Lecciones deontológicas del Buen Samaritano en los Códigos de Deontología contemporáneos
Gonzalo Herranz. Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
X Conferencia Internacional Vade et tu fac similiter. De Hipócrates al Buen Samaritano
Consejo Pontificio de asistencia pastoral a los trabajadores sanitarios
Roma, 23-25 de noviembre de 1995
Publicada en Dolentium Hominum, 31
Sobre la obligación de atender en situación de emergencia
Sobre el deber de no discriminar y de tratar a todos por igual
Sobre el mandamiento de la benevolencia médica
Imaginemos, por un momento, que la parábola del Buen Samaritano se nos presentara como un caso para estudiar y discutir desde el punto de vista de la deontología médica. La idea no es nueva. La parábola ha sido usada por A. Jonsen como ejercicio de casuística clínica para demostrar lo inevitable del racionamiento en la medicina de hoy. Pero dejemos de lado la aplicación de la parábola a escenarios fantasiosos, y situémonos en un seminario de ética médica dirigido a estudiantes o a jóvenes profesionales de la Medicina o la Enfermería.
Leemos la parábola y les pedimos que traten de identificar, a la luz de los códigos deontológicos, las cuestiones que el caso plantea y las lecciones que del relato se derivan.
Su primer descubrimiento podría ser el que la parábola es un paradigma del buen y mal comportamiento del hombre, y en particular del profesional sanitario, ante una situación de urgencia. Si alguno de los participantes en nuestro seminario tuviera algunas nociones de derecho general o de derecho profesional, podría añadir que, en contraste con la conducta ejemplar del Buen Samaritano, la que mostraron el sacerdote y el levita constituye hoy, en muchos países, un delito de denegación de auxilio, castigado por los modernos códigos penales. La obligación de socorrer en caso de urgencia es la primera lección deontológica de la parábola.
Si alguno de los participantes en el seminario fuera atento lector del Evangelio y supiera de las tensas relaciones que en tiempos de Jesús había entre judíos y samaritanos, dos comunidades que se despreciaban con ahínco a causa de sus diferencias étnicas y religiosas, podría hacer algunos comentarios muy oportunos. Nos diría que no estamos ante un caso estándar de atención de urgencia. La parábola es un alegato elocuente en favor de la superación, en el amor evangélico al prójimo, de la incomprensión y los odios ancestrales. También la ética profesional nos manda a los trabajadores sanitarios servir con la misma dedicación y competencia a todos los pacientes, cualquiera que sea su condición: la segunda lección deontológica que nos da el Buen Samaritano es la de abstenernos de discriminar entre ellos.
Supongamos que otro de los que analizan el caso no sólo lee el texto evangélico: se interesa también por las introducciones y las notas a pie de página que tiene su edición comentada. Sabe que el autor del relato es el médico Lucas. Y puede legítimamente imaginar que el hagiógrafo Lucas, mientras escribe el libro inspirado fiel al dictado del Espíritu Santo, no puede evitar seguir siendo médico y proyecta de modo inevitable su personalidad en lo que escribe, se proyecta a sí mismo como médico en la figura del Buen Samaritano. Nuestro estudiante deduce, y no le faltan razones, que el Buen Samaritano era, en realidad, un buen médico. Sus gestos lo muestran: su corazón humano se mueve a compasión. Baja de su montura, y actuando como un buen profesional, examina las heridas, evalúa la situación clínica, extrae de la bolsa que lleva siempre consigo vendas, bálsamo y vino, y practica la primera cura. Pone al herido en condiciones de ser trasladado, le acomoda entonces en su caballo y le lleva hasta el albergue más próximo. Allí le acomoda y cuida de él todo el día y quizá también por la noche. La historia del Buen Samaritano nos enseña una tercera lección deontológica: la de la benevolencia médica, el afecto del médico por el herido y el enfermo.
Sólo al día siguiente, confirmado el pronóstico favorable, el Buen Samaritano, tras dar al posadero las instrucciones precisas sobre los cuidados que han de administrarse al herido, le anticipa algo de dinero para los gastos inmediatos, y se va, prometiendo al paciente que volverá a verle cuando esté de regreso, y al posadero que le compensará por los gastos adicionales. El Buen Samaritano nos da una cuarta lección: el deber supererogatorio de servir gratuitamente al paciente, e incluso de ayudarle con generosidad.
Mi cometido esta mañana consiste en mostrar como las cuatro lecciones del Buen Samaritano han encontrado un lugar en los modernos Códigos de Deontología profesional. Conviene saber de entrada que los mandatos de asistir en situación de urgencia, de no discriminar y del servicio leal se encuentran en un lugar preeminente entre las obligaciones generales, fundamentales, que deben informar la total actuación del profesional sanitario. Un lugar marginal ocupan en las normas deontológicas de hoy los deberes de amistad benevolente y de ayuda altruista.
