impedido para vivir humanamente por factores materiales. Pero cuando la técnica llega a configurar de modo decisivo la sociedad, los correctivos que se necesitan son mucho más poderosos, y quizá dolorosos.

Además de aburrimiento y crispación, la febril sociedad consumista da lugar a un extrañamiento del hombre respecto de su trabajo, como no había existido nunca, y para el que, además, no es fácil vislumbrar soluciones.

En efecto, la producción de artefactos funcionalmente cada vez más perfectos supone una complejidad en el proceso productor que es difícilmente abarcable con una sola mirada. Más aun, dada la matematización de muchos de los problemas de investigación básica, se ha llegado a la paradójica situación en que muchas de las cosas que hace el hombre no las entiende nadie. Las Matemáticas permiten proyectar gran parte de los problemas técnicos sobre una base operativa de extraordinaria eficacia, pero que, aunque permita operar, enseguida se convierte en algo no inteligible: las Matemáticas, al principio son una ayuda para elaborar con rapidez y precisión procesos conceptuales, pero cuando empiezan a desarrollarse según sus leyes propias, dan lugar, enseguida, a operaciones que no son conceptualizables, y la técnica se le escapa al hombre de las manos. Se hace problema "dominar el propio dominio".

Esta es la segunda característica negativa del mundo configurado por la técnica. La complejidad del proceso de producción de esos productos tan sofisticados, requiere que cada uno de los que intervienen realice sólo una mínima parte, desconociendo en la práctica lo que realizan los otros que también intervienen en el mismo proceso.

La complejidad de lo que exige ser realizado por varias, o quizás muchísimas, personas podría quizá ayudar a formar la conciencia de estar trabajando en equipo, pero en la práctica esa pretensión resulta excesiva, pues supondría que cada uno de los que intervienen alcanza la totalidad y es capaz de entender su trabajo precisamente como parte de un proceso cuyo sentido reconoce y hace propio. Eso es una pretensión antropológica excesiva y, además, resulta contraria a la propia tendencia del proceso donde, por la fragmentación en pasos cada vez más pequeños, lo que se requiere de cada uno de los que trabajan en él es tan simple que, como advirtió agudamente Marx, conduce a la anulación de la diferencia entre trabajo diestro y trabajo inhábil.

Esta fragmentación del trabajo no es sólo debida a la complejidad del producto pretendido, sino a la búsqueda de la productividad. En esto coinciden los análisis de Adam Smith y Karl Marx: la productividad se debe a la división del trabajo más que al trabajo mismo.

La primacía del trabajo en la consideración de la sociedad, conduce a considerar la sociedad humana como una organización laboral, es decir, como el artificio racional para articular la, convivencia, de modo que los trabajadores confluyan en su labor para producir más y mejor. Esa sería una articulación mecánica que hace de la política una técnica y de la sociedad un edificio constituido según el modelo de las construcciones técnicas, en las que cada uno de los elementos es ajeno al conjunto, encontrándose integrado en él sólo por factores extrínsecos.

Es posible que el empeño por superar las dificultades inherentes a este sistema social sea muy difícil. Quizá la clave de todos estos problemas esté precisamente en la importancia que se le ha dado al trabajo productivo. Aunque se disfrace de la necesidad imperiosa de "crear bienes", la organización social basada en ese trabajo descansa sobre el tremendo error de considerar al hombre sólo como un ser que trabaja, o destinado al trabajo. Esta idea es estrictamente moderna, y, en los términos en que viene planteado hoy, es ajena a la visión cristiana del hombre.

d) Elementos para una consideración ética del trabajo

La perspectiva que debemos adoptar para el tratamiento ético del trabajo no puede ser meramente mecánica, o económica, pues no nos interesa primeramente la articulación de las fuerzas físico-químicas que indudablemente son siempre involucradas en el trabajo humano, ni tampoco nos interesa directamente la productividad y las interrelaciones debidas o requeridas para una mayor eficacia.

El tratamiento ético reclama una perspectiva desde la humanidad del hombre, es decir, nos interesa, según habíamos visto en el capítulo primero, poner de manifiesto de qué modo la humanidad del hombre está involucrada en las actividades denominadas trabajo, y, por tanto, de qué modo los diversos aspectos de esta actividad son materia de interpelación ética para la libertad humana.

Principios antropológicos fundamentales para una ética del trabajo

Frente a las abundantes filosofías del trabajo basadas en la productividad del hombre, hemos visto que lo que constituye al hombre en cuanto tal es su apertura a Dios. Sin esa apertura a la trascendencia absoluta, la peculiaridad de la persona humana se volatiliza, ya no hay modo de fundamentar adecuadamente ni la dignidad absoluta del hombre ni, por tanto, su radical trascendencia respecto a la naturaleza de la que también forma parte.

