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Actas del Congreso Internacional de Bioética 1999. Bioética y dignidad en una sociedad plura

Índice del Libro

El embrión humano: estatuto biológico, antropológico y jurídico

Livio Melina
Profesor Ordinario de Teología Moral
Pontificia Universidad Lateranense (Roma)

I. Una cuestión decisiva para la identidad del hombre y para la vida social
II. El respeto de toda persona, fundamento y criterio de una sociedad justa
III. Reconocer el bien ético de la persona del embrión humano
IV. Perspectivas sobre el embrión humano a partir de la biología
V. Singularidad personal del embrión humano
VI. El principio ético-jurídico fundamental y sus implicaciones normativas
VII. Conclusión

Existen cuestiones que son sistemáticamente censuradas en el debate público, y ello porque han sido consideradas a través de decisiones legislativas como ya resueltas de una vez por todas. Continuar hablando de ello es considerado como un atentado a la pacífica convivencia dentro de una sociedad plural. Sin embargo, estas cuestiones, eliminadas y puestas al margen de la confrontación abierta, continúan agitando secretamente las conciencias: al ser solucionadas inadecuadamente a nivel legislativo, se revelan como un principio peligroso de disolución de todo el ordenamiento jurídico de la sociedad. Entre estos temas, la cuestión del respeto debido a la vida humana prenatal es ciertamente decisiva tanto para la identidad misma del hombre como para la calidad de la convivencia social.

I. Una cuestión decisiva para la identidad del hombre y para la vida social 

Si permanecemos en una visión superficial se podría pensar que, en el fondo, la introducción del aborto en las legislaciones de muchos países occidentales no ha sido algo tan traumático como temían algunos de sus opositores. En el fondo, para los hombres y las mujeres adultos de estos países todo continúa como antes. Cada uno es libre de determinarse según su propia conciencia y quien no quiere abortar no es obligado a ello. Quien lo hace ahora con la aprobación de la ley, quizá lo haría de todas formas, y todo se consuma en el silencio tenue de una sala de operaciones, pero, al menos, ahora con la adecuada asistencia médica para la mujer que se somete a la «operación».

El feto que no verá nunca la luz, en el fondo, es como si no hubiese existido nunca: ¿Quién se da cuenta de él? Hoy se debate también sobre la posibilidad de realizar experimentaciones sobre los fetos que deberán ser abortados: ¿Por qué no, si están, de todas formas, condenados a muerte y si estas investigaciones pueden llegar a ser útiles para la ciencia y tantos enfermos? Se reivindica, por lo menos, la licitud de producir embriones humanos artificialmente «in vitro» o de usar los llamados «supernumerarios» a favor de la investigación científica o para tener a disposición tejidos en vista de posibles terapias sobre enfermos adultos (por ejemplo, el caso de la enfermedad de Parkinson o de Alzheimer). El problema, que lleva hasta el absurdo la lógica de un dominio total sobre la vida como en el caso del aborto, es tan inquietante que la tentación es «no pensar». Así la conciencia se adormece, censurando y haciendo invisible el drama que está en juego.

Y sin embargo éste no es un problema pequeño para la identidad del hombre. Como tampoco existen «pequeños homicidios» que se puedan cometer sin profanar a todo el hombre. Lo que se debate es precisamente esto: la autocomprensión del hombre, la pregunta sobre «¿quién es el hombre?». El Evangelio nos amonesta: «¿De qué le vale al hombre ganar el mundo entero si se pierde a sí mismo?» (Lc 9, 25), o, como dice el evangelista Mateo: «¿...si después pierde su propia alma?» (Mt 16, 26). Lo que está en juego es la identidad humana, el perder o ganar la propia «alma».

Está claro que el acto de reconocimiento de la identidad personal del embrión humano está lleno de consecuencias para el sujeto que lo realiza, no sólo porque le lleva inmediatamente ante la perspectiva de las obligaciones morales precisas que debe respetar en relación con aquella vida humana incipiente, sino también porque está en juego la identidad humana de quien expresa un juicio sobre el tema: «con la medida con que midáis seréis medidos» (Mt 7, 2).

Decía que el respeto de la dignidad personal del embrión humano era decisivo no sólo para la identidad del hombre, sino también era crucial para la calidad justa de una sociedad. Ninguno rechaza dar su propia aprobación a la afirmación contenida en la Declaración universal de los derechos del hombre: «Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su propia persona» (art. 3). El derecho a la vida es el primero, el más fundamental y el más obvio de los derechos de todo hombre. Todas las Constituciones lo mencionan en su inicio, como base del orden ordenamiento jurídico. Un «derecho» es una exigencia que se impone en virtud de la misma naturaleza: es una llamada, para cada persona, a la realidad ética de la obligación, que nace del reconocimiento de la dignidad del otro, creando, por ello, un «deber» correlativo.

Las leyes que permiten el aborto, sustrayendo de la tutela legal algunas categorías de seres humanos, ¿no minan los fundamentos mismos de la justicia? ¿No deberían ser consideradas injustas o como «corrupciones de la ley», según la expresión de Santo Tomás, recordada por la Encíclica Evangelium vitae, y, por lo tanto, deberían ser tenidas como privadas de auténtico valor legal? Para evitar tales consecuencias, se hace la propuesta de introducir una distinción en el concepto mismo de vida: se distingue entre vida biológica humana y vida del hombre como persona.

