Material_Manipulacion_Genetica_Embrion

Manipulación genética y rango ético del embrión

Gonzalo Herranz, Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
Conferencia en la Universidad de los Andes
Santiago de Chile, 25 de agosto de 1993

Índice

Introducción: Progreso y responsabilidad ética

El diagnóstico genético del embrión preimplantantorio

La terapia génica

Algunas normas jurídicas sobre terapia génica del embrión

Una respuesta de la Ética médica

¿Quién es el embrión?

El embrión como producto de laboratorio

El embrión como don

Sobre el término preembrión

Conclusión: Humano desde el principio

Introducción: Progreso y responsabilidad ética

La aventura de la embriología clínica está sólo en sus comienzos. Nos ofrece ya primicias muy impresionantes, pero, sobre todo, promesas muy amplias y difíciles de calcular. Conviene reflexionar seriamente sobre ellas, pues presentan implicaciones éticas de gran envergadura.

Las manipulaciones sobre el embrión humano joven se han hecho posibles gracias a la confluencia de dos subespecialidades médicas de reciente creación. En primer lugar, la Medicina de la reproducción, la Procreática, como dicen algunos. Gracias a ella, a los avances en la comprensión de los mecanismos que están en la base física de la transmisión de la vida humana, se han multiplicado nuestros conocimientos acerca de la biología y las enfermedades del embrión. En segundo lugar, la Genética médica. Es mucho lo que la moderna Genética, en especial la Genética molecular, ha hecho y seguirá haciendo por entender la hechura del hombre, por comprender como se construyen los rasgos que nos caracterizan, las ventajas y también las flaquezas que heredamos, y cómo se pueden corregir los errores genéticos. La Genética ya no es sólo una ciencia explicativa y predictiva: los genetistas ya no solo diagnostican y aconsejan, se irán convirtiendo en eficientes terapeutas.

Pero la Embriología clínica y la Genética médica no sólo han experimentado progresos técnicos: se han cargado también de responsabilidad ética, se han hecho conscientes de la enorme capacidad de manipular al hombre que han adquirido. Se encuentran, como tantas otras especialidades médicas en el punto en que han de tomar una decisión fundamental: o servir y respetar al hombre, o dominarlo.

Las oportunidades que, de momento, ofrece la Embriología clínica están, en su mayor parte, ligadas a la fecundación in vitro (FIVET). En los 15 años transcurridos desde el nacimiento de la primera niña probeta, la reproducción de laboratorio se ha divulgado mucho, se ha vulgarizado. Para producir hoy embriones in vitro se necesita una instalación comparativamente sencilla y un poco de destreza y experiencia. Se han simplificado las técnicas para obtener oocitos por estimulación ovárica de la mujer, para cultivarlos y madurarlos in vitro, para fecundarlos con semen capacitado y producir así zigotos, embriones unicelulares. El embriólogo clínico decide, junto con los padres, el destino que da a esos seres humanos: reimplantarlos en el útero de la mujer, congelarlos a la espera de una nueva oportunidad si la primera fracasara, ofrecerlos a otra pareja infértil o donarlos para investigación.

También pueden los embriones jóvenes ser objeto de intervenciones genéticas diversas: se los puede someter a pruebas diagnósticas para determinar la presencia de anormalidades cromosómicas y genéticas. Establecido el diagnóstico de enfermedad, caben dos conductas divergentes. Destruir el embrión mediante lo que Edwards llamó el aborto in vitro, o considerarlo como un ser humano enfermo, al cual se le reconoce el derecho a vivir con las limitaciones de la enfermedad genética y a recibir tratamientos curativos o paliativos.

En los últimos años se han puesto a punto ingeniosas técnicas para aislar genes, multiplicarlos in vitro mediante la reacción en cadena de la ADN polimerasa, y crear así bibliotecas de genes que son de gran utilidad para el diagnóstico y, tal como empieza a vislumbrarse y a ponerse en práctica, para la eventual corrección de un número cada vez mayor de enfermedades.

Además, a medida que se van explorando nuevas posibilidades técnicas de transferir genes, es decir, de incluir en el genoma de las células un fragmento de ADN que corresponde a un gen, se va abriendo una rendija cada vez más ancha a la posibilidad de la terapia génica. La terapia de los defectos génicos es hoy una realidad, aunque muy incipiente todavía, que está dando sus primeros pasos: hay todavía muchas cosas que aprender antes de que se la pueda admitir como parte del arte médico. Las células embrionarias, los blastómeros y las células madre de los diferentes tejidos están revelando propiedades fascinantes en estudios experimentales, in vitro lo mismo que in vivo. Vamos conociendo poco a poco las sustancias moduladoras que actúan como factores de crecimiento y diferenciación, y que modifican, de modo sorprendente a veces, la conducta espontánea de esas células. Esta nueva Embriología es, en fin de cuentas, algo tan prometedor e importante que merece la pena pensar y hablar muy en serio sobre ello.