La apertura del hombre a Dios, que es lo que constituye radicalmente su espiritualidad, se compone, como hemos visto, con una apertura a los demás hombres y al mundo. Una dirección a Dios que no acogiera la pluralidad humana, como hemos visto, reduciría la visión del hombre a la consideración de un ser "angélico" y acósmico.

Estos presupuestos ya nos dicen que el fundamento de la articulación social de la pluralidad humana no se encuentra, como pensaban los teóricos de la sociedad en la primera modernidad, en la organización legal. Es decir, la sociedad humana no puede considerarse como un conjunto racionalmente organizado de elementos -las personas- que en sí mismas son indiferentes o incluso refractarias a la vinculación social: el fundamento de la sociedad no está en las leyes organizativas, sino en la misma persona.

Esta observación es especialmente importante, pues la tendencia inmediata cuando se considera el problema de la recta ordenación de la sociedad, para que el trabajo resulte verdaderamente humano, suele ser la de plantearse la pregunta por la organización socio-laboral, y se convierte así en un problema que queda remitido automáticamente a los que tienen la responsabilidad de elaborar las leyes que organizan la sociedad. Los presupuestos antropológicos que hemos señalado nos marcan una dirección distinta: no será primariamente por la organización socio-laboral, sino por la autocomprensión del hombre. Podría tener esta forma: ¿cómo debe autocomprenderse el hombre para que su trabajo no se convierta en un obstáculo para su realización, sino que forme parte de su camino a la plenitud y contribuya a crear un mundo en el que la verdad del hombre sea respetada y proclamada?3.

Cada persona humana constituye, en virtud de la creación directa e individual de su alma por parte de Dios, un todo de sentido. Pero la pluralidad humana, y el mundo entero, constituye también, de modo distinto, pero que integra al anterior, un todo de sentido. El cosmos, y la historia entera, es un todo de sentido que incluye una multitud de elementos que son también, cada uno, un todo de sentido.

Este principio es fundamental para rechazar el concepto vulgar de alienación, según el cual siempre que el hombre es desposeído o entrega el producto de sus manos, queda herido, vulnerado por alienación.

El concepto de alienación que rige habitualmente en la actual cultura de masas -aunque más que un concepto definido es casi una palabra mágica de significado polivalente que se adscribe a cualquier situación que se trata de descalificar-, viene a ser una suposición, según la cual el hombre ha de alcanzar siempre todo el sentido y todo el alcance de lo que hace. En el fondo, esta idea hunde sus raíces en el presupuesto de que sólo el hombre, con su decisión incondicionada, puede dar sentido a lo que hace. De este modo, si él no alcanza todo el sentido de su acción y de las consecuencias de ésta, estará siendo objeto de la manipulación por alguien más poderoso, que lo ha expropiado de su acción para integrarla en el sentido que, en virtud de su situación de poder, puede crear.

Además, el concepto vulgar de alienación que se atribuye a muchos trabajos realizados en conjunto, viene a ser un concepto negativo en virtud de una premisa no formulada pero implícitamente operativa. Esa premisa es el concepto de hombre de Marx, según el cual el hombre es en el fondo un ser-para-el-trabajo. Entonces sí es lógico que la idea de alienación, es decir, de entrega, o incluso de "venta", del propio trabajo resulte profundamente negativa: si el núcleo de lo humano está constituido por ser-para-el-trabajo, al despojarse el hombre de su obra, es decir, al alienarse de su trabajo, se aliena de sí mismo. La alienación no sólo tendrá un matiz negativo, sino que será la negatividad radical. La alienación se convierte en la forma de mal radical o fundamental de la antropología de Marx.

Si ciertas ordenaciones sociales o económicas resultan inhumanas no es porque en ellas el hombre entregue el producto de su trabajo, sino porque en ellas no se respeta su dignidad, es decir, no se le trata según su verdad, y así se le maltrata. Pero la verdad del hombre no reclama que la persona no pueda ser considerada como medio. Ya Kant, el filósofo que puso como principio de su reflexión ética la afirmación del valor absoluto de la persona, no formuló la exigencia de este principio como prohibición de que el hombre fuera considerado como medio, sino como prohibición de que el hombre fuera considerado y tratado sólo como medio, es decir, totalmente funcionalizado. Kant se hacía cargo, de esta manera, de que el hombre es uno todo de sentido, pero que a la vez está integrado en una pluralidad de hombres, que son también cada uno un todo de sentido, y siendo, además, la totalidad un todo de sentido. En virtud de su condición de estar integrado en una pluralidad, el hombre puede entregar su trabajo, o incluso su vida entera, por los demás, sin que por eso pueda decirse que ha sido plenamente funcionalizado. Su dignidad no impide esta donación, ni tampoco reclama que se le dé un entendimiento pleno del conjunto en el que su donación de trabajo o de sí mismo se integra: a la dignidad humana le compete saber que de esa manera está contribuyendo al bien de todos. Es ilustrativo que, en los ámbitos militares, donde cada persona resulta máximamente llamada a integrarse en un conjunto, cuya acción concreta o finalidad no puede o no debe conocer, e incluso donde frecuentemente debe exponerse a la entrega de la vida es donde se desarrolla máximamente el sentido del honor, de la dignidad personal.

