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Relaciones interprofesionales en la asistencia sanitaria

Gonzalo Herranz, Grupo de Trabajo de Ética biomédica, Universidad de Navarra.
Lección impartida en el XIXè Curs de Formació Continuada en Medicina.
Associació Mèdico-quirúrgica de Lleida.
Lleida, 13 de Juny de 1987.

Índice

1. El carácter primordial de la confraternidad y su subordinación a los derechos del paciente

2. Los desacuerdos entre colegas y su resolución

3. La relación jerárquica y el trabajo en equipo

Saludos y agradecimientos.

Las relaciones profesionales del médico - con sus colegas y con los miembros de las otras profesiones sanitarias - hunden sus raíces en una larga y rica tradición de confraternidad y de derechos humanos. Está expresada ya en el Juramento hipocrático, en las cláusulas llamadas del compromiso profesional, con sus normas de veneración al maestro y de hermandad con los colegas. Desde esa remota antigüedad, el principio de fraternidad profesional, de colegialidad, ha venido inspirando y regulando las relaciones recíprocas de los médicos de todos los tiempos. Alcanza un nivel casi ceremonial en la ética médica, mejor sería decir en la etiqueta médica, del XVIII tardío y del XIX, con la figura de los médicos-caballeros de los hospitales británicos que tan detalladamente dibujaron los Gregory y Percival y que introdujo en España Félix Janer i Bertrán, Doctor en Medicina por Cervera y Catedrático de Clínica Interna en el Real Colegio de Medicina y Cirugía de Barcelona, con sus Elementos de Moral Médica, publicados en 1831.

El principio de confraternidad se decanta, ya más cerca de nosotros y libre de formalismos, en la Declaración de Ginebra y en otros importantes documentos éticos de la Asociación Médica Mundial. En la Declaración de Ginebra, el médico ya no jura ante Dios, sino que, a tenor del talante secularista de esa nueva carta magna de la ética médica contemporánea, sólo se compromete por su palabra de honor a otorgar a los maestros el respeto, gratitud y consideración que les son debidos, y a considerar a los colegas como hermanos. Desde 1994, se dice, en reconocimiento de la densa feminización de la profesión médica, como hermanas y hermanos. Tales deberes son reiterados en el Código de Londres, de 1949, bajo la forma de la regla de oro profesional (El médico se portará con sus colegas como quisiera que sus colegas se portaran con él), añadiéndoles la obligación de corregir, e incluso de denunciar, a los colegas débiles de carácter o carentes de competencia, y a los que incurran en fraude o engaño.

La Asociación Médica Mundial ha tratado también de otro importante aspecto de las relaciones profesionales: el de los derechos humanos y la libertad individual de los médicos. De ellos trata la Declaración de Bruselas, de 1985, en que se recuerda al médico el deber que tiene de favorecer el principio de igualdad de oportunidades en lo que se refiere a educación, empleo y ejercicio profesional de todos sus colegas, sin discriminarlos por razón de raza, color, religión, origen étnico, sexo, edad, o afiliación política.

Así pues, los inscritos en los Colegios de Médicos se constituye, desde el punto de vista sociológico y también del derecho estatutario moderno, en una comunidad organizada, de estructura democrática, en la que todos comparten los mismos derechos y deberes, una comunidad en la que opera un sentido de solidaridad interna, de la derivan algunos comportamientos recíprocos, voluntarios unos, otros obligados. Son éstos recogidos por nuestro Código de Ética y Deontología Médica en su capítulo VII, que desarrolla con amplitud las relaciones de los médicos entre sí. Y con brevedad lo hace el capítulo siguiente con respecto a las relaciones del médico con los miembros de las otras profesiones sanitarias.

El capítulo VII se abre con la afirmación de que “la confraternidad entre los médicos es un deber primordial: sobre ella sólo tienen precedencia los derechos del paciente”. Da con ella entrada a un conjunto de temas, extenso y ramificado, que se especifican en los artículos siguientes y que se refieren:

al trato leal, deferente y respetuoso que se han de dar los colegas y que debe informar también las relaciones jerárquicas;

a la defensa del colega injustamente atacado;

a compartir los conocimientos y formar todos una comunidad científica;

a abstenerse de criticar despectivamente al colega;

a como solucionar los inevitables desacuerdos y como dar un sentido constructivo a las legítimas críticas y a los conflictos entre colegas;

a la dura pero ineludible obligación de denuncia;

a la llamada en consulta;

a la sustitución del compañero enfermo o impedido;

y, finalmente, a la deontología del trabajo en equipo.

Como vemos, es un tema el de las relaciones entre los médicos vasto y complejo, imposible de tratar en una sesión. Por eso, voy a referirme sólo a unos pocos aspectos sobre los que me parece más interesante insistir. Podremos tener ocasión de tratar de otros en el debate que siga a mi intervención. Los puntos de los voy a hablar son éstos:

1. El carácter primordial de la confraternidad y su subordinación a los derechos del paciente.

2. Los desacuerdos entre colegas y su resolución.

3. La relación jerárquica y el trabajo en equipo.

1. El carácter primordial de la confraternidad y su subordinación a los derechos del paciente 

La relación de confraternidad es esencial, necesaria. Es esta una idea que, ya lo he dicho, nunca ha faltado en la tradición profesional. El Capítulo XXVI (Del modo de portarse los médicos y cirujanos entre sí) del libro de Janer dice unas palabras que no me resisto a citar. Dice: “Ligados los médicos por los más estrechos vínculos de una verdadera hermandad, deben en efecto amarse como hermanos, pues tanto la humanidad como el propio interés reclaman ese mutuo amor de todos los facultativos. Si son buenos amigos, si se tratan sin envidia ni rencor, si se tienen todos los miramientos regulares, y si se auxilian recíprocamente, los enfermos no podrán menos de experimentar los grandes beneficios de una armonía que tanto ha de conspirar a su bien, evitándose con ella las terribles disputas y los altercados de que los pacientes han sido infelices víctimas.”

