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Tratamiento del dolor en el anciano y ética médica

Gonzalo Herranz, Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
Intervención en Jornada Gerontológica: El Dolor en la Edad Mayor
Sociedad Navarra de Geriatría y Gerontología
Pamplona, 8 de noviembre de 1996

Índice

Introducción

1. El mandato deontológico de no discriminar

2. El deber deontológico de respetar a las personas

3. El deber de saber más y mejor

4. Mitos de la morfina

5. La prevención del dolor

6. Situaciones especiales

7. El deber de no incurrir en gastos injustificados

8. El dolor, la eutanasia y la ayuda médica al suicidio

Introducción

La Declaración de la Asociación Médica Mundial sobre el tratamiento del dolor crónico grave puede servir de marco a esta intervención. Aunque se refiere al paciente terminal, es aplicable, mutatis mutandis, al paciente geriátrico. Fue promulgada en 1990 y conserva todavía toda la fuerza y la autoridad que le viene de su origen.

Dice así el Prefacio: La atención de los pacientes terminales con dolor crónico intenso debe incluir un tratamiento médico que les permita terminar sus vidas con dignidad y conciencia. Disponemos hoy de analgésicos, opiáceos y no-opiáceos, que, si son usados adecuadamente, pueden proporcionar a la inmensa mayoría de los pacientes terminales un alivio eficaz del dolor. Es obligación de los médicos y de todos los que cuidan de los pacientes terminales que sufren dolor crónico grave tener ideas claras de la dinámica de la experiencia del dolor, de la farmacología clínica de los analgésicos, y de las necesidades de los pacientes y de sus familiares y allegados. Es también imperativo que los gobiernos aseguren el abastecimiento de opiáceos en la cantidad necesaria para que pueda hacerse un tratamiento apropiado del dolor crónico grave.

Continúa la Declaración con unos Principios del tratamiento clínico del dolor crónico grave, de los que resalto las frases más salientes:

Cuando un paciente está en fase terminal, el médico debe centrar sus esfuerzos en aliviar su sufrimiento. El dolor es sólo uno de los componentes de ese sufrimiento, cuyo impacto sobre la vida del paciente puede ir de un malestar tolerable a un sentimiento aplastante y agotador. El tratamiento ha de ser individualizado, a fin de satisfacer las necesidades del paciente y de mantenerlo lo más confortable posible. El médico debe conocer la potencia, la duración de la acción y los efectos colaterales de los analgésicos de que dispone, a fin de seleccionar el más adecuado en cada caso. Y también debe saber cual es el plan de administración que pueda asegurar al paciente el máximo alivio de su dolor. La combinación de analgésicos opiáceos y no-opiáceos puede proporcionar un alivio mayor del dolor en pacientes en los que ya no son suficientes los analgésicos no-opiáceos. Ese alivio mayor puede conseguirse sin que se produzca concomitantemente un incremento de los efectos colaterales no deseados. La aparición de tolerancia a los efectos analgésicos de un agonista opiáceo puede superarse muchas veces cambiándolo por otro agonista opiáceo. No debe tenerse por problema de importancia, en el tratamiento del dolor crónico intenso de la enfermedad neoplásica, la aparición en un paciente de dependencia yatrogénica. Nunca tal eventualidad puede ser razón suficiente para suspender los analgésicos fuertes en pacientes que pueden beneficiarse de ellos.

Esta Declaración se proclamó con el propósito de provocar un giro profundo en el modo de pensar y de actuar de muchos médicos ante el dolor de sus pacientes. La escala analgésica de la OMS tenía ya entonces 5 años, pero la verdad es que había sido aceptada y puesta en práctica sólo por muy pocos médicos. Hoy son muchos más los médicos que han aprendido a tratar el dolor con la energía necesaria, pero sigue siendo cierto que queda mucho camino por andar.

¿Cuál es el fundamento ético de ese necesario cambio del pensamiento y de la conducta del médico frente al dolor? Yo creo que está muy en relación con algunas ideas fuertes que ha traído consigo la ética médica moderna. A tratar de ellas dedicaré toda mi intervención

1. El mandato deontológico de no discriminar

Es este un mandato al que nos obliga la justicia: dar a cada uno lo suyo. ¿Qué debemos a los ancianos con dolor? A mi modo de ver, mucho.

La importancia demográfica de la ancianidad y la elevada frecuencia con que los ancianos sufren dolores, tanto agudos como, sobre todo, crónicos, pone de relieve la gran extensión y la fuerte intensidad del mandato deontológico de prestar atención seria al dolor en los mayores. Unos datos recientes, procedentes de Estados Unidos lo muestran a las claras. La prevalencia del síntoma dolor entre los adultos de 60 o más años es el doble (25% frente a 12%) que entre los adultos de menos de 59 años. Entre los ancianos hospitalizados o que viven en instituciones de cuidados de larga duración, la prevalencia de dolor va, según diferentes trabajos, del 45% al 80%. Entre los sujetos de más de 65 años, más del 80% sufren o han sufrido dolor articular.

