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Problemas deontológicos que se plantean al Farmacéutico hoy

Gonzalo Herranz. Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
Ciclo de conferencias-coloquio sobre ética y deontología farmacéutica
Colegio de Farmacéuticos de Navarra.
Pamplona, 6 de junio de 1991

Índice

I. De la necesidad de un Código deontológico

II. De las relaciones médico/farmacéutico

III. De la independencia moral del farmacéutico

IV. Relaciones entre farmacéuticos

V. La nueva receta

-Agradecimiento.

-Los organizadores de estas Conferencias-coloquio me han sugerido algunos temas que hoy parecen problemáticos para el farmacéutico. Forman un conjunto bastante dispar. Tal como yo les he entendido, se espera de mí que aluda, en primer lugar, al debatido problema de la necesidad de un Código profesional de Deontología. Y que después trate de otras cosas:

- De las relaciones médico/farmacéutico.

- De la independencia moral del farmacéutico, en el hospital y en la oficina.

- De las relaciones entre farmacéuticos en un tiempo de desempleo.

Y si quedara tiempo, de la nueva receta. Y ya no habrá tiempo de más. Pienso que en el debate que siga a mi intervención, todos seremos libres de preguntar y responder.

I. De la necesidad de un Código deontológico

En el preámbulo del CDF, se hace mención a la recomendación de la Agrupación Farmacéutica Europea de que cada asociación miembro promulgue un CDF, en el que se recojan los deberes profesionales que definen la deontología farmacéutica y que no están incluidos en las legislaciones respectivas.

Esto tiene, para mí, dos sorpresas. Que se haya podido llegar a 1991 sin CDF, es una. Y la otra es la fuerte prevalencia que en la profesión farmacéutica tiene la legislación sobre la deontología.

Sorprende que en una época cargada de tensiones éticas -la tensión entre la austeridad terapéutica y el hedonismo farmacológico, la tensión entre la farmacia-negocio y la farmacia escuela y agencia de salud, la tensión entre información y publicidad, la tensión entre las libertades del farmacéutico y los derechos de los clientes; los problemas ligados a la progresiva reglamentación administrativa, a la funcionarización de los profesionales, a los conflictos de intereses, etc.- sorprende que en la época de tensiones éticas que estamos viviendo desde los años 60, no haya habido entre nosotros hasta hace unos meses un proyecto de CDF.

En una situación así, lógicamente los profesionales se guían por las tradiciones recibidas del pasado. Gracias a ellas, se pueden resolver muchos problemas que son simples presentaciones nuevas de asuntos ya conocidos. Sobre todo, se tiende a echar mano de las propias intuiciones morales, del deseo de mantener la conducta que uno considera recta, de seguir lo que a uno le parece profesionalmente más digno o simplemente aceptable. En una situación así se camina hacia la inevitable indeterminación que algunos llaman pluralismo deontológico, que no se refiere sólo a modos diferentes de evaluar los problemas morales, sino, y sobre todo, a los diferentes niveles de rectitud y exigencia moral que cada uno se señala. Cuando no hay código, pero hay problemas, no se tarda en llegar a la conclusión de que las cosas no están claras; de que cada uno puede seguir los dictados de la propia conciencia; que, en deontología, todo es relativo porque nadie puede imponer a otro su punto de vista moral.

Es ese un error catastrófico. Porque las profesiones, o bien se guían por las normas deontológicas que ellas se dan a sí mismas, o son gobernadas por la legislación. Es imposible que las profesiones puedan funcionar sin normas. Es un rasgo típico, esencial, de las profesiones el tener un Código deontológico, que garantice su libertad fundamental de hacer por sus clientes algo que esté por encima del mínimo ético exigido por la ley, pues es un derecho de la gente recibir de los profesionales un servicio cualificado cuando ponen en manos de éstos cosas de tan incalculable valor como son su salud, sus bienes jurídicos, sus valores morales.

No es posible imaginar una actividad profesional anárquica, anómica, sin principios o normas éticas, regida sólo por leyes. Porque el profesional, para ser responsable, ha de ser libre. Pero necesita esa libertad para emplearla, no en su ventaja, sino en el mejor servicio de sus clientes. Necesita a la vez autonomía y autorregulación. Autonomía significa aquí la garantía de que el profesional puede emitir con toda libertad su dictamen profesional acerca de lo que constituye el servicio más adecuado para su cliente, sin que ese juicio se vea mediatizado por el poder político, el afán de ganar dinero, o los prejuicios sociales. Junto con el derecho de la autonomía profesional, a la profesión, organizada corporativamente, se le asigna la responsabilidad permanente de establecer normas éticas vinculantes que regulan la conducta de sus miembros, para garantizar la calidad y la competencia homogénea de sus servicios, para exigir que los intereses rectos de los clientes tengan preferencia sobre los intereses particulares del profesional.