Podría afirmarse que lo radicalmente deshumanizador es inducir una autocomprensión del hombre como mero productor de objetos o, como suele decirse de un modo bastante eufemístico, como creador de bienes. Por esto, la solución a las cuestiones del trabajo no puede ir en la línea de informar al obrero de todo lo que se hace en la empresa, lo cual puede interesarle en parte, pero en otra parte no le interesa nada, como no le interesa al usuario del autobús conocer todas las regulaciones de la compañía de transportes. Sólo un punto de vista radicalmente economicista podría pretender humanizar el trabajo de los obreros dando a conocer todas las actividades de la empresa, para que los obreros sintieran más propio el producto de su trabajo -a veces esto es estrictamente imposible-; tampoco se trataría, obviamente, de poner a los obreros en circunstancias más cómodas técnicamente, con horarios más flexibles y sueldos más elevados..., y, mucho menos, de un mero aumentar su cultura "porque así producirán más y mejor", etc.

La clave está en el principio antropológico de evitar el economicismo, es decir, el evitar la productividad como dimensión radical humana, y considerar, por lo tanto, que la sociedad humana no tiene su fundamento último y radical en el trabajo. Aunque la productividad sea una exigencia evidente, y que tiene sus leyes, -justamente las leyes económicas-, esta exigencia de productividad ha de ser considerada análogamente a las exigencias de realización que presentan las potencias operativas de la persona. Estos impulsos -los de las potencias, para la persona, o los económicos, para la sociedad- no son éticamente indiferentes, pero no pueden ser los determinantes: han de ser realizados en función del bien de las personas.

Evidentemente esto implica relativizar -no negar- la importancia del trabajo. La urgencia de esta rectificación de perspectiva se advierte de un modo muy directo en nuestra sociedad: las crisis de los trabajadores en paro, si no es por la penuria económica que origina, resulta ininteligible desde las premisas de la cultura de masas materialistas, pues según esa perspectiva los subvencionados por el erario público se encontrarían justamente en la situación de los privilegiados que viven a costa de otros. El aburrimiento y la frustración que se reconoce en los que no disponen de un trabajo, si no es -repito- por la angustia de medios materiales para subsistir, sólo sería explicable por una cuestión de pobreza espiritual de la persona, que no sabe encontrar otro sentido a su vida que el de la ocupación material en el trabajo.

La verdad del hombre, y la dimensión humana de su actividad, por encima de su dimensión productiva o de su dimensión de realización de sus facultades, es de capital importancia para un real entendimiento de la verdadera importancia humana del trabajo. Sólo desde este entendimiento podrá evitarse asumir acríticamente diagnósticos sobre los problemas creados en la sociedad moderna en torno al trabajo. En concreto, es particularmente urgente evitar el diagnóstico que refiere las frustraciones de tantas personas al hecho de carecer de un trabajo donde poder desarrollar sus posibilidades creativas. El trabajo no es la salvación del hombre, sino el amor, la donación de sí. La concepción del hombre como productor de cosas se ha apartado radicalmente de la concepción clásica, según la cual la vida propiamente humana era la vida caracterizada por la amistad entre las personas, y por el diálogo o el discurso y la acción libre del hombre entre los demás.

Algunas consecuencias prácticas

a) El hombre ha de ejercitar en el trabajo las virtudes que constituyen la plenitud humana.- Si la llamada creadora se compone con la generación que es el principio de la pluralidad y de la mundanidad del hombre, su cumplimiento como persona debe inscribirse también en la relación con el mundo y, en concreto, en las actitudes que se denominan trabajo. Es decir, el ámbito del trabajo no puede ser cerrado y separado del ámbito propiamente humano. Afirmar una autonomía completa del trabajo, con sus leyes y lógica propia, y hacerlo impenetrable a los criterios propiamente humanos -servicio, justicia, lealtad, sumisión...-, sería, en el fondo, aceptar una dualidad en el hombre, según la cual lo propiamente constitutivo de la persona, es decir, la apertura a Dios, sería "asunto del alma", mientras que las cuestiones del trabajo, por ser asunto ligado a la materialidad, sería "asunto del cuerpo"4.