El problema del dolor en el anciano es, pues, de gran importancia cuantitativa. No puede ser dejado de lado. Así lo establece el mandato deontológico de no discriminar, uno de los primeros y más importantes, pues es el que incorpora de modo más directo los derechos humanos en la práctica médica. Lo formula así el Art. 4.1 del Código de Ética y Deontología Médica: El médico debe cuidar con la misma conciencia y solicitud a todos los pacientes sin distinción. La edad no figura -aunque se sobreentiende- entre los factores de no-discriminación en el Código de Ética y Deontología Médica vigente. Pero aparecerá en la edición próxima.

Este criterio de no-discriminación impone deberes tanto intelectuales como prácticos. En primer lugar, nos obliga a responder al derecho del anciano a recibir una atención como la que reciben los demás, libre, por tanto, de prejuicios biológicos. Hay, por ejemplo, tendencia a pensar que los ancianos, como grupo, ya no tienen derecho a intervenciones médicas de elevado costo económico. Tiende a dominar una idea pesimista acerca de la capacidad de recuperación ante intervenciones agresivas, entienden perturbados los mecanismos de percepción del dolor, que se han adaptado estoicamente a una especie de dolor de fondo que ya no les perturba. Tal prejuicio lleva a pensar que apenas tienen necesidad de que su dolor sea tratado. Pero esa es una apreciación falsa, basada en la presunción de que los ancianos forman un colectivo generalmente afectado por la demencia.

Siempre es bueno echar una breve mirada a la conciencia y examinar nuestras disposiciones: en nuestro caso, el aprecio en que tenemos a los miembros de esa población tan diversa que son los mayores. Es un ejercicio ético que nunca está de más.

Yo propongo a mis alumnos un ejercicio para que examinen la sinceridad de sus convicciones. Les digo que es muy fácil no tener prejuicios contra los muy ancianos si en la familia, o en el entono inmediato en que viven, no se encuentran con ellos. Pero cuando uno se topa con ancianos reales, no de ficción, las cosas pueden cambiar. Hay ancianos que pueden poner a prueba la solidez del compromiso de no discriminar. Suelo leerles todos los años un breve apunte, que publicó Paul E. Ruskin, en el JAMA en 1983, que uso como problema para análisis de actitudes.

Se trata de describir con sinceridad y razonadamente cuál sería el estado de ánimo de cada uno si tuviera que prestar asistencia a casos como el que se describe a continuación:

Se trata de una paciente que aparenta su edad cronológica. No se comunica verbalmente, ni comprende la palabra hablada. Balbucea de modo incoherente durante horas, parece desorientada en cuanto a su persona, al espacio y al tiempo, aunque da la impresión que reconoce su propio nombre. No se interesa ni coopera a su propio aseo. Hay que darle de comer comidas blandas, pues no tiene piezas dentarias. Presenta incontinencia de heces y orina, por lo que hay que cambiarla y bañarla a menudo. Babea continuamente y su ropa está siempre manchada. No es capaz de caminar. Su patrón de sueño es errático, se despierta frecuentemente por la noche y con sus gritos despierta a los demás. Aunque la mayor parte del tiempo parece tranquila y amable, varias veces al día, y sin causa aparente, se pone muy agitada y presenta crisis de llanto inmotivado.

La respuesta que suelen dar los alumnos es, en general, negativa. “Cuidar a un paciente así sería devastador, un modo de dilapidar el tiempo de médicos y enfermeras”, dicen unos. Los más motivados señalan que “un caso así es una prueba muy dura para la paciencia y la vocación del médico o de la enfermera. Desde luego, si fueran así muchos de los enfermos geriátricos, la especialidad geriátrica sería para médicos y enfermeras santos, pero no para médicos y enfermeras comunes”.

La prueba continúa con la proyección de la fotografía del caso descrito: una preciosa niñita de 6 meses. Suele producirse entonces un gran revuelo de protestas mezcladas con risas. Entonces se pide a cada uno que trate de poner por escrito si está justificado, y en qué razones se funda, tratar como algo encantador y lleno de promesas, como algo alegra la existencia a una criatura sana que está empezando su vida, mientras que se considera como algo deprimente, desagradable o inútil a una anciana de 90 años. Pero, según la doctrina de no discriminar, uno y otro ser humano tienen la misma categoría y dignidad, los mismos derechos, merecen la misma atención proporcionada a sus necesidades y a sus “síntomas”, no a su belleza o apariencia.

Es esta una lección que hay que aprender a fondo y que tener presente para uso diario. Empieza a hablarse de la edad como factor limitante de la atención médica, se publican listas de intervenciones a las que ya no tienen acceso o derecho los que superan una cifra de años. La economía médica necesita racionar. Los ancianos son candidatos a ser excluidos de prestaciones, lo cual está plenamente justificado en el caso de que esas prestaciones sean inútiles, pero puede ser en muchos otros una conducta gravemente discriminatoria. En la mente del algunos, los ancianos empiezan a presentarse como potenciales candidatos, si no a la eutanasia, a alguna variante de las llamadas decisiones médicas en torno al final de la vida: la no iniciación de tratamiento o el tratamiento deliberadamente restrictivo.