La vida de los embriones sería, desde luego, vida biológica humana, pero no vida individual humana o al menos no se trataría de vida personal humana. Para poder atribuir a un organismo vital humano el estatuto de «persona» (y, por ello, reconocerle sus derechos), se debería poder reconocer en él algunas propiedades de la vida personal: autoconciencia, autonomía, capacidad de recordar y proyectar, de establecer uniones, de entrar en relaciones comunicativas. A pesar de pertenecer a la especie del Homo sapiens, los embriones y los fetos no serían reconocidos como personas y no gozarían de los mismos derechos de los demás seres humanos. Al ser su vida humana sólo potencialmente personal (serían «seres humanos en potencia»), no tendrían derecho a una protección jurídica incondicional. El derecho a la vida, sancionado por la Declaración de la ONU, no se aplicaría a ellos. En tal caso se podría mirarlos y tratarlos no como personas, sin por ello disminuir su propia dignidad humana. La mirada sobre ellos no mediría la autocomprensión del hombre como tal.

II. El respeto de toda persona, fundamento y criterio de una sociedad justa 

El problema fundamental ante el que nos encontramos es el del reconocimiento de la verdad antropológica, ética y jurídica del embrión humano: ¿qué tipo de respeto le es debido? Para responder a esta pregunta nos detendremos primero sobre la centralidad del valor de la persona para la moral y para la sociedad. A continuación, consideraremos por qué y en qué condiciones sea razonable reconocer también al embrión humano la dignidad de la persona. La dimensión epistemológica deberá encuadrar y poner en relación las aportaciones de la biología y de la antropología. Por último, examinaremos las consecuencias normativas de tal reconocimiento, en el ámbito de principios jurídicos básicos.

Se ha afirmado justamente que la preeminencia de la verdad, como criterio guía para la actuación humana es uno de los fundamentos sobre el que apoya nuestra civilización occidental1. Sólo el primado de la verdad, radicada en la apertura honesta a la realidad, nos salva del arbitrio indiscriminado de la fuerza. La dependencia de la verdad es condición necesaria para el hecho mismo de la libertad: sólo aceptando que el bien depende de la verdad, el hombre es realmente libre de los instintos ciegos, de las pasiones y de los condicionamientos externos. Ahora aquí está en juego aquella verdad fundamental sobre el bien de la persona de la que depende el sentido mismo de la vida y de la actuación. Y aquí nos enfrentamos a un primer y fundamental descubrimiento: la dignidad de mi ser personal depende del reconocimiento y del respeto de la dignidad del ser personal de los demás.

La afirmación del ser personal es al mismo tiempo la afirmación de una dignidad particular que hay que reconocer y de las exigencias éticas de respeto que hay que manifestar. En efecto, sólo en la relación con la libertad de otras personas se establece el carácter personal de un ser humano. Podríamos decir con Robert Spaemann que, «el reconocimiento del estado de una persona es la expresión del respeto como modalidad específica en donde las personas han sido dadas las unas a las otras»2. Yo puedo definirme a mí mismo como persona solamente con relación a las demás personas. Las personas son entregadas las unas a las otras no como objetos (etwas: algo) sobre los que hablar y de los que disponer, sino como «sujetos» (jemand: alguien) con quien hablar y a quien respetar en su propia irreducible alteridad subjetiva.

La densidad ética de la relación interpersonal es el contexto en el que se da o no se da el reconocimiento de la dignidad de la persona. Reconocer las personas como personas se revela así como el primer y fundamental deber, más aún, como el fundamento radical de todo deber posterior. La relación con la persona del otro es la experiencia ética originaria, en la que nace el absoluto del deber moral. Emmanuel Lévinas ha comprendido con gran profundidad el hecho del «emerger» de la dimensión ética en el encuentro con el rostro de otra persona: «la relación con el rostro es inmediatamente ética. El rostro es lo que no se puede matar: cuyo sentido consiste en el decir 'tú no me matarás'»3.

La experiencia del deber moral corresponde a la percepción de la persona y de su dignidad. Se habla de deberes sólo en referencia a las personas. Para comprender el sentido de la expresión «dignidad de la persona», nos puede ser útil acudir a la reflexión que Immanuel Kant propone en su obra La fundación de la metafísica de las costumbres. Afirma que el término «dignidad» indica aquellas realidades que por su intrínseco y singular valor no admiten equivalentes y que, por ello, no pueden ser sustituidas por otras realidades análogas, siendo superiores a toda valoración mercantil de cambio. Por el contrario, lo que puede ser sustituido por un equivalente no puede tener dignidad, sino, en todo caso, «precio»: por esto las cosas tienen un precio y se compran, mientras que las personas, que son únicas e irrepetibles, tienen una dignidad y están más allá de toda valoración de mercado4.

El reconocimiento de la persona en su propia dignidad de fin y nunca de medio, de sujeto y no de cosa, de «alguien» a respetar y amar y no de «algo» a usar, aparece como un acto que es debido, como una respuesta de la libertad, adecuada a la realidad del otro y a la justicia de una relación. Ello se presenta con rasgos de absoluta singularidad, se impone a la conciencia en modo incondicionado, aunque no de una forma necesaria. La negación de este reconocimiento obligado a otra persona tiene, sin embargo, una repercusión de máxima importancia sobre el sujeto que no lo realiza: el que no trata al otro ser humano como persona, hiere con ello mismo su dignidad de persona. Negar la densidad ética de la relación interpersonal significa caer del nivel en que también el propio ser persona tiene significado.

Además, precisamente el reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona es la sustancia de una sociedad justa y democrática. ¿Cuál es, entonces, la relación entre respeto de la vida y democracia? Una democracia que renuncia a poner en su mismo fundamento el mandamiento de «no matarás», dejando de tutelar con ello la vida de todos los seres humanos sin discriminación, ¿puede decirse entonces que realiza una ordenación justa de la sociedad? O, por el contrario, ¿no ocurrirá más bien que ha entrado en contradicción consigo misma? Nos encontramos en el corazón del debate actual sobre la naturaleza de la democracia.