La tentación del dualismo, en cuanto separa al hombre de su verdad, es la auténtica tentación de alienación del hombre. Cuando cae en ella el hombre se autocomprende y se comporta de un modo ajeno a su propia verdad.

b) En su trabajo el hombre ha de contribuir con los demás a constituir un "mundo humano".- Del principio antropológico fundamental de la condición de criatura del hombre, hemos deducido que la dimensión radical del hombre en cuanto tal, es decir, la dimensión ética es una dimensión de donación: el hombre se cumple, alcanza su plenitud, en la medida en que realiza la llamada al amor que le ha constituido.

Pero al componerse esa llamada creadora con la generación, la pluralidad humana no es ajena a ese cumplimiento. Ya hemos visto que, en virtud de la peculiar composición entre creación y generación, no es correcto contraponer naturaleza e historia o naturaleza y cultura. Ya decíamos que el hombre, para llegar a ser lo que es por naturaleza, necesita de la educación. Esta educación hay que tomarla en sentido amplio. Educan, en primer lugar, los padres, y derivadamente los maestros y las demás personas; pero también contribuyen de modo más o menos decisivo todos los elementos que constituyen lo que suele denominarse cultura. De esta forma, cada persona entra en una relación no sólo sincrónica sino también diacrónica con la pluralidad humana, pues la cultura, desde el lenguaje hasta las costumbres, son resultado de la tradición humana en que la persona ha nacido y vive.

Es evidente que la forma cultural y la educación de una persona determina en gran parte su visión del mundo y su actitud respecto a las exigencias de su naturaleza. Por supuesto que esta determinación no es absoluta y, de hecho, en la misma situación cultural se dan conductas sublimes y conductas abyectas. La libertad humana y la capacidad para captar la verdad de las cosas no queda completamente mediada por las formas culturales. Pero la influencia del "mundo" en la configuración de la mentalidad ha de tenerse muy en cuenta.

Por esto, el trabajo humano no puede ser considerado únicamente en la perspectiva de lo que produce inmediatamente: el trabajo no es nunca una acción que termine en la producción de su efecto mecánico propio. Si consideramos el trabajo trascendiendo la simple perspectiva mecánica, hemos de ver la acción humana, de un modo más amplio, como configuradora del mundo humano. Por esto sería inadecuada una consideración ética del trabajo que considerara la bondad de la acción únicamente desde la perfección técnica del objeto producido. Decir que trabajar bien es realizar con perfección técnica los objetos o los actos según las leyes propias de la producción, sería no superar la visión economicista del trabajo. Este riesgo es muy vivo y puede disfrazarse reduciendo el efecto propio de configuración del mundo a la condición de efecto secundario. Este efecto de mayor amplitud, aunque también de mayor complejidad porque en él no interviene una sola persona, no puede ser ignorado. Sería inadmisible que alguien pretendiera haber trabajado humanamente bien, si lo que ha realizado con gran perfección es una cámara de gas, cuyo uso es, unívocamente, asesino. Análogamente no puede aprobarse humanamente el trabajo de una persona, que, aunque lo haya realizado con gran perfección técnica y con gran generosidad, contribuya a configurar un mundo que induzca conductas inhumanas. Este es un aspecto particularmente grave para quien trabaja en política o en los negocios o en las ciencias positivas.

En este aspecto hay que recordar que un mundo humano no es aquel en que se disponen de más posibilidad de dominio sobre la naturaleza, o está más configurado según una planificación racional, sino aquel que induce actitudes propiamente humanas5. Un mundo es más humano cuanto más favorece que las personas vivan en amor y en entrega. No cabe duda que una sociedad en que se forma a las personas para que "sepan defender sus derechos", antes incluso de enseñarles a tener intereses por los bienes humanos, engendra o tiende a engendrar un tipo humano insatisfecho, reclamador constante de nuevas comodidades, egoísta y desconfiado, crítico y desenraizado, en el cual difícilmente puede echar raíces el ideal del amor fiel y generoso, de la entrega verdaderamente humana que constituye la verdad de la persona.

c) El hombre debe reconocer lo que debe a la tradición y a su entorno.- El principio antropológico que nos dice que el hombre para llegar a ser lo que es por naturaleza necesita de la pluralidad quizá en ningún ámbito se hace tan patente como en el del conocimiento. En efecto, cuando nos encontramos ante la realidad, nosotros aprendemos a organizar el inmenso cúmulo de afecciones que esa realidad nos provoca, según puntos de vista, ordenaciones, enfoques que hemos aprendido e incorporado de tal forma que casi nos parece que ese modo de ver deriva directamente de nuestra pura naturaleza.