El deber de justicia nos obligará muchas veces a actuar como abogados de los ancianos, a oponernos a las discriminaciones de mayor o menor importe, para que reciban lo que es justo, no más, pero tampoco menos. Pasemos a considerar un segundo deber.

2. El deber deontológico de respetar a las personas

Un aspecto importante de este deber es reconocer a cada uno en su propia peculiaridad, tener a cada uno como una persona. Hay un plano físico, corporal, en que se expresa este deber hacia la persona humana que obliga a reconocer la especial biología del anciano y, en nuestro caso, del modo de percibir y evaluar el dolor en el anciano.

Se dice que el dolor tiende a ser poco tratado en todos los pacientes, en todas las situaciones clínicas. Pero los ancianos son perdedores natos en la batalla contra el dolor. Tanto en situaciones agudas como en el dolor crónico.

Hay una obligación ética de conocer la fisiopatología del dolor del anciano, para poder tratarlo bien. Los médicos todos, pero en especial los generales y los geriatras, esto es, los que atienden de modo habitual a los pacientes que sufren síndromes dolorosos, ya sean agudos o crónicos, están obligados a ser competentes en el tratamiento del dolor.

Tratar con competencia el dolor es, más acá de la ética, un deber de competencia, una parte de la lex artis exigida por el ordenamiento jurídico. No tratar el dolor como es debido puede constituir un delito de negligencia.

Viene a cuento aquí la siguiente historia: el equipo sanitario de una institución de acogida y atención a ancianos fue condenada a pagar una fuerte indemnización, multimillonaria, en compensación del tratamiento inadecuado del dolor, a los herederos de un paciente que fue tratado muy por debajo de lo que su dolor exigía. Quienes le trataron no creyeron en su sinceridad, le tuvieron por un drogadicto, no le concedieron el crédito que merecía como persona. La cosa, naturalmente, sucedió en los Estados Unidos. Pero es muy aleccionadora. Y, tal como van las cosas por aquí, aquí puede suceder algo semejante cualquier día. Por eso merece contar la historia.

Un anciano de 75 años padece fuertes dolores causados por un cáncer de próstata que ha dado metástasis esqueléticas múltiples en columna vertebral y ambos fémures. Sufre una fractura patológica de una cadera. Desde semanas atrás el tratamiento antiálgico se había estabilizado en 150 mg de morfina oral cada tres o cuatro horas. Cuando se le da el alta del hospital permanece en su casa unos meses, con el dolor controlado con la misma pauta terapéutica, a la que ha habido que añadir recientemente paracetamol y dextropropoxifeno. Para atenderle con más continuidad, se le traslada a la citada institución. Allí, en contra de la opinión de su médico, expresada en una carta, en la que señalaba que el paciente tenía un pronóstico fatal y que su problema único era aliviar su dolor manteniendo el tratamiento con opiáceos que se había demostrado eficaz, y sin consultarle, la directora de la institución suspendió la morfina, pues consideró al paciente adicto a los opiáceos, y la sustituyó por un tranquilizante suave. El dolor del paciente se desestabilizó durante aquellos cuatro últimos meses de su vida. Aunque se quejaba, el tratamiento que le administraron hasta que murió nunca fue suficiente para mitigarle el dolor.

En la sentencia condenatoria de la directora de la institución, se definía lo que puede considerarse como práctica ordinaria, correcta y aceptada, para tratar el dolor grave, en los siguientes términos:

1. Es obligatorio preguntar continuamente al paciente sobre su dolor y creer la evaluación que ofrece el paciente. El dolor -dice la sentencia con raro sentido común- es una experiencia subjetiva que sólo puede describir y medir el paciente; no puede ser objeto de un imposible juicio objetivo que hagan médicos o enfermeras.

2. Es obligatorio administrar analgésicos en dosis lo suficientemente altas y frecuentes para dominar el dolor.

3. Es obligatorio tratar el dolor antes de que vuelva. Esto implica mantener niveles sanguíneos de analgésicos de modo permanente, lo cual puede conseguirse dando la medicación de modo adaptado a cada caso, no a horas rígidamente prefijadas.

Realmente, una sentencia así puede hacer cambiar desde fuera la conducta de médicos y enfermeras y originar una peligrosa medicina defensiva del dolor, tan impropia como la conducta que quiere castigar, pues destruye la confianza entre médico y paciente.

Recordemos que hay un mandato deontológico, sobre el cual volveré más adelante, que obliga a respetar las convicciones del enfermo y a abstenerse de imponerle las propias. Pienso que eso no se refiere sólo a las convicciones políticas, sociales o religiosas, sino al modo mismo de entender la enfermedad y la intervención terapéutica. Los intereses legítimos del paciente han de ser siempre la primera preocupación del médico. Como la sentencia dejó bien sentado, etiquetar sin pruebas objetivas a un paciente, imponiéndole sin más averiguaciones el sambenito de drogadicto, es un abuso muy grave de poder por parte del médico, es un desprecio profundo de la persona del paciente. Nunca el médico puede ser víctima ingenua y crédula de los caprichos y obsesiones del paciente. Pero tiene el médico la obligación profesional de distinguir al paciente auténtico del simulador, al drogadicto del enfermo que depende de la medicación opiácea para aliviar el dolor.