Lo que caracteriza la democracia no es solamente la posibilidad de expresar libremente cualquier opinión y de confrontarla con las opiniones de los demás con la intención de que, a través de la confrontación de las diversas opiniones, emerja la opinión sostenida por la mayoría de los ciudadanos. Este aspecto, de carácter «formal», es ciertamente un factor importante de la vida democrática, pero no puede ser el principio básico y no puede extenderse a todo. Hay algo que define la «sustancia» de la democracia de un modo mucho más adecuado. En efecto, el evento de la democracia implica un acontecimiento de naturaleza moral.

Lo que constituye la esencia del consenso democrático es algo anterior a toda discusión, en la que pueda intervenir con su decisión el criterio de la mayoría. En la raíz de la vida democrática se encuentra precisamente la voluntad firme de respetar todo hombre sin hacer distinción de raza, sexo, situación económica, edad, religión, etcétera, y sin discriminaciones, más allá de las diferencias que caracterizan a cada uno de nosotros. La sustancia del ideal democrático es, entonces, la idea de que existe una igual dignidad entre todos los hombres, que nacen libres y tienen por ello, igualmente, un derecho primordial e inviolable a la vida. Se encuentra aquí el reconocimiento de que la persona humana tiene un primado sobre la sociedad y sobre su organización institucional: las leyes que una sociedad se da no constituyen los derechos fundamentales de la persona, sino que, más bien, los reconocen y los tutelan. Están, por ello, en función de ellos, y deben ser verificados en su cualidad de leyes justas o injustas, precisamente basándose en su conformidad con las exigencias del bien de la persona y no sólo en referencia al principio de la mayoría.

III. Reconocer el bien ético de la persona del embrión humano 

Pero vayamos ahora a la cuestión decisiva: ¿Es verdaderamente razonable reconocer el bien ético de la persona, con todo lo que de ello deriva, desde el punto de vista ético y jurídico, incluso cuando se trata de un embrión humano?

En torno a la cuestión del reconocimiento de la identidad humana y personal del embrión, fuente de la obligación ética, se encuentra un complejo cruce de perspectivas cognoscitivas diversas, que, en el respeto del estatuto epistemológico de cada una de ellas, convergen en un acto de conocimiento unitario de gran densidad personal. Ciencia biológica, reflexión filosófica, ética, y teológica, a pesar de la distinción de aproximaciones específicas, del objeto y del método de investigación, están llamadas a interaccionar, fundiendo su contribución en vista del acto sintético de conocimiento. Cada una ofrece una aportación peculiar, que deriva de la metodología y de los presupuestos que la contradistinguen. Para poder alcanzar un resultado satisfactorio es necesario respetar las distinciones de los niveles de las afirmaciones de cada una de las respectivas ciencias, y, al mismo tiempo, encontrar las vías de una coordinación adecuada.

Es cierto que el punto de partida de cada discurso sobre el embrión humano debe encontrarse en las ciencias biológicas, que se ocupan del organismo viviente humano según el método propio de la ciencia experimental moderna, y por ello, en continuidad con el estudio de otras formas vivientes inferiores. Si la cuestión puede ser formulada en los siguientes términos: «¿cuándo he comenzado yo a existir?», ciertamente la búsqueda de una respuesta debe partir del cuerpo, que es componente esencial de mi persona, a través del cual yo formo parte del mundo visible5. Mi cuerpo ha comenzado, indudablemente, en el momento de la fusión de los gametos, uno del padre y una de la madre de quienes soy hijo.

Y sin embargo el hombre es más que el propio cuerpo, es más que la fisicidad y que la vida biológica de un organismo. El hombre es persona, dotada de un alma espiritual. Ahora bien, el status de persona del individuo humano no es constatable mediante los métodos de las ciencias empíricas. Evangelium vitae nos recuerda que «la presencia de un alma espiritual no puede deducirse de la observación de ningún dato experimental» (EV, n. 60). Y, sin embargo, continúa el documento pontificio, «las mismas conclusiones de la ciencia sobre el embrión humano ofrecen una indicación preciosa para reconocer racionalmente una presencia personal desde este primer surgir de la vida humana». El discernimiento racional sobre el status de persona pertenece, por ello, a la filosofía, la cual, por su parte, debe basar sus conclusiones sobre datos empíricos.

Para reconocer el valor y la especificidad de esta decisiva reflexión racional de la filosofía, es necesario superar aquí el reduccionismo del concepto de razón realizado en el ámbito del racionalismo iluminista y del positivismo.

En primer lugar, se ha de reconocer la legitimidad de un saber diverso del propio de las ciencias empíricas modernas. Estas se han dedicado al conocimiento de las cantidades mensurables de las cosas, prescindiendo de lo que no es mensurable y del sujeto que las conoce. Mediante este método «reductivo», las ciencias modernas han edificado el universo del conocimiento científico «objetivo», permitiendo alcanzar una gran eficacia en sus diversas aplicaciones. Pero es fácil pasar de una legitima delimitación metodológica a una indebida y reductiva afirmación ontológica, como la que realiza el «cientificismo», para el que existiría sólo lo que es destacable con los métodos de las ciencias empíricas. Se debe reconoce, por ello, la existencia de un saber sobre el hombre, diverso y ulterior, respecto al propio de las ciencias biológicas, un saber que no pone a parte ni las cualidades no mensurables de la experiencia ni al propio sujeto que conoce.

En este momento entra en juego un segundo elemento: se debe superar también el prejuicio de la separación entre la razón y la libertad, que pretende establecer la cuestión de la verdad independientemente de la cuestión sobre el sentido6. Cuando se trata de verdades morales, en las que la misma existencia humana se encuentra en juego, el precio de la certeza es el precio de la implicación de la libertad de quien conoce. «Quien hace la verdad, viene a la luz» (Jn 3, 21)7.