Sólo con un Código deontológico pueden las profesiones establecer un sistema sensible y activo para evaluar honesta y objetivamente los problemas, conflictos, errores y negligencias que aparecen o se producen en el ejercicio profesional. Las violaciones de la ética profesional deben ser evaluadas y eventualmente castigadas con serenidad, justicia y rapidez. Es un hecho que esa evaluación sólo puede ser llevada a cabo por profesionales, que son los únicos cualificados para percibir lo que de justificable y de culpable puede haber habido en la conducta de un compañero. En un tiempo en que la unificación de las jurisdicciones es una tendencia irrefrenable, los magistrados de los países avanzados (incluidos los de la Corte Suprema de la CE) reconocen que la única jurisdicción no ordinaria que debe permanecer independiente es la deontológica.

Concluyo este primer punto mío diciendo que un Código de Deontología profesional es necesario para varias cosas muy importantes: para garantizar la independencia profesional frente al poder político, para exigir a los profesionales una conducta mucho más fina de lo que pueda imponer el mínimo común ético de la ley, para juzgar a los profesionales que defraudan las expectativas de la gente, que tiene derecho a ser tratada con dignidad y competencia.

Paso a mi segundo punto.

II. De las relaciones médico/farmacéutico

No es mucho lo que el CDF prescribe sobre estas relaciones. Su artículo 6 dice que “el Farmacéutico deber establecer una colaboración abierta con cuantos profesionales actúen al servicio del hombre”. Y más adelante, el artículo 47 añade que “Siempre que lo estime oportuno, el Farmacéutico aconsejará a los pacientes que consulten al médico”. Prohíbe, lógicamente, la asociación de médicos y farmacéuticos con fines lucrativos: el artículo 51 señala que “Se evitará en todo caso la asociación con ánimo de lucro de farmacéuticos con médicos u otros profesionales sanitarios en el ámbito de su actividad profesional...”.

Por su lado, en el Código de Ética y Deontología médica hay un Capítulo, brevísimo, destinado a tratar de las relaciones del médico con los miembros de las otras profesiones sanitarias. No es mucho lo que, en el texto final, ha sobrevivido del borrador primitivo. El planteamiento de éste, muy abierto a la cooperación y al mutuo aprecio de las respectivas competencias, ha quedado reducido a un deber general de buenas relaciones y a un pacto de no invasión del territorio ajeno. No se habla prácticamente en él de respetar la autonomía técnica y ética de todos los que participan en la atención de los pacientes.

El respeto deontológico en este campo comprende no sólo el conjunto de gestos que impone la buena educación, sino algo más profundo: el reconocimiento de que quienes trabajan al servicio de la salud son verdaderos profesionales, que disfrutan de autonomía y competencia, que tienen derecho a ser tratados como personas responsables y entendidas en la correspondiente materia, y también como a personas moralmente adultas, cuyas convicciones y dignidad han de ser tenidas tan en cuenta como las del propio médico.

Las responsabilidades de cada profesión han de ser conocidas por unos y otros con la mayor precisión posible, a fin de evitar que se produzcan situaciones conflictivas.

El médico debe abstenerse de recomendar a sus pacientes que acudan a una determinada oficina de farmacia, con preferencia a las demás. Nunca hará comentarios directa o indirectamente peyorativos sobre la calidad y el precio de los servicios que presta determinado farmacéutico. Por el contrario, se mostrará estrictamente imparcial hacia todos los farmacéuticos que trabajen en su entorno. Hay en la tradición deontológica de los países de Europa occidental normas muy precisas para evitar cualquier tipo de colusión entre médicos y farmacéuticos, y para garantizar su independencia moral, la transparencia económica de sus relaciones.

Si el médico sospechara que un producto (específico o fórmula magistral) servido por un farmacéutico no aparece en buen estado o no corresponde al que ha prescrito, tratará del asunto directamente con el farmacéutico responsable, nunca a través del paciente ni en su presencia.