El Código de Ética y Deontología Médica vigente se refiere a la confraternidad diciendo que constituye un deber primordial, que sólo está subordinado a los intereses, a los derechos, del paciente. El trato mutuo informado de deferencia, respeto y lealtad no es un deber marginal: está en el mismo corazón de la ética médica. No es posible un ejercicio correcto de la Medicina ni tratar bien a los enfermos, si los médicos no nos tratamos bien entre nosotros. La correcta relación entre los médicos es, en cierto modo, un derecho del paciente. Ese es el primer aspecto que voy a analizar con algo de detalle.

Que los pacientes tengan derecho a ser tratados por médicos que mantienen entre ellos unas relaciones correctas, es algo que cae de su peso. Lo es si consideramos cuan fácilmente unas relaciones incorrectas por exceso de amistad pueden degenerar en compadraje, y lo es también cuando la enemistad entre los médicos llega al extremo de causar daño deliberado, y a veces grave, al paciente.

En efecto, el trato de los pacientes puede sufrir, por un lado, a consecuencia de conductas que derivadas de una noción perversa de la confraternidad. Se dan entonces comportamientos contrarios a la ética, como son, por ejemplo, a nivel general, el corporativismo abusivo o, a nivel particular, la colusión injusta. En una y otra situación, los médicos se alían y conspiran juntos contra la dignidad y los derechos de las personas o contra sus haciendas. Por eso, la verdadera confraternidad exige siempre su conformidad con la justicia hacia terceros. Facilita dar al colega lo que le es debido en justicia, pero eso ha de hacerse sólo después de haber dado al paciente, casi siempre más débil, lo que le también le corresponde. A eso se refiere la subordinación de que habla el Código.

Pero, lo que quizás interesa más es recordar que la enemistad entre los médicos es, para el paciente, un factor de riesgo nada despreciable, incluso catastrófico.

Veámoslo con un ejemplo real, que, aunque extremoso, es sumamente instructivo. Nos muestra como las malas relaciones entre médicos pueden causar mucho daño: por un lado, al paciente, por otro a los colegas. Es un ejemplo dramático dominado por unas relaciones profesionales perturbadas, en el que se combinan la enemistad horizontal entre consultores y el abuso vertical de la autoridad sobre los subordinados. La historia, titulada “Malas relaciones profesionales y riesgos para los pacientes”, aparece en un artículo corto, publicado hace unos años, por la comentarista legal del Lancet, Diana Brahams. Esta es la historia resumida del caso.

Una mujer es llevada al servicio de urgencias de un Hospital a medianoche con un cuadro que el residente de guardia califica de abdomen agudo. El residente llama al consultor de cirugía general. Este le ordena que vaya empezando él la laparotomía, que se pone inmediatamente en camino hacia el hospital. Cuando llega, la cosa está clara: se ve un aneurisma de la aorta abdominal que sangra, pero el consultor, aun cuando sabía que en ese momento estaba en el hospital un cirujano vascular muy experimentado, prohibió que se le llamara. Cirujano general y cirujano vascular estaban reñidos desde hacía años, y era público que sus relaciones mutuas eran escandalosamente hostiles. El cirujano general ordenó al residente que le ayudaba que cerrara la incisión abdominal, porque no iban a hacer nada. Cuando el residente le dijo que juzgaba que el caso era operable y que pensaba en conciencia que se debía llamar al cirujano vascular, el cirujano general le reiteró con violencia la orden de terminar inmediatamente la operación y de no hacer nada más. El residente así lo hizo. La mujer murió poco después a consecuencia de una hemorragia intraabdominal masiva.

El episodio sucedió en el Reino Unido. El cirujano fue suspendido a perpetuidad por el General Medical Council, el órgano disciplinario británico. También el juez le impuso una condena muy fuerte. Ni los órganos disciplinarios ni los judiciales tomaron, sin embargo, medidas contra el residente por haber obedecido, contra su conciencia, una orden absurda. Ni el General Medical Council ni el Real Colegio de Cirujanos habían sentado hasta entonces normas sobre cuándo y en qué condiciones un médico puede desobedecer las órdenes de sus superiores. Pero el juez dejó bien sentado que “hay situaciones en que las órdenes dadas parecen tan palmariamente equivocadas que no se puede exigir al subordinado que las siga, o al menos que las siga sin antes haber pedido consejo a otro”.

Las graves desavenencias entre colegas suelen perjudicar a los pacientes. No se trata exclusivamente de episodios como el que acabo de relatar, o como el que todos recordamos de dos jóvenes residentes de anestesiología que, en el Hospital de la Miletrie, de Poitiers, hace ahora doce años, para vengarse de su jefe y acusarle de negligencia, cambiaron con dolo las conexiones de la máquina de anestesia y mataron por anoxia en la sala de recuperación a una mujer de 33 años. Son, por fortuna, extraordinariamente raros los casos que llegan esos extremos de irracionalidad. Pero un hospital en el que la confraternidad se degrada en rencillas, en rivalidades, en murmuraciones, en enemistades, es un hospital en el que los pacientes reciben una atención empobrecida, porque es muy fácil que se resienta en él el trabajo en equipo bien coordinado y la continuidad de cuidados que ha de darse a los pacientes, porque falla la comunicación entre los médicos implicados, porque se rehuye el trato con los colegas, o porque se les informa de modo incompleto o poco claro.