La evidencia éticamente relevante sobre el estatuto personal del embrión humano no es alcanzable sin que la libertad sea disponible y activamente implicada en orden a reconocer la llamada de respeto que aquella vida incipiente dirige al interlocutor. Una persona no se conoce como se conoce una cosa: es preciso la modalidad propia de un diálogo, cuya condición indispensable es la disponibilidad a la acogida del otro y a la escucha. Lo esencial, esto es, el carácter personal del embrión humano, lo mismo que en el disminuido que en el enfermo en coma que en el anciano demente, etcétera, no es accesible mediante el método de las ciencias empíricas. Ello se puede comprender, a partir de los datos de las mismas ciencias, mediante un saber en el que también el corazón, esto es, la libertad, esté implicada.

IV. Perspectivas sobre el embrión humano a partir de la biología 

Pero, volviendo ahora a la cuestión central, después de estas reflexiones referentes al método: ¿cuáles son los datos de la ciencia biológica que permiten a la reflexión racional reconocer una presencia personal en el embrión humano, desde el momento de la concepción? Los conocimientos científicos sobre el neo-concebido en su primerísima fase de existencia unicelular (el zigoto) nos permiten tener la certeza de que se trata de un nuevo ser humano, diverso y distinto de sus padres: nos encontramos ante un cuerpo de un ser humano, desde el momento que su genoma es humano, como es humano el diseño-proyecto en él inscrito8. El neo-concebido es un sujeto irrepetible de la especie humana, caracterizado por una específica individualidad, que, conservando siempre su identidad, prosigue su propio ciclo vital (supuestas todas las condiciones necesarias y suficientes) bajo el control autónomo del sujeto mismo, que se autoconstruye en un proceso altamente coordinado, dictándose a sí mismo las direcciones de crecimiento según el programa de ejecución inscrito en su propio genoma.

El neo-concebido humano mantiene en cada fase evolutiva la unidad ontológica con la fase precedente, sin solución de continuidad, sin saltos de cualidad y de naturaleza. Su desarrollo manifiesta, desde su inicio, el finalismo intrínseco de la naturaleza humana: la gradualidad del proceso biológico está orientada teleológicamente, según una finalidad ya presente en el zigoto. No se da un estadio de su desarrollo cualitativamente diverso o separado del proceso global iniciado en el momento de la concepción. Por ello, desde este momento nos encontramos siempre ante el mismísimo ser humano.

Encontramos la confirmación de todas estas afirmaciones en la misma fecundación in vitro y en la observación del desarrollo embrionario en sus primeras fases. Escribía el prof. Jérôme Lejeune: «En la fecundación, los 23 cromosomas provenientes del padre se unirán a los 23 cromosomas de la madre. En ese momento se constituye toda la información genética necesaria y suficiente para expresar todas las características futuras del nuevo individuo». El embrión puede ser definido entonces como un «jovencísimo ser humano».

Aparece evidente en este momento hasta qué punto es insostenible la propuesta de separar «ser humano» y «persona» y de afirmar que no todos los seres humanos son personas y tienen derechos de personas. La absurdidad de esta proposición debería llevar, en toda lógica, a la afirmación que la conciencia sería un factor unido ocasionalmente al hombre con el fin de producir la persona9. Tal identificación de la dimensión personal con una cualidad biológica o funcional accidental del ser humano, es consecuencia de la adopción de una perspectiva cognoscitiva empírico sensista, para la cual existe sólo el «hecho» constatable mediante la ciencia biológica. Una antropología adecuada desenmascara la falsedad de estos reduccionismos.

En este sentido, no es correcto hablar de «persona en potencia»: las personas son siempre en acto. La personalidad no es el resultado de un desarrollo, sino la estructura intrínseca característica que permite el mismo desarrollo. Por otra parte, es contradictorio pretender fundar o hacer depender en sus aplicaciones concretas, la incondicionalidad de la exigencia de respeto debida a la persona de la constatación de los presupuestos empíricos particulares, que por su misma naturaleza son siempre hipotéticos. Por ello se debe concluir, con Robert Spaemann, que se da un solo criterio para el ser persona: la pertenencia biológica a la especie humana. «El ser de la persona es la vida de un hombre. (...) Y por ello persona es el hombre y no una cualidad del hombre»10.

V. Singularidad personal del embrión humano 

El objeto hipotético del conocimiento sobre el embrión y feto humano, del que indagamos sus condiciones, es la persona humana. Este concepto, que algunos querían dejar a parte en la reflexión bioética, desde hace algún tiempo está retornando con fuerza al centro de la discusión, como punto de referencia imprescindible. Es verdadero que se dan de él interpretaciones muy diversas entre sí y reductivas respecto la concepción clásica en la tradición occidental, inspirada en el cristianismo11. En la presente intervención consideramos sólo la concepción metafísica «fuerte» de persona, en cuanto capaz de fundar un respeto moral absoluto por la vida humana desde sus orígenes. Tal delimitación de la cuestión es exigida por el objeto de que nos ocupamos: las condiciones epistemológicas por las que es posible eventualmente afirmar del embrión y del feto humano que deben ser respetados «como una persona».

El concepto de «persona» expresa, según santo Tomás de Aquino, «lo que hay de más perfecto en toda la naturaleza, esto es, un ser subsistente en la naturaleza racional»12. Mientras que con el término «hombre» se hace referencia a la naturaleza humana universal, a la especie común que se expresa en tantos ejemplares, con el término «persona» se indica el singular ser humano en su concreta realidad individual. Al concepto de persona está intrínsecamente asociado el hecho de tener una dignidad particular, que debe ser respetada13. La definición filosófica se une íntimamente a una específica y original percepción moral de la dignidad ontológica a honrar. Es en la persona como la naturaleza humana alcanza su perfección última, el acto de ser, perfección de todas las perfecciones: «…magnae dignitatis est in rationali natura subsistere»14.