Para hacerlo, conviene atender a dos grupos de datos y consideraciones. Uno se refiere al estado en que se encuentran hoy el diagnóstico y terapia génicos del embrión. El otro comprende las normas deontológicas y jurídicas vigentes. No podemos progresar en el primero sino respondemos antes a la pregunta fundamental: quién es o qué cosa es, desde el punto de vista ético, el embrión humano.

El diagnóstico genético del embrión preimplantantorio

En principio, se piensa que la aplicación del diagnóstico genético al embrión in vitro podría hacerse en dos tipos de situaciones. Uno es para detectar alteraciones genéticas de incidencia relativamente elevada, pero que se producen sin que existan en los progenitores o hermanos antecedentes de enfermedad genética. Otro es el caso de las enfermedades de transmisión hereditaria conocida, en las que existen antecedentes inmediatos en la misma familia. Se trata, por tanto, en el primer caso, de un cribado genético, más o menos sistemáticamente aplicado a la población general o a los sectores de ella que ofrecen un índice más elevado de riesgo; un ejemplo típico es la detección de la trisomía 21, determinante del síndrome de Down, que se ofrece en muchos países a las embarazadas añosas. En el segundo, de determinar qué miembros de la familia son candidatos a padecer, o a transmitir, la enfermedad genética.

En un caso y otro, es posible realizar el estudio genético, durante la gestación, en conexión, por desgracia, muchas veces con la eliminación del embrión deficiente autorizada por la ley (aborto de indicación eugénica). Pero también se puede analizar genéticamente al embrión antes de su implantación en la pared del útero. Se puede, para ello, utilizar la fase in vitro de la FIVET, pero esta conlleva dificultades éticas insuperables desde el punto de vista de la moral católica. Se podría también examinar, en una alternativa más remota técnicamente, pero mucho más aceptable éticamente, el embrión naturalmente concebido y recuperado de la trompa mediante la técnica del lavado tubárico.

Obtenido el embrión, es posible hacer por simple observación microscópica del zigoto el diagnóstico de alteraciones genéticas muy groseras. Así, pueden verse, al término de la fecundación, tres pronúcleos en el interior del citoplasma ovular, bien porque penetraron en él dos espermios, bien porque no fue eliminado el segundo corpúsculo polar. La situación creada entonces es de una gravedad biológica extrema. El desarrollo de esos huevos triploides (con tres dotaciones haploides de cromosomas) da origen a un desarrollo anormal con muerte precoz del embrión.

Se ha intentado, mediante microcirugía, liberar al embrión triploide del núcleo sobrante. La operación exige mucha pericia y fortuna, tanto que hasta ahora sólo muy pocos han podido completarla con éxito. No sólo porque es muy fuerte el trauma que supone la introducción de la micropipeta y la aspiración del núcleo sobrante, sino porque además la realización correcta de la operación exige extraer no simplemente uno de los tres pronúcleos, sino específicamente uno de los dos que está de más. Una equivocación aquí sería de consecuencias funestas, pues dejaría al óvulo fecundado con dos pronúcleos del mismo origen, los dos maternos o los dos paternos, y las entidades que a partir de ellos se desarrollarían serían estructuras tumorales (teratomas, en un caso, o molas hidatidiformes androgénicas, en el otro). Los pronúcleos paterno y materno son algo diferentes de aspecto y eso es una ayuda importante, pero el error no puede descartarse con plena seguridad. Las perspectivas de esta “grosera microcirugía” no parecen muy halagüeñas. Por otra parte, el problema de la triploidía no es muy significativo en la reproducción humana ordinaria; sí lo es algo más en la reproducción asistida, donde el 5% de los oocitos fecundados in vitro tienen tres o más pronúcleos. La poliploidía, en general, causa fuertes e inmediatas desventajas biológicas: un tercio de los embriones poliploides son incapaces de dividirse, y los que lo hacen, lo hacen con frecuentes asimetrías que arruinan muy pronto su desarrollo.

Donde hoy se tienen puestas más esperanzas es en la aplicación de las técnicas de diagnóstico genético, mediante el análisis del cariotipo o el uso de sondas génicas. Se podrá así distinguir qué zigotos son normales y cuáles otros están afectados por una enfermedad genética. Es, por una parte, muy frecuente en el zigoto la presencia de alteraciones cromosómicas. No es de extrañar, pues se ha visto que se dan anomalías cromosómicas en el 35% de los oocitos no fecundados (nulisomías y, sobre todo, disomías, que afectaban a cualquier cromosoma). En los embriones, el nivel de anomalías cromosómicas se ha estimado entre el 23% y el 40%. Se trata de errores producidos en el curso de la fecundación o de alteraciones ya presentes en los gametos y que parecen darse con más frecuencia en los casos de infertilidad, y ligados quizá a la edad materna avanzada, a la hiperestimulación ovárica y a las condiciones artificiales una alta proporción de los productos de la fecundación son un estrepitoso fracaso biológico condenado a morir.