Sobre la obligación de atender en situación de urgencia
La obligación de asistir en situación de urgencia está presente como norma común en los Códigos de Deontología de todas partes, aunque el mandato es proclamado con énfasis y extensión diferentes, según los distintos países y áreas culturales.
Aparece en los Códigos del área latino-mediterránea como uno de los principios generales de la conducta del médico. Y así, el juramento que ha de prestar el médico italiano en el momento de inscribirse en la Orden profesional incluye el compromiso de prestar asistencia de urgencia a cualquier enfermo que la necesite. Con más detalle el artículo 7 del Codice di Deontologia Medica, de Italia, de 1995: El médico no puede negarse a intervenir y debe, independientemente de su actividad especializada habitual, y en cualquier lugar o circunstancia, prestar socorro y atención de urgencia a quien las necesite y promover en todo caso cualquier otra asistencia más específica y adecuada. Los Códigos francés, español, portugués y belga le hacen eco e insisten en la obligación ineludible de todo médico de prestar ayuda inmediata al herido, al accidentado o al paciente grave; señalan que ese deber incumbe por el mero hecho de ser médico y es independiente de la función profesional específica o de la formación especializada.
Por contraste, las normas vigentes en el mundo anglosajón son más suaves y matizadas. Así, por un lado, las directrices éticas de la Asociación Médica Británica dicen que, En caso de urgencia, se espera de todos los médicos que se ofrezcan a asistir, pero si lo hacen o no y en que medida en que lo hacen depende de la naturaleza de la urgencia; de la posibilidad de obtener ayuda más experta; de la amenaza más o menos inmediata que experimente la vida del paciente; y de la disposición del médico a emprender acciones que están fuera de su experiencia clínica habitual. La Guía de Conducta Ética del Consejo Médico de Irlanda se limita a señalar vagamente que el médico debe prestar ayuda en las urgencias a menos que se asegure de que el paciente dispondrá de cuidados alternativos.
En los Estados Unidos, el temor a incurrir en juicios de malapráctica por haber administrado cuidados insatisfactorios a un accidentado o enfermo en el lugar en que se produce la urgencia, ha influido notablemente en la actitud del médico. En concordancia con el talante liberal duro de la medicina norteamericana, los Principios de Ética Médica de la Asociación Médica Americana no establecen la obligación de atender en urgencia como un mandato per se, sino como una excepción al principio por el que el médico puede elegir libremente sus pacientes. Dice así el VI de sus Principios de Ética Médica: Al proporcionar atención apropiada a sus pacientes, el médico, excepto en casos de urgencia, es libre de escoger a quien asistir [...]. Precisamente por la debilidad del mandato ético-profesional, varios Estados han adoptado los estatutos que allí llaman “Leyes del Buen Samaritano”, en virtud de las cuales los médicos, enfermeras y, en algunos casos, la gente común, que ha prestado auxilio de urgencia en el lugar del incidente, esto es, fuera del hospital o del consultorio del médico, sin el instrumental y los recursos necesarios, no contraen responsabilidad en razón de sus actos o sus omisiones. Es sorprendente que, en Estados Unidos, el Buen Samaritano aparezca en el escenario de la urgencia sanitaria de mano de la ley, y no de la de la deontología profesional.
En la tradición ética judía, no existen normas profesionales específicas para la situación de urgencia. En coincidencia con la doctrina cristiana del carácter sagrado de la vida humana, propio de la tradición bíblica, establece el deber prevalente de preservar la vida, deber que se impone con tal fuerza, que queda desautorizada cualquier norma legal que entre en conflicto con aquel mandamiento prioritario. El acto médico de atender al que está en riesgo de perder la vida queda santificado, de modo que el médico no ha de hacer penitencia por no haber respetado los preceptos que, como el del reposo del sabbath, haya podido quebrantar por auxiliar al herido o al enfermo.
No he encontrado, en el Código Islámico de Ética Médica referencia alguna a la obligación de asistir en situaciones de urgencia.
A nivel internacional, debe citarse la posición de la Asociación Médica Mundial, que aparece expresada en una de las cláusulas del Código Internacional de Ética Médica (Código de Londres, de 1949) que incluye entre los deberes del médico hacia los pacientes este: El médico, como deber humanitario, prestará cuidados de urgencia, a menos que se asegure que otros están dispuestos y son capaces de dar esos cuidados.