En conclusión, el respeto de las personas nos ha de llevar a reconocerlas en lo que son, con sus rasgos específicos, que han de ser respetados y tenidos en cuenta como parte de su personalidad biológica. El respeto por las personas nos manda conocer las peculiaridades de cada uno: también las del anciano y su dolor.

3. El deber de saber más y mejor

Sobre el dolor del anciano sabemos todavía poco y ese saber se aplica de modo insatisfactorio porque está mezclado con prejuicios y mitos.

Sabemos poco científicamente. Closs da los siguientes datos: Una revisión de 18 tratados de cuidados geriátricos mostró que, de un total de 5000 páginas, se dedicaban al dolor menos de 18.

Además, investigamos poco. De los más de 4000 artículos que cada año se publican sobre el dolor, menos del 1% se dedican al dolor del anciano. No es fácil determinar a que se debe este descuido de tema tan importante, pero bien podría ocurrir que ante él nos dejamos llevar de mitos y suposiciones que de datos objetivos y críticamente evaluados.

Hay obligación de liberarse de prejuicios y mitos, para avanzar en nuestros conocimientos y tratar a cada paciente según sus necesidades. He encontrado tres artículos que tratan de esos mitos, que hay que denunciar, que hay que superar. Son cosas como las siguientes:

Por ejemplo, que vejez y dolor son compañeros inevitables. Puede ocurrir también que se tenga al anciano como un “saco de dolores”, un cuerpo donde casi todo chirría y duele: eso tiende a quitar importancia a cualquier dolor nuevo y dejar de diagnosticar una nueva enfermedad tratable. Una rodilla dolorosa por osteoartritis avanzada no se vuelve mucho más sintomática porque se produzca en ella una inflamación supurada.

Por ejemplo, el temor a crear dependencia o adicción. Pero en el caso de los ancianos, se añaden nuevas desventajas: hay una opinión bastante difundida de que los pacientes viejos son muy vulnerables a la acción de los opiáceos, que no los toleran bien. Es cierto que los ancianos son más sensibles a los opiáceos, pero la situación no se resuelve privándoles de esos fármacos, sino reduciendo la dosis inicial, para ir buscando la dosis eficaz mediante pequeños incrementos hasta encontrarla. Conviene ser competentes en combinar opiáceos con no opiáceos, siguiendo de cerca la respuesta del paciente para asegurarse de la eficacia del tratamiento. No basta limitarse a una vigilancia relajada y engañosa: aquí, como en toda la medicina, lo primero es no dañar. Conviene vigilar para no pasarse o quedarse corto.

Otro prejuicio, por ejemplo, dice que la percepción del dolor disminuye con los años y que los ancianos no necesitan tratamientos muy intensos. Es cierto que los ancianos, a partir de los 75 años tienden estadísticamente a sufrir menos dolor; y entre los que de ellos tienen dolor, tienden en menor proporción a tener dolor persistente. Pero no sabemos si eso se debe a que se altera la génesis y percepción del dolor, o a una elaboración psíquica disminuida del dolor, o una adaptación del organismo anciano a la situación dolorosa persistente. Parece claro que, en el anciano, cuanto más prolongada es la duración del dolor, tanto menos probable es que el paciente se queje o que simplemente lo manifieste. En ocasiones, el anciano manifiesta el dolor persistente no en forma de quejas, sino en un cuadro clínico que se parece al de la depresión: en aislamiento, apatía, inactividad, incomunicación. Pero, de todas formas, una verdad estadística no es aplicable a cada caso concreto.

En resumen, no sabemos seguro si y en qué medida la percepción del dolor disminuye con el envejecimiento. Pero parece claro que esa idea tiende a quitar importancia al dolor del anciano y a disminuir la intensidad con que es tratado. Puede haber en ello, a veces, un poco de gerontofobia.

Los ancianos son, en general, muy poco amigos de crear problemas, prefieren aguantar que llamar la atención. Pertenecen a generaciones más estoicas. Sufren muchas veces deficiencias de expresión y percepción ligadas a los cambios mentales ligados a la edad o dependientes de un cuadro demencial más o menos intenso. Eso hace difícil evaluar la intensidad de su dolor. En el anciano es más alto el riesgo de ser tratados en exceso o deficientemente: hay respuestas excesivas al tratamiento ligadas a la edad y hay también mucho temor a ellas. Muchos ancianos tienden a confiar en los médicos y enfermeras que los cuidan y piensan que siempre están haciendo todo lo que pueden para aliviarles el dolor, por ejemplo, el postoperatorio. Médicos y enfermeras tienden a creer que quien no se queja no tiene dolor. Pero eso no es cierto. Algunos ancianos temen que los medicamentos contra el dolor les pueden causar somnolencia o mareos y que entonces pueden caerse, y prefieren aguantar el dolor. Y lo mismo pasa con el temido estreñimiento. Prefieren pasarse sin medicación para el dolor y sufrir sin necesidad.

