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Deontología Biológica

Índice del Libro 

Capítulo 10. Interacciones de la Biología y la Antropología, I: La evolución

A. Llano

a) Implicaciones antropológicas de la biología

El panorama cultural de nuestro tiempo viene, en gran parte, caracterizado por la extensión y eficacia de la explicación científica del mundo. Las ciencias de la naturaleza nos han proporcionado un conocimiento del cosmos que ha desvelado numerosos enigmas y ha permitido mejorar en muchos aspectos la vida del hombre.

Se ha insistido anteriormente en que el conocimiento científico -por extenso y preciso que aparezca ante nosotros- no agota las posibilidades cognoscitivas del hombre. Hemos visto cómo el nivel de la objetividad científica -caracterizado por su universalidad y rigor- hunde sus raíces en un nivel cognoscitivo previo: el conocimiento cotidiano del que, de un modo u otro, siempre parten las explicaciones científicas. Y también advertimos que las explicaciones científicas se refieren al aspecto empírico de la realidad: tematizan la realidad tal como se manifiesta, tal como aparece en los fenómenos de la experiencia sensible (alcanzados, muchas veces, por sofisticados instrumentos de observación). Por eso la Ciencia positiva se distingue de la Filosofía. La Ciencia se mantiene -por sus propios imperativos metodológicos- en el plano fenoménico. No pretende estudiar la realidad tal como es en sí misma, sino sólo como aparece ante nosotros. Por ejemplo, la Física no se pregunta: ¿qué es la materia?; se limita -y no es poco- a investigar las leyes que rigen el movimiento o la acción de los cuerpos materiales. Por su parte, la Biología tampoco se interroga por el ser o la esencia de los organismos vivos; se preocupa, más bien, por descubrir las leyes a las que están sometidos los cuerpos vivos, los fenómenos vitales. En cambio, la Filosofía es el conocimiento que trata precisamente acerca del ser de todas estas realidades. Se cuestiona qué es en sí misma la materia, cuál es la esencia de la vida, en qué consiste ser hombre, etc. Por eso decimos que el ámbito de objetividad propio de la Filosofía es el nivel ontológico. "Ontológico" significa lo concerniente a la inteligibilidad de lo real (on-ontos es una palabra griega cuyo sentido es precisamente ser).

También sabemos ya que el intento de reducir todo el conocimiento humano al que nos proporcionan las Ciencias positivas es un reduccionismo. Todo reduccionismo consiste en tomar la parte por el todo: en decir "esto no es más que...". A ese ilegítimo estrechamiento del conocimiento humano se le llama cientificismo. En los ambientes filosóficos y científicos serios y avanzados, el cientificismo positivista está hoy completamente abandonado. Pero aún permanece -e incluso se extiende- el cientificismo como ideología, es decir, como concepción del mundo que pretende ser científica, pero que -en realidad- no es sino un conjunto de valoraciones, representaciones y mitos, al servicio de inconfesados intereses de dominio.

La superación del absolutismo cientificista nos abre el camino para ampliar el horizonte de nuestro saber. Es, desde luego, muy beneficiosa para la propia investigación científica, que se aparta de los dogmatismos ideológicos y adquiere conciencia de su alcance y de sus límites. Y esta superación es indispensable para avanzar hacia una concepción filosófica del mundo y del hombre que sea rigurosa y esté a la altura de nuestro tiempo.

Pero -supuesto que hayamos superado el cientificismo- no todo está hecho: es condición necesaria, pero no suficiente. Porque, al distinguir la Ciencias de la Filosofía, puede suceder -y sucede de hecho con mucha frecuencia- que las separemos. No es lo mismo distinguir que separar. Hay que distinguir, pero no para separar, sino para unir, para buscar síntesis culturales que nos ayuden a orientarnos en el mundo y a tener una idea más cierta y cabal de la entera realidad y, especialmente, del hombre.

Por distintas que sean, la Ciencia y la Filosofía no están -no deben estar- separadas. En realidad, entre ambos niveles de conocimiento hay constantes interacciones. Por un lado, la propia Ciencia echa mano continuamente de nociones filosóficas: causa, efecto, finalidad, existencia, etc. La Historia de la Ciencia nos muestra cómo muchos descubrimientos científicos tienen en su base problemas filosóficos o "intuiciones" filosóficas. Sin necesidad de remontarnos a Galileo o a Newton, baste con recordar la teoría general de la relatividad de Einstein o el principio de incertidumbre de Heisenberg. Mas, por otro lado, la Filosofía tampoco puede prescindir de la Ciencia: no puede pretender limitarse ingenuamente al solo conocimiento cotidiano. De hecho, los resultados de la Ciencia y la propia investigación científica plantean al filósofo cuestiones de gran interés y problemas que no puede dejar de plantearse e intentar resolver.

Estas interacciones entre Ciencia y Filosofía requieren un enfoque interdisciplinar. Ante el actual astillamiento del panorama del saber, se impone avanzar hacia nuevas síntesis, en las que se intente diseñar modelos conceptuales más amplios y comprensivos, en los que se integren los descubrimientos científicos y las interpretaciones filosóficas. Los obstáculos que se presentan ante este empeño son patentes. No es el menor de ellos la diversidad de los lenguajes, que ha conducido a lo que el Profesor Polo ha llamado "babelización intelectual". Los filósofos no entienden la terminología "técnica" de los científicos, y los científicos no acaban de comprender a qué se refieren las "abstracciones" de los filósofos. Pero hay que saber convertir las dificultades en nuevas oportunidades de acción. Para entablar un fecundo diálogo interdisciplinar, ambas partes han de ponerse en claro -"aclararse"- acerca de lo que están haciendo. Y buscar puntos de encuentro, que suelen hallarse en las nociones básicas que utilizan los propios científicos y que tienen una indudable relevancia filosófica: materia, vida, finalidad, verdad, lenguaje, información, etc. Así lo están haciendo ya en las mejores universidades del mundo.