El programa de trabajo para el diagnóstico génico del embrión preimplantatorio es, más o menos, así: se cultiva el zigoto in vitro hasta que se convierte en un embrión de cuatro, ocho o más células. Se perfora entonces la membrana pelúcida con la ayuda de una micropipeta cortante o aplicando solución de Tyrode ácida (no debería usarse en el embrión humano, pues es demasiado agresiva), y se extraen, mediante aspiración, extrusión, o división mecánica, uno o varios blastómeros. El procedimiento en sí exige una extraordinaria habilidad de micromanipulación. Si el embrión se encuentra ya en fase de blastocisto, se pueden excindir o herniar a través de la pelúcida un grupo de células citotrofoblásticas, de las que van a formar la placenta, no el cuerpo del embrión, aunque puede ser que el embrión ya no se implante. Si la técnica diagnóstica exige algún tiempo, es necesario congelar el embrión a muy baja temperatura durante el tiempo necesario. Muchas veces, convendrá cultivar las células extraídas, pues es más fácil y seguro trabajar con el mayor número de células posible. Se pueden obtener cariotipos para detectar anomalías cromosómicas, o estudios de hibridización mediante sondas génicas in situ, se puede aplicar la eficiente técnica de la reacción en cadena de la DNA-polimerasa.

Tal como se aplican hoy estas técnicas de diagnóstico génico preimplantatorio, se las puede tener como un sistema de cribado: si el embrión cumple los requisitos de normalidad/aceptabilidad (se puede, mediante diagnóstico genético preimplantatorio, determinar, entre otras cosas, el sexo del embrión, si va a ser niña o niño), se procede a la transferencia intrauterina de los embriones aceptables. A los que no cumplen los requisitos señalados, se les priva de la oportunidad de desarrollarse. Por desgracia, el diagnóstico de anomalías cromosómicas o génicas va ligado, en la práctica de la Medicina de hoy, a lo que Edwards, el pionero de la fecundación in vitro, denominó aborto in vitro.

La terapia génica

Y, ¿por qué no curarle? No está desarrollada todavía la terapéutica de las enfermedades del zigoto o del embrión joven, pero, en general, las ideas sobre el tema no llevan buen camino.

Las cosas están un una fase muy incipiente, como mostré al hablar del tratamiento de la triploidía y del alto costo en vidas embrionarias de los procedimientos diagnósticos. Recordemos que el simple hecho de congelar-descongelar embriones intactos, no biopsiados, conlleva la muerte de algo más de la mitad de ellos. La terapia del embrión preimplantatorio es un proyecto diferido a un futuro lejano. Más aún: podría decirse que, en realidad, la idea de tratar genéticamente al embrión está prohibida.

En la comunidad científica y en la sociedad se da hoy un consenso casi universal sobre un punto: el de considerar como dos áreas completamente distintas la terapia génica de las células somáticas, a la que no se oponen reparos éticos especiales, y la modificación genética de las células germinales (gametos, zigotos y embriones jóvenes), que o está prohibida por la ley o ha sido objeto de una moratoria indefinida. Y eso sucede tanto en las directrices éticas de las instituciones científicas y de las organizaciones médicas, como en las leyes dictadas al efecto. Están tras ese consenso tanto el temor de que los intentos de terapia génica puedan acompañarse de daños transmisibles a la progenie, que es un temor prudente y razonable, como el rechazo a la posibilidad de que la terapia génica pudiera utilizarse como instrumento para cosas como la mejora de la raza, la producción de superhombres o cosas por el estilo. Se dice con reiteración que no se puede éticamente abordar la cuestión de la terapia génica del embrión o de las células germinales hasta que no se haya obtenido una experiencia extensa y satisfactoria acerca de la manipulación genética de las células somáticas.

Eso nos concede un plazo largo para madurar la respuesta a la pregunta fundamental: ¿Debe ser el embrión tratado médicamente como uno de nosotros? ¿Es un ser humano de nuestro mismo rango o, por el contrario, es un ser inferior que puede ser tratado de modo diferente? ¿Cuál es, en realidad, el rango ético del embrión humano? ¿Qué piensa la gente de él, de su naturaleza, de sus derechos? El contenido y la energía con que se manifiestan las distintas actitudes sobre el rango ético del embrión humano cubren un espectro muy amplio, traducción de las diferentes ideas acerca de cómo se llega a ser hombre, o en qué consiste ser hombre, de las tradiciones religiosas y culturales sobre el respeto debido a la vida humana naciente, de la aceptación o rechazo de la deficiencia, del relajamiento, introducido por la despenalización del aborto, de la conciencia colectiva hacia el valor de la vida humana.

Algunas normas jurídicas sobre terapia génica del embrión

Consideremos primero el influyente punto de vista jurídico. No andamos escasos de documentos sobre el tema. Así, la resolución del Parlamento Europeo A 2-327/88, sobre los problemas éticos y jurídicos de la manipulación genética, resuelve, en relación con las intervenciones de ingeniería genética sobre la cadena germinal del hombre, que se prohiban todos los experimentos que busquen modificar arbitrariamente el programa genético de los seres humanos; que se impongan sanciones penales a quienes transfieran genes a los gametos humanos; que se consensúe una definición del rango jurídico del embrión humano que garantice la salvaguarda precisa de su identidad genética; y que se establezca por ley que toda modificación parcial del patrimonio hereditario constituye una falsificación de la identidad del hombre, inadmisible e injustificable en cuanto se trata de un bien jurídico altamente personal. No distingue el Parlamento Europeo entre intervención terapéutica y manipulación mejorativa, es decir, entre curar enfermos y crear individuos superdotados.