Un ambiente de relaciones tensas o abiertamente enemistosas entre individuos o grupos es, en Medicina, peligroso, porque queda poco a poco dominado por la insinceridad y la violencia, que crecen en incrementos diarios, pequeños pero acumulativos. Los errores propios se ocultan, mientras que los ajenos se divulgan y amplifican, con escándalo farisaico. En un caso u otro, se pierde la oportunidad de estudiarlos sin apasionamiento, de discutirlos abiertamente, de analizarlos en sus causas, de ponerles solución. Pero, nos guste o no, a pesar de jueces y sentencias, los errores son y seguirán siendo inevitables, tanto en la práctica primaria, como en los hospitales de todas las categorías: accidentes imprevisibles, descuidos involuntarios, negligencias de mayor o menor tamaño. Y si, porque falla la confraternidad, ni se declaran, ni se estudian ni se corrigen, seguirán produciéndose errores, y a veces errores en cadena, para daño de los pacientes.

La confraternidad debería ser sincera y fuerte, muy comprensiva con la flaqueza humana pero también muy comprometida con la justicia, para hacer posible el estudio y discusión de los errores. Los médicos no tendríamos entonces que ocultar los errores. Deberíamos, por el contrario, reconocer el potencial benéfico de ponerlos de manifiesto, tanto para bien del que lo ha cometido como para el de los demás. Pues reconocer, confesar y analizar los accidentes, errores o negligencias de todos no sólo sirve para prevenir que vuelvan a producirse. No sólo es medicina preventiva de la mejor calidad: crea una atmósfera de confraternidad humana y comprensiva, en la que es posible trabajar con mayor y más aguda responsabilidad.

En un estudio realizado en 28 hospitales de los Estados Unidos sobre la epidemiología de los daños inducidos por las intervenciones médicas, los llamados acontecimientos adversos, se demostró que esos daños no se distribuyen al azar: ciertos hospitales tienen tasas hasta diez o más veces más elevadas que otros. Este hallazgo parece dar firme apoyo a la opinión de que puede ser el sistema, y no sólo el individuo, causante de lmucha siniestralidad específica, y que, por tanto, es el sistema, tanto o más que los individuos, quien ha de ser objeto de análisis y reforma. Esta es ya razón suficiente para que la evaluación de los errores sea una moralmente obligada.

Se han identificado algunos factores institucionales responsables de la baja calidad de la atención prestada en algunos hospitales, tales como la alta tasa de relaciones deterioradas entre sus miembros, la resultante imagen empobrecida que quienes trabajan en el hospital tienen de la institución, la falta de energía moral corporativa, la deficiente comunicación interna, la falta de claridad acerca de los fines institucionales, la recaída en períodos de crisis desencadenados por reagudizaciones de problemas a los que se tarda y se tarda en poner solución. Hay evidentemente hospitales con una moral muy baja.

Para corregir ese tipo de errores no le bastan a los hospitales las estructuras meramente técnicas, del tipo de los comités de mortalidad o de las auditorías de resultados. Hay que poner en marcha mucha energía moral, invertir todas las reservas éticas. Debería existir en todos los hospitales una instancia específica para analizar éticamente los accidentes, errores, descuidos y negligencias que se producen en ellos, en especial los que tienden a repetirse, con el propósito de ir desarrollando normas para la prevención del daño yatrogénico.

Hans Popper, en uno de los últimos artículos que publicó, firmado en colaboración con MacIntyre, postuló la necesidad de que los médicos de hoy cambiemos de actitud frente a los errores que cometemos: no hemos de ocultarlos, sino manifestarlos; no nos limitaremos a condenarlos cuando los descubrimos en los otros, sino que deberíamos usarlos como instrumento educativo; hemos de discutirlos, no para castigo de los que yerran, sino para mejora de la conducta de todos.

Esta es una confraternidad éticamente madura. Si los médicos acertáramos a dar esta solución a los errores propios y ajenos, cuanta maledicencia se evitaría y cuanto mejoraría la calidad ética de los hospitales y la caridad dentro de la entera profesión.

Termino aquí este primer punto de mi charla de esta tarde. Me gustaría oír comentarios sobre él. Sé que todo esto suena a utopía. Pero pienso que a ninguno de nosotros nos hará ningún daño reflexionar y sacar consecuencias, basadas en la propia experiencia, acerca del carácter primordial de la confraternidad, y de su decisiva subordinación a la protección de los derechos y las expectativas de los pacientes. Para eso hemos recibido de la sociedad el encargo de ser médicos.

2. Los desacuerdos entre colegas y su resolución 

Nada más lógico que se den desacuerdos entre los médicos. No hace falta recordar lo que ya nos enseñó Hipócrates acerca de cuan breve es la vida y dilatado el saber, cuan fugaz la oportunidad y cuan engañosas las apariencias. La medicina, en cuanto saber, está y siempre estará, en estado fluido. Los médicos, en la práctica clínica, no tenemos muchas veces otro remedio que tomar decisiones en la incertidumbre. Es natural que los médicos nos pasaremos la vida discutiendo casos y problemas, en desacuerdo permanente unos con otros.