La necesidad de este encuentro es especialmente interesante y urgente en el campo de las interacciones entre Biología y Antropología. Por una parte, la Biología es quizás hoy la Ciencia más dinámica, en la que están aconteciendo las innovaciones más importantes. Estos descubrimientos plantean cuestiones filosóficas de gran alcance. Es evidente que así sucede en el ámbito de la Bioética y de la Ética de la investigación biológica. Pero, más en el fondo, los actuales avances de la Biología afectan a la concepción filosófica del hombre, es decir, a la Antropología. Para "hacerse una idea" de sí mismo, el hombre actual no puede prescindir de la Biología. Y la propia Biología -en muchos de sus ámbitos- precisa de una fundamentación antropológica cabal.

Tal es el campo en el que se van a mover las consideraciones siguientes. En ellas, naturalmente, no se pretende tratar de todas esas interacciones, ni resolver los arduos problemas teóricos y prácticos que este encuentro plantea. Se trata, más bien, de aclarar algunas cuestiones básicas que faciliten el diálogo interdisciplinar y el propio trabajo científico y docente de los futuros biólogos.

Vamos a centrar nuestros análisis en los puntos donde se concentran los problemas más arduos: la evolución y la distinción entre conducta humana y conducta animal. Ambas cuestiones están, a su vez, interconectadas y no es fácil discernirlas. Pero iremos paso por paso. En primer lugar, nos ocuparemos de un tema básico, que trasciende incluso el objeto de la Antropología, porque es propio de la Metafísica, o sea, del estudio de la realidad en sí misma considerada o, como dicen los filósofos, del ser en cuanto ser. Se trata de las relaciones entre el concepto de evolución y el concepto de creación.

b) Evolución y creación

Parece, de entrada, que evolución y creación constituyen conceptos antitéticos. O se es evolucionista, o se es creacionista. O se piensa que el mundo, la vida y el hombre surgen de un proceso evolutivo, o se cree que proceden de la acción creadora de Dios. Es una cuestión que divide los espíritus desde hace mucho tiempo; y que ha vuelto a cobrar gran actualidad por la polémica que se desarrolla, especialmente en los Estados Unidos, entre "evolucionistas" y "creacionistas", incluso con repercusiones pedagógicas y políticas.

Como todas las grandes polémicas, tiene una base real, responde a un auténtico problema. Pero también, como suele suceder con ese tipo de discusiones que apasionan a las gentes, hay en ella demasiadas confusiones y malentendidos. Adelantemos ya que, bien entendidas, las nociones de creación y de evolución no se excluyen mutuamente. Aunque haya un tipo de "evolucionismo" que es incompatible con la admisión de la creación, y un tipo de "creacionismo" que es incompatible con la aceptación de la evolución.

Noción de creación

Pasemos, en primer lugar, a precisar la noción de creación. Lo primero que hay que decir de ella es que no se trata sólo de una idea religiosa, objeto exclusivo de una creencia. Ciertamente, se trata de una noción bíblica, que los judíos, musulmanes y cristianos aceptan como una verdad revelada. Pero también se trata de una noción metafísica; y la Metafísica es una ciencia estrictamente racional. Por lo tanto -y con independencia de si se admite o no por una fe religiosa- la creación es racionalmente demostrable.

No es éste el momento de intentar desarrollar la demostración estricta de la creación, tal como la estudian los filósofos. Baste con apuntar que el mundo tiene que ser creado porque es un conjunto de realidades finitas, limitadas, que no tienen en sí mismas su razón de ser. Por sorprendente que parezca, lo cierto es que el mundo -el entero conjunto de realidades limitadas- no tiene en sí mismo la explicación última de su existencia. Este es un claro ejemplo de la distinción entre explicación científica y explicación filosófica. Cada uno de los fenómenos cósmicos puede quizá explicarse por una ley científica que lo remite a fenómenos anteriores. Pero así no se explica el porqué de su realidad misma, la causa última que da cuenta de su ser. Pues bien, esa causa definitiva no puede ser ninguna realidad finita, porque ninguna es el ser, sino que todas participan en el ser. Si una de esas realidades fuera el ser, en lugar de tenerlo limitadamente, de participar en él, sería el Ser mismo y, por lo tanto, ilimitada y autosuficiente. Y ninguna de las cosas de este mundo es de esa índole. La Causa última de todas y cada una de las realidades mundanas tiene que ser un Ser absoluto y trascendente al mundo, una suprema realidad extramundana. Esta explicación metafísica puede parecer difícil, pero, en cualquier caso, es inevitable. Si no aceptamos un Absoluto trascendente, hemos de suponer que el propio mundo es absoluto, que da razón de sí mismo; y eso equivale a divinizar al mundo, a convertir lo finito en infinito. Como decía Jaspers, cuando se suprime el Absoluto, otro absoluto viene enseguida a ocupar su puesto. Si se quiere evitar la Metafísica, se cae en el Mito, más o menos ilustrado.

Pero no nos extendamos en este tipo de consideraciones, que nos apartarían de nuestro propósito. Lo que ahora nos interesa es precisar esta noción metafísica de creación, justamente para aclarar que no es incompatible con la noción científica de evolución.

La creación es la producción de la realidad "ex nihilo", es decir de la nada. Pero, ¿qué significa aquí "de la nada"? No puede significar que "la nada" es una suerte de material, a partir del cual se hace el mundo. Precisamente se quiere decir todo lo contrario: que no hay material previo alguno. Crear es producir algo de nada, es decir, sin partir de ninguna materia previa. La creación no es una transformación, sino una absoluta innovación. La acción de crear no es la elaboración de algo pre-existente: es una producción radical, un rendimiento puro.

Esto parece obvio. Pero ya no lo son tanto algunas de las consecuencias que se deducen rigurosamente de esta noción de creación. Es importante retener el carácter absoluto de la negación de una materia preexistente. ¿Qué había antes de la creación? Nada. Parece, entonces, que antes había nada y después algo. Pero esto es claramente engañoso: justamente porque no había nada, no se puede hablar de un "antes" y un "después" de la creación. No hay un "antes de la creación" ni un "después de la creación".

La creación no es un movimiento: es una emergencia absoluta, un surgimiento originario. Por eso no es un "acontecimiento" que se dé en el tiempo. Para que haya tiempo tiene que haber movimiento: un "antes" y un "después". Y eso es lo que no hay en la creación. Propiamente hablando, la creación no es un hecho. Esto no quiere decir que no sea real, sino que no es un evento que sucedió en algún momento y después dejó de acontecer. No se puede entender la creación como una especie de inicial "arrojamiento" a la existencia de las cosas, que después continuarían siendo, abandonadas a su suerte, por una especie de inercia ontológica.