La prohibición de toda intervención genética sobre embriones humanos es particularmente enérgica en la legislación alemana. Y lo es también en las Directrices del Consejo de Ética de Dinamarca sobre la protección de gametos, huevos fecundados, embriones y fetos humanos, las cuales señalan, entre sus prohibiciones, la de realizar “experimentos genéticos y terapia génica sobre gametos, zigotos y embriones humanos, lo mismo que cualquier otro tipo de terapia genética, que produzca cambios genéticos que puedan ser transmitidos a generaciones futuras”.

Las Consideraciones Éticas sobre las Nuevas Tecnologías Reproductivas del Comité de Ética de la American Fertility Society asumen una postura intermedia, que ya ha empezado a evolucionar tras la derogación por el Presidente Clinton de las restricciones de la era Reagan-Bush. La única barrera a la experimentación sobre embriones humanos será el temor de que de estos experimentos resulten sujetos dañados que, en su día, puedan presentar una demanda judicial contra quienes les produjeron esos daños o toleraron que nacieran con ellos (wrongful life). Otras entidades, como la Academia Americana de Pediatría, se oponen a toda prohibición que pueda limitar el desarrollo de la terapia génica en el hombre.

En lo que respecta a España, la ley 35/1988, de Reproducción Asistida, es moderadamente permisiva: establece en su artículo 15, 2, que sólo se autorizará la investigación en preembriones in vitro viables: a) si se trata de una investigación aplicada de carácter diagnóstico, y con fines terapéuticos o preventivos. b) si no se modifica el patrimonio genético no patológico. Esto da a entender que se toleran las intervenciones que tratan de beneficiar médicamente al embrión, si actúan sobre sus genes anormales. Pero curiosamente, la misma ley separa totalmente las normas sobre diagnóstico y tratamiento de las que se aplican a la investigación y experimentación, y crea dificultades que me parecen insuperables para aplicar a la clínica humana los hallazgos experimentales. Prohíbe, por ejemplo, que los gametos utilizados en investigación o experimentación se usen para originar preembriones con fines de procreación (art. 14,3); y que se transfieran al útero gametos o preembriones sin las exigibles garantías biológicas o de viabilidad (art. 20,2Bi). Esto parece limitar de modo drástico la aplicación terapéutica de los hallazgos de la experimentación. Los resultados de la experimentación animal o in vitro no permiten predecir de modo seguro cuál será su resultado al aplicarlos a pacientes humanos. Estos son desconocidos antes de comprobarlos en sujetos humanos. Cualquier suposición es incierta. En algún momento habrá que dar el salto y aplicar en la clínica humana, en enfermos, los resultados alcanzados en el laboratorio experimental. Esa es una de las numerosas incongruencias de la ley 35/1988. Y no es extraño: fue la primera ley de reproducción asistida de nivel estatal que hubo en el mundo y se le nota que es un producto de “primera generación”.

Frente a esta situación legal, ¿qué piensan los médicos? ¿Que normas deontológicas están vigentes?

Una respuesta de la Ética médica

En España, tenemos una situación en teoría correcta. El Artículo 25.2 del vigente Código de Ética y Deontología médica de la Organización Médica Colegial de España dice así: Al ser humano embriofetal enfermo se le debe tratar de acuerdo con las mismas directrices éticas, incluido el consentimiento informado de los progenitores, que inspiran el diagnóstico, la prevención, la terapéutica y la investigación aplicadas a los demás pacientes. Al regular en este artículo las relaciones del médico con su paciente embrio-fetal, el Código le asigna a aquel el papel de protector de la vida que empieza, al tiempo que extiende al embrión y al feto las prerrogativas éticas que la Medicina reconoce a todos los seres humanos.

La continuidad de la vida humana impone una continuidad del respeto ético y de la asistencia médica, con sus servicios diagnósticos, preventivos y terapéuticos. La naciente Medicina embriofetal es una especialidad médica condicionada por características peculiares de la biología y la patología en las distintas edades del hombre. Tiene, pues, la misma razón de existir que la Neonatología, la Pediatría o la Geriatría, y obedece a las reglas éticas comunes a toda la Medicina. Sus intervenciones se guían por los mismos criterios de eficiencia y de riesgo tolerable. Del mismo modo que en la Medicina postnatal no es tolerable una política de eliminar vidas poco valiosas, en la Medicina prenatal no es tolerable el cribado genético o la destrucción sistemática de los embriones o fetos enfermos o simplemente excesivos en número, tal como se practica en la llamada “reducción selectiva”. El ser humano, antes de nacer, si está enfermo ha de beneficiarse del progreso médico: son ya muchas las enfermedades que pueden diagnosticarse y tratarse. Por tanto, se ha de tener, en la Medicina de hoy, al embrión, lo mismo que al feto, como a un paciente más. No es un objeto biológico de rango inferior que pueda ser desechado en buena conciencia. El embrión humano está abierto a todas las iniciativas científicas, con la condición de que sea respetado. La moratoria a las intervenciones genéticas sobre las células germinales tiene carácter provisional, está condicionada por lo rudimentario de nuestra tecnología. No puede ser una decisión permanente, expresiva de la carencia de valores éticos del embrión. Sería un absurdo ético impedir la aplicación de la terapia génica de la línea germinal que, respetuosa de la vida naciente y de la dignidad de la procreación, curara al embrión, librándole a él y a toda su descendencia del error genético que de sus padres ha recibido en herencia.