Es lógico que así sea, por muchas razones. Los médicos somos increíblemente diferentes: son diferentes nuestros genes y la educación que hemos recibido, son diversos nuestros estudios y las experiencias que nos han forjado la inteligencia y el estilo humano de cada uno, somos dispares en el modo de interpretar las cosas: los datos de laboratorio, las imágenes diagnósticas, la historia de los pacientes, los protocolos clínicos, los mandatos deontológicos, las circunstancias de la política profesional. Tendemos a ver, cada uno a su modo, las personas y las cosas, las estructuras sociales y los problemas organizativos, los fines de la Medicina y los medios de nos servimos para alcanzarlos.

Hemos, por ello, de acostumbrarnos a vivir en la diversidad: en torno a un núcleo, mínimo, pero enormemente fecundo, de principios innegociables (que para mí son la dignidad del hombre, la intangibilidad de la vida humana, la base científica de la Medicina), cada uno va edificando su estilo personal. Deberíamos ser para el resto de la sociedad ejemplo de tolerancia para la diversidad.

Y, sin embargo, ocurre con frecuencia, que a veces parece excesiva, que en vez de convivir pacíficamente en el desacuerdo sobre lo incierto y lo opinable, hacemos estallar tormentas de intolerancia, de agresividad, de incompatibilidad, incluso de odio, que no se apaciguan, sino que duran, se extienden y se radicalizan. Lo que era un conflicto entre dos se extiende a los amigos de uno y otro, se toma partido, se dividen los médicos que trabajan en un hospital, se vuelven incompatibles los que hasta entonces eran miembros de una asociación o de un sindicato, y se escinden en nuevas entidades rivales. Las cosas a veces se agravan. Terminan en denuncias, en expedientes deontológicos, cuando no en demandas judiciales.

Hace unos días me entregaron la documentación sobre un conflicto, ocurrido hace algunos años, que me parece una muestra paradigmática de la irracionalización del desacuerdo. Merece la pena contar el caso. Un niño presenta un tumor óseo maligno que, en un hospital universitario, es operado y tratado con quimioterapia. Los médicos que intervienen en el caso, ante lo excepcional de los hallazgos patológicos, de localización y cuadro histológico, consultan con una prestigiosa entidad oncológica de los Estados Unidos, la cual confirma el diagnóstico local. El protocolo de quimioterapia que se aplica al pequeño paciente es el seguido desde hace unos años en un centro, norteamericano también, de referencia para Oncología pediátrica. El tratamiento es muy agresivo y el estado general del paciente se deteriora, a causa, al parecer, de una fuerte hepatoxicidad atribuida al metotrexate. Los padres del niño, que pasan por la dura prueba emocional del temor de perder al niño y para la que no parecen recibir apoyo suficiente por parte de los médicos, se asustan y buscan una segunda opinión.

El centro de oncología consultado expresa el parecer de que el protocolo seguido es excesivamente arriesgado y está siendo abandonado, por lo que propone en su lugar otro. A partir de ese momento, las cosas empiezan a complicarse. Los padres deciden trasladar al niño al segundo centro, pero encuentran una firme oposición de los médicos del hospital que hasta entonces había tratado al niño. Consiguen, sin embargo, que se les envíe al nuevo grupo material de la biopsia, que es examinada, con el resultado de que el diagnóstico histopatológico es modificado. Y, curiosamente, el nuevo diagnóstico es confirmado por otra institución americana de referencia de tumores óseos a la que se consultó. El cambio de diagnóstico establece un pronóstico menos sombrío que el que hasta entonces se había adelantado, y permite, sobre todo, eliminar el Metrotexate del programa de quimioterapia, por lo que es posible completar un tratamiento menos agresivo y que fue bien tolerado. La evolución posterior del niño ha sido excelente.

La conducta técnica de los dos grupos no ofrece elementos para la censura. Sin embargo, el comportamiento deontológico de los médicos del primer grupo muestra deficiencias tanto en las relaciones con los padres del niño, como con los colegas del segundo centro: no es fácil, en general, contener las conductas agresivas, porque la agresividad, lo mismo que la bondad, es difusiva, tiende a generalizarse o a radicalizarse.

Cuando la autoridad sanitaria pide a los médicos del primer centro que informen la solicitud que los padres del niño han hecho a la correspondiente Consejería de Sanidad de ayuda económica para proseguir el tratamiento en la nueva institución, el Director del Servicio contestó al Director del Área de Salud en los siguientes términos: “Como puedes ver es inadmisible la actitud de los padres, especialmente de la madre, y a las pruebas me remito. Todo el Servicio, y yo a la cabeza como máximo responsable del mismo, estamos indignados y esperamos que no se atienda el deseo de que se sufraguen los gastos en la nueva situación, ya que el único argumento para defender esa petición es la difamación y la falsedad. Sólo un trastorno mental puede explicar ese comportamiento. Me resisto a pensar que en condiciones normales una persona pueda ser tan mentirosa e inmoral. Situaciones como esta son muy dolorosas y frustrantes, por ser injustas y perversas”. No parecen esas palabras libres de connotaciones injuriosas. Pero, por lo que esta tarde nos concierne, el director del centro al que el niño había sido trasladado no quedó mejor parado, pues, por las meras referencias verbales dadas por la madre del paciente y tras haberse negado a hablar con él, le acusa en el mismo informe de “recurrir a la treta de afirmar, sin ver al enfermo, de que está en inminente peligro de muerte” y también de “haber recurrido al sistema de falsear la realidad, ideal para conseguir traslados a otro Centro, pero que está reñido con las más elementales normas de la ética médica, por lo que este servicio se reserva el derecho de querellarse contra el Director de ese Centro a través del Comité de Ética correspondiente”.