No. La creación es algo mucho más profundo y real que un hecho. Es la situación estable de dependencia de las criaturas respecto a su Creador. Es la condición metafísica de lo creado, en cuanto que es mantenido en el ser por la Causa originaria. Por eso la creación es tan real y actual hoy como en el primer día del Génesis.

Los cristianos sabemos, por el relato bíblico, que hubo un principio del tiempo, que el mundo comenzó a ser, es decir, que no es eterno. Pero no sería contradictoria -según Tomás de Aquino- que el mundo creado fuera eterno. Porque, para que el mundo sea creado, no es necesario que tenga un comienzo, sino que -por así decirlo- "basta" con que sea finito. Lo que nos interesa con esta observación es insistir en que la creación no es un acontecimiento temporal, ni siquiera en el caso -cierto- de que el mundo haya tenido un comienzo temporal.

Como es bien sabido, en la actualidad los cosmólogos aceptan la hipótesis de la "gran explosión" (el "Big Bang"), como posible "acontecimiento" inicial del universo. Desde luego, parece que nuestro mundo físico no es eterno, e incluso se puede aventurar que tiene 15.000 millones de años. Los llamados "ultra-creacionistas" ven en estas hipótesis científicas una pretendida demostración del "hecho" de la creación. Sin negar que la Cosmología actual es muy coherente con la Metafísica creacionista, no cabe confundir los dos planos, porque -como señala el astrofísico Hubert Reeves- es preciso distinguir entre la existencia ontológica del universo y los diversos mecanismos posibles de su emergencia. La Física se mueve en el plano del cómo, mientras que, según vimos, la Metafísica indaga el porqué radical. Entre otras cosas, no se puede demostrar físicamente que el "Big Bang" no estuviera precedido por una situación cósmica previa. uComo ha dicho Stanley Jaki, "la Ciencia física o la Cosmología científica es absolutamente impotente para mostrar que cualquier estado de las interacciones materiales no es reducible a un estado previo, aunque sea hipotético. Si la Ciencia es impotente en esta cuestión puramente científica, lo es aún más con respecto a un problema mucho más profundo, de naturaleza muy diferente, a saber, que un estado físico dado pueda deber su existencia a un acto directamente creativo, que trajo ese estado físico al ser desde la nada".1

Esta observación nos sitúa ya más directamente en nuestro campo temático. Porque lo que cabe decir de las teorías cosmológicas se aplica con mayor razón a las teorías acerca de la evolución. En la medida en que son hipótesis científicas, las teorías evolucionistas no pueden afirmar ni negar nada respecto a la creación del mundo, por la fundamental razón de que se mueven en un plano objetivo diverso. La cuestión de la evolución concierne a los mecanismos de cambio del mundo físico y, más en concreto, de los organismos biológicos. Se ocupa del devenir del mundo, no de su ser. De esto último trata la Metafísica, la cual nos advierte justamente que la creación no es un evento que pudiera ser registrado por medio de la experiencia sensible.

La evolución sólo entra en conflicto con la creación cuando se formula desde un evolucionismo radical, desde un transformismo universal, que no es una teoría científica sino una ideología materialista. El evolucionismo ideológico extrapola el postulado físico de que "nada se crea ni se destruye, sino que sólo se transforma", y lo transfiere a la realidad en cuanto tal, es decir, lo convierte en una tosca tesis metafísica. Según esta "concepción científica del mundo", nada hay que no sea material y, por lo tanto, la materia tiene que dar cuenta de sí misma y de sus propias transformaciones, las cuales -no se sabría por qué- conducen de lo indeterminado a lo determinado, de lo imperfecto a lo perfecto, según una presunta ley del progreso universal y total.

Una concepción así excluye, desde luego, la creación y, de paso, toda concepción filosófica mínimamente inteligible, porque poner la materia indeterminada como causa de todo -e incluso de sí misma- no tiene sentido racional alguno.

Pero también cabe la postura opuesta, "creacionista" a ultranza, según la cual el carácter creado del cosmos excluiría toda evolución. Se trata de una posición que tampoco es metafísicamente sostenible. También en ella se confunde el plano del ser con el del devenir. Y por eso se piensa que toda innovación en el devenir tiene que ser una innovación en el ser, que requeriría una intervención especial de la Causa creadora. Cada nuevo estadio del universo físico, toda aparición de una especie biológica nueva, toda auténtica novedad, habría que explicarla apelando a la Causa creadora. No se tiene en cuenta que la existencia y la acción de una Causa primera no excluye -sino que fundamenta- la existencia y la acción de las causas segundas, que son los principios del devenir.

Claro aparece que las cosas no pueden ser así. Las cosas creadas no son trozos informes de materia que, para cambiar, requirieran constantes intervenciones divinas. La creación -insistamos en ello- no es un acontecimiento, no es un "factum" que tuviera que repetirse. Por su propia índole metafísica, la creación incluye la conservación en el ser de las cosas creadas. Los filósofos dicen -con razón- que entre creación y conservación sólo hay una distinción de razón: es decir, que realmente son lo mismo, pero que al decir "creación" pensamos más bien en el surgimiento originario, mientras que al decir "conservación" aludimos preferentemente a la estabilidad de lo creado. La conservación de las cosas en el ser no es -como pensaba Descartes- una especie de "creación continuada": es simplemente la creación de cosas que, también por su propia índole, "continúan" existiendo a lo largo del tiempo.

Para las cosas materiales, continuar existiendo en el tiempo equivale a moverse, a cambiar de continuo o, si se prefiere, a evolucionar. Es impensable una realidad material inmóvil. Por lo tanto, la creación de cosas materiales no excluye la mutación o evolución de estas mismas cosas; por el contrario: la exige. La creación tiene que ser necesariamente creación evolutiva; bien entendido que con ello designamos algo muy distinto de la evolución creadora de los transformistas radicales. Hablar de "evolución creadora" equivale a transferir a las cosas finitas una capacidad autocreadora que es racionalmente inadmisible. En cambio, "creación evolutiva" es una expresión que apunta al carácter dinámico de toda cosa creada y, en especial, a la mutabilidad de las realidades materiales, por obra de las causas segundas.