Esto se hace mucho más decisivo cuando se trata del conocimiento científico. La formación científica en una determinada especialidad y con una determinada escuela nos da no sólo el acceso a unos problemas específicos, sino también el enfoque de su tratamiento y los principios de su solución. De hecho, el interés que algunos investigadores muestran por los problemas de su trabajo -interés que sin duda hay que considerar muy intenso y verdadero pues les dedican durante años sus mejores esfuerzos- sólo puede entenderse si se rebasa el puro ámbito del interés personal y el conocimiento personal. Podríamos decir que ese interés sólo es explicable si se considera al investigador inscrito en un conjunto humano que engendra sus intereses propios. Si no fuera por ese conjunto, y fuera de él, casi sería impensable que alguien se interesara por esas cuestiones. De hecho, cuando investigadores altamente especializados explican a los profanos el objeto de sus esfuerzos, los profanos sólo logran reconocer el interés de ese trabajo en virtud del interés general de la ciencia.

Es sin duda muy curioso que, tras largos siglos de estar estudiando la naturaleza, algunos descubrimientos trascendentales hayan tenido lugar simultáneamente por investigadores aparentemente no relacionados. Aún hay discrepancia sobre quien fue el verdadero fundador del cálculo diferencial: los ingleses siguen afirmando que fue Newton, mientras que los alemanes lo adjudican a Leibniz. Leibniz y Newton fueron sin duda dos talentos geniales, pero si admitimos que esa coincidencia no fue pura casualidad, hay que reconocer que la situación del pensamiento matemático, de la tradición en que ambos pensadores se formaron contribuyó en buena parte al descubrimiento.

Sólo un iluso desconocedor de la realidad humana podría adjudicarse la paternidad exclusiva de su pensamiento y de sus, incluso geniales, enfoques en las nuevas resoluciones de los problemas. Cierto que esa falsa ilusión puede ser impulsada por la vanidad y el deseo de sobrevivir, pero entonces no estaría de más advertir que los verdaderos grandes talentos se han mostrado profundamente reconocidos a sus maestros, incluso en los casos en que hayan dado un giro trascendental a lo que aprendieron. Karl Barth habla de sus años de Marburgo donde estudió con Hermann, "el inolvidable maestro": "he absorbido Hermann por todos los poros" declararía años más tarde. A este respecto son estimulantes las declaraciones de los físicos de Gotinga en los años 20 que elaboraron la segunda generación de la mecánica cuántica, sobre lo que deben al ambiente de aquellos años.

En este aspecto la sociedad actual se muestra paradójica: por una parte, impulsa fuertemente al reconocimiento de la dependencia sincrónica, es decir, de la dependencia respecto a la sociedad actual; pero por otra parte induce un sentimiento de independencia respecto a la tradición. Ningún tiempo, como el nuestro se muestra tan reacio a reconocer su deuda de gratitud respecto a los mayores. Por grande que sea la genialidad de un investigador o un pensador, siempre debe reconocerse que la tradición es para él como un gigante que le permite subir más alto y ver más lejos. Un gran pensador de hace casi diez siglos lo dejó resumido gráficamente en esta expresión: "yo no soy más que un enano encaramado sobre los hombros de un gigante".

d) El trabajo debe ser realizado con espíritu de servicio.- El saberse parte de un todo, debe conducir al hombre a una actitud de generosidad. Igual que él ha recibido un mundo de sus mayores, debe preocuparse del mundo que dejará a sus hijos. Así como el trabajo del hombre hunde sus raíces en la tarea que realizaron los que le precedieron, también los que vengan detrás recibirán el mundo que nosotros les dejemos. La responsabilidad de esta transmisión debe conducir a no transmitir un mundo constituido exclusivamente por nuestros hallazgos o por nuestros problemas. Nosotros hemos podido conseguir nuestros logros y hemos afrontado serenamente nuestros problemas desde la amplia base del conjunto que hemos recibido. Si sólo transmitiéramos nuestros problemas dejaríamos a las generaciones futuras en una situación mucho más precaria que la nuestra. Si nosotros hemos podido permitirnos determinadas veleidades, seguramente ha sido porque bajo nosotros sentíamos la protectora red de la tradición.

Pero hay además un aspecto más próximo e inmediato por el que la condición humana reclama generosidad en el trabajo. Se trata del aspecto que Marx había denominado alienación y que él, en un esfuerzo intelectual poderosísimo trató de eliminar teóricamente. En realidad, el aspecto del trabajo humano que Marx llamó alienación no es ajeno a la condición humana, ni es deshumanizante. Como hemos dicho ya, el que el hombre sea un todo de sentido no exige que él alcance siempre todo el sentido de lo que hace. Más bien le compete saber que él mismo y su actividad se integra en unidades de sentido más amplias, sin, por eso, atacar o disminuir su dignidad personal. El hombre debe saber trabajar para otros, y debe ser generoso con su propia labor, saber entregar su propio trabajo para que el que tenga la misión de coordinar los trabajos complejos, integre la contribución de cada uno en la unidad conjunto.