La Medicina embriofetal realiza el verdadero fin de la medicina. Es una especialidad genuinamente médica y ética. No lo es, por el contrario, el aborto como tratamiento de la enfermedad embriofetal, del error genético. La Medicina embriofetal nace de la alianza entre el respeto médico por los débiles y la investigación biomédica. El aborto parte de la idea discriminatoria de que hay seres humanos inferiores que pueden desecharse.

La norma deontológica española es una respuesta entre las muchas que se dan a la pregunta fundamental acerca de

¿Quién es el embrión?

En torno a esta pregunta se libra hoy una de las batallas más significativas de la Bioética. Es curioso. Estos seres humanos minúsculos, de los que prácticamente no se hablaba hasta hace unos años, han adquirido un valor simbólico. Han pasado de estar en un limbo inaccesible a ocupar un lugar central de la discusión ética. Hay razones para sospechar que en buena medida el destino de la humanidad vendrá fuertemente determinado por la respuesta a la pregunta de si el embrión humano es una cosa, un hombre o una entidad intermedia todavía por definir. La noción que termine imponiéndose fijará el tono moral de la sociedad del futuro. Determinará, en fin de cuentas, las relaciones interhumanas.

El embrión como producto de laboratorio

Si se hiciera hoy una encuesta entre expertos en Embriología clínica sobre qué cosa es o quién es, y cuáles son las exigencias morales que el embrión reclama de nosotros, la mayoría de los expertos contestaría con el consabido “No sabe, no contesta”. Para muchos no está claro lo qué es, o quién es, un embrión.

Esta ignorancia es un fenómeno reciente. Porque hasta el advenimiento de la FIVET, cualquier libro de Embriología humana empezaba más o menos de este modo: “El desarrollo de un individuo humano comienza con la fecundación, fenómeno en virtud del cual dos células muy especializadas, el espermatozoo del varón y el oocito de la mujer, se unen y dan origen a un nuevo organismo, el cigoto”. Pero hoy, tras la introducción de la fecundación in vitro, ya no parece que sea así. Parece como si la observación visual directa del fenómeno siempre sorprendente de la fecundación, produjera efectos opuestos entre los científicos. A unos les provoca una duradera sonrisa de asombro el observar la misteriosa sencillez con que un nuevo hombre es engendrado. A otros les causa una especie de incrédulo desengaño, como si no aceptaran para el hombre una génesis tan humilde.

La razón no es biológica, sino de táctica política. Sólo privando de carácter humano al embrión, se puede neutralizar éticamente la cuantiosa pérdida de embriones que conlleva la fecundación in vitro. A los fecundadores in vitro les interesa afirmar que el zigoto es algo irrelevante, un producto molecular carente de forma y valor humanos. Insisten en que la fecundación es un momento relativamente banal, sin la significación y trascendencia que otros le atribuyen. No me resisto a referir lo que R. G. Edwards dice en defensa de este punto de vista:

“La investigación sobre embriones plantea la cuestión acerca de los derechos fundamentales del embrión humano, asuntos tales como cuando comienza la vida, o si los embriones tienen algunos derechos. Los embriones de los que estamos hablando son diminutos: miles de ellos podrían caber en el volumen de una sola gota. Son minúsculos acúmulos de células; no tienen manos, pies, o cabeza. Van cambiando de forma, pero bajo ninguna de ellas tienen el menor parecido a un ser humano hasta que no han transcurrido siete semanas de gestación. Y, sin embargo, se plantea una clamorosa cuestión ética en torno a estas minúsculas motas de vida, cuestiones en que las oportunidades de hacer el bien entran en conflicto con el valor que se atribuye a la vida incipiente.

Alguna gente opone objeciones a que se trabaje con los embriones humanos porque creen que la vida comienza con la fecundación. Los que piensan así manifiestan estar en un error fundamental, pues se oponen a los estudios sobre la fecundación in vitro y sus aplicaciones. Emplean el argumento absolutista de que con la fecundación el embrión recibe todos los derechos humanos. Dicen que el embrión es equivalente a un niño o a un adulto, y que destruir embriones en investigación es lo mismo que matar adultos. Yo -continúa Edwards- no puedo compartir esta opinión. Los hechos biológicos llevan a conclusiones morales muy divergentes. La vida es un continuo: no comienza en ningún momento determinado. Tan vivo como el embrión, están el espermio y el oocito que le dieron origen. No es menos la originalidad e irrepetibilidad genética del espermio y el oocito que la del nuevo embrión; en fin de cuentas, éste la tiene prestada de sus células precursoras, que son células carentes de exigencias éticas especiales. No existen puntos de referencia entre los que se pueda trazar una línea entre la vida y la no-vida. Hay demasiados argumentos y excepciones para aceptar que la fecundación sea el comienzo de la vida.