Noción de evolución

Ahora bien, parece que el término "evolución" dice algo más que "movimiento" o "cambio". En efecto: evolución es un cambio con un determinado sentido. Y queda connotado también el matiz de que ese sentido es perfectivo, que se pasa a algo de algún modo mejor. Pues bien, si se tiene esto en cuenta se ha de mantener todavía con mayor fundamento esa compatibilidad entre creación y evolución que viene evocada por la expresión "creación evolutiva". Porque, como antes se apuntaba, esas realidades creadas por Dios no pueden carecer de sentido. Tienen que haber sido creadas para algo y, por lo tanto, estar intrínsecamente dotadas de finalidad. Aunque sería más largo de mostrar pormenorizadamente2, fácilmente se comprende que toda realidad creada ha de estar finalizada, plena de sentido, encaminada intrínsecamente hacia su realización perfectiva.

En el plano del devenir, ese dinamismo perfectivo -esa evolución- corre por cuenta de las causas segundas, es decir, de las mismas realidades creadas, que son realmente capaces de operaciones propias, por medio de las cuales se "realizan". Y, a su vez, ese devenir físico está metafísicamente fundamentado en una creación que no sólo conserva, sino que -al proceder de una Inteligencia suprema- también gobierna y ordena. Es la idea metafísica de providencia que -a su vez- se demuestra por la existencia de un orden inteligible en el mundo.

De nuevo aquí puede parecer que se da una contraposición. Porque la idea de evolución evoca que el proceso del devenir cósmico es completamente autónomo, mientras que la noción de providencia suscita la representación de intervenciones ocasionales o continuas de Dios en las cosas de este mundo. Y de nuevo se observa que la presunta incompatibilidad sólo responde al respectivo malentendimiento de ambas nociones. Que la evolución -si tal es el caso- explique científicamente el despliegue del mundo, no equivale en modo alguno a la absoluta autonomía o completa independencia ontológica de tales procesos. De modo complementario, es preciso decir que la providencia es una noción metafísica -un aspecto de la misma acción creadora- que no se entrecruza con las causas físicas ni interfiere en su curso, como si se encontrara en el mismo plano que ellas. La providencia -que es muy real- no es un hecho, ni se detecta en la experiencia empírica: no entra en "competencia" con la evolución.

Creación-evolución

Dando un paso más, podemos afirmar que -lejos de contraponerse- la noción metafísica de una creación providente y la idea física de una evolución cosmológica se exigen mutuamente, aunque -obviamente- no de manera simétrica. Por un lado, si hay una evolución cosmológica y biológica con sentido, es preciso remitirse- para explicarla radicalmente, es decir, metafísicamente- a una Inteligencia creadora. Y, a su vez, esta Inteligencia creadora, si bien ha creado el mundo libremente, es preciso que haya creado un mundo ordenado a un fin y, por lo tanto, dotado de sentido.

En la visión de las cosas que así resulta, no se puede pensar tampoco que primero es la creación y después la evolución. Porque ya sabemos que la creación es estrictamente contemporánea con todas las fases o momentos del proceso evolutivo. Lo que realmente hay es una creación -como situación metafísica estable- de cosas materiales que evolucionan precisamente porque han sido creadas con sentido y finalidad, y están -por tanto- guiadas por una sabia providencia ordenadora. Rechazamos, por consiguiente, dos posturas extremas, que no logran pensar adecuadamente esta articulación entre creación y evolución.

Por una parte, el "ultra-creacionismo" toma la Causa creadora -que es una Causa metafísica o trascendental- como si fuera una causa física, y pretende hacerla intervenir en algunos momentos del proceso evolutivo. Ya hemos visto los defectos conceptuales de fondo que conlleva esta actitud. Sin embargo, no cabe excluir por principio una intervención especial de la causa creadora, que produjera una radical innovación, metafísicamente inexplicable por el propio proceso evolutivo. Se podría discutir si éste es el caso de la aparición de la vida. Por un lado, es indudable que el surgimiento de seres vivos representa una importante innovación organizativa y funcional; mas, por otro, no parece imposible dar una explicación física del origen de los organismos vivientes a partir de una materia inerte, por la fundamental razón de que se trata de entidades estrictamente intramundanas. En cambio, el origen del hombre requiere otro tratamiento, precisamente porque la persona humana no es una realidad totalmente intramundana, sino que posee capacidades -su inteligencia y su libertad- que trascienden la materia. Así pues, en el caso del hombre tenemos serios motivos para pensar que -no sólo en la aparición de la especie humana, sino en la de cada hombre singular- ha de haber una especial intervención de la Causa creadora. Pero, para llegar a esta conclusión, hemos de recorrer aún un largo camino.

Por otra parte, tampoco resulta admisible el evolucionismo ideológico, que postula una autogénesis transformista y universal de la materia: una especie de evolución creadora. Al rechazar toda causación trascendental, toda creación conservadora y providente, este evolucionismo materialista -con el que se confunde no pocas veces el propio concepto de evolución- se ve abocado a optar entre el reduccionismo y el preformacionismo para dar cuenta de la aparición de realidades nuevas. El reduccionismo, como ya sabemos, consiste en mantener que lo nuevo no es más que las condiciones iniciales de las que surge. Al mantener esto, el reduccionismo se convierte fácilmente en su postura antitética -el preformacionismo- para la que propiamente no hay nada nuevo, porque todo estaba ya antes preformado. Una tercera postura, mantenida más recientemente3, es el llamado fulguracionismo, para el que los cambios estructurales -sin introducir ningún elemento nuevo- producen "fulguraciones", emergencias de cosas nuevas, sin necesidad de recurrir en modo alguno a la Causa trascendental. Como ha mostrado Reinhard Löw4, estas variantes del evolucionismo fracasan en su intento de dar cuenta de lo nuevo y, paradójicamente, conducen a una visión estática del mundo.