Análogamente, quien tiene la responsabilidad de esa coordinación debe tener en cuenta que los elementos que integra en su labor de coordinación, aunque deban ser partes de un todo, no son exclusivamente partes de un todo pues tienen su origen en la actividad de personas que son un todo de sentido y por tanto no completamente funcionalizables. Esta articulación no puede fundamentarse en otra cosa más que en la virtud, en la forma de prudencia que se puede denominar prudencia política en sentido amplio.

La prudencia política que debe poseer quien tenga la responsabilidad de coordinar trabajos personales es semejante a la prudencia del médico: así como el médico necesita amplios conocimientos técnicos sobre el funcionamiento del organismo humano, así también quien dirige a los hombres en sus trabajos debe tener suficientes conocimientos técnicos que permitan coordinar adecuada y eficazmente las contribuciones individuales en orden a la consecución del producto final. Pero, así como el médico no se orienta en su trabajo exclusivamente por esos conocimientos científicos, sino que los pone al servicio de la condición personal de sus pacientes, así también el director de un trabajo humano de conjunto debe evitar someter a las personas al despotismo de las leyes técnicas.

Las leyes técnicas, como la ciencia médica, pueden aprenderse estudiando los libros, pero la realidad humana, sea de los enfermos o de los trabajadores, sólo puede ser tratada con justicia si se adquiere una connaturalidad con el valor de la persona. Esto no puede aprenderse estudiando. La virtud, que es la cualidad humana que expresa esa connaturalidad, sólo puede adquirirse por medio de un prolongado trato con ella y con una actitud atenta y abierta para que ese valor penetre y configure el propio corazón.

En la medida en que se confía la humanización de los ámbitos de trabajo a las estructuras organizativas cada vez más perfectas, se produce un alejamiento del único principio que podría conducir a la deseada humanización, es decir, se está induciendo un tratamiento de la persona sólo como parte, y por lo tanto se la está separando -alienando- de su verdad.

Es evidente que esta alienación no se evita procurando el mayor bienestar posible de los trabajadores. Procurar bienestar no puede confundirse con respeto a la dignidad personal. Más bien hay que reconocer que la mayoría de esas concesiones de bienestar se parecen más al cuidado de los aparatos que también requieren un cierto trato especial para evitar deterioros. También la disposición de comodidades puede confiarse a expedientes técnicos. La consideración humana de las personas es por el contrario un asunto de la más solícita atención. Cualquier persona medianamente sensible distingue con claridad entre el hecho de que le sean concedidas o regaladas comodidades materiales, o incluso que le sean facilitadas posibilidades culturales y el hecho de que se trata como una persona.

e) Las relaciones de trabajo deben ser relaciones propiamente humanas.- Si, como hemos visto las relaciones propias de la pluralidad humana, entre las que deben contarse las relaciones de trabajo, no son ajenas a la humanidad del hombre, sino que están íntimamente articuladas con ella, las relaciones de trabajo deben ser relaciones propiamente humanas.

Este es uno de los aspectos sobre los que penden equívocos más graves, pues quizá sea en este aspecto donde más violentamente inciden las consecuencias de considerar al hombre exclusivamente como un ser para el trabajo. Esta perspectiva está muy arraigada en la visión del mundo y del hombre de la cultura actual y tiene unas manifestaciones patentes en el ámbito de las relaciones humanas en dos líneas aparentemente paradójicas:

La primera podríamos caracterizarla como llamada a la solidaridad, aunque el sentido de esta palabra es bastante ambiguo. Desde el punto de vista del laboralismo, es decir, la visión del hombre como ser para el trabajo, solidaridad viene a significar "conciencia de clase". No se trata tanto de saber mirar a cada persona, con sus circunstancias y necesidades, como un ser absolutamente digno, cuanto de sentir la pertenencia a la misma colectividad homogénea, es decir, sentirse unos y otros como puntos de condensación donde una clase o un "colectivo" se hace consciente. No es conciencia personal, sino conciencia de clase: lo que se hace consciente no es la persona irreductible, sino la clase. Esta forma de solidaridad tiene su lugar propio en el movimiento de masas o en la asamblea general, y sabe poco de la solidaridad entre personas singulares. Más aun es refractaria y considera indeseables las relaciones humanas profundas y densas. Además, por paradójico que parezca, esta forma de solidaridad es plenamente compatible con un fuerte egoísmo individualista.