4. Mitos de la morfina

Creo que merece la pena, para remachar el mensaje, recordar aquí los Diez Mitos1 enumerados por Edward Martin y que compendian los errores y los malentendidos que médicos y pacientes por igual sufren acerca de la farmacología del dolor, en especial del dolor del cáncer.

Mito #1: La dosis de morfina no puede superar un máximo. La morfina lo mismo que los otros agonistas opiáceos no tienen dosis máxima. Siempre se puede elevar hasta el nivel necesario para alcanzar la analgesia, al tiempo que se vigilan los efectos colaterales.

Mito #2. Los pacientes se vuelven pronto tolerantes a la morfina y necesitan siempre dosis cada vez más altas. En general, la tolerancia no es un problema clínico. Hay que aumentar la dosis porque la enfermedad progresa, crea nuevos focos algógenos o intensifica el dolor de los ya existentes. Los pacientes estabilizados pueden seguir con la misma dosis semanas y meses.

Mito #3. La morfina causa adicción y debe usársela con mucha cautela. La adicción es un problema excepcional en el tratamiento del dolor canceroso. Todos los pacientes desarrollan dependencia fisiológica al cabo de un tiempo, pero eso no es adicción. Lo mismo que hay una dependencia de esteroides exógenos, hay una dependencia de opiáceos.

Mito #4. La morfina debería reservarse para los estadios finales de la enfermedad, pues, en caso contrario, perderá su efectividad. Es un prejuicio este muy difundido. Se puede presentar resistencia a los antibióticos, pero no hay resistencia a la morfina. El dolor que no se mitiga totalmente con una dosis, se aliviará con una dosis mayor. No hay razones para suspender la morfina para tenerla como arma de reserva para más adelante.

Mito #5. La morfina produce depresión respiratoria. No debería emplearse en pacientes con enfermedad pulmonar. El efecto depresor respiratorio de la morfina desaparece en unos pocos días y no suele crear problemas en el tratamiento del dolor canceroso. Más aun, todo el mundo sabe que la morfina reduce la disnea del paciente con cáncer.

Mito #6. Los pacientes que necesitan más dosis frecuentes o crecientes de morfina o que siguen teniendo dolor a pesar de la morfina, es que se han vuelto adictos. Las razones de ese fracaso pueden ser una dosificación inadecuada, una disminución de la vida media de la morfina en ese paciente o el progreso de la enfermedad. Pero no que el paciente se haya vuelto adicto.

Mito #7. La administración parenteral de morfina es más eficaz que la oral. Es cierto que la dosis es diferente a causa de la destrucción de morfina detoxicada en su primer paso por el hígado. Pero la administración oral es la vía ideal: por la facilidad de la administración, el costo bajo, la variedad de formas de acción rápida y de liberación lenta, el mejor control del paciente gracias a los niveles sanguíneos estables que se obtienen.

Mito #8. El paciente tratado con morfina se convierte en un zombi. Este es el argumento que, según el Dr. Kevorkian, dan los pacientes que le piden que les ayude a suicidarse. La sedación es frecuente al principio del tratamiento, pero se desarrolla pronto tolerancia a esta acción. La grandísima mayoría de los pacientes que reciben morfina están despiertos y de pie, y en todo caso presentan un grado muy ligero de sedación.

Creo que la superación de estos mitos es tanto una obligación ética como un deber de competencia profesional. Es hora de hablar un poco de esta última.

5. La prevención del dolor

Prevenir, ahorrar dolores, es una actitud ética. Lo preventivo es una dimensión de gran valor moral. La prevención del dolor es importante en la situación perioperatoria. Los anestesistas saben que se puede tratar el dolor muy eficazmente antes de que se produzca. En los procedimientos ortopédicos, tan dolorosos casi siempre, se puede reducir notablemente la cantidad de opiáceos necesarios para la analgesia postoperatoria si se hace una premedicación antes de la operación que incluya analgesia regional por bloqueo nervioso, o con dosis preoperatorias de antiinflamatorios no esteroideos. Se ha visto que no sólo el dolor postoperatorio es menor y necesita menos dosis para reducirlo, sino que la rehabilitación postoparatoria puede empezar antes y ser más intensa, el seguimiento de las invitaciones a respirar hondo, a soplar fuerte por el espirómetro son aceptadas mucho mejor que moverse y deambular, o comer.

6. Situaciones especiales

Dolorismo y expiación. Hedonismo y rechazo del dolor

Se enfrentan en nuestra sociedad de hoy, lo mismo que en épocas pasadas, dos actitudes polares del hombre frente al dolor. La que no encuentra sentido al dolor, lo tiene por tragedia incomprensible, incluso como el único mal que debe ser rechazado. Y la que, pasando más allá de la convicción de que el dolor no solo forma parte de la condición humana, sino que tiene un sentido purificador y sacrificial, considera el dolor deseable por sí mismo y como medio para la realización moral de la persona.