Ahora, lo que se debe observar con atención es que la razón propia y específica del respeto debido a todo ser humano no es la naturaleza humana común de la que participa, sino su ser propiamente persona «única e irrepetible», como suele decir Juan Pablo II15. En el fondo no se daría ninguna objeción moral decisiva e insoluble contra la destrucción de un singular individuo humano, ya que su perfección se puede encontrar en otro ser humano. De esta forma Platón, que a pesar de haber sabido analizar tan maravillosamente la grandeza del espíritu humano abierto a la verdad, sin embargo, no tenía una dificultad moral especial en admitir la muerte de los neonatos defectuosos16. Si el ser humano no es más que la realización sustituible de una naturaleza específica, se es entonces el simple ejemplar de una especie, por lo que la naturaleza y la especie valen más que el individuo y, al bienestar general el individuo puede y debe ser subordinado y eventualmente sacrificado.

La razón de la dignidad singular y eminente de la persona humana no es simplemente su naturaleza racional, sino su modo de existir en cuanto incomunicable17. A pesar de existir y de haber existido en el curso de la historia innumerables hombres, toda persona existe como si fuese única: ella es sui iuris et alteri incommunicabilis. Es un todo concretísimo, en el que está ciertamente incluida la naturaleza de la especie con todas sus características, pero esta naturaleza es apropiada al sujeto de una manera absolutamente singular, de modo que su existencia trasciende en forma eminente aquella naturaleza. La fórmula de Ricardo de San Víctor, «intellectualis essentiae incomunicabilis existentia»18, supera y precisa la definición boeciana de «substantia individua naturae rationalis»19. La totalidad concretamente existente trasciende por su valor la naturaleza común y la suma de sus partes. Como dice R. Guardini: «La persona misma es el hecho de que ella existe en la forma de pertenencia a sí misma» (in der Form der Selgstgehörigkeit)20.

La práctica, hasta ahora sólo hipotética y proyectual, de la clonación humana, ¿constituiría una falsificación de la persona como única e irrepetible?21 El problema, antes que ser un problema ético, es un problema metafísico. Se debe aquí distinguir la unicidad individual de la unicidad genética. La unicidad genética no es metafísicamente necesaria para establecer la unicidad individual de una persona, como es el caso de los gemelos monocigóticos idénticos, los cuales, a pesar de tener el mismo patrimonio genético no son la repetición del mismo ser. El ser humano es más que el propio patrimonio genético y su unicidad e irrepetibilidad no está fundada sólo sobre la unicidad de la identidad genética. Sobre el plano metafísico es el alma la que establece la unicidad irrepetible del ser humano, en diálogo con Dios. Queda claro, sin embargo, que una deliberada violación de la unicidad genética del ser humano constituye, desde el punto de vista ético, una violación de su dignidad de persona única e irrepetible: es una pérdida del valor de la persona, reducida a un producto, tratado como una combinación de materia manipulable, separada del contexto de las relaciones personales y degradada al nivel de una «cosa». Cuando se separa la procreación de la sexualidad se reduce el ser humano a una cosa que se reproduce: se le trata como un «re-producto» y no como un «pro-creado», aun cuando, en el nivel ontológico y a pesar del abuso, el ser humano fruto de la clonación sea una persona única e irrepetible, dotada de un alma espiritual, inmediatamente creada por Dios.

Nos debemos preguntar ahora: ¿cómo se conoce a una persona? La persona en su singularidad (ut haec) no puede ser conocida nunca como un objeto de ciencia universal: ella es por un lado intangible, en cuanto incomunicable en su modo de existir, y por otro lado es cognoscible sólo en una relación interpersonal, de sujeto a sujeto. Sin embargo, en la experiencia particular de la persona se puede alcanzar el universal en el particular: como dice Santo Tomás: en el conocimiento sensible de Sócrates y de Callia, los reconozco también como «estos hombres particulares»22. El conocimiento de la cualidad personal universal (persona ut sic) nace siempre de una experiencia tal y se convierte en concreta y aplicable sólo en la reviviscencia de ella. Ahora, si es propiamente a partir de esta experiencia de la relación personal como puedo instituir un conocimiento universalmente válido, entonces las condiciones interpersonales de un saber tal aparecen inevitablemente en primer plano.

El método de conocimiento sigue el objeto del mismo; la persona no puede ser conocida como una «cosa»: es un «sujeto» y no un «objeto». La hipótesis inicial acerca de su posible carácter personal, implica también necesariamente un cierto modo de situarse ante el embrión humano que sea adecuado al mismo. Se puede conocer una persona como persona sólo en un «re-conocimiento» de la misma: existe, pues, una inevitable co-implicación del sujeto y de su libertad personal en el acto de conocimiento – reconocimiento del otro como persona23.

La dignidad moral del hombre como persona se manifiesta después, existencialmente en el cuadro de las múltiples formas de relaciones prácticas de proximidad según los cuales el otro se me presenta. En el caso de la aplicación concreta de la cualificación personal a un ser humano, existe siempre un crédito de humanidad y de significado que está en juego. La verdadera sabiduría, que coge la persona en concreto en los signos exiguos que envía, es conquistada sólo a costa del riesgo de la libertad que se aproxima y se hace cargo24. Esto no significa en modo alguno afirmar que es en fuerza de nuestro reconocimiento que el otro se convierte en persona. Solo en las fábulas a fuerza de tratar un títere de madera como un niño, éste se convierte después en un verdadero niño.

