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Deontología Biológica

Índice del Libro

Capítulo 1. La Ciencia y la fundamentación de la ética: La dignidad de la persona

Antonio Ruiz Retegui

a) El problema ético de la ciencia

La irrupción de la Bioética

La Ciencia biológica ha alcanzado una popularidad que no es frecuente en el caso de las ciencias positivas, ni aun en este tiempo de ilustración consumada, en que es característica la divulgación en grandes medios de los logros de las ciencias especializadas.

La razón de esta popularidad no es sólo el logro de ciertos descubrimientos en su ámbito propio. Ciertamente en los últimos años, las ciencias biológicas han conseguido metas espectaculares, especialmente en el ámbito de la Biología molecular. Pero estos descubrimientos raramente han traspasado los límites de las publicaciones especializadas o de la alta divulgación. La popularidad de la Biología no se debe tanto a los descubrimientos en la investigación avanzada, cuanto a la aplicación práctica de algunas técnicas que en sí mismas son bien dominadas desde hace décadas, pero que desde hace pocos lustros se han aplicado al hombre.

La referida popularidad no es, pues, estrictamente debida al desarrollo científico, sino más bien a la audacia con que ha sido usada para intervenir en la vida humana. Esto hace, por una parte, que los investigadores más cualificados sientan un cierto malestar ante esa difusión de técnicas biológicas y ante ese estar en primeros planos de la actualidad bajo un aspecto que no es propiamente el más valiosamente científico; y, por otro lado, hace que la popularidad de la Biología sea una popularidad que la problematiza: no se trata sólo de una popularidad de la Biología, sino, simultáneamente, una popularidad de ética como problematización de las actividades de los biólogos. Las publicaciones de Bioética se han multiplicado casi inabarcablemente, sobre todo en el ámbito de los países más influidos por los avances de la técnica, es decir, en los países anglosajones. Puede decirse que la explosión de investigaciones y publicaciones sobre Bioética son un suceso epocal, que acoge y expresa una de las características más propiamente peculiares de este tiempo nuestro calificado, un poco confusamente post-moderno, es decir, situado más allá -o "de vuelta"- de los sueños modernos de edificar, desde el racionalismo científico, un mundo plenamente adecuado a la humanidad del hombre. El fenómeno del post-modernismo nace del desencanto del proyecto de la modernidad, cuya pretensión se ha mostrado fallida. La Bioética es una de las realidades culturales propias de la post-modernidad.

Los precedentes en la Física

En realidad, esta crisis de la razón cientifista como configuradora del mundo, tiene una especie de preanuncio en la historia de los investigadores atómicos: de la idílica confianza y prestigio de la Física cuántica atómica y nuclear de los años veinte y treinta de nuestro siglo se pasó a una profunda crisis tras el descubrimiento de la fisión nuclear, en 1939, y especialmente tras la explosión, el 6 de agosto de 1945, de un artefacto sobre la ciudad de Hiroshima1. Aun hubo un cierto momento de vacilación con los programas "Átomos para la paz" y similares. Pero, a finales de los sesenta y durante los años setenta, el prestigio de la Física nuclear y las tecnologías nacidas de ella se fue al traste. Se tomó entonces conciencia bruscamente que esas tecnologías, no sólo no garantizaban una segura humanización del mundo, sino que constituían una grave amenaza para el ámbito de la existencia humana. Se pasó a considerar la tecnología nuclear, de progreso cargado de bendiciones futuras, a una ciencia maldita que ni aun con fuertes precauciones podía ser admitida.

El movimiento ideológico paralelo fue el ecologismo, la defensa del medio natural amenazado por la tecnología dura y salvaje. Repetidamente se advirtió que la naturaleza, el "mundo humano", era frágil y podía ser quebrantado por la técnica humana2. Por supuesto, estamos muy lejos aún de haber conseguido situarnos adecuadamente para dar una respuesta a este problema que se haga conveniente cargo de todos sus términos. Casi se puede decir que el rechazo limpio y neto de aquellas técnicas es una muestra de que no se sabía tratar con ellas y que por eso lo mejor era un rechazo apasionado y tajante, es decir, no racional. El problema no era "entendido" y por eso se ha hecho materia de tratamiento ideologizado, lleno de pasión.

Peculiaridades éticas de la Biología

Pero sin haber tenido tiempo ni resortes intelectuales apropiados para afrontar ese problema, se nos ha echado encima otro problema del mismo tipo, pero más sutil y más difícil de afrontar e incluso de situar en sus términos precisos. Es el problema de la manipulación biológica del hombre.

La cuestión no se presenta tan virulenta como la de la tecnología nuclear, sus efectos no son tan directamente catastróficos como los de las explosiones o accidentes nucleares. Sin embargo, su manera de afectar a la persona, la hace aún más incisiva y compleja. En efecto, las catástrofes nucleares tienen la novedad del terrible alcance destructor, pero, en cierto modo, llega a cada persona "desde fuera" como las armas destructivas convencionales. Las afecciones radiactivas hacen más odiosas sus consecuencias, pero no cambian estrictamente su condición de "ataque violento" al hombre. Por el contrario, es la humanidad del hombre, su nacimiento, e incluso su identidad personal son las que, en virtud de las nuevas tecnologías biológicas, son directamente afectadas. Si las posibilidades de desatar energías cósmicas podían poner en peligro la supervivencia de la humanidad, en el caso de la tecnología nuclear, ahora ya no es la humanidad en general sino la humanidad concreta de la persona la que es puesta en juego, con las tecnologías biológicas.

Así ha surgido la cuestión de si el mundo, dominado por el hombre hasta esa medida, es más humano o, por el contrario, revierte contra el mismo hombre. El gran interrogante es si el proyecto de dominio humano del mundo no se ha convertido en un dominio de la Ciencia sobre el mismo hombre.

b) Naturaleza ética de la libertad humana

La libertad y la persona

En el fondo nos encontramos de nuevo con la antigua pregunta que hizo nacer hace veinticinco siglos la reflexión filosófica sobre la ética. Esta pregunta nacía de la conciencia de la libertad y de su transcendencia. El hombre empezó a pensar en Filosofía Ética cuando tomó conciencia de que el ejercicio de su acción libre no significaba simplemente una elección sobre cosas externas. Esta es ciertamente la más inmediata y evidente dimensión de la libertad. Pero enseguida se advierte que su alcance es más profundo y decisivo: al elegir sobre ésta o aquella cosa, sobre éste o aquel curso de acción, el hombre está decidiendo sobre sí mismo3. Es la propia persona la que, como consecuencia de sus elecciones, resultará realizada o frustrada, alcanzará la felicidad y la plenitud o se hundirá en el desengaño. Por esto la conciencia de la libertad, con toda su profundidad y alcance, enfrenta al hombre con la cuestión de su responsabilidad.

La cuestión que alza el moderno desarrollo científico y tecnológico es análoga a la que se encontraron los griegos del siglo V antes de Cristo, porque lo que ahora nos debatimos es si las posibilidades materiales de que disponemos nos llevan a un mundo más humano, o más violento y tiránico. Hemos tomado conciencia de que nuestras posibilidades de actuación nos enfrentan a alternativas transcendentales: la realización o la destrucción. Nos hemos encontrado repentinamente con la responsabilidad decisiva de nuestra acción libre.

Para afrontar con cierto conocimiento la causa de esta situación se requiere descender hasta los principios mismos de la acción humana y de su dimensión ética. Las cuestiones con las que nos enfrentamos son tan estrictamente nuevas que ya no es posible partir de algunas referencias convencionales. Por otra parte, la discusión en los ámbitos humanos ha llegado a cuestionar asuntos tan fundamentales que nuestra reflexión ha de alcanzar el principio mismo de la dimensión ética del hombre.

La experiencia ética del hombre está estrechamente ligada a la experiencia de su libertad y del alcance de su libertad. Esta experiencia enfrenta al hombre con diversos modos de realizarse o de cumplirse, de los cuales unos son experimentados como cumplimiento verdadero y otros son experimentados como frustración. Pero ante estas alternativas el hombre no se encuentra indiferente: no le da lo mismo realizarse que frustrase. El hombre, todo hombre, quiere ser feliz. La cuestión es en qué consiste ese ser feliz. La experiencia, tan frecuente, del desengaño nos muestra que la felicidad no es ningún objetivo de contenido evidente. La gran cuestión de la ética es justamente determinar qué es eso que queremos y cómo se alcanza. El tema primero y fundamental de la reflexión ética no fue qué actos son los que debemos realizar y cuáles son los que debemos evitar, sino qué es eso que todos queremos. A ese objeto le llamaron los griegos el Bien, que justamente fue definido como "lo que todos quieren". Pero no lo que todos quieren con sus quereres inmediatos y empíricos, en todos sus actos de voluntad, sino "lo que todos quieren en el fondo", es decir, lo que hace que todos queramos cosas o actos como medio para otra cosa, querida en sí misma y definitiva.