En un caso u otro, el dolor, aparte de la función biológica de ser síntoma que denuncia la presencia de enfermedad y que obliga a la intervención terapéutica, adquiere un significado, en la falta de él o en su exageración, que lo desnaturalizan. Frente al hedonismo y al dolorismo, el dolor tiene, en la tradición cristiana y de muchas otras culturas, un valor religioso: salvífico y penitencial, compatible con la necesidad humana de aliviarlo.

¿Cuál ha de ser la conducta del médico ante el paciente que desea sufrir, soportar cristianamente el dolor, y darle un significado redentor? Se trata de pacientes que desean abstenerse del uso de los analgésicos, o moderarlo, para aceptar al menos una parte del sufrimiento y así asociarse de modo consciente y voluntario a los sufrimientos de Jesucristo. Mientras el dolor no sea alienante, el respeto a la autonomía del paciente que desea sufrir obliga al médico a aceptar la situación querida por aquel, a la vez que ofrece su colaboración para cuando sea considerada necesaria.

Pero no cabe duda, que esa actitud de aceptación tiene un límite. El dolor insoportable, continuo, se convierte a la larga en un obstáculo para intereses y bienes más altos, dijo Pío XII. El dolor demasiado intenso deteriora la integridad psicofísica de la persona, causa daño biológico, impide gravemente el control espiritual del hombre sobre sí mismo. Por eso, es legítimo -y, más allá de ciertos límites, es éticamente obligatorio- que el médico intervenga para prevenir, aliviar y eliminar el dolor. Es recto siempre intentar someter el dolor al control del hombre. La analgesia, al eliminar los efectos más agresivos y perturbadores del dolor, da a la persona más control de sí misma, con lo que el dolor se humaniza, se convierte en una experiencia humana.

Así, pues, el deseo de sufrir mientras no se degrade la dignidad del paciente debería ser respetado. Si el dolor alcanza niveles que son incompatibles con esa dignidad, debe ser tratado. “A veces, el uso de técnicas y medicinas analgésicas y anestésicas implica la supresión o la disminución de la conciencia y del uso de las facultades anímicas superiores. En la medida en que tales procedimientos no pretenden directamente la pérdida de conciencia y de la libertad, sino el amortiguar la sensación dolorosa, y se practican dentro de lo clínicamente necesario, han de considerarse como legítimas éticamente”. Más aún, como dijo Pío XII ya en 1957 y confirmó en su declaración sobre la Eutanasia la Congregación para la Doctrina del la Fe en 1980, es lícito el uso de los analgésicos aun cuando pudieran comportar el riesgo de acortar la vida, a condición de que no haya otro medio para aliviar el dolor; es lícito el uso de los analgésicos que privan del uso de la conciencia, a condición de que el paciente haya tenido tiempo de cumplir sus deberes religiosos y morales para consigo sí mismo, su familia y la sociedad. Pero nunca se puede privar al moribundo de su conciencia si no hay un motivo proporcionadamente serio (Pío XII).

La aceptación voluntaria del dolor deja sorprendidos a los cultivadores de la ética médica que tienen un sesgo hedonista. No es fácil para ellos comprender que la aceptación voluntaria del dolor es un modo de humanizarlo y de darle su sentido supremo: coparticipar en la pasión de Cristo, de unión con el sacrificio redentor que Él ofreció por el mundo.

7. El deber de no incurrir en gastos injustificados

Wendy Stein ha estudiado el problema de lo que cuesta el dolor mal tratado. Nos habla de los costos para el paciente, para las familias, y para los profesionales de la salud.

El tratamiento deficiente o abandonado del dolor causa al paciente mucho daño: aumenta su vulnerabilidad psicológica y le lleva a necesitar los cuidados del psiquiatra con mayor frecuencia y, consiguientemente, a un consumo adicional de psicofármacos. Aunque el suicidio del paciente canceroso es un evento raro, en general y en comparación con otras enfermedades en fase terminal como el SIDA, el dolor deficientemente tratado, y el temor a que el dolor sea insufrible, son factores de riesgo añadido bien identificados y medidos. De ahí la importancia ética de tratar bien el dolor y de estar disponibles para tratarlo.

El dolor deprime la función inmune: a los datos experimentales se están añadiendo las primeras pruebas de que en el hombre sucede algo similar.

La calidad de vida del paciente, sus componentes físicos, funcionales, emocionales, sociales y espirituales dependen de la calidad del tratamiento del dolor. La OMS ha afirmado en uno de sus documentos que: Nada tiene un impacto más inmediato sobre la calidad de vida que el alivio del dolor, no sólo en el paciente de cáncer, sino también en sus familias. Para ello, basta poner en práctica los conocimientos acumulados en el campo de la atención paliativa.