Teleología del mundo físico

El fallo conceptual básico -común, por lo demás, a ambas visiones extremas- es el olvido de la índole teleológica del mundo físico. Según esta concepción finalista, las cosas del mundo físico no se agotan en su mera facticidad, en su realidad bruta o mostrenca, sino que poseen una interna inteligibilidad: un sentido que se manifiesta en que su función no es arbitraria o casual, sino que está intrínsecamente orientada hacia la consecución de una finalidad. Al entender así las cosas, se evitan las confusiones y crispaciones, tanto del "ultra-creacionismo" como del evolucionismo reduccionista. La aparición de lo nuevo sólo constituye un problema insalvable para la concepción mecanicista del cosmos, según la cual toda la realidad física se agota en la materia informal y en las leyes mecánicas de su movimiento. En cambio, el finalismo -la visión teleológica del mundo- entiende que las cosas físicas no son informes fragmentos de materia, sino que están dotadas de una naturaleza. La naturaleza de las cosas físicas no es un misterioso principio oculto en ellas -algo así como la "entelequia" de los neovitalistas-, sino que es su interna estructura formal, por la que son capaces de funciones propias, dirigidas a un fin propio, es decir, natural.

Otra cosa es que conozcamos, en cada caso, cuál es esa naturaleza y cuál es precisamente su fin. La trivialización del finalismo -su presentación simplista como una explicación física- le valió el rechazo del mecanicismo moderno bajo la acusación de antropomorfismo, es decir, de atribuir a las realidades físicas o biológicas algún tipo de "intenciones" que sólo el hombre puede tener. Pero nada de eso propone la concepción teleológica. Sobre todo, porque no es una teoría para proporcionar explicaciones físicas concretas, sino una concepción metafísica del mundo y del hombre, para la cual toda realidad es inteligible y está dotada de sentido, aunque no siempre sepamos concretamente en qué consiste esa naturaleza que confiere a cada cosa su fin propio.

El rechazo de la teleología por parte del mecanicismo moderno ha visto ya su agotamiento histórico. La Ciencia actual es más sensible al reconocimiento del alcance y los límites de sus explicaciones empíricas. Y, justo por ello, está más abierta a la interacción con una Metafísica finalista que no pretenda aportar, a su vez, explicaciones físicas, sino que ofrezca un marco comprensivo -un horizonte de inteligibilidad superior- para las propias explicaciones físicas y biológicas.

El concepto teleológico de naturaleza permite entender la aparición de lo nuevo como una actualización de potencialidades ordenadas a un fin. A diferencia del mecanicismo, no entiende la realidad física como un tejido indiferenciado, sino como un orden diferenciado, cuyo último sentido y finalidad le viene dado por una Inteligencia trascendente. Lo nuevo no se reduce a las condiciones iniciales, ni está preformado en ellas. Tampoco debe postularse para su surgimiento la intervención especial de la Causa creadora. Lo nuevo tiene su origen en ese principio de operaciones que es la naturaleza de las cosas: su estructura ontológica, gracias a la cual son capaces de innovaciones congruentes con su propia manera de ser. Ese planteamiento actual que llamábamos fulguracionismo es el que más se acerca a este enfoque estructural y dinámico. Pero, por prejuicios positivistas, se mantiene en un tratamiento sistémico cerrado, que también acaba por remitir las nuevas estructuras a su emergencia desde condiciones materiales iniciales. En cambio, el naturalismo teleológico es capaz de acoger esas innovaciones emergentes -esas fulguraciones- que se producen en el mundo físico, precisamente porque lo concibe como un conjunto ordenado de realidades capaces de auténticas acciones innovadoras. Sólo así -desde una concepción metafísica de la creación evolutiva y teleológica- se puede entender adecuadamente el significado de la evolución biológica.

c) Azar y necesidad en la evolución biológica

En el apartado anterior ha sido preciso realizar algunas incursiones filosóficas, que quizá en algún momento no han sido fáciles de seguir. Pero su resultado general resulta muy útil para nuestro propósito. Por de pronto, es de esperar que hayan contribuido a disolver el equívoco que lleva a establecer una contraposición entre creación y evolución. Pero, sobre todo, nos habrán abierto a una concepción filosófica del mundo físico que constituye un marco apto para pensar rigurosamente los presupuestos conceptuales de la teoría de la evolución.

Es indudable -casi nadie lo niega hoy- que la teoría de la evolución propuesta por Charles Darwin ha desempeñado el papel de un positivo y muy activo catalizador de la investigación biológica. Pero esto no puede hacernos olvidar que el evolucionismo darwinista se propuso -y, sobre todo, se interpretó ideológicamente- desde una concepción mecanicista y materialista del mundo, lo que llevó a muchos de sus seguidores a un transformismo universal opuesto a la metafísica creacionista y al reconocimiento del puesto único del hombre en el cosmos.

La clave para entender los fallos conceptuales del darwinismo se halla en su rechazo de la noción de naturaleza y, por lo tanto, en su olvido de la índole teleológica de la realidad física, especialmente de los organismos vivos. La imagen darwinista del cosmos es, en último término, la de una trama material fundamentalmente indiferenciada, en la que la especie biológica no es una realidad estable y definida. Por eso su idea de evolución es, básicamente, la de una transformación o mutación de una materia homogénea. Darwin entiende la evolución biológica como descendencia, es decir, como transformación sucesiva de un tipo de individuo orgánico en otro tipo de individuo orgánico. Pero, por de pronto, no es preciso entender así el origen de los organismos vivos. Nadie dice que un hijo "desciende" de sus padres: más bien decimos que ha sido generado por ellos. No se trata de un simple matiz semántico. La idea de generación lleva consigo el convencimiento de que los organismos vivos son capaces de acciones propias, de acuerdo con su naturaleza. En cambio, la idea de descendencia parece implicar que se entiende el surgimiento de organismos nuevos como mero producto de un proceso transformador de una configuración material en otra, por obra de causas externas. Entre ambas concepciones media la distancia que separa al naturalismo teleológico del mecanicismo materialista.