La verdad sobre el hombre como medida de su libertad

Si nosotros, al decidir libremente, decidimos en el fondo sobre nosotros mismos, la referencia que nos advierte sobre el acierto o desacierto de nuestra decisión libre será la verdad sobre nosotros mismos. Si acertamos a decidir de acuerdo con nuestra verdad y nos cumplimos, nuestro ejercicio de la libertad habrá acertado. Pero si decidimos por un curso de acción que nos lleva a la experiencia de la frustración, entonces nuestra libertad ha fallado. Es decir, el hombre advierte de modo inmediato que en su acción se encuentran en juego unos valores o bienes de una naturaleza especial que le interpelan de un modo absoluto en su condición de persona dotada de libertad. Resulta así que el hombre se encuentra entre la "necesidad" con que se le imponen esos valores -la lealtad, la sinceridad, la justicia, etc.-, y la "libertad" de su decisión. La experiencia ética se nos presenta como una síntesis de libertad y necesidad. De libertad, porque nuestra voluntad no está físicamente determinada hacia ningún modo de acción. De necesidad, porque el deseo de felicidad, de realización, nos interpela de un modo absoluto e inevitable. La necesidad no es de tipo físico, pues el hombre no está forzado físicamente a realizar o a actuar de acuerdo con sus valores, pero advierte que lo que se compromete con su acción no es una mera realidad externa, sino su propia persona en cuanto tal.

En efecto, cuando actúa el hombre no tiene sólo una conciencia psicológica, un cierto conocimiento de la acción en su realizarse, sino que tiene además conciencia moral, es decir, tiene conocimiento de la adecuación del acto con la dignidad de su propia condición de persona humana. De este modo, cuando la persona traiciona un valor moral, la conciencia moral le condena como persona. No se trata del disgusto que sigue a fallar en un ámbito sectorial, es decir, la conciencia moral no dice "eres mal matemático", o "mal atleta", sino "eres malo": es la experiencia humana básica de la advertencia de la dignidad de la persona.

El lenguaje ordinario refleja de modos diversos -por ejemplo, llama inhumano a lo malo- esa realidad profundísima que advierte de modo inmediato en la vida, en el continuo ejercicio de su libertad.

Si negamos el aspecto de libertad y afirmamos un determinismo absoluto en la conducta, estamos negándonos como personas. Si negamos el aspecto de la necesidad, es decir, si negamos la transcendencia de nuestra decisión, estamos haciendo la libertad trivial.

La libertad humana, si no es trivial, necesita una norma, un criterio, en virtud del cual el ejercicio de la libertad puede ser acertado o errado. Ese criterio sólo puede ser la verdad del hombre, que es aquello sobre lo que en el fondo se decide. Si se niega esta referencia, la libertad se hace irrelevante, porque no decide sobre nada verdaderamente importante. Si no es diferente ser egoísta o generoso, entonces decidirse por un modo de ser u otro, no es nada sobre lo que valga la pena pararse a pensar. Pero esto está en contra de nuestras experiencias humanas más fundamentales.

El problema de todo este asunto es que involucra las cuestiones humanas más fundamentales. Por lo tanto, querríamos poder tratarlo con el máximo rigor. Estamos quizá acostumbrados a tratar con problemas relativamente insignificantes de un modo tan riguroso, exacto y válido intersubjetivamente, que estamos tentados constantemente de pretender la misma exactitud y rigor, y quizá, sobre todo, la misma validez intersubjetiva, es decir, la misma pretensión de aceptación y consenso por parte de los demás, cuando el asunto a tratar es, como el que nos traemos entre manos, de la máxima importancia.

Sin embargo, el panorama que nos encontramos cuando tratamos de estudiar detenidamente las cuestiones éticas fundamentales, es más bien desolador. Frente a la exactitud y rigor de los planteamientos científicos nos encontramos frecuentemente afirmaciones o consideraciones generales cuyo contenido es difícilmente precisable, y cuyos fundamentos están lejos de ser aceptables sin riesgos de discusión. Frente a la aceptación prácticamente universal de los logros científicos positivos, nos encontramos que en el ámbito de la ética difícilmente es posible una discusión sobre una base común firmemente aceptada por todos. Ante el contraste entre las discusiones ético filosóficas y la comunicación en el ámbito científico, se tiene la sensación de encontrarse fatalmente ante la alternativa entre la exactitud o profundidad. Si se pretende la exactitud y el rigor indiscuso, ha de limitarse uno al estudio de asuntos no decisivos, y si queremos profundidad, y entrar en las cuestiones más fundamentales de nuestra vida, debemos conformarnos con expresiones etéreas que nunca concluyen nada. Parece que sólo se puede conocer bien justamente lo que menos nos importa conocer, pero lo más decisivo permanece incognoscible. ¿Es verdadera esta apariencia? ¿expresa verdaderamente la realidad? Si no es verdadera, ¿cuál es la falacia que encierra?

Objetividad de la ética

El primer problema con el que debe enfrentarse, y con el que de hecho se enfrentó históricamente la reflexión ética, es el problema de la multiplicidad, divergencia e incluso oposición, de pautas éticas, es decir, las tremendas diferencias de opiniones vigentes en las diversas sociedades entre lo que es bueno o es malo, entre lo que debe hacerse o lo que no debe hacerse. Con frecuencia, este argumento es esgrimido contra las pretensiones de objetividad o validez universal de las exigencias morales concretas. Pero ése es un argumento débil, pues la doctrina que sostiene la validez universal de las normas éticas no está edificada sobre la ignorancia de la realidad de esa multiplicidad, sino que está edificada explícitamente sobre ella4. Fue la apertura de las sociedades antiguas, con la advertencia de los fuertes contrastes en las conductas de los pueblos, lo que planteó la necesidad de abandonar el criterio de lo ancestral -"lo que siempre hemos vivido"- como el criterio de rectitud, y buscarlo en la naturaleza del hombre y de las cosas. Fueron los griegos los que al advertir esa divergencia no se limitaron a condenar las conductas de los demás, sino que quisieron compararlas con la propia, para ver cuál de esas conductas era más humana, más digna del hombre. De este modo abandonaron los mitos como explicación y fundamento de la conducta y de los modos de ser de los pueblos y dirigieron su mirada a la humanidad del hombre y a la realidad de las cosas y del mundo, para encontrar la medida adecuada para el comportamiento humano. Este fue el descubrimiento del concepto naturaleza, que significó el inicio de la Filosofía y concretamente el origen de la noción del derecho natural. Por estos derroteros caminó el pensamiento humano hasta que, en el siglo XVII, irrumpe violentamente un nuevo modo de pensar y de afrontar las cuestiones decisivas de la existencia humana.

c) Las concepciones modernas de la ética

La crisis moderna de la Filosofía y nacimiento del cientifismo

El nuevo enfoque nace de la conjunción de varios factores, de los cuales los dos más importantes son, quizá, la conciencia del fracaso de la Filosofía Clásica como pretensión de alcanzar la sabiduría, y el inmenso prestigio que adquieren en el ámbito del conocimiento las matemáticas, tanto en su rigor y exactitud propios, cuando en su utilidad para el verdadero conocimiento del mundo, pues, como escribió Galileo, "las matemáticas son el lenguaje del mundo".

El fracaso del venerable y antiguo intento de la Filosofía aparecía como evidente en el hecho de que ninguna construcción filosófica había conseguido imponerse a los espíritus de un modo decisivo e incuestionable, sino que siempre había sido seguida, como de su sombra, por el pensamiento escéptico. La conciencia de esta crisis condujo a los máximos exponentes del modo nuevo de pensar a la conclusión de que el objeto mismo de aquel intento era una ilusión o, al menos, que era incognoscible. Ese objeto era la realidad de las cosas del mundo y del hombre, sus significados propios y sus finalidades. Los clásicos, y toda la reflexión humana hasta la modernidad se habían interrogado por la esencia de las cosas, por qué es la vida, o la belleza, o el bien ... Estos son los objetos sobre los que no parecía haber acuerdo posible. La Filosofía -amor o búsqueda de la sabiduría- no había conseguido hacerse sabiduría. Por eso, pensaron, es mejor renunciar a un conocimiento tan pretencioso y ser más modestos. Además, el hecho de que las Matemáticas -única Ciencia que conseguía resolver decisivamente los problemas que se planteaban- no se ocupase en absoluto de significados o finalidades, vino a corroborar la postura de renuncia respecto a las cuestiones decisivas. En principio, parece que esta renuncia supone reducir al hombre a un escepticismo total ante un mundo incomprensible. Hobbes reconoció que esta actitud intelectual significa hacer del hombre un extraño en el mundo que no puede conocer, pero -afirma enseguida- no hay por qué preocuparse: ciertamente el hombre no puede conocer el mundo, es decir, no puede alcanzar los significados propios de las cosas que le rodean, pero esto es justamente lo que necesitamos para dominarlas. Podemos dominar el mundo, porque el mundo es ininteligible5. Esto es la quintaesencia del proyecto de la modernidad.

La idea moderna del dominio sobre el mundo

Evidentemente, decir que el mundo es ininteligible no quiere expresar que no podemos saber nada sobre el mundo: expresa únicamente que las esencias y los significados propios y las finalidades nos son inaccesibles. Pero sí podemos alcanzar otro tipo de conocimiento que es el que nos dará el dominio absoluto. Se trata del conocimiento de las regularidades del comportamiento, conocimiento de las leyes de la regularidad en los hechos. Conocimiento, en esta perspectiva, será ante todo y sobre todo conocimiento científico, conocimiento de la facticidad. Los significados y las finalidades no son propiamente objeto de conocimiento receptivo, sino asunto de construcción humana y de decisión. De los objetos que pueblan el mundo puedo conocer sus propiedades de comportamiento fáctico, pero es inútil y estéril tratar de buscar algún significado o finalidad. Con el conocimiento de los hechos ya puedo construir lo que quiera según mi racionalidad configuradora y mi decisión. Se trata de un saber para prever, y un prever para poder.