Y del mismo modo que el médico debe respetar las intervenciones del farmacéutico, este se abstendrá de hacer críticas ante sus clientes acerca del contenido de las recetas, o de socavar su reputación ante los pacientes. Podrá el farmacéutico aconsejar a sus clientes de modo informal acerca del tratamiento de afecciones obviamente menores y despacharles medicinas publicitarias, esto es, que no necesitan de prescripción facultativa. Pero nunca podrá sustituir al médico en su función diagnóstica y terapéutica ni, salvo casos de urgencia, practicar pequeñas intervenciones o curas que pudieran tener la apariencia de competencia desleal.

Pero, sobre todo, corresponde a los farmacéuticos actuar como expertos en medicamentos, especialmente en el campo de la prevención de las interacciones medicamentosas, y en la educación e información de los pacientes en materia de medicamentos. Tiene ahí el farmacéutico una formidable tarea profesional de alto rendimiento, tanto social como de salud. Están, por ello, ética y legalmente autorizados a sustituir, no sólo en caso de necesidad por falta de existencias, sino para evitar interacciones o prevenir efectos indeseados, por otros idénticos o equivalentes los medicamentos recetados por el médico. Pienso que en todos los casos de sustitución genérica y, en particular, en los de sustitución terapéutica, deberán actuar siempre con conocimiento y prudencia. Y parte de esa prudencia y ese conocimiento consiste en ponerse en contacto con el médico para comunicarle los extremos oportunos y actuar de acuerdo con él.

Ocurre que, en ocasiones, se dan de hecho discrepancias fuertes y significativas entre el parecer del médico y el del farmacéutico. Ese desacuerdo puede referirse tanto al contenido moral como al aspecto técnico de la prescripción. El farmacéutico debe comunicar al médico las razones del desacuerdo y éste debe escucharlas y modificar o mantener la orden después de considerar serenamente los datos del problema planteado. El médico podrá insistir en que a él le corresponde la responsabilidad última ante el paciente e incluso exigir que se cumplan sus prescripciones, haciéndose cargo de todas las consecuencias. Sin embargo, nunca nadie puede obligar a otro a actuar en contra de su propia conciencia o a hacer algo que le parece contrario a razón. Ni en Medicina ni en ningún otro campo de la actividad humana se puede violentar la conciencia de nadie. Ni nadie puede justificar sus acciones invocando que en su trabajo se limita simplemente a cumplir órdenes de otros: tal actitud es profesionalmente indefendible, tanto desde el punto de vista ético como legal.

Médico y farmacéutico son dos seres humanos moralmente maduros que prestan sus mejores servicios al paciente en la medida que basan sus decisiones en sólidos cimientos científicos y deontológicos. Es estúpido pensar que los mejores colaboradores son los más obsequiosos, los que reducen su moralidad personal a una ética de sumisión. La responsabilidad moral sólo puede edificarse sobre la base de la libertad y de la competencia profesional.

III. De la independencia moral del farmacéutico

Señalado lo precedente, creo que merece la pena tratar un poco en detalle este tema de la independencia ética del farmacéutico. Voy a hacer girar mi comentario en torno a una amenaza, por fortuna muy fugaz, pero significativa, que entre nosotros se insinuó recientemente contra esa independencia.

Hubo un momento en que no uno, sino varios Ministros, declararon que el Gobierno no iba a tolerar la objeción de conciencia del farmacéutico a la venta y dispensación de preservativos, pues se estaba estudiando la inclusión de los profilácticos en la lista de productos farmacéuticos de obligada dispensación. Esa es una decisión tremendamente grave: si de algún progreso moral podemos sentirnos orgullosos los hombres de hoy es del respeto de las libertades personales que se ha instaurado en nuestros días, del reconocido derecho a disentir de las convicciones sociales dominantes, de la intangibilidad de las conciencias, del rechazo de la coerción, de la condena de la violencia moral.

¿Qué graves razones tenía el Gobierno para suspender un derecho tan fundamental, como es el de objetar en conciencia?

El anuncio de los Ministros tuvo lugar en el curso de la campaña, de todos conocida, para frenar la expansión de la infección por VIH. Conviene no olvidar las condiciones en que surgió esa campaña. La creciente amenaza del SIDA y la urgente necesidad de hacer algo por contenerla, llevó a la OMS y a los Ministerios de Salud con ella, a lanzar una fuerte campaña educativa del público mediante folletos enviados por correo a todos los ciudadanos, y mensajes publicitarios en la televisión, la radio y la prensa, sobre las circunstancias de contagio y prevención de la enfermedad. La campaña incluía, en diferente medida según las circunstancias, la facilitación del uso de jeringuillas estériles a los drogadictos y la difusión de la noción de sexo seguro mediante el uso del preservativo o de prácticas sexuales no penetrativas a la población general, en especial a los adolescentes. Por una y otra razón, afectaba a los farmacéuticos.