El cuadro de normas deontológicas queda, finalmente completado, por las que se han dado a sí mismas algunas asociaciones de profesionales sanitarios especializados en los servicios de urgencia (enfermeras, médicos residentes, técnicos de laboratorio), que afirman la obligación en toda situación de urgencia de reverenciar la vida, de respetar la dignidad, la autonomía y la individualidad inherentes a todo ser humano, y de no vulnerar las creencias del paciente.
No es fácil extraer conclusiones válidas de este somero resumen de Deontología comparada. Sí, en cambio, pueden identificarse algunos problemas dignos de ser discutidos o investigados, como podría ser la posible relación entre ética de virtudes y ética de derechos, propias de las tradiciones católica y protestante, y las normas sobre urgencias de los países adscritos a esas tradiciones.
Sería también interesante estudiar la historia de cómo, en los últimos decenios, los médicos de más edad, más competentes y experimentados, han ido transfiriendo la primera atención de urgencia a los médicos jóvenes. ¿Qué ha pesado más en ese cambio histórico?, ¿el poder de los médicos senior que se proporcionan a sí mismos una vida menos estresada por la tensión y los horarios de las urgencias médicas, o la necesidad de que en la formación del médico joven haya un periodo, tenso y causante de muchos dolores de crecimiento, que le proporciona la necesaria madurez psicológica, profesional y ética?
Pasemos a la segunda lección que nos da la parábola.
Sobre el deber de no discriminar y de tratar a todos por igual
La parábola del Buen Samaritano es un alegato en favor de la universalidad del servicio médico. Nadie queda excluido de él: ni los enemigos más odiados, ni los vecinos más despreciados, ni las víctimas de las enfermedades más repugnantes.
Jesús quiso, en esta parábola, lo mismo que en muchas otras, echar mano de la exageración pedagógica para dar a su mensaje moral la fuerza necesaria y así vencer prejuicios y odios ancestrales. Y una exageración extrema para los judíos de su tiempo era ilustrar el mandamiento del amor al prójimo mediante una historia de servicio caritativo y sacrificado que sucede entre miembros de dos etnias que habían elevado a rasgo cultural su recíproco desprecio. Que la víctima fuera un judío y su salvador un samaritano constituía un argumento apodíctico en favor de la tesis de que no hay factores culturales, religiosos o políticos que limiten el mandato del amor al prójimo. Este es un mandamiento de extensión universal, y también muy intenso y fuerte. En nuestros días ha cobrado nueva actualidad al enfrentar al médico y a la enfermera a los pacientes infectados por el virus de la inmunodeficiencia humana adquirida.
La manifestación más elocuente de la obligación del médico y de la enfermera de servir a todos por igual es, a mi modo de ver, esta: hay una sola ética profesional de la sanidad, la que está vigente tanto en tiempos de paz como en tiempos de guerra. Así lo afirma, por ejemplo, el artículo 1 de los Principios de Ética Médica Europea, que en 1987 promulgó la Conferencia Internacional de Órdenes Médicas: La vocación del médico -dice- consiste proteger la salud física y mental del hombre y en aliviar su sufrimiento en el respeto de la vida y de la dignidad de la persona humana [...] lo mismo en tiempo de paz que en tiempo de guerra.
Queda claramente señalada ahí la deontología de las dos modalidades, igualmente honorables, en que se ha expresado la función de los agentes de la salud en la guerra: la de los médicos y enfermeras militares que han contribuido a humanizar los conflictos armados con su dedicación a curar a soldados y civiles heridos o enfermos; y la de los que, después de estimar el enorme costo de dolor y muerte que las guerras causan entre los combatientes y, sobre todo, entre la población civil, se declaran pacifistas, se niegan a formar parte del ejército, y contribuyen, en misiones humanitarias, a aliviar el tremendo impacto que para la salud y los derechos humanos suponen las guerras. Unos y otros proclaman que la Ética del médico es única, la misma, en tiempo de guerra y en tiempo de paz.
Existe, además, desde tiempo inmemorial en la deontología profesional del médico la tradición gloriosa de no discriminar: No te pregunto por tu raza, ni por tu religión, ni por tu procedencia. Solo me interesa cuál es tu enfermedad. Es una frase de la que se desconoce el origen, pero que pertenece a la tradición oral de la Medicina. La primera enumeración escrita de los factores de no discriminación médica es, al parecer, la recomendación que un doctor chino del siglo VII hace a sus discípulos: Llevad consuelo al dolor de todo ser animado, sin preocuparos de su rango, de su fortuna, de su edad, de su belleza, de su inteligencia, de si es chino o extranjero, si amigo o enemigo...