Lógicamente, este tipo de conocimiento no deja resquicios para una reflexión propiamente ética, pues la Ciencia es esencialmente avalorativa, ciega ante los valores, es, por la restricción que se ha impuesto a sí misma, incapaz de decidir sobre el bien o el mal. La Ciencia desconoce la experiencia que expresamos con la palabra "deber" (yo "debo" hacer esto, yo "debo" evitar aquello). Todo lo más puede decir: "si pongo este medio se producirán tales efectos", "si actúo de esta otra manera a los hechos seguirán tales otros efectos". Pero, en su propio ámbito, no puede decirme que unos efectos sean preferibles a otros, es decir, que deban ser preferidos. Si, no obstante, se dan esos juicios sobre lo que debe hacerse y lo que no, sobre lo que es buen uso de la Ciencia y lo que no, nos encontramos con afirmaciones que, si van más allá de lo puramente condicional -si hago esto se produce aquello-, no son susceptibles de fundamentación científica.

Este modo de tratar la naturaleza ha producido resultados sorprendentes y ha demostrado que, como decía Hobbes, pagando el precio de ignorar significados naturales, es decir, afirmando que la naturaleza no habla -no ofrece significados naturales a la contemplación humana-, sino que hace, es decir, que es pura facticidad, y por tanto significativamente neutra, se alcanza un dominio sobre la naturaleza que no tiene precedentes. Este dominio supone un cambio esencial respecto al dominio del hombre sobre el mundo tal como era entendido en la tradición premoderna, que suponía un respeto a la naturaleza y las finalidades propias de las cosas y los seres del mundo. Puede afirmarse que ese sentido del dominio se aparta radicalmente del sentido premoderno del señorío del hombre sobre el mundo, y por eso sería un error entender el dominio moderno como una expresión adecuada del "dominad la tierra" que se encuentra en el Génesis.

La recurrencia de la ética

A pesar de la fuerza con que la nueva perspectiva se ha impuesto a la mentalidad de los hombres, no ha sido capaz de eliminar la cuestión ética. Lógicamente no puede ser capaz de hacerlo porque la experiencia ética es una dimensión radical de nuestra propia experiencia humana. El científico como científico puede ignorar ciertas cuestiones, pero como persona se encuentra con ellas constantemente en su propio vivir como persona. Esta tensión la encontramos diariamente en nuestra vida cuando advertimos que en la sede científica -en el laboratorio, en las explicaciones de clase, etc.- razonamos de una manera y exigimos un rigor lógico determinado, pero luego, en la conversación propiamente humana, de persona a persona, no es posible eludir el planteamiento de las cuestiones más plenamente vitales; en esos ámbitos exigimos lealtades, condenamos injusticias, sufrimos en el corazón, tratamos sobre la posibilidad de compromisos vitales definitivos, etc. El caso es que, en esas cuestiones, y no en las científicas, es donde nos va la vida. En la medida en que el razonamiento riguroso se ha restringido a lo científico, nos encontramos despertrechados para tratar con hondura lo que más nos importa.

La cuestión ética, efectivamente, no puede ignorarse, y la misma racionalidad científica ha tratado de dar cuenta de ella. Los modos de tratamiento científico del problema ético han sido históricamente variados. Sin pretensión de exposición exhaustiva, veamos las líneas más fundamentales de esos intentos.

La transformación de la ética en "ciencia"

El primer intento fue la transformación de la ética en "ciencia de las costumbres". La ciencia de las costumbres considera el fenómeno ético como un fenómeno más de los que pueden observarse objetivamente en el mundo. Trata de los valores éticos vigentes en las diversas sociedades, de sus razones de dependencia mutua y de sus articulaciones lógicas, pero los trata no como algo que deba ser realizado en sí mismo, sino, justamente como hechos: como unos hechos más de los que se encuentran en el mundo. Es decir, trata de imperativos éticos no éticamente, sino científicamente, sea sociológicamente o psicológicamente. La ciencia de las costumbres consigue así ser verdaderamente científica, pero, en esa misma medida, se aparta de una consideración propiamente ética, es decir no puede realizar una "valoración" de los valores, porque esos valores éticos no son considerados como tales, sino como hechos6.

"Hechos" y "valores"

La necesidad de superar estos límites del planteamiento de la ciencia de las costumbres, es decir, la necesidad de hacerse cargo de la verdadera fuerza de los imperativos éticos, condujo a la distinción entre "los juicios de hecho" y los "juicios de valor". Los primeros serían susceptibles de una fundamentación rigurosa, es decir, científica, y consecuentemente puede pretenderse una comunicación perfecta porque se trata de "hechos objetivos". Los "juicios de valor", por el contrario, no serían afirmaciones sobre la realidad objetiva, sino sobre las afecciones que esos hechos objetivos producen en la sensibilidad o emotividad de las personas. Sobre estos juicios sería imposible pretender un consenso universal, pues serían dependientes de la formación de las personas, de sus gustos, etc7. Esta división, aunque parezca reconquistar la peculiaridad de la dimensión ética del hombre, en realidad la aniquila igualmente, al privar a los juicios de valor de su enraizamiento objetivo en la realidad. La tradición premoderna nunca habló de esa distinción, e incluso desconoce las expresiones juicios de hecho y juicios de valor, porque partía de que la realidad objetiva que el hombre es capaz de alcanzar con su conocimiento, no es pura facticidad -no es puro hecho bruto, sin significado-, sino que estaba cargada de significación. Evidentemente hay realidades más significativas que otras, y lógicamente cuando la carga de significación propia es más débil, como en la naturaleza inanimada, es más comprensible que lo que podríamos llamar la carga de facticidad sea más dominante, es decir que sea menos grave, menos violento con la realidad el prescindir de su débil significación. La cuestión es que la Ciencia Física, cuyo objeto propio es la experimentación, es la naturaleza inanimada, la menos significativa, es el prototipo de la ciencia positiva, y por eso la pretensión de conocimiento riguroso y científico, válido intersubjetivamente, se haya circunscrito en la mentalidad cientificista a los hechos puros descritos objetivamente. Esto es particularmente rastreable en los ámbitos que tratan precisamente de la comunicación, como es el mundo del periodismo. El embate de la mentalidad cientificista tiene su ejemplo más claro en la mentalidad con que los medios de comunicación social se presentan así mismos, con la pretensión de dar a conocer hechos objetivos, sin pretensiones de valoración alguna. Pero aparte de que la misma selección de los hechos que se transmiten ya suponen un criterio selectivo sobre lo que hace a un hecho significativo "como noticia", la pretensión de pura descripción de hechos objetivos, si transciende la mera descripción mecánica, es decir, física, ya está cargada de valoraciones. ¿Quién podría pretender que el asesinato es sólo una noción nacida del encuentro entre una realidad objetiva y la sensibilidad de las personas debida a la formación cultural? Cuando decimos que el asesinato, o la mentira, son malos, estamos expresando una realidad objetiva, es decir, real porque la naturaleza "habla", no ciertamente con palabras humanas, sino con significados que son alcanzables por una mente atenta.

El escepticismo moral

La distinción tajante entre hechos y valores es una de las manifestaciones prácticas más claras de la negación de los significados naturales y de la consiguiente convicción de que el hombre sólo puede conocer lo que él ha hecho. Aunque de esto volverá a tratarse al considerar los criterios éticos del dominio del hombre sobre la naturaleza, la negación de los significados naturales impide la aceptación de algún significado que se me imponga y, por lo tanto, yo no pueda dominar exclusivamente. La vida, el amor, la lealtad, la felicidad, etc., son conceptos que yo no he inventado, mientras que los artefactos, en cuanto tales, sí tienen una racionalidad a la medida de la inteligencia del hombre, y, por lo tanto, sí pueden ser entendidos plenamente. La interpelación ética tiene siempre el carácter de algo que se me impone, algo que yo no he creado, y respecto a lo cual la actitud adecuada es la de respuesta dócil. Si estos significados interpelantes son negados, su origen habrá que remitirlo a otra forma de creación humana, como es la cultural.

Actualmente, la distinción entre hechos y valores, juicios de hecho y juicio de valor, tiene la manifestación de la renuncia a la discusión racional en el ámbito de la ética, es decir, la afirmación de la imposibilidad de cualquier diálogo, sobre base común aceptada, respecto a los problemas éticos. Este es efectivamente el ambiente interior de gran parte de las reuniones que tratan estas cuestiones. Lo único que puede pretenderse es un débil compromiso en el que posturas incomunicables tratan de alcanzar un ámbito de coexistencia. La conclusión es lógica, pues desenraizando la ética de la realidad, se reducen las convicciones morales a puras afecciones inmediatas, injustificables, y tratar de dar validez universal a una convicción inmediata incomunicable es lo que siempre se ha definido como fanatismo. Cuando se niegan los significados naturales, cualquiera que pretenda proponer una forma de conducta como universalmente válida, será tachado de fanático. La cuestión no es entonces acumular razones de conveniencia o utilidad, sino reconquistar la capacidad de mirar a la realidad como es, y reconocer la capacidad humana de conocerla a pesar de la tentación del escepticismo, que es inevitable.