Los absolutistas dicen que en la fecundación se establece un carácter genético único, que el oocito se activa entonces de una manera singular. Pero nada de éso es cierto”.

Se refiere entonces Edwards a como muchos niños con síndrome de Down presentan una mezcla, un mosaico, de células normales y otras trisómicas, cuya proporción mutua cambia constantemente; a como una fecundación puede dar origen a una mola hidatidiforme, que no es ningún ser humano; a como es posible un desarrollo partenogenético, sin fecundación, que en algunas especies animales alcanza un grado de desarrollo muy avanzado. Y volviendo a caminos más trillados, se pregunta cómo la fecundación puede ser el comienzo de la vida si sabemos que algunos embriones pueden fusionarse y formar quimeras genéticas o que un embrión puede escindirse días después de la fecundación para dar origen a dos o más gemelos idénticos; o que una alta proporción de los productos de la fecundación son un estrepitoso fracaso biológico condenado a morir. Y concluye:

“La fecundación es meramente una etapa más, una etapa de un largo, complejo y continuo proceso, de modo que escogerla como comienzo de la vida es tan arbitrario como escoger cualquier otra. La fecundación es sólo un paso en el desarrollo de una persona. El oocito se desarrolla gradualmente para convertirse en un embrión, y cualquier línea para señalar cuando empiezan los derechos de éste es arbitraria. Por mi parte, sugeriría que el período que va de los 12 a los 30 días después de la fecundación es un tiempo que merece ser estudiado, pues es entonces cuando comienza a formarse el tejido nervioso”.

En contraste con el punto de vista “concepcionista” de la Embriología clásica -se es humano desde el primer momento- la visión “desarrollista” se consolidó muy fuertemente, a raíz de la publicación del influyente Informe del Comité Warnock. La decisiva influencia que ha ejercido este Informe sobre la opinión pública se basa en su carácter agnóstico, en haber hecho de la humanidad del embrión un tabú que se ha negado a contestar. Se ha limitado, deliberadamente, a dar normas administrativas, rehuyendo entrar en discusiones metafísicas. El enfrentamiento en el seno del Comité entre los que consideraban al embrión humano como un ser al que hay que respetar plenamente en su humanidad y los que tenían una idea evolutiva de la adquisición progresiva de derechos y del crédito al respeto, rasgos que se van adquiriendo a partir de un punto de partida prehumano, llevó al Comité al borde de la ruptura. Para apaciguar la situación, la Baronesa Warnock ofreció la solución de fijar en 14 días posfecundación el plazo en el que podría autorizarse la investigación destructiva de embriones, cosa que, asombrosamente, fue aceptada por unos y otros. Después vino la creación del término preembrión, que tanta fortuna ha hecho, y la necesidad de buscar argumentos para dar alguna validez biológica a ese plazo administrativo de los 14 días, fecha en que termina el periodo de carencia de derechos humanos y relevancia ética. Hoy, sin que nadie haya aportado datos sustanciales a su favor, el mito de los 14 días anda por leyes -entre ellas, la española-, y por normas profesionales, como un dogma que se ha colado de rondón en la ciencia. Se ha impuesto no porque sea en sí mismo significativo de alguna realidad biológica, sino porque sirve para convalidar o neutralizar éticamente la pérdida o destrucción deliberada de embriones que va inevitablemente unida a los procedimientos de reproducción asistida, a la investigación sobre embriones, a la contracepción abortiva y a la contragestión. La noción del preembrión despojado de dignidad y derechos humanos ha sido una especie de indulgencia plenaria para la cara oscura de las intervenciones médicas sobre la reproducción humana.

Después de Warnock, se ha llegado a un pacto entre la gente “educada” de no hablar ya más del tema. Lo que forma la “ortodoxia” vigente es ignorar la consistencia ontológica del embrión y tenerlo por una noción funcional. El embrión humano inicial, en la versión “oficial” se ha convertido en una entidad éticamente neutra, de modo que nuestras relaciones con él carecen de significación moral. La manipulación y destrucción de embriones humanos jóvenes no ha de preocupar a la ley, con tal de que tales operaciones se realicen con la autorización de un Organismo administrativo de control.

El embrión como don

En contraste con la utilitarista doctrina warnockiana del embrión-cosa, la Instrucción vaticana Donum vitae impone el respeto como actitud ética ante la vida humana naciente, hacia el embrión-hombre. Según Donum vitae, todos los seres humanos han de ser amados por igual y todos respetados como personas humanas desde su concepción. Suceda ésta donde suceda -en lugares tan dispares moralmente como dentro del matrimonio o fuera de él, en la injusticia agresora de una violación o en las asépticas condiciones del tubo de ensayo- la concepción inaugura siempre una vida humana, que no es del padre ni de la madre, sino la de un ser humano que se desarrolla por sí mismo y que jamás llegaría a ser humano si no lo fuera ya en su mismo inicio biológico. El embrión es éticamente un igual a nosotros. Si está enfermo, hemos de atenderle conforme a los mejores y más benéficos avances de la ciencia biomédica, esto es, diagnosticarlo y aplicarle las terapéuticas apropiadas, siempre en el respeto a su singularidad personal. El diagnóstico prenatal y las intervenciones terapéuticas sobre el embrión humano son lícitas si respetan su vida y su integridad, si buscan su curación y su bienestar.