Tratándose de un conocimiento que se realiza dentro de una relación interpersonal, la certeza de la identidad humana y personal del embrión tiene la forma de un crédito anticipado, reconozco el embrión, para que pueda desarrollarse y llegar a ser manifiestamente lo que es ya realmente, pero en forma germinal. Así se expresa el filósofo alemán R. Spaemann: «el modo mismo en que el niño se hace hombre implica que se le debe considerar desde el principio como un ser humano y no como una cosa. Si el educador lo tratase como una cosa para que no aparezcan los primeros signos de racionalidad, estos primeros signos no se manifestarán jamás. El hombre tiene derecho a gozar con anticipación de un crédito de humanidad»25.

VI. El principio ético-jurídico fundamental y sus implicaciones normativas 

Nos encontramos ahora en situación de poder formular el principio ético fundamental que afecta al embrión humano y podemos hacerlo con las palabras de la Encíclica Evangelium vitae: «al fruto de la generación humana, desde el primer momento de su existencia, se ha de garantizar el respeto incondicional que moralmente se le debe al ser humano en su plena totalidad y unidad corporal y espiritual. El ser humano debe ser respetado y tratado como una persona desde su concepción y, por eso, a partir de ese mismo momento se le deben reconocer los derechos de la persona, entre los cuales, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida» (EV, n. 60).

Se trata de una verdad axiológica fundamental, que expresa al mismo tiempo la dignidad personal del embrión humano y los deberes que se derivan para las personas a las que es confiado y que entran en relación con él. La Revelación cristiana ofrece a las indicaciones de la ciencia biológica y a las evidencias de la razón filosófica ulteriores confirmaciones, proyectando sobre la dignidad singular de la persona una luz nueva. En efecto, desde el punto de vista histórico, el mismo concepto de «persona» se ha desarrollado en un contexto teológico, más específicamente cristológico26. Se trata del instrumento elaborado para comprender los misterios centrales de la fe: la Encarnación y la Trinidad. La persona divina del Hijo de Dios es el sujeto que en la Encarnación asume la naturaleza humana, sin abandonar la naturaleza divina. Así, en la Santísima Trinidad la unidad de la misma naturaleza divina subsiste en tres personas realmente distintas. El concepto de persona se ha secularizado solo en un momento posterior, en la reflexión filosófica de Severino Boecio27, haciéndose disponible para la antropología filosófica.

La raíz última de la singular dignidad de la persona humana, patrimonio de la cultura occidental, se encuentra por ello en el cristianismo. La fe nos revela que todo ser humano está hecho a imagen y semejanza de Dios, es creado en Cristo y llamado en Él a participar en la comunión de la vida divina28. La verdad sobre el bien ético de la vida humana es una e indivisible, y la fe potencia nuestra mirada hasta permitirnos comprender el valor infinito, determinado por la relación personal que, por gracia, el hombre ha sido llamado a vivir con Dios. Todo ser humano, desde el momento en que inicia su existencia terrena, se encuentra en un diálogo misterioso con el Padre y ninguna otra criatura tiene el derecho de poner fin a su vida. Esta verdad sobre la dignidad de la persona es, por ello, una verdad específicamente cristiana, pero que puede ser recibida y, de hecho, ha sido recibida y comprendida también por la razón humana29.

La formulación, que se ha propuesto siguiendo las palabras de la Encíclica Evangelium vitae, tiene el carácter de una verdad moral: «el embrión humano debe ser respetado como una persona». Es, en cierta manera, relativamente independiente de afirmaciones antropológicas, porque –como el mismo documento pontificio afirma- se coloca «más allá de los debates científicos y de las mismas afirmaciones filosóficas, en las que el Magisterio no se ha empeñado expresamente». Por ello, ¿cuál es el sentido de esta distinción y de esta cautela? ¿Acaso significa que la exigencia de respeto absoluto de la vida humana desde su misma concepción, afirmada con gran fuerza y autoridad, no sería tan firme desde el punto de vista ontológico y que, por ello, se reconoce que, al menos en este aspecto, puedan existir todavía dudas?

Si se reflexiona bien sobre la naturaleza de la verdad moral, según las consideraciones precedentemente realizadas, me parece que se habría de llegar a conclusiones diametralmente opuestas. Lejos de expresar o legitimar la debilidad de una duda, las formulaciones magisteriales manifiestan más bien el contexto eminentemente ético y de interlocución dialógica, en el que la razón práctica alcanza la verdad sobre el bien de la vida embrionaria. El acto de conocimiento de la naturaleza personal del embrión humano es también inmediatamente un acto de interpelación moral del sujeto, llamado a reconocerlo como tal y a asumir tal reconocimiento como regla de su actuación. Aquí, en efecto, reconocer no es un acto neutro, de carácter puramente especulativo, sino también un «re-conocer» la dignidad del sujeto, en una situación que tiene inevitablemente una dimensión práctica30.

Del principio ético fundamental derivan después las dimensiones normativas detalladas, que no pueden encontrar una exposición total en la presente contribución31. Me limitaré por ello a indicar las líneas esenciales de desarrollo.

En el principio ético-jurídico según la cual el «embrión humano debe ser respetado como una persona», están implícitas las consecuencias normativas de carácter universal, válidas indiferentemente para todo ser humano independientemente de su situación, y también las aplicaciones particulares relativas a la condición específica en que se encuentra el embrión mismo. Existen además aspectos normativos dirigidos a proteger la dignidad personal del embrión expresados en forma negativa, esto es, mediante prohibiciones, y aspectos normativos que sugieren más bien en forma positiva cómo tal dignidad exija ser respetada y promovida. Naturalmente las normas negativas son más simples de formular, más universales en la aplicación, más vinculantes y esenciales.