El utilitarismo y el consecuencialismo: sus contradicciones

Pero es también inevitable la convicción de que la ética debe tener una validez universal. Los hombres pueden aceptar pacíficamente que sociedades diversas tengan sistemas de pesos y medidas diferentes. Lo único que se requiere entonces es una tabla de conversiones. Pero cuando las diferencias se refieren a asuntos que afectan al hombre en su humanidad, la divergencia u oposición no puede ser admitida sin abdicar de nuestra condición humana. En la reflexión ética de nuestro tiempo se encuentra toda una línea que trata de satisfacer, en cierto modo, la exigencia de universalidad, pero sin apartarse aún del dogma moderno de la negación de significados propios en la naturaleza. Esta línea de pensamiento se ha denominado utilitarismo o, más modernamente, consecuencialismo o ética de la responsabilidad. Su argumentación toma la referencia para la bondad o malicia de los actos no de la naturaleza o significación propia, que es negada, sino de los efectos que produce en la marcha del mundo. La bondad o malicia se deduciría de los efectos buenos o malos que una acción tiene. Se llama ética de la responsabilidad porque el nervio de su razonamiento se toma de la conciencia que el hombre moderno tiene respecto al mundo, a la historia, como construcción humana8. En realidad, toda ética es una ética de la responsabilidad porque no pueden considerarse los actos si no es en su realidad de producir efectos, sean estos internos en la propia persona que actúa, sean externos a ella. Pero lo peculiar de las modernas éticas de la responsabilidad es la negación de cualquier significado propio de las acciones, remitiendo todo su sentido, y por tanto toda su calidad ética a los efectos que produce en el mundo humano. El problema inmediato que se plantea a este tipo de ética es el de encontrar un criterio para valorar qué mundo de los que puede producir el hombre es mejor, y por tanto preferible, y qué mundo es peor y por lo tanto debe ser evitado. Según la ética clásica también han de ser tenidas en cuenta las consecuencias que las acciones producen. Pero en la ética clásica sí hay un criterio objetivo para señalar qué mundo es mejor; es precisamente la referencia a la cualidad moral: un mundo donde vige la lealtad, la justicia, la piedad, la fidelidad, la dignidad inviolable de la persona es superior, y por tanto humanamente preferible a un mundo en que esas cualidades morales están ausentes o están dificultadas. Sin embargo, en el moderno consecuencialismo, esa vía de valoración se ha cerrado a priori porque se afirma que no hay cualidades morales susceptibles de calificación propia, sino que toda calificación moral depende de las consecuencias. Se llega así al razonamiento circular en que se afirma que es buena una acción que da lugar a un mundo bueno, pero a su vez el mundo es bueno si contiene actitudes y valoraciones que llevan a una actitud responsable de construir un mundo bueno... La calificación de "bueno" se va remitiendo siempre a instancias ulteriores y nunca se le puede dar un contenido material determinado. Este problema de la fundamentación consecuencialista de la moralidad de las acciones lo vio bien Carlos V cuando dio a Lutero un salvoconducto y exigió de sus caballeros que lo respetaran con escrúpulo. Luego, el Emperador se planteó si no hubiera sido más útil para la salvación de la unidad religiosa del Imperio el no respetar ese salvoconducto y dar muerte al que amenazaba la subsistencia del Imperio. La cuestión entonces fue ¿qué sentido tendría mantener a toda costa un Imperio en el que no se respetaba un salvoconducto del Emperador? Es un modo de razonamiento que tiene en cuenta la tentación consecuencialista, pero la supera mediante la afirmación del valor absoluto de la lealtad. Puede decirse que la actitud de Carlos V fue consecuencialista en sentido clásico, es decir, tuvo en cuenta las consecuencias de su acción, valorándolas según el criterio absoluto de los valores morales.

En realidad, las modernas teorías sobre el consecuencialismo, así como las anteriores teorías morales sobre la fundamentación científica de la conducta humana, aunque se plantearan como explicaciones omnicomprensivas de las cuestiones éticas, se apoyaban en una gran cantidad de valoraciones morales vigentes, que eran las que permitían que las conductas humanas y la vida de la sociedad en general siguieran su curso sin especiales estridencias. Las fundamentaciones científicas de la ética y de la vida social, aunque pretendidamente fueran explicación total de la realidad, en realidad no advertían que la sociedad científica que trataban de construir se apoyaba también en un ingente cúmulo de virtudes personales y sociales que estaban vigentes, como consecuencia de siglos de civilización cristiana. Si en un primer momento el cientifismo pudo embriagarse de optimismo respecto a una futura sociedad constituida científicamente, hoy esto ya no es posible. A fuerza de no enseñar las virtudes han ido desapareciendo de los corazones y la técnica científica se muestra incapaz de configurar una sociedad fuerte y humana. Se puede cortar un árbol y apoyar la copa sobre una columna de cemento: por algún tiempo seguirá ofreciendo sombra acogedora, pero separada de la raíz que lo vivificaba, inevitablemente morirá. Es el espectáculo que podemos contemplar en cualquier sociedad técnica avanzada: la negación de los valores morales absolutos conduce a la desintegración de la sociedad. No bastarán las leyes más perfectas porque no habrá criterio posible por el que mostrar que se deben obedecer las leyes. El crecimiento de las fuerzas policiales para hacer que las leyes se cumplan se hará ilimitado, y al final habría incluso que fundamentar el orden mismo entre las fuerzas policiales.

La crisis del cientifismo ético

Esta desintegración de la moral tiene el contrapeso enorme del propio sentido natural de las personas que, aunque esté oscurecido, siempre será una orientación inextinguible, y planteará de modo recurrente la necesidad de la virtud personal. Los espíritus más avezados advertirán que aun los más radicalmente positivistas en sus planteamientos teóricos, no son completamente positivistas en su propia conducta. Al fin y al cabo, también son personas, y manifiestan siempre un residuo de virtudes personales. Pero esto no soluciona el problema de la decadencia moral de una civilización. En el proceso de desintegración aún no sabemos los límites que se pueden alcanzar. El embate de la mentalidad positivista, con la negación de cualquier valor moral objetivo universalmente válido, está produciendo sus efectos ahora, porque es ahora cuando se ha llegado a la afirmación explícita y a la aplicación práctica, incluso en la enseñanza de los niños, de lo que hasta hace unos decenios eran afirmaciones de intelectuales de salón. La situación es parecida a la de aquellos intelectuales de la nobleza que en los salones del siglo XVIII discutían sin freno sobre la racionalización de la sociedad y la soberanía del pueblo infalible. Ellos discutían haciendo sus malabarismos intelectuales sobre la red protectora de las virtudes sociales y la nobleza humana que había recibido de la tradición9. Hasta María Antonieta cuando era Delfina de Francia fue a visitar la tumba de Rousseau en los jardines de Ermenonville. Para ellos era un interesante juego intelectual. En realidad, sus opiniones se añadían a muchos otros elementos de su visión del mundo. Cuando esas teorías las difundieron netas y desnudas a un pueblo que no tenía las mismas premisas que ellos, su propio orden social se volvió boca abajo y les cortaron la cabeza en virtud de los propios principios intelectuales que ellos enseñaban separadamente del enorme bagaje previo que poseían, de modo implícito, y que no expresaban. Este es el problema que se plantea siempre que se adopta una actitud crítica respecto a los valores teóricos y prácticos de cualquier sociedad. Desde la crítica se aducen, sobre todo, los correctivos necesarios. No se presenta la necesidad de subrayar el amplio fundamento porque eso ya lo hacen otros. El peligro se presenta cuando los correctivos, por la fuerza casual o provocada, se elevan a absolutos. Las consecuencias son terribles, porque los correctivos elevados a absolutos requieren aún más fuertes correctivos que lo que ha sido sancionado y corregido por la propia vida.

Nuestra situación actual es la de una tal inflación de correctivos elevados a absolutos, que los peligros amenazan desde los más variados frentes. Por eso se requieren no nuevos correctivos a las actitudes éticas, ni siquiera correctivos a los correctivos elevados a absolutos, sino una fundamentación total, desde el principio mismo de la ética. Esa fundamentación habrá de dar cuenta no sólo de las soluciones a los problemas concretos que se plantan en los diversos ámbitos de la actuación humana, es decir, no puede ser una colección de soluciones aisladas a casos aislados, sino que deberá explicar la naturaleza de la dimensión ética del hombre y los principios sobre los que gravitan las soluciones a los diversos problemas concretos. De este modo tendremos también criterios suficientes para abordar los problemas estrictamente nuevos, que se plantean con el creciente dominio del hombre sobre el mundo y sobre el mismo hombre.

La vuelta a las cuestiones fundamentales

La naturaleza de la experiencia ética, como síntesis de libertad y necesidad, que hemos descrito al comienzo de este capítulo, remite en su fundamentación a los principios mismos de la verdad del hombre como verdad interpelante para la libertad.