El dolor mal tratado afecta a la familia. Incluso a nivel descriptivo. Los estudios de Ferrell muestran que los familiares no describen el dolor sólo como algo referido a la anatomía del paciente, sino como algo que se refleja en el propio familiar: el dolor es desesperado, aplastante, peor que la muerte, ensombrece el futuro. El dolor del paciente, especialmente el dolor que parece gratuito o no mitigado por un tratamiento bien adaptado, lo sufren con idéntica intensidad los familiares más inmediatos. Es un dolor moral del que se sienten en cierto modo culpables.

El dolor mal tratado tiene un costo muy fuerte para médicos y enfermeras. Según una frase casi lapidaria, se ha afirmado que la forma más frecuente de abuso de narcóticos es tratar por debajo de sus necesidades al moribundo. Es todavía muy alto el número de médicos que tratan mal, por tratar de menos, el dolor del anciano.

La sociedad paga un alto precio por ese dolor insuficientemente tratado. Por no tratar a tiempo con formas sencillas de terapia antiálgica hay que recurrir a intervenciones más caras, invasivas, que en vez de hacerse en el domicilio del paciente hay que hacer en el hospital, con ingresos por urgencias. El 5% de los ingresos por urgencias de un grupo de hospitales americanos se hicieron bajo el diagnóstico de dolor incontrolado. De esos casos, una cuarta parte no era la primera vez que ingresaban por esa razón: lo habrán hecho antes otras veces. Estuvieron en el hospital un promedio de 12 días, lo cual supone un costo tremendo si los datos se extrapolan a todo un país. La posibilidad de ahorrar sifrimiento y dinero es una razón que ha de apelar a la ética del médico e impulsarle a ser un experto en el manejo de los procedimientos primarios y tan eficaces de tratar el dolor.

Ninguna economía sanitaria debería ser sometida al terrible fracaso de pagar la factura del dolor mal tratado.

8. El dolor, la eutanasia y la ayuda médica al suicidio

El tratamiento competente del dolor tiene un valor ético y social añadido de enorme importancia: es el principal contrafuerte del muro que puede oponerse a la implantación de la eutanasia y a la práctica de la ayuda médica al suicidio.

Apenas se ha hablado de ello, pero de acuerdo con el nuevo Código Penal, vigente desde mayo pasado, la eutanasia está prácticamente despenalizada en España. No sucede así, paradójicamente, con la ayuda al suicidio. La argumentación jurídica es un poco laboriosa y no es este el lugar de aducirla. Pero mi tesis es clara: o los médicos tratamos con diligencia y competencia a nuestros pacientes y nos empleamos a fondo y con sinceridad en el tratamiento del dolor, o contribuiremos a aumentar la presión social a favor de la eutanasia, dado que la ayuda médica al suicidio es un camino cerrado en España.

Y eso sería una tragedia de incalculables consecuencias para nuestra vocación médica. El clima social creado por la tolerancia de la eutanasia provoca un deterioro creciente, incluso una brutalización, de la atención médica, pues la degrada en lo ético y la empobrece en lo científico.

La decadencia ética no es difícil de calcular. En la dinámica de la permisividad legal y social, tolerar la eutanasia empieza por significar que matar sin dolor es una forma excepcional de tratar ciertas enfermedades, que sólo se autoriza para situaciones extremas y muy estrictamente reguladas. Pero, sin tardanza, inexorablemente, por efecto del acostumbramiento social, del activismo pro-eutanasia, la despenalización termina por significar que matar por compasión es una alternativa terapéutica estándar y aceptada de hecho.

Y tan eficaz, que los médicos no pueden moralmente rehusarla. La razón es obvia: la eutanasia -una intervención limpia, rápida, eficiente al cien por ciento, indolora, compasiva, mucho más cómoda, estética y económica que el tratamiento paliativo- se convierte en una tentación invencible para ciertos pacientes o para sus allegados. Y también para algunos médicos, pues la muerte dulce de alguno que otro de sus enfermos les ahorra mucho tiempo y esfuerzo: el que invierten en seguirlo día a día, en paliar sus síntomas y aliviar su dolor, en visitarle, en acompañarle en el difícil momento final.

En esa situación, lo grave, para los médicos, es que sus virtudes específicas -la compasión, la prevención del sufrimiento, el no discriminar entre sus pacientes- se vuelven contra ellos, de modo que se ven impulsados por sus propias virtudes profesionales a aplicar cada vez con más celo esta terapéutica tan práctica y eficiente: no pueden negar a un paciente la muerte liberadora que, en circunstancias semejantes, han dado ya a otros; ni pueden retrasar para más tarde lo ya ahora se presenta como el remedio máximamente eficaz. Se prescindirá, como lo ha demostrado ese laboratorio social que es Holanda con su tolerancia legal de la eutanasia, del concepto de enfermedad terminal, o se lo ensanchará más cada vez; las indicaciones de la eutanasia se irán haciendo más extensas y precoces.