La segunda línea a que me refería es la de competitividad visceral y despiadada. Cuando el hombre es presentado como un ser que se agota en su ser para el trabajo, la pelea por el "puesto de trabajo" tiende a hacerse total. Puesto que el trabajo le define, todo lo que conduzca al trabajo está por sí mismo legitimado: el trabajo es el bien supremo y consecuentemente, principio fundamentador de la moral. El resultado es que "todo vale": desde la enemistad declarada hasta la zancadilla oculta. Las relaciones entre las personas se hacen tensas y egoístas, y llenas de recelos porque se ve en el colega no una ayuda sino un competidor: las cualidades ajenas ya no son un bien sino una amenaza para la propia preeminencia. El mundo del trabajo se convierte así en un mundo inhumano, áspero, duro, agotador, lleno de recelos, agravios y críticas inmisericordes.

En estas circunstancias urge reconquistar el sentido humano de las relaciones entre las personas, que han de ser fundamentalmente relaciones de amor y de donación. Evidentemente, esto no puede ser conseguido por disposiciones legales o por recursos técnicos, sino por el ejercicio de la virtud. Y la virtud no puede inducirse por medios mecánicos, sino por connaturalidad con los valores humanos. Es muy expresivo que, incluso en las sociedades más pretendidamente técnicas y racionalistas se trate de instaurar "fiestas" que fomenten la connaturalidad de los ciudadanos con la Constitución, con la libertad, la democracia, etc. La cuestión es que mientras la socialidad humana no se fundamente en la virtud que supone la connaturalidad con una visión de la persona -y con los valores que ésta funda-, y se mantenga en una diluida e indiferente afirmación de la libertad y de la pura autodecisión de las personas, no puede fundar una sociedad humana verdadera.

El camino de la virtud es arduo y, aunque pueda ser afectado por el entorno cultural, es irreductiblemente personal. Requiere, en este ámbito en que nos movemos, ayuda mutua, y esto supone la búsqueda de la excelencia del prójimo, aun a costa del propio tiempo, de los propios recursos. Requiere aprender a mirar a las personas como verdaderamente son, es decir, como un bien en sí mismas; se requiere querer a las personas por sí mismas y no sólo por lo que saben o producen, o por la ayuda que puedan prestarnos, aunque también se vean así. Por ejemplo, un enfermo no puede ser nunca sólo un caso interesante para la publicación de un artículo, aunque también lo sea; la piedra de toque será el tratamiento que se dé al enfermo dolorosamente afectado por una enfermedad vulgar. Todo esto implica el empeño por establecer relaciones humanas que trascienden la pura comunicación laboral, para comunicar en otros aspectos más radicalmente humanos: visión de la vida, amores, ilusiones, preocupaciones, etc. De esta manera, las relaciones entre colegas o compañeros van más allá de lo estrictamente profesional y se hacen relaciones de amistad en las que la comunicación alcanza a las dimensiones humanas más verdaderamente radicales, y, de este modo, se dignifican. La prohibición, que rige en algunos ambientes, de tratar los problemas humanos más hondos -como los religiosos- no se debe tanto al deseo de proteger la intimidad, cuanto al principio de que la socialidad es segura y firme cuando sus fundamentos son estrictamente técnicos, y salvo trivialidades no se permite sacar lo personal de la más recóndita intimidad.

f) En el trabajo hacer justicia a la realidad implica ejercicio de fortaleza y templanza.- El mundo con el que, de un modo u otro, se relaciona el hombre en su trabajo no es mero producto de la capacidad humana de producir, ni constituye tampoco un almacén de materias primas para el dominio del hombre. El mundo ha sido entregado por Dios al hombre para que lo custodie y lo gobierne, pero no para que le imponga un despotismo desconocedor de cualquier significado natural.

En la época clásica el hombre entendió su relación de dominio sobre la naturaleza en términos de simbiosis, es decir, el hombre debía aprender a conducir las realidades naturales según la propia naturaleza de esas realidades de modo que pudiera servirse de ellas sin violentarla (cfr. capítulo 14).

Esta perspectiva estaba fomentada por la propia resistencia de la naturaleza y la debilidad de los recursos técnicos que el hombre podía usar para su dominio. Por esto, decíamos al comienzo de este capítulo que la vida de trabajo tenía en la época premoderna un significado predominantemente negativo: el aspecto de tenacidad o esfuerzo en la intervención sobre la naturaleza primaba sobre el aspecto de eficacia.

El moderno desarrollo de la técnica ha invertido la situación y abre perspectivas en las que el aspecto de resistencia puede ser casi completamente eliminado. Paralelamente las ciencias biológicas y farmacológicas han alcanzado tal desarrollo que casi puede evitarse el dolor físico, incluso en los ámbitos de la intervención médica que tradicionalmente eran más inevitablemente dolorosos.

La paralela pérdida de sentido de lo que constituye la vida humana y la correspondiente caída hacia el hedonismo ha provocado un desarrollo de la técnica dirigido sobre todo a evitar el dolor para tener un dominio del mundo que, en la pretensión, no tiene límites, ni por la penalidad que supone para el hombre, ni por esa naturaleza de las cosas. El temible riesgo de este proceso es que induzca un gobierno sobre el mundo que no sea reconocedor de la realidad sino despótico, cuya medida no sea la persona sino el capricho.