En efecto, la experiencia ética, en el fondo, es la experiencia en la que la persona advierte que la verdad sobre sí misma le interpela de modo absoluto. El hombre se experimenta a sí mismo como tarea a realizar. Esta es la tarea fundamental de la propia vida y no es comparable con la realización de cualquier otro objetivo. Lo que ahí se decide no es la realización de las propias posibilidades en ámbitos sectoriales: no se está ventilando la realización como deportista o como músico o como científico, sino el propio cumplimiento personal. La frecuente expresión "tengo que realizarme", aunque de un modo confuso y no articulado con precisión, en la persona que lo pronuncia, es también una manifestación, al nivel de la conciencia psicológica, del imperativo ético radical. Ciertamente, ese modo de expresarse incluye muchas veces una confusión entre la realización de la persona y las realizaciones de las posibilidades sectoriales. Pero la fuerza con que esa exigencia se experimenta muestra que no es una exigencia accidental sino una exigencia de lo más nuclear y propio de la persona.

El mismo imperativo ético aparece con frecuencia en otra forma que quizá sea la más radical manifestación consciente de su exigencia. Es la exigencia o voluntad de sentido. Hay toda una escuela de Psiquiatría -la Logoterapia10- que gravita sobre la consideración de la voluntad de sentido como dimensión existencial humana básica. La voluntad de sentido tiene frecuentes y variadas expresiones en el lenguaje ordinario, frases como "no me entiendo" o "¿qué sentido tiene mi vida?" no apelan a un mero conocimiento teórico o a cómo se engrana mi actividad vital con la de los demás. La pregunta sobre el sentido no puede ser respondida con argumentos teóricos. Apunta más allá de lo que puede explicarse con palabras o discursos. Todos sabemos que una "crisis de sentido" no puede resolverse con palabras. En el fondo, el sentido de lo que hacemos y vivimos, lo que nos da la energía fundamental para la faena de vivir, sólo puede apoyarse en algo que tenga sentido por sí mismo, no en función de alguna otra cosa, es decir, en algo que tenga un sentido absoluto. Esto no puede ser ninguna creación humana. Si se dice que es el hombre con su libertad el que da sentido a todo su actuar, parece que el hombre es enaltecido. En realidad, queda radicalmente deprimido, porque al ser todo sentido disponible es por eso mismo precario.

El verdadero rostro del mundo cientifista no es la tecnópolis, ni tampoco la naturaleza violentada, sino el rostro sin vida del hombre hundido en la crisis del sinsentido, el hombre aburrido, desesperanzado, desilusionado y desanimado: un hombre sin alma que le anime a vivir.

Sólo el hecho de que exista una verdad sobre el hombre, que sea a la vez fundamento y estímulo para su vida puede dotar a ésta de sentido. Entonces, y sólo entonces, lo que se realiza puede estar dotado de significado vital humano auténtico, porque está enraizado en algo que tiene un sentido absoluto. Sólo si la vida es camino de cumplimiento de esa verdad puede ser significativa, rica, apasionante, sin engaño.

Pero el carácter absoluto de la verdad del hombre requiere un fundamento. La interpelación absoluta que en la experiencia ética experimenta el hombre respecto a su propia verdad remite para ser intelectualmente equilibrada a un fundamento de carácter absoluto. Podríamos decir, que el hombre se experimenta a sí mismo como un absoluto -es decir como un ser no funcionalizable totalmente- necesitado de fundamentación, es decir, como un "absoluto-relativo" fundamentado en un "absoluto-absoluto". Sólo esta relación puede dar la explicación adecuada tanto de la existencia de la verdad del hombre, cuanto de su carácter de bien absoluto que interpela absolutamente a la libertad humana en la experiencia ética.

d) Fundamentación creacionista de la ética

Valor moral y creación

La creación puede considerarse desde varias perspectivas, pero entenderla como la simple posición de la existencia o concesión del ser sería un reduccionismo. Si el Creador no es un principio universal sino un Ser personal, el acto creador será inteligente y libre. Por esto la creación puede considerarse como fruto de la Sabiduría creadora o del Amor creador. En cuanto fruto de la Sabiduría creadora las criaturas son adecuadas a una inteligencia y, por tanto, son inteligibles y ontológicamente verdaderas, es decir, en su misma esencia adecuadas a la Sabiduría creadora: así, nosotros conocemos porque las criaturas son inteligibles, pero son inteligibles porque en su esencia han sido constituidas por una Inteligencia. Por esto se dice que la Inteligencia de Dios "mide" y no es "medida" por nada; las criaturas son "medidas" por la Sabiduría de Dios y "miden" el conocimiento humano; y éste es "medido" por la verdad de las cosas y no las "mide", salvo las artificiales.

Análogamente, las criaturas tienen bondad, son buenas porque han sido causadas por un acto del Ser Creador, porque han sido constituidas al ser amadas por Dios.

En el acto divino de la creación no hay separación entre la concesión del ser, la puesta en la existencia, el Conocimiento creador y el Amor creador: constituyen un único acto, sólo distinguible desde la parcialidad de nuestra perspectiva; en la realidad el Ser infinito es idéntico a la Sabiduría y al Amor. Pero, según nos interese estudiar un aspecto u otro de las cosas creadas, podemos tomar como guía uno de los aspectos del acto de la creación. Para considerar la bondad o valor intrínseco de las criaturas debemos, pues, considerar la creación en la perspectiva del Amor creador.

Por supuesto, nosotros no podemos escudriñar el Amor creador y contemplar cómo ha sido amada cada criatura para deducir de ahí qué grado de amabilidad, de bien posee, pero sí podemos deducir, de la observación del mundo, algunas de sus características.

Valor absoluto de la persona

Hemos mostrado ya que la persona humana se presenta, especialmente, en la experiencia ética, como un bien en sí mismo, es decir, no relativo a otra cosa. Esta afirmación puede considerarse de una evidencia universal reconocida. No obstante, el valor absoluto de la persona humana suscita una cuestión intelectual: ¿cómo es posible que la persona humana concreta, en su evidente contingencia, se me presente como un valor absoluto? La única respuesta posible radica, según lo que hemos dicho antes sobre el Amor creador, en que la persona humana, cada persona humana, ha sido querida por sí misma en el acto creador de Dios. No es que la dignidad de la persona la deduzcamos del Amor creador: la dignidad de la persona se muestra directamente para una mirada atenta, particularmente en la experiencia ética que es una experiencia originaria. Pero su explicación racional es, en última instancia, que ha sido querida por sí misma por parte de Dios. Si la persona humana aparece como absolutamente valiosa, es decir, amable por sí misma, se debe a que ha sido amada en sí misma por parte de Dios. La persona es la única criatura que encontramos en el mundo que posea esta dignidad. Podemos afirmar, con toda la tradición cristiana, que el hombre es la única criatura del mundo que Dios ama por sí misma11.

La plenitud del hombre y su valor absoluto

La afirmación del valor absoluto de la persona ha de ser precisada aún. En efecto, cada uno de nosotros se experimenta a sí mismo como un bien, pero aún no definitivo, sino más bien como proyecto. El hombre vive no en la satisfacción de lo que ya es, sino en la esperanza de lo que aún no es, como en tensión hacia una plenitud aún no poseída. La dimensión ética que caracteriza todos los actos del hombre muestran que su vida es camino hacia la propia realización como persona. La conciencia es justamente la luz que conduce y orienta en ese camino, advirtiéndole qué actos realizan su dignidad y cuáles lo destruyen.

Esa experiencia adquiere una explicación adecuada en una consideración más precisa del Amor creador. En efecto, si el hombre se advierte a sí mismo como dotado de una dignidad inviolable, y a la vez se detecta como tarea o proyecto a realizar, ha de ser porque lo que Dios ha querido al crearnos no ha sido simplemente la persona humana en sus contenidos esenciales, sino el hombre cumplido, en la plenitud de la vida propiamente humana, es decir, el hombre que ha colmado su ilimitada aspiración de amor y conocimiento. Por esto también a nosotros se nos presenta cada persona como digna de amor, no sólo en lo que ya es. No sería un amor recto a una persona necesitada, hambrienta, ignorante u oprimida, la pura complacencia en su situación actual: quererla por sí misma significa quererla en una plenitud de vida, quererla feliz, y hacer lo posible por liberarla de lo que lo impide. Si el Amor creador se refiere al hombre en la plenitud a la que aspira -que es plenitud de amor y de felicidad, sin el temor de la separación y de la frustración- no puede referirse al hombre en la situación mundana actual: sólo en la consideración del destino transcendente del hombre se esclarece el sentido y el alcance de la creación como acto amoroso de un Dios personal.

El designio creador del Amor divino es el hombre en su felicidad definitiva, y por eso su "verdad" radical -razón de su inteligibilidad- es su situación de plenitud, pues ése es el designio de la Sabiduría creadora, lo que Dios "ha conocido" al crearlo, es decir, el conocimiento divino que mide la verdad del hombre. Por esto la sentencia condenatoria del Juez del último día suena: "no os conozco". En la situación de camino hacia la plenitud, el hombre no es aún plenamente inteligible en sí mismo. Análogamente, lo que Dios ha amado por sí mismo, y por tanto es verdadera y propiamente un bien en sí mismo, es el hombre en la plenitud de la felicidad, mientras que en la situación actual se encuentra aún en riesgo de frustración.