Insistamos en que no se discuten aquí los indudables méritos estrictamente científicos de Charles Darwin y algunos de sus seguidores. Se trata, más bien, de la concepción filosófica del mundo que está en la base del darwinismo clásico. La cuestión es de gran trascendencia cultural, porque ese tipo de concepción evolucionista ha impregnado muy extensa y profundamente la mentalidad contemporánea; y no sólo en el campo de la Biología, sino también en el de la Antropología, la Economía y la Sociología (al final de estas reflexiones, nos ocuparemos brevemente de la Sociobiología actual, que constituye una muestra clara de lo que aquí se quiere sugerir)

Cuando Darwin publica en 1859 su libro "El origen de las especies", recogió la idea transformista que Lamarck había ya expuesto en su "Filosofía zoológica" de 1809. Según Lamarck, los organismos vivientes han surgido por un proceso de evolución, en el que unas especies se han transformado en otras diferentes. El mecanismo que Lamarck postula para explicar este proceso es la herencia de los caracteres adquiridos por los seres vivos, al intentar adaptarse al medio en el que viven. La acumulación de cambios sucesivos acabaría por dar lugar a una mutación de la propia especie. Por su parte, Darwin recoge de Lamarck la concepción transformista, pero propone otro mecanismo para la formación de especies nuevas: la selección natural en la lucha por la vida5. Aunque -a diferencia de Lamarck- Darwin mantiene que las mutaciones tienen origen intrínseco, sostiene que no responden a leyes necesarias, sino que son azarosas. En rigor, es un factor externo -la selección natural en una población limitada por un medio- la que impone la pervivencia de los más aptos. Por eso fue inevitable que el Darwinismo diera la impresión de que proponía una completa cosmovisión, de la que quedaba excluida toda referencia a lo trascendente. "La razón de que las ideas de Darwin causaran semejante conmoción cuando se anunciaron por vez primera, fue que presentaban el mundo viviente como un mundo de azar, gobernado por fuerzas materiales, en lugar de presentarlo como un mundo gobernado por un plan divino. Sustituían la necesidad por el azar. Trasladaban la evolución, de lo metafísico a lo natural"6. Ya sabemos que, de suyo, evolución y creación no son incompatibles. Pero no es posible conjugar una concepción teleológica del cosmos con otra que pone en el azar material la causa principal de su despliegue.

Entendámonos. La metafísica finalista -por ejemplo, la aristotélica- no excluye la presencia del azar, pero siempre lo coordina y lo subordina a las leyes naturales que rigen el despliegue de la materia viva con una necesidad finalista. Tampoco el darwinismo excluye toda ley necesaria, pero incluso este factor de necesidad lo entiende de manera mecánica y ateleológica. En rigor, si se suprime la finalidad, el azar y la necesidad terminan por coincidir, ya que todos los procesos tendrían una índole mecánico-material. Un mundo dominado por el azar sería del todo necesario, en el sentido de una necesidad mecánica. Esta convergencia entre azar y necesidad es la que -a su modo- vislumbró certeramente Jacques Monod en su ya famoso libro.

Desde su formulación inicial, el darwinismo fue objeto de una durísima polémica, en la que se dieron cita motivos ideológicos y explicaciones científicas7. Pero el acontecimiento científico que vendría a cuestionar más seriamente el planteamiento darwinista fue el surgimiento de la Genética moderna por obra de Gregor Mendel. Aunque Mendel dio a conocer sus experiencias en 1866, su difusión no sobrevino hasta que, en 1900, de Vries, Correns y Tschermak expusieron teorías genéticas que venían a coincidir con las de Mendel. Según estos planteamientos, los caracteres genéticos tienen una índole estable y se transmiten de un organismo a otro por mecanismos que son independientes del ambiente y del soma. La reciente Biología molecular, además, descubrió que los mecanismos de la herencia se hallan en el nivel de los genes, en la estructura de la molécula del DNA. Sólo en ellos se encuentran las posibilidades de cambios hereditarios. Cada vez más, esos mecanismos genéticos están siendo explicados por rigurosas leyes bioquímicas.

Advirtamos que, frente a las generalizaciones darwinistas, las investigaciones genéticas tienen la índole de estrictas explicaciones científicas. Pero lo que ahora nos interesa más es destacar que el enfoque genético y bioquímico ya no responde a una concepción indiferenciada de la materia viva como la que proponía el mecanicismo materialista, sino que recupera -en el nivel fenoménico- la idea de forma, que, en último análisis, es perfectamente compatible con la noción de naturaleza. Lo que domina ya no es el azar más o menos necesitarista. Reaparece la idea de leyes de cambio que no excluyen, e incluso reclaman, una visión finalista del cosmos.

Como es bien sabido, el darwinismo -que continuó su curso, intentando argumentar con descubrimientos paleontológicos, que mostrarían la existencia de series continuas de organismos- se replantea hacia 1930, incorporando la Genética al esquema del evolucionismo transformista, dando así origen a lo que se llamó neodarwinismo y hoy se conoce por "teoría sintética de la evolución"8. Lo que esta teoría pretende sintetizar es justamente la Genética con la idea darwinista de la selección natural. El neodarwinismo comienza a reconocer que no todos los cambios genéticos son azarosos y admite que, por lo general, son biológicamente inviables e incluso letales para el organismo. Pero sostiene que la acumulación gradual de mutaciones genéticas azarosas puede dar lugar a nuevas configuraciones biológicas que se adapten favorablemente a un ambiente determinado. Es precisamente ese ambiente el que selecciona un determinado carácter. Para que ese carácter resulte transmisible, es preciso que sea acogido por la población de la especie correspondiente que habite en el mismo ambiente ecológico. Se supone, pues, que tales cambios se producen con una frecuencia suficiente en una determinada población, de manera que se establece una barrera reproductora con los individuos de la población anterior y acaba por surgir una nueva población dominante que finalmente se impone.

Así caracterizan dos cualificados neodarwinistas esta teoría sintética: "La evolución tiene lugar por selección natural de las diferencias hereditarias que surgen aleatoriamente en cada generación, de manera que aquellas que confieren a sus portadores una mayor adaptación al medio se multiplicarán y, las perjudiciales, se eliminarán. Al igual que el darwinismo, la teoría sintética pone de relieve la naturaleza oportunista de la evolución por selección natural, en cuanto que las diferencias aludidas se generan por azar y son seleccionadas en respuesta a las exigencias del medio, y, por otra parte, postula la condición gradual de este proceso"9.