La Instrucción Donum vitae usa un lenguaje muy sencillo, respetuoso y compasivo, y, en contra de lo que muchos le han reprochado, está abierta a la audacia científica y a la modernidad. No volatiliza al embrión ni le hunde en un estrato de subhumanidad. Al contrario, le confiere plenitud de derechos y le hace partícipe de todas las exigencias éticas conferidas a los seres humanos. No se le considera al embrión humano como un animalillo experimental o un complejo celular, sino que comparte los privilegios de los demás seres humanos.

Esta doctrina, tan alentadora y positiva de la Instrucción vaticana, ha sido objeto de mucho desprecio o de un silencio injusto, mientras que al Informe Warnock se le ha hecho una propaganda lisonjera y gratuita. Pero no me cansaré de insistir que, en medio de la exuberante proliferación de directrices y recomendaciones sobre experimentación embrionaria humana, sólo Donum vitae es máximamente abierta y consistente. Fuera de ella, ninguna otra ha mostrado fidelidad a la Declaración de Helsinki. La Instrucción vaticana hace suya la idea de que jamás los intereses de la ciencia o de la sociedad podrán prevalecer sobre los del individuo, incluido el individuo embrionario; señala que la investigación no puede convertirse en una manipulación destructiva de seres humanos; aboga en favor del consentimiento libre y voluntario de los sujetos de experimentación.

Sobre el término preembrión

Merece la pena, antes de terminar, considerar por un momento la validez del término preembrión. Es una palabra engañosa mediante la que la ética secularista pretende eescamotear muchos problemas morales. No fué introducido para designar una realidad biológica, sino para evaporar una responsabilidad moral. No en vano, la creadora del término, la Dra. Penelope Leach, es una psicóloga. La revista Lancet, en un artículo editorial, afirmó que “conviene utilizar el término preembrión, menos cargado emotivamente, para el producto de la concepción en sus primeros 14 días... El término preembrión ha hecho más que ninguna otra cosa para disminuir la temperatura de las discusiones en torno a la investigación sobre embriones”. Pero pienso que si algo necesita la discusión en torno al estatuto ético del embrión humano es un poco de calor.

La palabra preembrión es un truco semántico para expropiar al embrión no sólo de su condición humana, sino de su entidad biológica. Es además un arma dialéctica ciertamente eficaz, que sirve para imponer silencio a los que disienten del punto de vista oficial. Veámoslo con un ejemplo elocuente, que revela el ‘fair play’ con que, a veces, se discute en los cenáculos cientifistas.

En el Simposio “Human Embryo Research. Yes or No?”, publicado por la Ciba Foundation, se transcribe una discusión sobre ¿Embrión o Preembrión? Es una demostración de cómo es ignorada literalmente la oposición al uso de esa palabra. Reproduzco parte del diálogo, en el que además del Moderador, Sir Cecil Clothier, intervienen varios primeros espadas: Robert Edwards, el pionero de la FIVET, Anne McLaren, embrióloga comprometida, y John Maddox, editor de la revista Nature.

Abre el diálogo Sir Cecil Clothier: “Sería interesante saber qué piensan ustedes de la... expresión preembrión.”

Maddox: “Yo pienso que es un truco cosmético.”

Sigue una breve, pero confusa, disputa en la que Anne McLaren, Robert Edwards, y John Maddox expresan diferentes puntos de vista sobre la ambigüedad con que los científicos y el público usan el término de embrión, sobre la cuestionable aceptabilidad del término preembrión, sobre la suficiencia del vocabulario de la Embriología clásica para designar las distintas fases del desarrollo. Ni una sola palabra se dice en favor del término ni sobre la legitimidad de su uso en Biología. Sin embargo, Sir Cecil impone la ortodoxia oficial cuando, para cerrar la discusión, pontifica: “Todos nosotros pensamos que ‘preembrión’ aclara los problemas”.

El término preembrión no aclara, sino que suprime los problemas. El término preembrión es un producto típico de la ideología cientifista, una ideología materialista que se caracteriza por ignorar deliberadamente una parte importante de la realidad. Es esa una táctica tenazmente empleada para eliminar toda referencia a los estratos extracientíficos por parte de quienes quieren establecer el imperio de la ciencia en el mundo. Chesterton decía a propósito del lenguaje que crean y usan algunos hombres de ciencia, cuando se encuentran frente a realidades vulgares, pero altamente complicadas, como pueden serlo el primer amor o el temor a la muerte, que superan la dificultad reduciendo esas realidades a su aspecto más fácil. Y así, llamarán al primer amor instinto sexual, y al miedo a la muerte instinto de conservación. Y añade Chesterton: Que haya un fuerte elemento fisiológico tanto en el idilio juvenil como en el memento mori, los hace, si es posible, más desconcertantes que si fueran hechos puramente intelectuales. Precisamente porque esas realidades son animales, pero no del todo, las dificultades se acentúan. Los materialistas analizan la parte fácil, guardan silencio sobre la difícil y se van a tomar el té.