La vida humana como camino de la realización personal

La situación es paradójica. Hemos dicho en principio que el Amor de Dios es eficaz, pero ahora advertimos que, según parece, el designio creador no se cumple inmediatamente, sino que se nos muestra como algo que requiere proceso, tiempo. En efecto, así es; y no puede ser de otro modo. Si el designio creador del Amor divino es el hombre en plenitud de vida, no puede alcanzarse de inmediato, pues la plenitud del hombre implica de suyo la propia colaboración del hombre, ya que se trata de una plenitud de amor, y el amor supone iniciativa personal del que ama: el amor no puede imponerse. No es posible -posiblemente sea contradictorio- la creación inmediata de un "hombre entregado por amor", pues la entrega de amor debe tener su principio en la misma persona. El "espacio" de esta aceptación es la vida tal como la experimentamos en nuestra situación. Por eso es verdadera vida biográfica -y no mero desarrollo de factores biológicos-, historia de salvación personal, de realización de la propia verdad. Resulta, pues, que el designio creador alcanza su efecto con una situación temporal, como en dos "momentos": uno, primero, en el que es constituido el sujeto como ser libre destinado al amor; un segundo momento, en el que el mismo designio alcanza su plenitud cuando la libertad del hombre opta efectivamente por su verdad y se entrega en el amor.

Se manifiesta así con toda su profundidad antropológica y transcendente el alcance de la libertad de la criatura. Sólo cuando el hombre se entrega libremente a la realización de su verdad -lo cual es una entrega implícita o explícita a la llamada del Amor creador-, es decir, cuando el hombre libremente se deja querer, aceptando y consintiendo al Amor creador, su propia verdad se cumple, y lo que Dios ha querido por sí mismo alcanza efectivamente su valor absoluto.

La persona humana resulta, pues, valiosa absolutamente no tanto por lo que ya es, cuanto por lo que está llamada a ser, teniendo siempre presente que esa llamada no es algo que se añade al hombre ya constituido: es lo que le ha dado origen y le ha situado en la posición ontológica y existencial en que se encuentra.

La frustración posible

Esta correspondencia del hombre puede no tener lugar cuando la persona, con su libertad, se niega a responder al Amor de Dios y a aceptar su "verdad" sobre sí mismo, cerrándose para realizar su propio proyecto al margen del designio creador. Entonces el proyecto divino sobre la persona queda truncado y el hombre se frustra: queda como "a medio crear", a mitad de camino entre la nada y la vida. Esto es justamente lo que advierte la conciencia cuando, ante el mal moral, condena a la persona en sí misma: eres malo. No se trata de quedar privado de una cualidad más o menos valiosa, ni de haber fallado en un ámbito sectorial, sino de haber decaído el propio ser personal, de haberse despojado del propio valor al negarse a realizarlo en plenitud. Por esto los pensadores más radicales han concebido siempre la malicia moral como una "caída hacia la nada", decía San Agustín; y Camus, desde una perspectiva atea, afirma: "hay un único problema filosófico serio: el suicidio". La generalizada invasión del nihilismo entre los negadores de la transcendencia más consecuentes y radicales, manifiesta la repercusión psicológica inevitable de la negación de Dios creador.

Valor de la vida del hombre

Con esto tenemos las claves últimas para dar una explicación adecuada de la vida del hombre. Lo que hemos visto nos dice que, incluso dentro de la existencia humana, la vida puede entenderse según aspectos distintos. La vida como plenitud de existencia corresponde exclusivamente a la situación definitiva y última del hombre que ha consentido con la llamada del Amor creador. La existencia histórica del hombre es ciertamente una forma de vida, pero no es aún plenamente vida buena y amable por sí misma de modo absoluto. Más aun, despojada de su dimensión de camino de esperanza y plenitud, puede presentarse como algo que no es en absoluto digno de ser amado y vivido: la vida sin sentido, es decir sin finalidad ni esperanza de realización se hace insoportable y aborrecible. Si la vida histórica tiene valor es por su intrínseca conexión con la plenitud a la que apunta, pero en sí misma no tiene ni la razón de ser, ni su inteligibilidad, ni su razón de bondad y valor. Ciertamente es algo, pero es más "camino hacia el ser" que "ser definitivo", aún puede frustrarse. Puede entenderse en cierta medida, pero una comprensión sólo de lo que el hombre es ya en esta situación no le bastaría para entenderse a sí mismo y dar sentido a su existencia; es un bien muy valioso, pero, sobre todo, en la medida en que se vive en la entrega, como camino hacia la plenitud de bondad. Lo característico de la situación presente es que no se trata simplemente de una versión reducida de la vida cumplida, es decir, no se trata de una vida distinta, sino de la misma vida que está llamada a la plenitud, pero todavía incoada. Por esto encontramos en nuestra situación aspectos de plenitud ya apuntados, y por lo tanto de bien absoluto, mezclados con aspectos irremisiblemente precarios, en una situación que lleva inscrita en sí la marca de la provisionalidad.

e) El conocimiento ético

Autoconocimiento del hombre en la experiencia ética

La situación de camino hacia la plenitud es advertida por el hombre en su obrar cuando en el ejercicio de la libertad se le presenta la interpelación peculiar del deber moral. El deber moral resulta así la interpelación que la plenitud del hombre, es decir, su propia verdad, dirige a su libertad. Por eso puede afirmarse que, en la dimensión moral de su acción, el hombre alcanza un autoconocimiento perfecto, es decir, una especie de alianza con la Sabiduría creadora. En la experiencia de la moralidad, con la exigencia que comporta, la persona advierte la conveniencia o disconveniencia de una acción con su propia verdad personal, y por eso la acción se presenta en esa experiencia como absolutamente digna o indigna de ser realizada.

¿De qué modo tiene lugar el autoconocimiento perfecto?

La razón ética no es instrumental

En primer lugar, hay que afirmar que no se trata de un conocimiento temático o explícito, sino atemático o implícito. Quiere decirse con esto que en la acción moral el hombre no parte de un conocimiento explícito de sí mismo para deducir de ese conocimiento si una acción es o no adecuada a la realización. No es de este modo como discurre la experiencia moral, es decir, la racionalidad que tiene lugar en la experiencia ética no es del tipo de la que se ejerce cuando se tiene conocimiento de un objetivo y desde ese conocimiento se deducen los medios adecuados que pueden permitir su realización. Dicho brevemente, la racionalidad ética no es una forma de racionalidad instrumental, no es una forma de racionalidad que establece los medios para alcanzar un fin12.

Carácter práctico del conocimiento moral

Lo que es explícitamente conocido en la acción moral es justamente el acto que se va a realizar y su interpelación positiva o negativa, exigiendo su realización o prohibiéndola, a la libertad humana. Por esto se dice que el conocimiento propio y específicamente moral es un conocimiento práctico, es decir, un conocimiento que acompaña y dirige la acción, orientando el recto uso de la libertad13. La rectitud de nuestras acciones no se deriva directamente de su adecuación a unas normas universales, del mismo modo que la rectitud de un proceso constructivo se deriva de su exacta adecuación a los planos previamente establecidos. El hombre recto no es el que convierte su conducta en un "caso" que refleja exactamente la ley universal. Esto no quiere decir en absoluto que no existan exigencias o normas morales de validez universal. Advierte solamente que el obrar recto no es medido por la norma universal, de la misma manera que la ley de gravitación universal mide la atracción de las masas. Esto no sólo es falso, sino que, además, es evidentemente imposible: la rectitud o prudencia de nuestras acciones no puede aprenderse con lecciones o con libros, como se aprenden los conocimientos teóricos. Cuál es la acción prudente no es una cuestión teórica, sino práctica, es decir, ligada a la situación y circunstancias concretas; por esto sólo puede "saberlo" en cada caso la persona prudente, la persona que tiene tal connaturalidad con los valores, en juego en cada situación, que es capaz de dar con la solución adecuada en cada caso.

El valor de la persona fundamenta los valores no humanos

El carácter práctico del conocimiento moral no sólo no impide el conocimiento teórico, sino que lo exige. En efecto, en la experiencia moral el hombre alcanza un autoconocimiento que, como decíamos, es el autoconocimiento más perfecto que la persona puede alcanzar, pues supone un conocimiento de la propia verdad tal como está en la Sabiduría creadora. Pero este conocimiento tiene lugar no temática y explícitamente, sino a través de la advertencia de qué es lo que se está haciendo o se va a realizar. La exigencia moral se presenta explícitamente como exigencia de fidelidad a la realidad: exigencia de tratar la realidad tal como es. Por esto, cuando hablamos de conocimiento explícito, de qué es lo que se está realizando, no nos referimos a un conocimiento del acontecer mecánico de la acción que se trate, y mucho menos a un conocimiento de su descripción científica. Conocimiento de la acción moral es conocimiento de su implicación de la realidad moral, es decir, conocimiento del modo en que esa acción involucra el valor moral fundamental que es la persona humana. La experiencia moral en cuanto que explícitamente es la experiencia de la interpelación de los valores morales, nos enfrenta con nuestro deber de tratar a las cosas según su bien propio, y el único bien capaz de interpelar absolutamente a la libertad es el bien absoluto, es decir la persona humana. Las demás realidades, en las cuales no está directamente involucrado el valor de la persona, no son por sí mismas capaces de interpelar absolutamente a la libertad, y, por tanto, de dar lugar a una experiencia ética verdadera y propia. Por esto sería inmoral tratar a la persona de un modo puramente instrumental y relativo, es decir, de un modo contrario a su condición de bien absoluto que ha de ser querido por sí mismo. Pero sería también impropio de la dignidad humana del que actúa al tratar una realidad no humana de un modo que lo considerase un bien absoluto. Esta conducta sería inmoral porque no haría justicia a la realidad de las cosas.