Yo no oculté mi desacuerdo con los propósitos y los modales de la campaña. En el curso de una entrevista publicada en algunos periódicos llegué a acusar de irresponsabilidad a los promotores de la campaña. Lo hice por una razón fundamental: la desfiguración grave, deliberada, de un mensaje que, aunque absolutamente alejado de toda confesionalidad religiosa y despojado de cualquier intención moralizante, dictaba unos criterios basados en las normas comunes, clásicas, comprobadas, de la Medicina preventiva. El mensaje de buena conducta biológica que proponía la máxima autoridad en la materia, los Centros para el Control de Enfermedades, los famosos CDC, de Atlanta, Georgia, en los Estados Unidos, debió ser catalogado en nuestros Ministerios como un producto del puritanismo sudista y fue eliminado de un plumazo. Esta es la historia.

Los CDC, después de madura reflexión y de prolongadas discusiones de los expertos, publicaron a lo largo de 1988, en su órgano oficial, el Morbidity and Mortality Weekly Report, una serie de artículos sobre la prevención del SIDA. Uno de ellos, titulado “Los preservativos en la prevención de las enfermedades de transmisión sexual”, apareció en febrero de 1988. En su Introducción, que traduzco íntegramente, decía lo siguiente: “La prevención es la estrategia más eficaz para frenar la difusión de las enfermedades de transmisión sexual (ETS). El comportamiento que elimina o reduce el riesgo de una ETS reducirá probablemente el riesgo de las otras ETS. La prevención de un caso de ETS puede dar por resultado la evitación de muchos casos ulteriores. La continencia y la relación sexual con una pareja mutuamente fiel y no infectada son las únicas estrategias preventivas totalmente eficaces. El correcto uso del preservativo en cada acto sexual puede reducir, pero no eliminar, el riesgo de ETS. Los individuos susceptibles de infectarse o que saben que están infectados con el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) deben ser conscientes de que el uso del preservativo no puede eliminar por completo el riesgo de transmisión para ellos mismos o para los otros.” (Centers for Disease Control. Condoms for prevention of sexually transmitted diseases. Morbidity and Mortality Weekly Report 1987;37:133-7).

El Boletín Epidemiológico Semanal, que publica la Subdirección General de Información Sanitaria y Epidemiológica de nuestro Ministerio de Sanidad y Consumo, reprodujo en su núm. 1801, de 31 de enero a 13 de febrero de 1988 (impreso el 11 de julio del mismo año) un resumen del artículo del MMWR citado arriba. Yo todavía sigo dudando si en realidad se trata verdaderamente de un resumen, o si no estamos más bien ante un artículo censurado. Porque uno no puede dejar de preguntarse si se puede llamar resumen a la traducción del texto íntegro, del cual se ha eliminado, por una parte, la información específica de los Estados Unidos (básicamente datos y normas administrativas sobre el control de calidad de lotes de preservativos, de fabricación americana o extranjera), lo cual es razonable, y, por otra, las siguientes líneas: a) en la Introducción citada: “La continencia y la relación sexual con una pareja mutuamente fiel y no infectada son las únicas estrategias preventivas totalmente eficaces.” y b) en el párrafo final: “Las recomendaciones para la prevención de las ETS, incluida la infección por el VIH, deberían hacer hincapié de que el riesgo de infección se anula de modo eficiente por medio de la continencia o de la relación sexual con una pareja no infectada y mutualmente fiel”.

Al cotejar el original americano y el “resumen” del Ministerio español uno no puede evitar la sospecha de que entre uno y otro no se ha interpuesto una honesta operación de resumir, de abreviar en términos concisos lo esencial del escrito original, sino que se ha tachado, con el lápiz rojo de la censura, una parte sustancial del documento. El contenido de esas frases debió parecer al censor algo insoportablemente moralizante e impropio de una época tolerante y permisiva. Y, para no correr el riesgo de parecer gazmoño, ha preferido ser perverso. Ha tachado lo que debió antojársele una muestra de fanatismo religioso, sin advertir que lo estaba haciendo a causa de su propio fanatismo ideológico. Y se equivocó: porque la abstinencia sexual y la relación sexual con una pareja no infectada y mutualmente fiel son, además de conductas humanas llenas de valores morales, conductas biológicas llenas de sentido común.