Conclusión: Humano desde el principio

Esto es lo que ha hecho la noción y el término de preembrión. Quedarse con la apariencia visual del embrión humano joven y renunciar a ver su realidad profunda. Con esa apariencia humilde empezamos cada uno de nosotros nuestra propia existencia. Nuestra biografía tiene ese mínimo y, a la vez, glorioso comienzo. Nadie llega a ser hombre sin empezar por ahí. Si se suprimieran esos 14 días de existencia no humana, nadie llegaría a ser hombre. Entre otras cosas, porque en esos días el embrión humano toma las decisiones biológicas de mayor porte. Mediante urgentes mensajes bioquímicos cambia la fisiología del organismo materno que queda plenamente sometido a su servicio. Todos hemos sido embriones unicelulares y, por haberlo sido, nos hemos hecho capaces de ser lo que ahora somos. Negar a los embriones el derecho de humanidad es una injusticia cruel, es negarnos a nosotros mismos nuestro origen humano.

Dijo el clásico: Soy humano y no renuncio a nada humano. Yo no puedo renunciar a esos 14 días, no puedo admitir que durante su transcurso yo no tuviera importancia, que fuera una asunto discrecional y arbitrario, una cuestión indiferente dejarme vivir o destruirme.

Cada ser humano es engendrado bajo la apariencia de una célula. El día que eso ocurre alcanza la más elevada concentración de humanidad por unidad de volumen, porque es el día en que Dios le crea a su imagen y semejanza: una imagen de momento unicelular, microscópica, pero llena de potencia y de sentido.

Lo que sucede en los días primeros de nuestra vida, lo que ocurre en la vida naciente, es para no salir de nuestro asombro. Lo ha dicho con gracia inimitable Lewis Thomas. “Tú partes de una sola célula que proviene de la fusión de un espermio y u oocito. La célula se divide en dos, después en cuatro, en ocho, y así sigue. Y, muy pronto, en un determinado momento, resulta que entre ellas aparece una que va a ser la precursora del cerebro humano. La mera existencia de esa célula es la primera de las maravillas del mundo. Mientras estuviera despierta, la gente debería ponerse a comentar ese hecho. Debería estarse el santo día llamándose unos a otros, en inagotable asombro, para charlar sólo de esa célula. Es algo increíble, pero ahí esta, encaramándose a su sitio en cada uno de los miles de millones de embriones humanos de toda la historia, de todas las partes del mundo, como si fuera la cosa más fácil y ordinaria de la vida.

Si quieres vivir de sorpresa en sorpresa, ahí tienes la fuente de todas ellas. Una célula se diferencia para producir el masivo aparato de trillones de células, para pensar, imaginar, y también, para el caso, para quedarse de una pieza ante tan formidable sorpresa. Toda la información necesaria para aprender a leer y a escribir, para tocar el piano, para discutir ante un Comité del Congreso, para atravesar la calle en medio del tráfico, o para realizar ese acto maravillosamente humano de estirar el brazo y apoyarse en un árbol: todo eso se contiene en esa primera célula. En ella está toda la gramática, toda la sintaxis, toda la aritmética, toda la música.

No se sabe como tiene lugar esa diferenciación. En el mismo comienza del embrión, cuando no es más que un montoncito de células, parece que toda esa información y muchísima más está latente en cada una de sus células. Cuando aparece la célula madre del cerebro, se conecta lo que va a determinar su cerebridad, y, al mismo tiempo, se desconectan todas las otras potencialidades, de tal manera que esa célula ya no podrá optar, como podían hacerlo sus precursoras, por convertirse en célula tiroidea o hepática, o cualquier otra cosa. Ya sólo puede ser cerebro.

Nadie tiene ni la más remota idea de como éso se hace, pero la verdad es que nada en este mundo es más interesante. Si antes de morirme -concluye Lewis Thomas- alguien encontrara la explicación, yo haría una locura: alquilaría uno de esos aviones que pueden escribir en el cielo, una escuadrilla entera de esos aviones, y los mandaría por el cielo del mundo para que fueran escribiendo un signo de admiración tras otro, hasta que se acabase el dinero”.

Creo que es con este entusiasmo por la vida como hemos de tratar de la biología y la ética del embrión humano. Diez años de leer argumentos en favor de la tesis warnokiana no me han convencido de que no fuera yo, con todos mis derechos y todo mi destino, quien empezó a vivir el día que mis padres me engendraron, el día en que Dios me hizo a su imagen y semejanza: una imagen unicelular, microscópica, pero llena de sentido.

Muchas gracias.

buscador-material-bioetica

 

widget-twitter