El valor de las realidades no humanas

El hecho de que una persona humana sea el único bien querido por sí mismo por parte de Dios, a la vez que nos dice que las demás criaturas no son bienes absolutos, nos dice que han sido queridas por Dios en el acto de amor creador del hombre, y, por lo tanto, son bienes relativos al hombre: no bienes absolutos, pero sí bienes objetivos y reales, pues han sido queridos por Dios, pero no absolutos sino relativos al hombre, porque han sido queridos -y por tanto creados- en relación a la criatura personal humana. De esta manera las criaturas no humanas interpelan a la libertad y exigen ser tratadas según su condición objetiva. Por no tener una bondad absoluta, no son objeto de una interpelación moral propiamente dicha, pero de ningún modo quiere decirse esto que sean puro material disponible para el capricho, sin ninguna restricción. Según su grado de vinculación o proximidad ontológica al hombre, son como una incoación del bien absoluto humano, y corresponde a la dignidad humana hacer justicia a esa realidad. Así, por ejemplo, los animales pueden ser utilizados para el bien del hombre, pueden ser criados y sacrificados para proporcionar alimento o ayudar a la Ciencia: no son, como la persona humana, seres dignos de respeto absoluto. Pero sería indigno de la persona humana tratarlos como puro objeto de manipulación desconsiderada; sería indigno porque no haría justicia a su condición de bienes relativos, pero objetivos.

Valor de las dimensiones existenciales humanas

Análogamente, aquellas dimensiones de la existencia humana que no constituyen por sí mismas la persona en su dignidad absoluta, no deben ser tratadas como bienes absolutos y sería indigno de la persona tratar esas dimensiones como si interpelaran por sí mismas con una exigencia propiamente moral. La salud, la belleza, las condiciones corporales o artísticas, e incluso la vida física son ciertamente bienes, e incluso bienes específicamente humanos, pero no son bienes o valores morales, no expresan por sí mismos el bien propio de la persona humana, y, por tanto, no deben ser considerados como bienes absolutos, objetos propios de interpelación moral. Si, no obstante, son considerados de un modo absoluto y se los identifica con la propia dignidad personal, se estaría haciendo violencia a la realidad. Pero de ningún modo puede decirse que, por no ser idénticos a la realidad personal absolutamente digna, puedan ser tratados sin ningún límite. Aunque no sean el bien personal están estrechamente vinculados a él, y, por tanto, aunque no sean objeto propio de interpelación moral, no son completamente ajenos a estas interpelaciones. En este sentido es muy importante advertir que, aunque no existan determinaciones morales universales para determinadas intervenciones técnicas en el cuerpo humano, por ejemplo, en el caso de los trasplantes de órganos "inter vivos", y pueda decirse que son, en principio, lícitos, no por ello puede afirmarse que nos encontramos en un ámbito en la que la técnica no tiene límites humanos: la persona que actúa en ese campo tiene el deber moral de considerar que, aunque no esté tratando con un bien absoluto que absolutamente le interpele, está tratando con bienes objetivos, estrechamente ligados al bien absoluto de la persona, que reclaman que se les haga justicia, es decir, que sean tratados no como material técnico disponible sin más, sino como realidades cargadas de significado propio, aunque relativo.

La cuestión fundamental que debe conocerse en el actuar es de qué modo la acción que se está realizando o se va a realizar involucra la persona humana. En el fondo, la enseñanza sobre la moralidad de los actos es una enseñanza sobre esa cuestión básica.

El acceso al conocimiento moral concreto

El modo como la persona aprende esas cualificaciones morales es muy variado. Algunos actos se presentan casi evidentemente vinculados a la persona, por eso sobre ellos casi todas las personas coinciden en el dictamen moral correspondiente. Otros actos van mostrando su vinculación a la persona y, por tanto, su exigencia moral a través de la experiencia de las generaciones, y por eso esas valoraciones se adquieren por tradición. Esto es lógico pues desde unas tradiciones culturales se pueden alcanzar dimensiones morales que no se han alcanzado desde otras. Así, por ejemplo, ha sido el moderno desarrollo industrial el que planteó y manifestó dimensiones de la coexistencia humana que habían sido ignoradas en otras circunstancias naturales. Es signo de sabiduría acoger el descubrimiento de las dimensiones humanas involucradas en determinados actos y experiencias, e incorporarlas al propio patrimonio moral14.

A este respecto es especialmente importante la advertencia de que algunos actos involucran de un modo propio la realidad personal. En estos casos nos encontramos con actos que tienen una cualificación moral propia, es decir, se trata de actos en sí mismos, y, sin necesidad de recibir ninguna cualificación complementaria por parte de la persona que lo realiza o las circunstancias en que tiene lugar, son interpelantes de la libertad con una interpelación propiamente moral, es decir, con una interpelación que es expresión del valor absoluto de la persona. En resumen, son actos que comportan una exigencia absoluta para la libertad.

Universalidad de los preceptos morales

La cuestión que se plantea inmediatamente es: ¿existen en realidad esos actos? ¿hay actos que de suyo afecten a la persona humana en cuanto tal? En caso afirmativo ¿qué actos son esos?

En primer lugar, hay que advertir que la existencia de unos tales actos no es evidente. Ciertamente nos encontramos con imperativos morales tradicionales que expresan la exigencia o la prohibición de determinados actos, pero a la vez se advierte que rara vez encontramos preceptos morales que imperen o prohíban determinados actos que no admitan excepciones. La existencia de excepciones es una muestra inequívoca de que la interpelación del precepto correspondiente no es absoluta, sino dependiente de otros factores. Así, por ejemplo, el precepto de no mutilarse admite tradicionalmente las excepciones de la mutilación terapéutica. Incluso el precepto de "no matar" presenta en la moral tradicional las excepciones de la defensa propia, de la guerra justa y de la pena de muerte. Lo curioso es que, no obstante estas excepciones, la reflexión moral tradicional presentaba la exigencia de esos preceptos como absolutos, y no como relativos. La apariencia de contradicción es evidente. Efectivamente estamos ante una cuestión en la que la reflexión ha de ser máximamente atenta para llegar al núcleo de la cuestión y no caer en las fáciles argumentaciones de la retórica de las ideologías.

Las "excepciones" a los preceptos morales: preceptos y valores

El problema de las excepciones a los preceptos morales sólo puede ser resuelto atendiendo al verdadero significado de esos preceptos. Sólo desde esa concepción podrá darse un dictamen sobre la realidad de la existencia de excepciones. La naturaleza de los preceptos morales hay que entenderla a la luz de la naturaleza propia de la exigencia moral, y esta exigencia es la interpelación que presenta la persona humana. Por esto, el sentido de los preceptos morales no es algo que pueda alcanzarse desde una comprensión de la pura expresión lingüística, jurídica o histórica, del precepto, sino desde el valor personal que trata de expresar. El precepto moral suele tener una forma de proposición imperativa de un acto. Pero el acto no debe entenderse en su acontecer material sino en su significación humana. En otras palabras, la proposición de un precepto moral ha de ser entendida desde el valor moral, o lo que es lo mismo, desde el aspecto del valor de la persona cuya exigencia expresa. No entenderemos el sentido y la exigencia del precepto "no matar", si no alcanzamos a entender el valor personal que expresa, y ese valor moral no es la pura vida física, pues la vida física no es un valor moral, aunque ciertamente esté estrechamente unido con ella. Más adelante volveremos sobre la cuestión de la vida física. Lo que ahora nos interesa subrayar es que por ser el precepto moral en su formulación proposicional imperativa expresión de la exigencia del valor moral, es casi imposible que la forma concreta que tome el precepto exprese adecuada o exhaustivamente el valor moral correspondiente, al menos en los preceptos positivos15.

Por lo tanto, es fundamental para un enfoque adecuado de los problemas morales la superación de la visión de la moral exclusivamente como un conjunto de preceptos formulados proposicionalmente a los cuales el hombre ha de someter su conducta de modo análogo a como las leyes jurídicas determinan la conducta humana. En efecto, el juridicismo es uno de los mayores riesgos para el recto entendimiento de la moral. Cuando se ven las cosas en esa perspectiva, es decir, cuando se considera que la última y definitiva referencia de la moral son los preceptos, es imposible evitar el reconocimiento de que unos preceptos pugnan, en determinados casos, con otros, y que, entonces, los inferiores han de ceder ante los superiores. Esto supone una grave deformación juridicista de la moral porque priva del carácter absoluto, es decir propiamente, moral a todos los preceptos, salvo quizá al primero o superior a todos.