El médico que hubiera sucumbido a la tentación de la muerte dulce y ejecutado una eutanasia, o se arrepiente sincera y definitivamente, o ya no podrá dejarlo. Porque si es éticamente congruente consigo mismo, y cree que está haciendo algo bueno, tendrá que seguir haciéndolo en casos cada vez menos dramáticos y saltándose, en nombre de su ética compasiva, las barreras legales. Porque si la ley sólo autoriza la eutanasia a quien la pide expresa, seria e inequívocamente, ¿qué razones podrá aducir el médico que la haya practicado conforme a la ley, para negarla a quien es incapaz de pedirla, pero cuya vida es más dolorosa o más degradada o es mucho más cargosa para los demás?

El utilitarista puede llegar a la conclusión que hay situaciones en las que el deseo de seguir viviendo de ciertos pacientes puede resultar irracional y caprichoso, pues tienen por delante una perspectiva de vida detestable. Razona así: las vidas de ciertos pacientes capaces de decidir son tan carentes de calidad, provocan un consumo tan desorbitado de recursos, son tan abusivas para los demás, que no son dignas de ser vividas. El empeñarse en vivirlas es un deseo injusto, que conlleva un consumo irracional de recursos, económicos y humanos: ese dinero y ese esfuerzo laboral podrían ser mucho mejor empleados.

Es repugnante, al principio, hacer este razonamiento, pero con el tiempo resulta cada vez más fácil expropiar al paciente de su libertad de escoger seguir viviendo. De hecho, en Holanda, en el estudio sobre eutanasia en la práctica de la atención primaria, los médicos generales han confesado que el 10% de las eutanasias las practican en pacientes conscientes y capaces de consentir o rechazar la intervención, pero a los que no dicen nada por razones paternalistas: no serían capaces de comprender la naturaleza de la intervención eutanásica.

La pérdida para la Medicina no es sólo de humanidad. Lo es también de ciencia. Si los médicos trabajaran en un ambiente en el se supieran impunes tanto si tratan como si matan a ciertos pacientes, se irían volviendo indiferentes hacia determinados tipos de enfermos, y se mustiaría la investigación en vastas áreas de la Patología. Porque si al paciente senil o al que sufre la enfermedad de Alzheimer se les pudiera aplicar la muerte dulce, ¿quién puede sentirse motivado a estudiar las causas y mecanismos del envejecimiento cerebral o la constelación de factores que determinan la demencia? Si al paciente con cáncer avanzado se le ofrece la muerte como terapia válida de su enfermedad, ¿quién se va a interesar por los mecanismos de la diseminación metastática, por los trastornos metabólicos inducidos por los mediadores de la caquexia o la futura farmacología del dolor? Ningún tratamiento paliativo podría competir ante la baratura de la eutanasia. Todo el esfuerzo mental y moral, la tensión, a veces agotadora, por cumplir el precepto hipocrático de buscar el bien del paciente, de hacer el médico cuanto sepa y pueda para beneficio del enfermo, de esforzarse por no hacerle daño o injusticia, sufriría, en una sociedad tolerante a la eutanasia, una atrofia por desuso.

Puesta en vigor la ley, ¿cuánto tiempo podrán resistir los médicos, al principio, las peticiones -más adelante, las exigencias- de homicidio que les dirijan pacientes y familiares? La penalización legal es tan llevadera, y la indulgencia de los tribunales tan probable, que al médico que objetare a la eutanasia se le podrá tener por poco humano, por poco compasivo. Yo no tengo dudas: los valores científicos de la Medicina sufren un empobrecimiento cuando parte de ellos son absorbidos en la eutanasia.

Cada día que pasa me convenzo de que la atención médica terminal, los cuidados paliativos, encierran una ética de gran densidad: es en sí misma una dimensión de la Medicina que cultiva y enriquece los valores éticos más íntimos y básicos. Es, además, el antídoto que nos puede preservar contra la tentación, temible y atractiva a la vez, de la eutanasia.

Un antídoto de gran eficacia. Aun el médico y la enfermera más íntegros y rectos necesitan protegerse contra los excesos de sus virtudes. Despenalizar la eutanasia equivaldría a sumir a la Medicina en la enfermedad autoagresiva de la compasión falsificada. La obligación de respetar y de cuidar toda vida humana es una fuerza moral maravillosa e inspiradora. Con ella, hemos de desarrollar la teoría y la práctica de la Atención paliativa, científica y humana, que desarraigue de nuestros hospitales el error escandaloso del ensañamiento terapéutico y que haga resaltar, por contraste, la fría inhumanidad que, disfrazada de compasión, se oculta en la eutanasia.

Los médicos que, en hospitales y domicilios, aplican con humanidad y ciencia los cuidados paliativos y de la geriatría están haciendo mucho por la Ética de las profesiones sanitarias. Los cuidados que prodigan a sus pacientes están salvando a la Medicina del gran peligro de convertirse en cómplice de los fuertes contra los débiles.


[1] El Dr. Herranz enumera sólo 8. Existen diversas variantes de estos mitos.

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