Tales amenazas no se llevaron a efecto. Cuando se estudia la documentación del caso, se ve que esas imputaciones vienen de una versión sesgada de los hechos que, en un caso así, tienden a ser complejos. Los médicos del primer centro consideraron injusta e insultante para ellos la decisión de los padres de trasladar al niño al segundo centro. Se negaron a comunicarse abiertamente con los del segundo, y sólo lo hicieron tardíamente y a regañadientes, cuando el niño ya había sido trasladado. No quisieron debatir, desde un punto de vista estrictamente profesional, el cambio de diagnóstico o de protocolo de quimioterapia que propuso el segundo centro, ni reconocieron que el grave cuadro de hepatotoxicidad fuera atribuible al Metotrexate. No contestaron siquiera a la carta que les escribió el director del segundo centro, en la que les comunicaba la evolución del caso.

El caso revela cuan difícil es, para los implicados en el conflicto, negociar una solución a los desacuerdos, cuando se personalizan los problemas, esto es, cuando no se trata directa y exclusivamente de dilucidar la verdad clínica con la mayor aproximación posible, sino que sólo se trata de apostar por el propio prestigio.

El riesgo de subjetivizar está más allá de todo cálculo. No es nada sorprendente entonces que, con la pérdida de objetividad, se prodiguen las alabanzas a la propia excelencia al tiempo que se denigra a quienes difieren de la propia opinión. Afirmaba el Director del servicio abandonado por el niño del caso que he relatado hace un momento: “La nuestra es una Unidad acreditada de Oncología Pediátrica, Unidad reconocida nacional e internacionalmente, que pertenece a un Departamento de Pediatría de enorme prestigio”. Por el contrario, el centro al que el niño había sido trasladado “no ha demostrado competencia acreditada en la subespecialidad, pues, ni siquiera pertenece a la Sociedad Española de Oncología Pediátrica”.

Decía que es un caso paradigmático porque muestra con mucha transparencia que el origen de la intolerancia del colega está en la alta estima que muchos médicos tienen de sí mismos, de su ciencia, de su excelencia ética, que hace imposible aceptar el disenso, e incluso el lenguaje apodíctico de los hechos. Pero peor que éso es el rechazo de la libertad del paciente de cambiar de médico o de institución. Se trata de personalidades posesivas, tanto de la ciencia como de las personas.

Hace poco, Colegio solicitó al Consejo general que la Comisión Central de Deontología dirimiera una disputa entre dos especialistas, porque uno de ellos “consideraba que cualquier acuerdo que tomara la Comisión de Deontología del Colegio que no defendiera los intereses de ese colegiado podría ser considerado por éste, de nuevo, como parcial”. Es un modo sumamente original de constituirse en juez y parte.

Cuando el debate no se sitúa en el plano objetivo de depurar los datos, de darles significación y jerarquía. Se rechaza como una hipótesis descabellada la posibilidad de estar uno equivocado. Muchas veces las cosas se llevan al terreno de proclamar que uno es más inteligente, más erudito, más prestigioso. O se recurre a esa especie de huida adelante de arreciar en la descalificación del colega. No es posible una búsqueda inteligente de solución.

Es muy difícil capear todos los temporales de la profesión médica sin un poco de humildad o, dicho de otro modo, sin un saludable sentido del humor. Los médicos de la primera institución no supieron responder a las legítimas (y quizás también infundadas y seguramente, para ellos, humillantes) pretensiones de los padres del niño. Pero parecen haber olvidado que, en su artículo 7, el Código de Ética y Deontología Médica proclama que “la eficacia de la asistencia médica exige una plena relación de confianza entre médico y enfermo. Ello supone el respeto al derecho del paciente a elegir o cambiar de médico o de centro sanitario. (...) El médico ha de facilitar el ejercicio de ese derecho.”, un derecho que está consagrado en el Art. 10 de la ley 14/1986 General de Sanidad.

El ejercicio de ese derecho es duro para el médico, porque significa un descrédito ante los demás. “Situaciones como esta son muy dolorosas y frustrantes”, dice, con razón, el Jefe del Servicio abandonado. Pero se equivoca al calificarlas de injustas y perversas. La razón de ese dolor y frustración está, probablemente, más que en perder un paciente en sufrir el juicio desfavorable implícito cuando otro colega es preferido por el paciente y el médico se siente abandonado, incluso traicionado. Y, en lugar de reconocer que es ese uno de los gajes del oficio y de asumir el deber de contribuir a la ulterior atención del paciente, transmitiendo al nuevo médico los datos pertinentes, el episodio sólo se le aparece como capaz de generar frustración y maledicencia.

Mi experiencia es un tanto pesimista. Los conflictos entre colegas no tienen solución muchas veces. Por eso es mejor prevenirlos que tratar vanamente de curarlos. Es interesante, por eso, estudiar la historia natural del desacuerdo entre médicos, de esa especie de estado de beligerancia que estalla de vez en cuando en forma más o menos ruidosa. Hay algunos rasgos de carácter que están en su origen. Y, quizá, muchas veces, la noción desproporcionada de la propia excelencia que tienen de sí algunos colegas.

Por eso, parece importante cuidar los pequeños detalles de cordialidad, y también eliminar ciertas tradiciones (no todo lo heredado del pasado es loable y digno de imitación). Hay tradiciones, en las que no falta el humor, pero en las que se echa de menos un poco de caridad, que consagran ciertos estereotipos asignados a las especialidades: llamar carniceros a los patólogos, a los urólogos fontaneros, o carpinteros a los traumatólogos; se oye decir de los psiquiatras que están chiflados. Hay una especie de irritante complejo de superioridad de los médicos de instituciones académicas u hospitalarias de alto rango frente a los médicos de pueblo. Hay una especie de desprecio irritado de los médicos que trabajan en el servicio nacional de salud frente a los colegas que colaboran con las autoridades sanitarias en la programación económica o gerencial de la asistencia sanitaria.