Así se expresaba la Doctora Theresa L. Crenshaw, de San Diego, California, Presidenta de la Asociación Americana de Educadores, Consejeros y Terapeutas Sexuales, en su testimonio ante el Congreso de Estados Unidos, en febrero de 1987. Decía: “por razones de salud, hay que abandonar el sexo casual y promiscuo. Y aun reconociendo que el condón en combinación con los espermicidas puede ayudar en la lucha contra el SIDA, hay que insistir en la necesidad de resaltar la importancia del cambio de conducta. Es irresponsable la resignación de muchas autoridades ante lo irremediable de la amenaza del SIDA y que se limiten blandamente a frenar un poco su expansión recomendando el preservativo. Hay que decir a la gente claramente que debe evitar toda actividad sexual con cualquiera que no sea el ‘compañero comprometido’”. El mensaje de Theresa Crenshaw y de la Asociación que preside es que “la gente puede cambiar su conducta sexual, pero no lo hará si no confiamos en ella, si no le hablamos claro, si nos limitamos a ofrecerles sexo light” (Goldsmith MF. Sex in the age of AIDS calls for common sense. JAMA 1987;257:2261-4).

Esto es algo que tiene que ver con la importante función social del farmacéutico como educador sanitario. Si ha de ejercer responsablemente esa función tiene que recordar que las normas que dictan los expertos o los políticos dependen directamente de la idea que ellos, cada uno, tienen del hombre. En el fondo de toda decisión política y, para el caso, de toda decisión de política sanitaria, subyace una antropología, la del político o la del sanitario, y también e inevitablemente una moral. Eso se trata de ocultar de ordinario. Y de ordinario eso se oculta con un eslogan: en una sociedad pluralista, se dice, nadie puede imponer a nadie sus convicciones. Es más, lo mejor es carecer de convicciones. Pero eso es inhumano, no se tiene de pie. La campaña del preservativo tiene detrás de sí una mentalidad, igual que tenemos una mentalidad los que pensamos que esa campaña fue un tremendo error. La mentalidad que informó la campaña corresponde a una noción zoológica del hombre, a una noción pesimista de la vida social. En realidad, una campaña así fue diseñada primariamente para los adolescentes y las adolescentes, negros e hispánicos predominantemente, de la parte vieja de las grandes ciudades americanas, constituidas en su inmensa mayoría por chicos sin hogar ni escuela, embrutecidos por la lucha por sobrevivir, maltratados por una sociedad circundante, opulenta e indiferente. El mensaje que se les ha dirigido ha venido a ser más o menos este: ­No tenéis remedio: ¡sois incorregibles! -¡Nunca os podréis redimir! ­Vuestra única compensación en la vida es el sexo y la droga: ¡tomad unas cuantas jeringuillas y un puñado de preservativos! Ese es, en último término, la filosofía de la campaña de nuestros Ministerios: la misma visión pesimista de la juventud, enganchada de modo irremediable a la promiscuidad, a la banalización del amor, incapaz de ideales, cerrada a la fidelidad.

Pero no estamos sólo ante una falsificación o anulación de valores morales. La campaña difunde una exageración epidemiológica. A la gente hay que decirle que la prevención del SIDA ha de ser tomada mucho más en serio que lo que da a entender la juvenil campaña del preservativo. En el caso del SIDA, prevenir no es simplemente mejor que curar: es la única cura.

¿Qué sabemos, en realidad, de la eficacia del preservativo? Uno de los informes más completos y críticos es el preparado por el Prof. W. E. Schreiner, de la Universidad de Zurich, y el Dr. K. April de la Oficina Suiza de Información sobre el SIDA. En un trabajo publicado hace unos meses (Zur Frage der Schutzwirkung des Kondoms gegen HIV-Infektionen, Schweizerisches medizinisches Wochenschrift 1990;120:972-978) señalan que: “El condón ha sido recomendado en varios países como el modo de protección más importante contra la infección por el VIH, pero no hay pruebas serias de que sea efectivo y en qué medida contra las enfermedades de transmisión sexual (ETS). Antes de la epidemia de VIH, el condón se usó para tratar de impedir la gestación y para disminuir el riesgo de contraer ETS. Para impedir una infección mortal cual es el SIDA, es obligatorio emplear modos seguros de protección. Los estudios más recientes sobre la prevención del SIDA demuestran que la suposición de que los preservativos ofrecen una protección fiable ante el VIH es una ilusión peligrosa. En estudios cuidadosamente planeados se ha podido comprobar que el empleo del condón consigue disminuir el riesgo, pero persiste un riesgo residual que se fija del 13% al 27% y más.”