En realidad, la exigencia de los valores morales, en cuanto que son exigencias del valor absoluto de la persona, no puede admitir excepciones. La cuestión es determinar los valores morales y expresarlos adecuadamente en proposiciones que puedan ser una orientación práctica para la conducta concreta. En este sentido podemos decir que la primera forma que toman los preceptos morales son la forma de exigencia de las virtudes: "hay que actuar con justicia", "debes ser leal", "debes ser templado”, ... Esta forma de exigencia es absoluta porque las virtudes son la expresión de todo el valor de la persona en cada una de sus adecuaciones operativas, es decir, son el modo como la persona es comprometida, en cuanto persona, en la actuación de cada una de sus dimensiones operativas.

La moralidad de los actos concretos

De todos modos, estas formas de exigencia son todavía algo "formales", es decir, no formulan exigencias de actos concretos. La cuestión es si hay actos que comprometen de modo propio a la persona en cuanto tal. Esta es la cuestión que nos planteamos al principio. Obviamente, si los actos se consideran en su acontecer material, de ninguna manera pueden considerarse que involucren a la persona en cuanto tal: una descripción mecánica o científico positiva de un acto no puede vislumbrar siquiera el comprometer a la persona. Por esto, desde una perspectiva cientifista resulta inadmisible que haya actos que puedan ser susceptibles de una cualificación moral propia. En esa perspectiva, cada acto es visto con la carga personal que ponga libremente el que lo realiza. Pero esta posición intelectual cierra apriorísticamente su mirada ante dimensiones de la realidad que son alcanzables por cualquier mirada atenta. Para ver si un acto concreto involucra a la persona, debemos preguntarnos qué es lo que hace la persona en ese acto concreto. Esa pregunta no se refiere al acontecer material, susceptible de una descripción morfológica, mecánica o científica. Un mismo acontecer material puede "hacer" en la persona cosas muy distintas, por ejemplo, el mismo gesto material de la sonrisa puede ser aprobación o ironía, la bofetada puede ser vejación y ofensa personal o puede ser también corrección movida por el cariño materno; la donación sexual puede ser donación personal o satisfacción egoísta del deseo de placer... La mera descripción material del acto no puede dar noticia sobre el significado humano del que toma su principio la calificación moral.

Universalidad de las leyes morales concretas

En una perspectiva positivista, la única consideración objetiva posible es la que se realiza sobre los hechos, sobre la facticidad mecánica, y siendo la facticidad mecánica absolutamente ambigua respecto a la calificación moral, se concluye que no puede haber ninguna determinación moral absoluta considerando el hecho en sí mismo. En esta perspectiva no puede haber actos susceptibles de una calificación moral universalmente válida. La única calificación vendría dada por el significado que a ese acto le da el que lo realiza.

Sin embargo, esta conclusión, hoy muy ampliamente difundida, en su apriorismo cientifista, es deudora de una división tajante entre la objetividad de los hechos y la subjetividad de los valores. En realidad, en muchos actos hay un significado propio que está inscrito antes del sentido que la persona que lo realiza quiera darle. Ejemplos de estos actos son la comunicación personal por medio del lenguaje, la comunicación personal por medio de la sexualidad y la comunicación personal a través de la corporalidad en general16.

a) La exigencia de verdad. - La condición del hombre como ser que puede comunicarse con otras personas a través de la palabra comporta la exigencia de no mentir, una vez establecido el ámbito de la comunicación personal verdadera. En este sentido el precepto "no mentir" tiene validez universal y no admite excepciones. Esto es así, porque una vez establecido el ámbito de comunicación personal verdadera, la expresión personal a través de la palabra compromete a la persona en cuanto tal, y si se le miente, se la está vulnerando. Esta vulneración podrá ser más o menos grave, pero es siempre ilícita. Evidentemente la condición que hemos señalado de que se haya establecido un ámbito de comunicación verdaderamente personal, es indispensable: ni el "érase una vez..." de los cuentos, ni en el decir algo contrario a la verdad cuando la interrogación es avasalladora, puede decirse propiamente que es una mentira. Pero no por eso estamos situándonos en una perspectiva puramente subjetivista. El establecimiento de una comunicación entre personas es una situación objetiva, y cuando esta se establece, el uso de la palabra en la comunicación no está sometido al arbitrio, no puede ser utilizado según el capricho, o la conveniencia, o el sentido que se le quiera dar: tiene ya un sentido que es de suyo obligante para la libertad.

b) Las exigencias de la sexualidad personal humana. - Análogamente la comunicación personal que se establece en la relación sexual tiene un significado propio que no depende de la voluntad del que actúa. Esto es así porque en la relación estrictamente sexual lo que las personas hacen no es algo que pueda ser expresado adecuadamente en términos mecánicos o anatómicos o fisiológicos. Esas descripciones, por exactas que puedan ser, no alcanzan el significado personal de esos actos. La relación sexual, como veremos en el capítulo dedicado a la sexualidad, es una forma de donación peculiar, en que no se entregan simplemente unas células, sino que es una forma peculiar de donación personal: lo que se da no es líquido seminal sino la propia persona. Lógicamente esta afirmación no puede ser objeto de comprobación científica, pero sí es objeto de advertencia personal para una consideración atenta. Por esto la relación sexual requiere que la donación personal que supone, es decir, que expresa y realiza, sea consentida, es decir, esté unida a un consentimiento con el significado propio del acto sexual: el consentimiento requerido en las personas que lo realizan es, en esencia, el hacer propio, asumir personalmente, el sentido personal de ese acto. Por esto mismo, la relación sexual puede ser objeto de imperativos morales propios: por ejemplo, nunca puede ser lícito, es decir, siempre supone una violación de la dignidad absoluta de la persona, tener relación sexual con una persona a la que uno no se ha entregado con la entrega expresada y realizada en el acto sexual, es decir, con una persona con la que no se está unido en matrimonio. En efecto, el significado propio del acto sexual es el que fundamenta el contenido y el alcance del consentimiento matrimonial, que por estar fundado en un significado natural no es de ninguna manera manipulable por el arbitrio humano. De este modo la afirmación de que es siempre inmoral tener relación sexual con una persona que no es el propio cónyuge, expresa una exigencia moral que no tiene excepciones.

c) Las exigencias de la corporalidad personal humana. - El tercer ámbito que señalábamos es el de la comunicación personal a través de la corporalidad en general. Las personas no son sólo vulnerables a través del engaño o del desorden sexual; la persona es también vulnerable por el hecho de la corporalidad. En este sentido, el respeto a la persona ha de expresarse en el trato con su condición corporal, y nunca es lícito realizar actos en los que se realice una agresión a la dignidad personal a través de su corporalidad. Como en los casos anteriores, también aquí puede decirse que la descripción de los hechos no alcanza al núcleo de la cuestión: una bofetada o cualquier otro gesto puede no ser una agresión a la persona, pero cuando suponen una afección agresiva a la persona, son siempre ilícitos moralmente. Ciertamente aquí no nos encontramos, como en el caso de la sexualidad, con unos actos concretos de significación personal propia, pero cuando se instaura esa significación, los actos se convierten por sí mismos moralmente en interpelantes. Además, en el ámbito de la corporalidad, la amplitud de casos que pueden darse es grande: involucra no solamente al cuerpo, sino también a las realidades estrechamente vinculadas a él. La persona puede ser vulnerada en su corporalidad no sólo por la agresión estrictamente corporal, sino también por medio del maltrato de su vestido o de su habitación íntima. En este sentido, aunque materialmente se trata con cosas, arrancar el vestido u hollar violentamente el hogar o las cosas más personales, es también vulneración de la persona que vive en ellos, y por tanto siempre moralmente ilícito. Este es el sentido tradicional del "no robar", y no una mera protección del dominio de las posesiones mercantiles: la propiedad privada, tradicionalmente, no se refería a las riquezas potencialmente objeto de mercado, sino al ámbito de la existencia personal. Por eso su defensa estaba sancionada con un precepto moral, es decir, con una exigencia enraizada en la dignidad absoluta de la persona.

El conocimiento de las normas y la rectitud de conocimiento moral

El conocimiento del alcance personal de los actos que el hombre realiza es condición de posibilidad para un actuar recto en la práctica. En este sentido, la racionalidad práctica moral que acompaña al hombre en su acción dictaminada sobre la licitud o ilicitud de sus actos, depende del conocimiento teórico, es decir, universal, sobre la cualidad moral propia de sus actos. Por esto enseñaba la tradición que el juicio moral práctico -que se denomina "juicio de conciencia" o simplemente "conciencia"- es la norma moral próxima, es decir, la referencia inmediata que encuentra la persona para actuar rectamente; pero que la conciencia debe ser verdadera, es decir, adecuada a la verdad sobre el hombre, sobre su dignidad absoluta, y sobre la implicación de esta dignidad en los actos concretos. Cuando esta implicación es reconocida, se advierte que es posible la formulación de preceptos morales de validez universal. Estos preceptos han de ser conocidos y constituir la referencia necesaria para los juicios prácticos en la acción.

Cuando, por el contrario, se niega la implicación de la dignidad de la persona en los actos, se negará igualmente la posibilidad de preceptos morales universales, y la primacía de la orientación en la conducta quedará confiada a la razón práctica "en situación": la ética decaerá en situacionismo, o utilitarismo, o consecuencialismo, que, como hemos visto, suponen una restricción arbitraria de la mirada sobre el sentido de la realidad.

f) Bibliografía

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(16) SPAEMANN, R. "Wer hat wofür Verantwortung". Herder-Korrespondenz, p. 405,1982.

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