Hay también situaciones más o menos colectivas de insatisfacción ligadas a la misma naturaleza del trabajo que hace uno y que hacen otros. Recientemente se ha publicado un artículo en el que se muestra como muchos médicos de las especialidades en las que no suele darse contacto directo del médico con el paciente, pero que con frecuencia contribuyen de modo decisivo al diagnóstico (cual es el caso de los patólogos, bioquímicos clínicos, microbiólogos y radiólogos) caen e un estado de resentimiento permanente, porque su decisiva contribución diagnóstica no es reconocida ni delante de los pacientes ni de los otros colegas, ni, muy frecuentemente, en las publicaciones. Dicen que ellos cardan la lana y otros se llevan la fama. Esto crea una situación proclive a la revancha. He conocido a patólogos que experimentan un extraño placer intelectual de sembrar resentimientos cuando van demoliendo, en las sesiones clínico-patológicas, punto por punto los diagnósticos de sus colegas clínicos. Son también fuente de desazón y disgusto los desniveles de honorarios, heredados de antiguo, que se dan entre los médicos contemplativos (psiquiatras, internistas, pediatras) que sobre todo escuchan, hablan, exploran con sus manos y prescriben una receta, y los médicos procedurales (cirujanos, médicos que usan de tecnologías exploratorias complejas). Porque muchos médicos no ven que la diversidad de honorarios se correlacione de modo alguno ni con la inteligencia, la responsabilidad, el riesgo o la competencia.

Es malo que haya ese fondo de conflictividad. Porque las cosas pueden pasar a mayores cuando, por ejemplo, se juzga o se desautoriza a colectivos profesionales enteros. He oído a un colega, afirmar machistamente que ninguna médica pondría jamás los pies en su servicio, porque o son tontas o presumidas y no se les puede tomar en serio. La consecuencia final de cosas como estas es una caída colectiva de cordialidad y una elevación del nivel de enfrentamiento, que tiende a agriar difusamente el ambiente del hospital o de toda la profesión.

Hace unos días señalaba en un artículo hecho muy de prisa que estamos asistiendo a un fenómeno nuevo: la pérdida del sentido de confraternidad que crean las nuevas circunstancias de una demografía profesional desmesurada, con la formación de grupos de profesionales que pugnan por sus pretendidos derechos, que tratan con todo empeño en inutilizar a los grupos rivales. Decía que empiezan a darse signos de darwinismo social: eliminación de los competidores más débiles, conquista de territorio para el grupo, fijación de fronteras entre especialidades, reivindicación de derechos excluyentes. Parece que el futuro nos reserva muchos desacuerdos entre colegas y grupos de colegas. Lo primero sería impedirlos, prevenirlos con las medidas oportunas de política colegial y de enraízamiento de los criterios éticos. Pero sin duda alguna, crecerá el número de conflictos.

¿Cómo arreglar los desacuerdos? La deontología tradicional impone la obligación de no sacar a la plaza pública la discusión de los desacuerdos que se dan entre colegas en cuestiones científicas, profesionales o deontológicas, cuestiones, se nos dice, deben discutirse en la sede apropiada: en privado, en sesiones celebradas en el lugar de trabajo, en una institución científica o académica; en la prensa profesional, no en los periódicos de la calle. Se nos dice también que el Colegio es un lugar privilegiado para buscar amigable solución a los conflictos, que puede desempeñar una misión de arbitraje en esos conflictos.

Creo que merece la pena reproducir aquí un párrafo de los Comentarios al Código de Deontología de la Orden de los Médicos de Francia. Corresponde al artículo 50 del Código de 1979, ya derogado, pero, curiosamente, el texto comentado aparece reproducido íntegramente en el artículo 56 del nuevo Código de 1995. Dice así: “Los médicos estamos muy expuestos a los conflictos de intereses, pero todavía más a los problemas de susceptibilidad. Los médicos se sienten fácilmente heridos en su amor propio, porque son muy sensibles a la confianza con que les distinguen sus pacientes, pero que una simple palabra puede aniquilar. Los pacientes y sus familias enfrentan y comparan por cualquier bagatela a un médico con otro, tanto más fácilmente cuanto los que juzgan sin matices: para ellos, el médico puede ser un salvador o un asesino. La menor crítica, la más leve insinuación, la duda más ligera pueden desencadenar un drama y pueden traer consecuencias terriblemente desproporcionadas para el médico de las que es víctima. Eso puede envenenar seriamente las relaciones entre los colegas. En tal caso, y siempre que entre los médicos surja un conflicto, deben buscar de entrada un entendimiento y una reconciliación. Es esa una de las misiones más importantes de los Consejos departamentales de la Orden. Para eso existen: para ofrecer a los dos colegas la ocasión de explicarse. Muy a menudo y sin que sea necesario que actúe la jurisdicción profesional o se trate de asuntos muy graves, la intervención del Consejo o de su Presidente permitirá explicar, aclarar y resolver el litigio, restaurando con ello el clima de confraternidad que debe reinar en nuestra profesión”.

Esa misión conciliatoria es una de las razones por las que deben existir los Colegios y para ella han ser idóneos los que compiten para los cargos directivos. En una Junta directiva no sólo debe haber colegas con ideas fuertes de política colegial, sino también hombres de ascendiente y humanidad, comprensivos con las debilidades que a todos nos afectan, pero también capaces de poner en acto la formidable capacidad de rectificar que todos llevamos dentro.