El problema es muy grave. No solamente porque el preservativo presente esa ancha ventana a la infección por el VIH. Es que la evaluación de su eficacia nos está prácticamente prohibida. Nunca podremos diseñar experimentos prospectivos para medir su efecto protector. Ningún Comité de Ética podrá aprobar jamás un experimento clínico en el que se compararan dos grupos, uno que usara preservativo y otro que no lo usara, en el que sujetos inicialmente no infectados mantuvieran, durante un periodo de tiempo determinado, relaciones sexuales estándar con otros infectados, a fin de evaluar la tasa neta de protección conferida por el preservativo.

Ante estos datos, ¿qué decir de la pretensión del Gobierno de no aceptar la objeción de conciencia de médicos y farmacéuticos que no colaboraran en su campaña y que no prescribieran o dispensaran preservativos? Pienso que era una amenaza que no iba en serio. Es cosa que se puede decir para reblandecer la resistencia moral de algunos, o para gratificar el exhibicionismo de poder de unos pocos. Pero me parece un error tremendo, tanto en el terreno de la convivencia civil como en el del diálogo científico.

Una medida así constituiría, por un lado, una muestra de intolerancia, impropia de un estado moderno, respetuoso de las libertades individuales y que consagra, además, en nuestra Constitución la intangibilidad de las conciencias. Sería, además, la imposición violenta de una opinión moral particular, un trágala de la Administración, que se ha anticipado a tachar de intolerantes a los no colaboradores. Nadie, incluidos los médicos o los farmacéuticos, puede ser obligado, en un Estado de derecho, a desconectar sus propias convicciones morales de sus acciones técnicas, a llevar una doble moral, a actuar contra conciencia.

Una medida así constituiría, por otro lado, una intromisión del poder político en el terreno de la discusión científica. Si un médico o un farmacéutico juzgan, basados en datos científicos fiables, que el preservativo no da una protección aceptable frente al VIH, no están obligados a recomendarlos ni a dispensarlos. Su decisión es racional y así deberán darlo a entender a sus pacientes o clientes. Deberán informarles serenamente de que, aunque protegen entre el 75 y el 85 por ciento de los casos, la tasa de riesgo está entre el 25 y el 15 por ciento, es decir, fallan en uno de cada cuatro a seis contactos sexuales. Mientras el SIDA siga siendo una enfermedad mortal, ese es un riesgo abrumador. “Que, usando preservativo, se pueda tener sexo verdaderamente seguro con una pareja VIH-positiva es una ilusión peligrosa”.

Ese es el consejo que deben transmitir los médicos y farmacéuticos. La Ética moderna ha colocado en un lugar preeminente de las relaciones entre profesionales y clientes la necesidad de que las decisiones que tomen conjuntamente han de ser libres e informadas. La libertad sólo puede ejercerse éticamente cuando se tiene la necesaria información, cuando se han comprendido los datos. Sólo así se puede decidir en conciencia y libertad. No estamos ya en la época del paternalismo duro, cuando el paciente se limitaba a seguir pasivamente las decisiones que el médico o el farmacéutico tomaban por él. El paciente ya no puede ignorar. Tampoco puede ser engañado. El consultorio del médico y el mostrador de la farmacia son lugares de alta tensión ética, donde cada persona ha de ser tratada como un ser humano éticamente maduro. En unas relaciones verdaderamente éticas, podrán darse, en ocasiones, desacuerdos, pero no hay lugar al engaño, al abuso, en ninguna de las dos direcciones. Conviene que el desacuerdo sea educado, respetuoso con las personas, limitado al punto de discrepancia, y justificado en razones serias de ciencia o de conciencia.

No será este el último ataque que sufrirá la independencia moral del farmacéutico. Estoy seguro de que en el fututo el farmacéutico tendrá que defender continuamente su libertad y su responsabilidad. Es cuestión de conciencia y de ciencia.