No nos corresponde entrar ahora en una discusión detallada del conjunto de hipótesis que el neodarwinismo pretende sintetizar. Conviene, con todo, recordar que la conjugación de cambios microevolutivos graduales con el contexto macroevolutivo de una población en un ambiente determinado, ha sido seriamente cuestionada por los planteamientos de los paleontólogos Gould y Eldrege, los cuales, desde 1972, han discutido la existencia de los estadios intermedios -los famosos "eslabones"- que siguen siendo postulados por el neodarwinismo para explicar el tránsito gradual de una especie a otra. Según estos autores, lo que se habrían dado son cambios bruscos y puntuales seguidos de largos períodos de estabilidad10. Pero aún está por explicar la posibilidad bioquímica y genética de cambios evolutivos grandes y rápidos que sean, además, viables. Y es precisamente de la Biología Molecular de donde ha partido la segunda y más dura serie de objeciones al neodarwinismo.

Los propios representantes de la teoría sintética reconocen la fuerza de estos enfrentamientos, pero minimizan los ataques provenientes tanto de la Biología molecular como de la Paleontología: "Estas disputas no pasan de ser conflictos de matiz y opinión dentro de una visión evolutiva común. Es más, estamos convencidos de que modificando tanto la postura tradicional como las teorías competidoras, la mayoría de los desacuerdos pueden encajarse en una versión más amplia de la teoría sintética"9. Pero otros son menos optimistas o menos conciliadores, como el director del Instituto Max-Planck, el biólogo J. Illies, quien llega a decir: "el darwinismo, a pesar de sus muchos intentos por revivir, está muerto desde hace tiempo. La tragedia de nuestro tiempo es que la mayoría de los biólogos no lo quieren aceptar o que ni siquiera lo han advertido aún"11.

La objeción científicamente más seria -y filosóficamente más relevante- al neodarwinismo es la que proviene de la Biología molecular, para la que cada vez resulta más claro que la aparición de variantes de DNA tiene mucho más de determinación molecular que de puro azar. Como ha señalado Lima de Faria12, hoy empezamos a estar ya en condiciones de abandonar gran parte de las simplificaciones del neodarwinismo y de cambiarlas por interpretaciones moleculares. Ciertamente nuestro conocimiento de los sistemas moleculares en la célula está aún en sus inicios. Todavía no sabemos cómo los procesos atómicos originan las estructuras celulares. Las interacciones entre los niveles atómicos y los celulares son áreas aún poco desarrolladas de la Química, porque ha sido muy reciente el descubrimiento de su importancia en conexión con los patrones bioquímicos y con la morfogénesis celular. Sin embargo, a medida que aumenta nuestro saber acerca de las leyes que gobiernan el reconocimiento molecular y las leyes que rigen la organización de DNA, de los genes y de los cromosomas, aparece como más viable la presentación de una "alternativa molecular" frente al neodarwinismo, que se muestra cada vez más como una simplificación de los procesos evolutivos. Esto no quiere decir que la selección natural no juegue papel alguno en la evolución, sino que su importancia -como contrapeso de unas supuestas alteraciones azarosas- disminuye a medida que crece el conocimiento de las determinaciones moleculares. Los conceptos de mutación y de selección adquieren un nuevo significado13.

Tampoco procede abandonar el azar-selección neodarwinista para caer en un nuevo determinismo bioquímico que, a su modo, también sería reduccionista. Lo que corresponde es advertir, con Pierre Paul Grassé, que "la intervención de factores internos se impone a nuestra razón"14. De manera que "recurrir a un mecanismo diferente al mutacional y aleatorio se impone a todo sistema que pretenda explicar la evolución"15. Ya no hay tanta resistencia como hace unos decenios a reconocer que el proceso evolutivo parece mostrar ciertas tendencias directivas, como si respondiera a un designio o a un cierto plan16, aunque todavía se mantenga la precaución -por lo demás, parcialmente justificada- frente a explicaciones "vitalistas" o "místicas". Se abre paso, cada vez más, el concepto de programa evolutivo, que reconoce "puntos críticos" y soluciones favorecidas17.

Lo importante es que de nuevo se ha abierto camino en la ciencia, la explicación finalista, porque "la finalidad inmanente o esencial de los seres vivos se clasifica entre sus propiedades originales. No se discute, se comprueba"18. Un investigador tan poco sospechoso de antidarwinismo como es Ayala, ha advertido que "algunos evolucionistas han rechazado las explicaciones teleológicas porque no han reconocido diversos significados que pueden tener el término teleología (...). Se equivocan al afirmar que todas las explicaciones teleológicas tendrían que ser excluidas de la teoría evolutiva. Estos mismos autores utilizan en realidad explicaciones teleológicas en sus trabajos"19. Aunque Ayala se apresure a precisar que la presencia de tendencias naturales en los organismos vivos no revela una conducta intencionada, ni se dirigen hacia una determinada finalidad. Y esto es frecuente entre algunos biólogos actuales. No discuten que la materia viva manifieste propiedades teleológicas, "pero si se pronuncia la palabra finalidad, se ponen en guardia. Probablemente porque no distinguen la finalidad de hecho o inmanente de la finalidad trascendente. Sobre esta última, el biólogo tiene poco o nada que decir; pertenece al terreno de la Metafísica"20.

Tal es el planteamiento del que habíamos partido. No se trata de que las explicaciones metafísicas sustituyan a las estrictamente biológicas o las interfieran. Se trata de que la Biología no acepte como si fuera un planteamiento científico la visión del mundo materialista y mecanicista que, como ahora se comprueba, ha constituido un obstáculo para el auténtico progreso científico; y, al mismo tiempo, de que se abra distinguiendo bien los respectivos planos epistemológicos a la interacción con la concepción teleológica del mundo, propia de la Metafísica finalista. La propia Ciencia biológica aporta continuamente explicaciones finalistas -por ejemplo, se refiere a cambios evolutivos para adaptarse al entorno ecológico-, pero en ella la finalidad se entiende más en términos de función que en términos de causa final.