Es necesario reconocer que es un hecho manifiesto en la sociedad de hoy el pluralismo ético, la diversidad de convicciones. La gente va camino, poco a poco, de ponerse de acuerdo en no estar de acuerdo y eso no es sólo cosa de la esfera religiosa, o del mundo de la política, o de los estilos de vida, sino también lo es de la actuación profesional. Todos damos por descontado que hay que aceptar en la sociedad un campo amplio para la diversidad. Pero hay que reconocer también que, en el campo profesional y en un tiempo de control de gasto, de auditorías de prescripción y de protocolos clínicos, hay razones para pensar que la libertad no va a ser tan amplia como sería deseable. Todos tendremos que acostumbrarnos a convivir pacíficamente.

Apenas merece la pena añadir que la deontología no se reduce a prescribir normas y procedimientos de conciliación y de tolerancia para la libertad de pensamiento o de expresión. El Código impone el deber de denunciar. Pero dejemos la cuestión para el debate. Paso a tratar de mi tercer punto.

3. La relación jerárquica y el trabajo en equipo 

Las relaciones jerárquicas juegan un papel muy importante en la ordenación administrativa y funcional de la Medicina. Basta recordar que la organización interna de las instituciones sanitarias, públicas o privadas, han tenido desde siempre una estructura jerárquica, están "jerarquizadas". De todas las profesiones sanitarias, la de enfermería es la que, probablemente junto con la medicina de las fuerzas armadas, ha estado informada de una estructura muy estratificada, casi paramilitar, e incluso hoy conserva una fuerte impronta jerárquica.

Desde el punto de vista jurídico, la ordenación jerárquica está en la base de la estructuración de los grupos de trabajo y de la asignación de las responsabilidades, incluida la subsidiaria. Pero, lo que más nos interesa ahora es la organización jerárquica como fuente de posibles, y dolorosos, conflictos entre colegas. Hay bastante diversidad entre los médicos en cuanto al modo de concebir cuál es el ámbito, la intensidad y los límites de la jerarquía dentro de los grupos de trabajo.

Nuestro Código de Ética y Deontología Médica es el primero que se ha atrevido a introducir una incipiente regulación deontológica de las relaciones jerárquicas. Viene a decirnos que la ordenación jerárquica dentro de los grupos de trabajo (llámense Departamentos, Servicios, Secciones o Unidades, estén radicados en Hospitales, Clínicas o Ambulatorios, pertenezcan a la Medicina pública o a la privada), deberá ser siempre respetada, pero nunca podrá constituir un instrumento de dominio servil o de exaltación personal. Se encomienda a quien tiene asignada la dirección del grupo el cuidarse de que exista un clima de tolerancia para la diversidad de opiniones profesionales, compatible con la exigencia ética. Se le requiere a que acepte la abstención de actuar de alguno de sus subordinados cuando se resista a cumplir una orden ante la que siente una objeción sincera, seria y razonada de ciencia o de conciencia. Señala además el Código que los Colegios no autorizarán la constitución de grupos en los que pudiera darse la explotación de alguno de sus miembros por parte de otros.

La organización y el buen orden hacen necesaria la jearquía: siempre que dos o más médicos se agrupan para cooperar en la atención de los enfermos, para programar o realizar investigación clínica o para educar a estudiantes o graduados, es preciso que uno de ellos asuma la responsabilidad última del grupo ante el paciente, la institución que patrocina la investigación o la autoridad académica. Es necesario, a la vez que se le adjudique y reconozca la potestad de coordinar la contribución de cada uno a la tarea común. En este sentido, la organización jerárquica responde a una necesidad funcional básica: es un modo legítimo de crear orden y eficiencia en un grupo de personas que han de trabajar juntas. Todo equipo necesita un capitán.

Ocurre, por otro lado, que el nuestro es un tiempo muy exigente con quienes gobiernan: es, si no insumiso, sí crítico con el poder. Hoy no basta tener el mando para ejercer el poder. Hace falta estar adornado de autoridad moral. Los que están investidos de jerarquía tienen que ganar día a día la adhesión de los gobernados por medio de la competencia, la honestidad y el ejemplo. El que dirige el grupo de atención médica ha de tener, además de la idoneidad técnica para tomar decisiones, autoridad moral y científica, y también, y sobre todo, capacidad de trabajo y respeto hacia los subordinados. Se ha de concebir la autoridad más como un servicio que como ocasión de dominio o egolatría. Nunca la autoridad podrá seguir siendo un premio concedido a la simple antigüedad en el escalafón, ni una prebenda al servilismo político. No por debilidad, sino por racionalidad, los grupos deben darse una estructura participativa, democrática. Porque es muy difícil el gobierno de un grupo sin disponer de normas: lo ideal no es imponerlas como si fueran ukases, sino elaborarlas en régimen abierto y consensuarlas: así serán mejor aceptadas y, por ello, mejor cumplidas. Carecer de normas favorece el caos o hace tremendamente fatigosa la tarea de gobernar, al tiempo que incrementa el riesgo de caer en la arbitrariedad y de crear entre los gobernados sospechas de favoritismo o discriminación negativa. La gente desea tener términos de referencia, se siente, en general, más a gusto si sabe a qué atenerse. Le repugna que se la acogote con reglamentos demasiado minuciosos, o con barreras que coartan la iniciativa y la alegría de trabajar.