IV. Relaciones entre farmacéuticos

Un tema de gran contenido ético es el de las relaciones de cooperación entre farmacéuticos. No es muy específico sobre el particular el Código Deontológico Farmacéutico. El artículo 10 señala que “los Farmacéuticos darán prueba de solidaridad, apoyándose mutuamente en el desempeño de sus deberes profesionales.” Ya, más en concreto, el artículo 11 impone al farmacéutico la obligación ética de llamar a un colega a compartir con él la carga de trabajo, cuando ésta desborda su propia capacidad. Dice así el artículo: “Si un solo Farmacéutico es insuficiente para prestar el servicio que la sociedad le exige en su modalidad profesional, deber promover la incorporación de otro u otros Farmacéuticos para garantizar el perfecto cumplimiento del acto y del servicio farmacéutico.” Ya en el contexto específico de las relaciones jerárquicas, el artículo 17 recomienda a quien dirija equipos dedicados a la investigación, la enseñanza, o la gestión que contribuya a que la mejor convivencia, la eficacia y la ecuanimidad presidan el trabajo y las relaciones entre los miembros de los grupos; y los artículos 58 y 59 lo hacen de los grupos de farmacia hospitalaria: de como la ordenación jerárquica ha de basarse en la autoridad moral y científica de quien manda y en la libertad responsable de todos, del respeto mutuo y en el reconocimiento del derecho a abstenerse por razones de conciencia. Y, siempre, en su actuación como farmacéutico, éste debe guiarse por criterios esenciales de independencia y responsabilidad personal, dice el artículo 14.

Conviene tener en cuenta que las relaciones que se anudan entre farmacéuticos son unas relaciones cualificadas, no son simples relaciones laborales entre patrón y obrero, entre empresario y empleado. La aplicación de la común legislación laboral puede dar origen a contratos inéticos, carentes de respeto profesional. En la reglamentación laboral vigente hoy, se autorizan algunas modalidades de contratos especiales para aliviar el drama del desempleo, que consagran relaciones laborales muy asimétricas, pobres en derechos, fugaces en el tiempo, sin garantías de continuidad. Pueden estar justificadas o como remedios sociales de urgencia o como soluciones que combinan la formación profesional con el empleo juvenil.

Los farmacéuticos que se asocian como compañeros o que suscriben un contrato de arrendamiento de servicios son siempre colegas entre sí, colegiados ante la organización profesional, dotados de los mismos derechos, investidos de la misma dignidad. No cabe aquí ni el abuso ni la explotación de unos colegas por otros. En el Reglamento de los Colegios Oficiales de Farmacéuticos, se incluye, entre las competencias de cada Colegio (art. 5, 18), “Dictar las normas procedentes para el nombramiento de farmacéuticos regentes, adjuntos y sustitutos, e intervenir, en todo caso, en el pago de los honorarios que a éstos corresponda percibir, velando porque las relaciones entre los farmacéuticos propietarios de oficinas de farmacia y los citados adjuntos y sustitutos constituyan una colaboración profesional, sin carácter laboral.”

En los Estatutos Generales de la OMC se impone la obligación de presentar al visado de la Junta Directiva del Colegio todo contrato de arrendamiento de servicios que suscriba cualquier médico. La omisión de este deber está calificada de falta menos grave.

Creo que esta tradición de respeto puede sufrir un grave deterioro en una situación de desempleo médico, en la que es fácil someter a colegas jóvenes que buscan su primer trabajo a condiciones abusivas y aún humillantes. Desde la Comisión Central de Deontología del CG de Colegios de Médicos hemos ordenado la revisión sistemática de esos contratos, que muchas veces contienen cláusulas que, aunque aceptables para los tribunales de lo laboral, desdicen de la dignidad profesional, limitan la libertad de los médicos contratados, les imponen incentivos económicos que ponen en grave riesgo su integridad profesional, y crean condiciones insoportablemente onerosas para el caso de que el contrato se rescindiese antes del plazo fijado.

Los Colegios no pueden permitir, tal como establece el vigente Código de Ética y Deontología Médica, en su artículo 35.4, la constitución de grupos en los que pudiera darse la explotación de alguno de sus miembros por parte de otros. La relación entre farmacéuticos ha de ser siempre un vínculo colegial, una colaboración profesional, no puede quedar reducida a una pura transacción laboral. Ello tiene que ver mucho más con los aspectos humanos que con los retributivos.