Se ha de mencionar, en primer lugar, la indisponibilidad del embrión humano. La dimensión biológica de la vida embrionaria no puede ser tratada como una cosa de la que se puede disponer, esto es, como si tratase de simple «material biológico» para la investigación científica o para operaciones terapéuticas a favor de otros sujetos humanos. Por el contrario, es esta dimensión corporal de una persona la que debe ser respetada, ya que la persona existe en una totalidad unificada de alma y cuerpo, totalidad gracias a la cual el cuerpo participa de la dignidad personal del sujeto. Toda intervención sobre el cuerpo es una intervención sobre un sujeto y debe ser realizada en función del bien de este mismo sujeto o, al menos, sin perjuicio de sus derechos fundamentales. La vida biológica del embrión humano no puede, por ello, ser considerada como un instrumento para usar con fines ulteriores, aun cuando estos fines puedan ser nobles y válidos. Con ello se recuerda aquí la máxima kantiana: «actúa de tal manera que consideres la persona del otro como un fin y nunca sólo como un medio».

Además, el valor intrínseco de la vida humana desde su inicio implica su propia inviolabilidad. El respeto debido a la persona exige la prohibición de toda intervención que suprima la vida o hiera su integridad física o psíquica. No es lícito intervenir obstaculizando, disminuyendo o alterando la identidad, el equilibrio y el desarrollo del embrión. Toda intervención sobre la vida embrionaria debe desarrollarse por el interés del mismo ser humano incipiente, proporcionando los riesgos a las perspectivas de beneficio para el mismo embrión.

En positivo, tratar el embrión humano como una persona significará manifestarle la solidaridad debida a alguien similar a uno que se encuentra en condiciones de mayor debilidad y, por ello, hacerse cargo de él cuidando de su vida en la forma que conviene a la situación en que se encuentra. Tratándose de un ser en condiciones de particular debilidad y pobreza, propiamente de una vida todavía dependiente en todo de los demás, se deberá vigilar para asegurarle las modalidades adecuadas y proporcionadas al sostenimiento de su desarrollo, en relación con la vida, con la salud, con la salvaguardia de las relaciones esenciales dentro de las cuales la existencia humana puede madurar. Naturalmente el cuidado de la vida embrionaria deberá ser ofrecido según el criterio de una razonable proporcionalidad, evitando excesos de encarnizamiento terapéutico y la adopción de medidas de supervivencia que presenten connotaciones moralmente negativas (como por ejemplo la así llamada «adopción prenatal» de embriones fecundados en útero por parte de mujeres que no son las madres). En todo caso, la valoración de la proporción de los medios terapéuticos empleados mira sólo su eficacia y a un juicio sobre la «cualidad de la vida» que se espera para el embrión humano. En efecto, el respeto de su dignidad personal excluye la posibilidad que otros sujetos sean árbitros de la decisión si él merece vivir o morir.

VII. Conclusión 

Las cuestiones centrales del respeto de la vida humana, como la tutela de la vida prenatal, la manipulación genética, las intervenciones de reproducción artificial, los trasplantes y la eutanasia, a las que están dedicadas estas «Jornadas Internacionales de Bioética» oportunamente organizadas por la Universidad de Navarra, han sido percibidas proféticamente por el Magisterio de la Iglesia en su dimensión no solamente de moral individual, sino propiamente social: éstas son como la «nueva frontera» de la cuestión social32. Afirmar la dignidad personal del embrión humano es una cuestión decisiva para la identidad misma del hombre - como se decía al principio de la conferencia -, más aún, incluso para la cultura humana del tercer milenio apenas comenzado. Significa en efecto re-encontrar una mirada contemplativa sobre el hombre y sobre sus relaciones humanas, que constituyen el ambiente vital de la sociedad (EV, n. 83). Esta es la forma más alta y más necesaria de ecología humana.

Contra la ideología del dominio sobre la vida, que reduce todo a materia manipulable y provoca la pérdida del humanum, se trata de custodiar la cultura de la dignidad del ser humano, que, en cuanto persona, es sujeto de la misma vida, como de un don sagrado proveniente de Dios y que es llamado a respetar y a valorizar en sí y en los demás. Hemos sido llamados a responder frente a una cultura de «cosas», que es también una cultura de muerte, con una cultura de personas, que es una cultura de vida. Al reduccionismo de la expresión «en el fondo no es más que...», que, como parásito miope, mortifica la ciencia, estamos siendo provocados a responder con una visión integral de la dignidad humana, en la que la ciencia se inserta con su decisiva contribución, encontrando a un mismo tiempo el significado de su esfuerzo y el criterio de verificación de su progreso auténtico.

Notas

(1) Cf. J. Pieper, Schriften sur philosophischen Anthropologie und Ethik: Das Menschenbild der Tugendlehren (Hrsg. B. Wald), in Werke, B. IV, Meiner, Hamburg, 1996, 2.

(2) R. Spaemann, Personen. Versuche über den Unterschied zwichen «etwas» und «jemand», Klett-Cotta, Stuttgart, 1996, 193.

(3) E. Lévinas, Etica e infinito. Dialogui con Philippe Nemo, Roma, 1984, 101; se vea en particular el capítulo VII sobre «Il volto», 99-107.

(4) Cf. I. Kant, Fondazione della metafisica dei costumi, (trad. R. Assunto), Laterza, Bari, 1980, 68-69.

(5) Se vea al respecto el importante documento Identità e statuto dell'embrione umano publicado por el Centro di Bioetica dell'Università Cattolica del Sacro Cuore, in «Medicina e Morale», suplemento al n. 4 (1989). Más recientemente y con una documentación científica muy rica y cuidada se encuentra la contribución de R. Colombo, «Statuto biologico» e «statuto ontologico» dell'embrione e del feto umano, en «Anthropotes», XII/1, 1996, 133-162.

(6) Cf. G. Angelini, Il dibattito teorico sull'embrione. Riflessioni per una diversa impostazione, in «Teologia», 1991, 16, 147-166. A nivel más fundamental y general: L. Pareyson, Verità e interpretazione, Mursia, Milano, 1971.