Además de un mínimo de codificación permanente (reglamento de gobierno, descripción de las funciones de cada cargo y de cada puesto de trabajo), es recomendable para el buen gobierno que se convoque a todos los que tienen el derecho y la obligación de participar en la toma de determinadas decisiones, para que con su voz y, en su caso, con su voto ayuden a mejor acertar. La participación favorece la aceptación de las decisiones y la lealtad entre todos los que componen el grupo. La participación ayuda a crear una atmósfera de respeto y entrena para la tolerancia. Mientras haya hombres, habrá conflictos, pero es más fácil resolverlos sin violencia en un ambiente en el que todos se sienten responsables y respetados.

El Código impone a quien asume la dirección el deber de respetar las convicciones de sus colaboradores, de aceptar la abstención de actuar cuando alguno oponga una objeción de ciencia o de conciencia, y de disponer los medios para que tales conductas no perjudiquen el reparto equitativo de la carga de trabajo entre todos. Esta norma deontológica tendrá cada vez mayor vigencia e interés, porque, tal como van las cosas, parece que en el futuro inmediato se acentuará más el pluralismo ético y la diversidad ideológica. La disidencia es esa una realidad con la que hay que convivir. Es cierto que la objeción, al romper las rutinas establecidas, puede causar inconvenientes de una cierta cuantía. Pero esos inconvenientes no son una magnitud negativa: son el precio que hay que pagar por el progreso moral de la sociedad. Hay quien no lo ve así, y tiende a considerar la objeción de conciencia como una situación irregular, molesta, incluso incivil. Expresan algunos la sospecha de que, a veces, la objeción se invoca como una coartada para eludir trabajos desagradables y afirman que toda objeción crea fricciones dentro del grupo.

Sería moralmente odioso, un sacrilegio ético, invocar algo tan delicado y valioso como es la objeción de conciencia como treta para verse libre de trabajos poco atractivos. La integridad moral de quien objeta le exige reclamar para sí una carga de trabajo que compense equitativamente la que haya dejado de hacer en virtud de su abstención. Y quien tiene el gobierno del grupo, al tiempo que respeta la objeción, ha de proveer, sin arbitrariedades, ni a favor ni en contra, a que esa compensación se haga en justicia.

A veces, se ha invocado una Ética civil, ecuménica y pacífica, como el mínimo común divisor ético para la convivencia de todos en la sociedad pluralista de hoy, ante la cual uno no debería oponer objeción. Pretenden que esa Ética civil tendría que ser aceptada obligatoriamente por todos, lo cual no deja de ser una pretensión tiránica y la muerte del pluralismo ético. Es mucho más congruente con el respeto de la libertad e infinitamente más humano respetar las convicciones de cada uno, que obligar autoritariamente a todos a violentar su conciencia, poniéndoles en la alternativa de abjurar de sus creencias o abandonar un trabajo al que han entregado su existencia.

Hay un aspecto interesante del respeto a la autonomía de los que forman el grupo. Quien dirige el grupo organizado jerárquicamente es responsable de supervisar no sólo las actuaciones internas de los miembros del grupo, sino también las que, en cuanto tales, los miembros del grupo realizan hacia el exterior. Es el caso, por ejemplo, de las comunicaciones a congresos o de artículos para publicaciones científicas, preparados con el material y la experiencia del grupo. Lógicamente, esa tarea de supervisión deberá implicar una leal crítica, los consejos y recomendaciones oportunos y el respeto a las diferencias de opinión. En caso de desacuerdo en materia científica o profesional, el que tiene la dirección del grupo puede exigir que los autores incluyan en su trabajo una cláusula de exclusión de responsabilidad. En virtud de ella, en el artículo publicado se hace constar que las ideas que los autores expresan en él no representan la opinión colectiva del grupo o la institución en la que trabajan.

A mi modo de ver, el respeto por la libertad no podrá autorizar nunca ni la retención prolongada más allá de lo razonable ni el embargo definitivo del artículo. Siempre, en ejercicio de la libertad científica, el que dirige el grupo o quien disienta seriamente del contenido del artículo tiene el derecho de escribir una carta al director de la publicación señalando los puntos de desacuerdo. Todo esto puede hacerse sin acritud, comedidamente, sin caer unos en la rebeldía altanera y otros en autoritarismo absolutista.

Creo que debo terminar ya. Antes de hacerlo, quiero decir unas pocas palabras sobre el papel, la responsabilidad del Colegio, en la creación y mantenimiento de las buenas relaciones profesionales. No sólo en el ámbito disciplinario, en su función de árbitro de conflictos. El Colegio es la casa de todos. Es la sede natural de reunirse, de estrechar lazos, de debatir problemas, de disentir amigablemente. Es el lugar donde los que no conviven en el mismo hospital, clínica o ambulatorio pueden conocerse, y por conocerse, apreciarse. Es el recinto abierto a las iniciativas de otros: me ha alegrado ver, en el programa de este curso, que el Colegio abre las puertas a la Asociación Médico-quirúrgica de Lleida, y que esta abre el curso a sus socios y a los que no lo son, y que ha ofrecido incentivos a estudiantes y médicos sin trabajo para atraerlos, y que ha buscado la colaboración de las autoridades sanitarias, universitarias y académicas. Todo esto habla de unas relaciones interprofesionales muy vivas y cordiales.

Pienso, al terminar, que quizá me he dejado llevar de mi sesgo de patólogo que no me abandona con el paso de los años, y que he hablado más de los trastornos que de los beneficios de la colegialidad. Espero que en el debate que tendremos ahora pueda subsanar muchas omisiones.

Gracias.

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