V. La nueva receta

No sé si prolongar unos momentos esta charla para tratar de los aspectos éticos del modelo de nueva receta, entrado en vigor el 1 de mayo. Obviamente, y en primer lugar, constituye un instrumento de control burocrático. Sus datos irán a alimentar la memoria de grandes ordenadores y será muy fácil obtener datos entonces de las tendencias de prescripción de los médicos, de las preferencias de los clientes, del consumo de las diferentes marcas y formas farmacéuticas, etc. Todos esos datos podrán ser usados con fines estadísticos, de control o de programación, en contextos muy diferentes. Lo importante es que esos usos sean éticos y legítimos.

En segundo lugar, el nuevo modelo puede desempeñar una función disuasoria sobre el consumo farmacéutico. Las recetas comunes, e incluso las de Tratamientos de larga duración, tienen un plazo de validez breve. Su estructura misma implica suficiente complejidad para que la debida cumplimentación de todos los datos exigidos retraiga al médico de extender algunas recetas que no sean estrictamente necesarias. Puede, en consecuencia, disminuir el volumen de la prescripción complaciente.

Sin duda, el nuevo modelo de receta podría, teóricamente, jugar un papel importante en la educación medicamentosa de los pacientes. Pero la casilla reservada en el Volante para precisamente esas Instrucciones ocupa menos de la octava parte del área útil: es tan pequeña que no parece que pueda recibir mucho contenido, fuera del posológico. Tampoco cabe esperar mucho del nuevo modelo en que se refiere a una buena comunicación médico-farmacéutico, si todo lo que han de negociar ha de escribirse en el recuadro Advertencias al farmacéutico del cuerpo de la receta. Hay que añadir que es un dato positivo que el diagnóstico quede protegido por la confidencialidad, ya que sólo figura en el Volante de Instrucciones al paciente, que queda en poder de éste.

En conjunto, no cabe esperar mucho de este nuevo modelo, si no es su ulterior perfeccionamiento y simplificación.

Las quejas que desde el estamento farmacéutico se ha elevado contra él se refieren a las indeseadas consecuencias que en términos de pérdida de tiempo y de retraso en el abono de las recetas despachadas pueden derivarse del descuido de los médicos en la cumplimentación correcta de las recetas. Desde el punto de vista deontológico, el médico está obligado a rellenar en los términos exigidos las recetas. Le obligan a ello las normas contractuales con la autoridad sanitaria, pero sobre todo la lealtad hacia su paciente, al cual nunca puede perjudicar intencionadamente ni atenderle de manera negligente. Siendo el sistema sanitario el instrumento principal de la sociedad para la atención y promoción de la salud, los médicos han de velar para que en él se den los requisitos de calidad, suficiencia y mantenimiento de los principios éticos. Y pienso que parte de ese velar es cumplir con esmero las normas establecidas. Están también obligados a denunciar las deficiencias del sistema sanitario en tanto que puedan afectar a la correcta atención de los enfermos.

A los farmacéuticos confía la O. M. de 1 de febrero de 1990 la tarea de subsanar algunas omisiones o deficiencias de la prescripción médica. De ahí pueden nacer tensiones y problemas. Lo ideal sería que fuera el beneficiario de la receta quien exigiera in actu al médico el perfecto cumplimiento de su deber, pero, por mucho que crezca el nivel cultural de cualquier sociedad, nunca los enfermos, precisamente en razón de su vulnerabilidad, podrán hacerse cargo plenamente de esa responsabilidad.

A mí me parece que no son solución ni la confrontación belicosa ante cada uno de los descuidos del médico, ni que el farmacéutico supla sistemáticamente las deficiencias y las diligencie al dorso. En la relación médico-farmacéutico ha de haber lugar para la advertencia amistosa. Alguna vez, cuando sea oportuno, habrá que confiar al paciente el papel de exigir al médico una conducta más correcta. Los derechos de los pacientes, como todos los derechos, tienden a erosionarse si no son reclamados. El paciente tiene derecho a que su médico le provea de una receta válida y conforme a la ley.

***

Quiero terminar agradeciendo de nuevo la invitación a estar aquí esta tarde. La ética profesional, es patente por muchas de las cosas de las que hablé esta tarde, puede parecer muy débil en comparación con la ley. No se puede exigir por la fuerza. Sólo se puede imponer por la calidad moral de los profesionales que sean capaces de descubrir la formidable diferencia que hay entre vivir la profesión como una vocación y vivirla como un negocio. Muchas gracias.

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