(7) Sobre la incidencia de la moralidad en la dinámica del conocer, puede verse: L. Giussani, Il senso religioso, vol. I de «Il percorso», Jaca Book, Milano, 1986, 37-49. Con referencia específica al carácter práctico del conocimiento moral, me permito de enviar a mi estudio: L. Melina, Conciencia y verdad en la Encíclica «Veritatis splendor», en Aa. Vv. (a cura di G. Del Pozo Abejón), Comentarios a la «Veritatis splendor», BAC, Madrid, 1994, 619-650.

(8) Cf. A. Serra - R. Colombo, Identity and Status of the Human Embryo: The Contribution of Biology, en J. Vial Correa - E. Sgreccia (eds.), Identity and Statute of Human Embryo, LEV, Città del Vaticano, 1998, 128-177.

(9) Cf. E. Agazzi, L'essere umano come persona, in «Per la Filosofia», 1992, 9, 28-39.

(10) R. Spaemann, Personen, op. cit., 264.

(11) Para una recensión crítica de las diversas propuestas filosóficas del concepto de persona en el ámbito de la bioética, se vea el documentado ensayo de L. Palazzani, Il concetto di persona tra bioetica e diritto, Giappichelli, Torino, 1996.

(12) «Persona significat id quod est perfectissimum in tota natura, scilicet subsistens in rationali natura», S. Tomás de Aquino, Summa theologiae, I, q. 29, a. 3.

(13) «Impositum est hoc nomen persona ad significandum aliquos dignitatem habentes (…). Propter quod quidam definiunt personam, dicentes quod persona est hypostasis proprietate distincta ad dignitatem pertinente»: Ibídem, ad 2.

(14) Ibídem.

(15) Se vea, entre tantas expresiones, aquella particularmente fuerte y vibrante de la Encíclica inaugural del pontificado: Redemptor hominis, 13, 3.

(16) Platón, La república, V, 460, IX c.

(17) Cf. J. F. Crosby, The Selfhood of the Human Person, The Catholic University of America Press, Washington DC, 1996, 41-81.

(18) Ricardo de San Víctor , De Trinitate, IV, 23.

(19) S. Boecio, De persona et duabus naturis. Contra Eutichem et Nestorium, II, 4-5: tomada por Santo Tomás de Aquino en Summa theologiae, I, q. 29, a. 3. El progreso realizado por Ricardo de San Víctor con la introducción en la definición de persona del término existencia en lugar de sustancia es conscientemente asumido por Santo Tomás, que desarrolla posteriormente el aspecto relacional del término, en relación con el misterio trinitario. Sobre el tema véase, V. Melchiorre, Pour une herméneutique de la personne, en «Notes et documents pour une recherche personnaliste», 1986, 14, 84-99.

(20) R. Guardini, Welt und Person, Würburg, 1962, 128: «A la cuestión : '¿qué es tu persona?', no puedo responder 'mi cuerpo, mi alma, mi razón, mi voluntad, mi espíritu'. Todo esto no es todavía la persona, como si fuese el conjunto de lo que ella está hecha. La persona misma es el hecho que ella existe en la forma de pertenencia a sí misma».

(21) Se vea a propósito: Pontificia Academia Pro Vita, Riflessioni sulla clonazione, LEV, Città del Vaticano, 1997; G. Russo, La clonazione di soggetti umani, Coop. S. Tom., Messina, 1997.

(22) Cf. In II Post. Anal. , lect. 20. Sobre el tema véase: B. Lonergan, Conoscenza e interiorità. Il Verbum nel pensiero di S. Tommaso, EDB, Bologna, 1984, 58 ss. y J. L. Marion, La intentionnalitè de l'amour. En hommage à E. Lévinas, Paris, 1986, 111 ss., afirma que sólo el amor nos permite descubrir la insustituible singularidad del otro, su "haecceitas".

(23) Cf. M. Nédoncelle, La réciprocité des consciences. Essai sur la nature de la personne, Aubier, Paris, 1942.

(24) En este sentido se pronuncia G. Angelini en el artículo ya citado : Il dibattito teorico sull'embrione.

(25) R. Spaemann, Discussioni sulla «vita degna di essere vissuta», in «Cultura e libri», 1987, IV/27, 506-512.

(26) Véase A. Milano, Persona in teologia. Alle origini del significato di persona nel cristianesimo antico, Dehoniane, Napoli, 1984; del mismo autor: La persona nella novità cristiana dell'Incarnazione e della Trinità, en "Studium", 1995, 4/5, 549-568. Para una historia elemental del concepto: G. Lauriola, La persona: storia di un concetto, en F. Bellino (a cura di), Trattato di bioetica, Levante, Bari, 1992, 205-216.

(27) Cf. L. Pallazzani, Il concetto di persona, op. cit., 16-25. 223-248.

(28) Para una definición esencial de los elementos de la antropología teológica en cuestión, se vea: L. Melina, Corso di bioetica. Il vangelo della vita, Casale M., 1996, 79-94.

(29) Se puede decir que se ha verificado aquí el encuentro fructuoso entre la fe y la razón, del que habla la reciente Encíclica de Juan Pablo II, Fides et ratio, n. 76.

(30) Véase: L. Melina, Epistemological Questions with Regard to the Human Embryo, en J. Vial Correa - E. Sgreccia (eds.), Identity and Statute, cit., 75- 105.

(31) Reenvío sobre el tema a la contribución de M. Cozzoli, The Human Embryo: Ethical and Normative Aspects, en J. Vial Correa - E. Sgreccia (eds.), Identity and Statute, cit., 237-273.

(32) Cf. Juan Pablo II, Encíclica Evangelium vitae, 5. También sobre el tema cf. el cap. IV «La questione bioetica nell'orizzonte della dottrina sociale della Chiesa», en mi volumen: L. Melina, Corso di Bioetica, cit., 63-76.

 

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