El mundo, vencida ya toda inercia natural por el poder técnico, no presenta resistencias para un hombre que se ha hecho ciego y sordo al quejido de la naturaleza. En consecuencia, surge un tipo humano que reclama siempre más facilidades y se niega ante el esfuerzo. El dominador despótico quiere que sus deseos se cumplan de inmediato. Ante el cansancio, el dolor, el hombre ya no está pertrechado por la virtud, sino sólo estimulado a encontrar soluciones para esos males. Así observamos una auténtica estampida de lo que pueda suponer dolor o contrariedad.

Frente a esta situación urge la recuperación del sentido humano del trabajo como dominio de un mundo que no es obra propia, y que por tanto no puede plegarse plenamente a los dominios del hombre. Podría decirse que es necesaria una recuperación del sentido del trabajo en su aspecto de penalidad. No, ciertamente, porque aceptemos la perspectiva de los estoicos, o porque afirmemos que el dolor y el cansancio son bienes que deban ser protegidos, sino porque nos recuerdan que nuestro dominio del mundo no es absoluto.

Ante el peligro de disolución hedonista de la persona, la templanza y la sobriedad se alzan como virtudes del hombre de nuestro tiempo técnico y racionalista. La moderación del placer, según el criterio de la verdad humana, se nos muestra así como una exigencia conforme a la verdad del ser del hombre en el mundo. Lo pertrecha frente al peligro de desconocer la realidad. Le da esa importantísima forma de humanidad que es la aceptación de la realidad como es, y no como le gustaría que fuera.

El sometimiento al tiempo que constituye la virtud de la paciencia es particularmente necesario cuando estamos tentados de desearlo todo y enseguida. La pasión por la velocidad y la comodidad ha conseguido logros sorprendentes, pero ha desarraigado al hombre de su mundo. Por supuesto sería ridículo tratar de reconquistar con excursiones turísticas lo que hemos perdido viajando en avión o en velocísimos y confortables trenes y coches. La antigua y venerable obra de misericordia que pedía "dar posada al peregrino" resulta hoy casi ininteligible.

e) Bibliografía y notas

(1) ARENDT, H. "La condición humana". Seix Barral. Barcelona, 1974, p. 19. (Original inglés: The human condition. The University of Chicago Press. Chicago, 1958).

(2) RIEDEL, M. "Trabajo". En H. KRING. "Vocabulario de conceptos filosóficos" III. Herder. Barcelona, 1979.

(3) En su Encíclica "Laborem Excercens" sobre el trabajo humano, Juan Pablo II sitúa como punto de partida para la elaboración de una ética del trabajo, la consideración del trabajo en sentido objetivo, es decir, en su aspecto productivo y configurador del mundo, y la consideración del trabajo en sentido subjetivo (cfr. Parte II sobre "El trabajo y el hombre"). "Todo el problema ético del trabajo está aquí. Es el problema de la realización de la persona en y mediante su trabajo: hacer que la exteriorización realizada por el trabajo no suponga una pérdida de sí mismo de la propia dignidad de sujeto libre y consciente" (CAFARRA, "Lavoro e società: famiglia, nazione", en AA.VV. "Laborem Exercens", ed. Vaticana, 1981, pp. 198-199. Cfr., también, el estudio de CHOZA, "Sentido objetivo y sentido subjetivo del trabajo", en AA. VV. "Estudios sobre la Encíclica Laborem Exercens". BAC. Madrid, 1987, pp. 231-266).

(4) La vinculación del trabajo con lo propiamente humano ha sido implícitamente ignorada durante siglos por la ascética y las diversas formas de espiritualidad cristianas. En este aspecto, supone una notable novedad la enseñanza de Mons. J. ESCRIVA DE BALAGUER: el espíritu del Opus Dei es un espíritu de santificación del trabajo (cfr. especialmente la homilía "Amar al mundo apasionadamente", en "Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer", 14 ed. Rialp. Madrid, 1985). Sobre la novedad e implicaciones antropológicas de esta enseñanza, cfr. RODRIGUEZ, "Camino y la espiritualidad del Opus Dei", en "Teología Espiritual". Valencia, 1965; ILLANES, "La santificación del trabajo". EPALSA. Madrid, 1981. Y sobre la incorporación actual al Magisterio de la Iglesia, cfr. JUAN PABLO II, Encíclica "Laborem Exercens", Parte V.

(5) "Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer", n. 119; ESCRIVA DE BALAGUER, J. "Es Cristo que pasa". Rialp. Madrid, 1973, n. 123.

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