En la Metafísica finalista, la necesidad tiene primacía sobre el azar, precisamente porque se entiende que el fin es la primera de las causas. Por lo tanto, el sentido primario de la necesidad no es el de una determinación mecánica, que -por sí sola- acaba por conducir al necesitarismo mecanicista, el cual -a su vez- se confunde con el azar. El sentido primario de la necesidad es formal y teleológico: viene dado por la naturaleza de cada cosa, que es su principio estable de formalización y de actividad. Pero como, además de las causas formal y final, se reconoce la existencia de las causas material y eficiente, la necesidad metafísica de la que estamos hablando no es absoluta, ni excluye la presencia de un cierto margen de azar. El azar se produce precisamente cuando la causa eficiente no se encamina hacia la causa final propia de aquella cosa u organismo (lo cual, en último término, acontece porque el ajuste entre la materia y la forma nunca es perfecto). Así pues, el mantenimiento de la primacía de la necesidad no excluye el reconocimiento del azar, por más que éste sea siempre un factor negativo y marginal.

Ni el completo determinismo ni el indeterminismo completo permiten explicar la evolución biológica. Esta sólo se puede entender desde un determinismo limitado, que es -simultánea e inseparablemente- un limitado indeterminismo. Únicamente en un mundo así entendido tiene cabida una evolución finalizada que no se confunda con el transformismo evolucionista. Para que haya evolución, es preciso que existan formalidades biológicas, necesariamente determinadas en su acción propia; pero, al propio tiempo, esas mismas formalidades son susceptibles de mutación intrínseca, de cambio sustancial, lo cual implica un indudable factor de indeterminación, que viene dado por la propia índole material de los organismos. Así pues, nuestro mundo -y, más claramente aun, el conjunto de los organismos vivos- no es un reino de formalidades puras que se desplegaran con la implacabilidad de una deducción matemática; pero tampoco es un tejido indiferenciado de materiales homogéneos. Es un mundo material y formalizado a la vez, cuyos sistemas físicos y organismos están teleológicamente orientados con una necesidad no necesitarista, que permite un margen de indeterminación.

Tal imagen diferenciada y articulada de la realidad biológica concuerda perfectamente con los resultados de la Ciencia. Es una imagen abierta. Y se abre también a la inserción en ese mundo de un ser no estrictamente intramundano: el hombre21. Pero esta última cuestión presenta dificultades propias y exige un tratamiento detallado.

Notas

(1) JAKI, S.L. "From Scientific Cosmology to a created Universe". The Irish Astronomical Journal, 15, 260, 1982; ARTIGAS, M. "Las fronteras del evolucionismo". Madrid, 1985.

(2) Me remito al excelente libro de R. SPAEMANN y R. LIW "Die Frage Wozu?". Munich, 1981. Superfluo es decir que aquí no se propone una concepción simplista de la finalidad. Al defender una concepción teleológica del cosmos, no se mantiene que haya una finalidad extrínseca y puntual de todo lo que es o acaece. El fin de cada cosa no es un objeto singular, distinto de ella. Es, más bien, su propia tendencia intrínseca hacia la plena realización de su proyecto estructural, orientado en alguna medida hacia la realización de proyectos más amplios.

(3) VOLLMER, G. "Evolutionöre Erkenntnistheorie". Stuttgart, 1975; LORENZ, K. "Die Rückseite des Spiegels". Munich, 1973.

(4) LIW, R. "Die Enstehung des Neven in der Natur". En KOSLOWSKI, P., KREUZER, P., y LIW, R. "Evolution und Freiheit". Stuttgart, 1984.

(5) ARTIGAS, M. "Las fronteras del evolucionismo". Madrid, 1985, pp. 76-77.

(6) TAYLOR, G.R. "El gran misterio de la evolución". Barcelona, 1983, p. 9.

(7) BOWLER, P.J. "El eclipse del darwinismo. Teorías evolucionistas antidarwinistas en las décadas en torno a 1900". Barcelona, 1985.

(8) Los principales creadores de la teoría sintética son el biólogo Julián Huxley, el genético Theodosius Dobzhansky, el paleontólogo George Gaylord Simpson y el biogeógrafo Ernst Mayer.

(9) STEBBINS, G.L. y AYALA, F.J. "La evolución del darwinismo". Investigación y Ciencia, 108, 42, 1985.

(10) ELDEREDGE, N. y GOULD, S.J. "Punctuated equilibria: an alternative to phyletic gradualism". En SCHOFF, T.J.M. (edit.). "Models in paleobiology". San Francisco, 1972, pp. 82-115.

(11) ILLIES, J. "Schöpfung oder Evolution". Zurich, 1979, p. 33.

(12) LIMA DE FARIA, A. "Molecular Evolution and Organization of the Chromosome". (2a. ed.). Amsterdam, 1986, p. 1083.

(13) LIMA DE FARIA, A. "Emerging principles of physical determinism in evolution". En "Molecular Evolution and Organization of the Chromosome". (2a. ed.). Amsterdam, 1986, pp. 1067-1085.

(14) GRASSE, P.P. "Evolución de lo viviente". (2a. ed. revisada.). Madrid, 1984, pp. 82-83.

(15) GRASSE, P.P. "Evolución de lo viviente". (2a. ed. revisada). Madrid, 1984, p. 340.

(16) TAYLOR, G.R. "El gran misterio de la evolución". Barcelona, 1983, pp. 12-13.

(17) LOPEZ MORATALLA, N. "Biología molecular del proceso evolutivo". Facultad de Ciencias. Universidad de Navarra. Pamplona, 1987.

(18) GRASSE, P.P. "Evolución de lo viviente". (2a. ed. revisada). Madrid, 1984, pp. 235-236.

(19) DOBZHANSKY, T., AYALA, F.J. STEBBINS, G.L., VALENTINE. "Evolución". Barcelona, 1980, p. 499.

(20) GRASSE, P.P. "Evolución de lo viviente". (2a. ed. revisada). Madrid, 1984, p. 238; ARTIGAS, M. "Las fronteras del evolucionismo". Madrid, 1985, pp. 118-123.

(21) Está siendo muy discutida actualmente la propuesta, por parte de algunos cosmólogos, de un principio antrópico, según el cual la presencia del hombre en el cosmos delimita las posibilidades de la evolución cósmica y apoya los planteamientos finalistas. BARROW, J.D. y TIPLER, F.J. "The Anthropic Cosmological Principle". Oxford, 1986.

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