Unos meses antes de que las Naciones Unidas publicaran su Declaración Universal de los Derechos Humanos, la Asociación Médica Mundial había incluido en su Declaración de Ginebra, de 1948, la promesa del médico de Hacer caso omiso de credos políticos o religiosos, nacionalidades, razas, rangos sociales, y evitar que éstos se interpongan entre mis deberes profesionales y mi paciente. Para ponerla al día en este tiempo nuestro tan curioso, la Asociación resolvió en Estocolmo, en 1994, dar nueva forma a la cláusula, que ahora dice: No permitiré que consideraciones de edad, enfermedad o incapacidad, credo, origen étnico, género, nacionalidad, afiliación política, raza, orientación sexual, o nivel social se interpongan entre mi deber profesional y mi paciente.
De la Declaración ginebrina, la cláusula de no discriminación ha pasado a todos los códigos modernos de deontología sanitaria. Dice, por ejemplo, el Código francés de 1995: El médico debe escuchar, examinar, aconsejar y cuidar con la misma conciencia a todas las personas, cualquiera que sea su origen, sus costumbres y su situación familiar, su pertenencia o no a una etnia, a una nación o a una religión determinadas, su minusvalía o su estado de salud, su reputación o los sentimientos que él [el médico] pueda experimentar con respecto a ella.
El Buen Samaritano no indagó los antecedentes del hombre herido. Era, a todas luces, un judío. Pero era esencialmente y por encima de su nacionalidad un hombre malherido. Inauguraba lo que sería la tradición cristiana de los trabajadores sanitarios de identificar al enfermo, quienquiera que sea, con Cristo: una tradición que durará mientras haya enfermos y que sólo se terminará el día en que el mismo Cristo les dirá ante todos los hombres de todos los tiempos: “Estaba enfermo y vinisteis a visitarme: lo que habéis hecho a ellos, a mí me lo hicisteis”.
Sobre el mandamiento de la benevolencia médica
Me alegra decir que la Carta de los Trabajadores Sanitarios de este Pontificio Consejo se incluye por derecho propio entre los Códigos de Deontología contemporánea. Es, entre todos ellos, el que trata con mayor libertad y hondura de la actitud solícita y vigilante, confiada y abierta, que el agente sanitario ha de adoptar ante la persona y las necesidades del paciente. Dice, en un lenguaje que por desgracia ha desaparecido hace tiempo de la prosa deontológica, que cuidar con amor de un enfermo es cumplir una misión divina que sólo puede ser motivada y sostenida por un compromiso desinteresado, disponible y fiel.
Los modernos Códigos de Deontología médica han formalizado en exceso la relación médico/paciente. La tratan con mentalidad contractual, jurídica, burocrática. Han hecho de ella una relación epidérmica, tecnificada, que, en los complejos hospitales de hoy, puede volverse anónima, sin rostro. Han dejado de lado lo que las antiguas guías profesionales prescribían acerca de la extensión y límites deontológicos de la correcta vinculación afectiva entre el médico y el enfermo, de su amistad, de la virtud de la benevolencia, que son la expresión típicamente médico-enfermerística del mandato de la caridad.
Los códigos deontológicos de los países del sur europeo retienen, sin embargo, muchos elementos de la virtud de la amistad médica. El Código de Ética y Deontología médica vigente en España incluye entre los deberes éticos del médico hacia su paciente el de dar a su trabajo un sentido de servicio que se presta con respeto delicado, con solicitud y lealtad, servicio que ha de anteponerse a cualquier otra conveniencia personal, a cualquier demora injustificada en sus cuidados. El Código Deontológico de la Enfermería Española añade a esos deberes el de proteger al paciente de cualquier trato humillante o degradante, de cualquier afrenta a su dignidad personal, a no emplear nunca contra él medidas de fuerza física o moral. Los deberes de la enfermera se hacen más intensos y detallados cuando el paciente pertenece a alguno de los grupos vulnerables (disminuidos, incapacitados, niños, ancianos) a los que se ha de prestar una atención especial y cualificada.
Es indudable que la buena atención del médico y la enfermera a sus pacientes no puede hacerse sin algo de buensamaritanismo, sin una disposición interna de dedicación solícita, que se expresa exteriormente en la puntualidad y delicadeza con que se administran los servicios profesionales. Se ha dicho de mil modos que servir es amar. Eso explica, quizás, que los Códigos de hoy hablen de servicios, no de amor.
Son muy parcos los códigos de hoy al tratar de la afectividad que legítimamente puede establecerse entre los agentes sanitarios y sus pacientes. Tratan el tema con el tono grave y severo que usa el Juramento hipocrático, para prohibir que el médico o la enfermera sobrepasen los límites que la prudencia profesional impone y que la ecuanimidad sanitaria exige. Conviene insistir con fuerza en la obligación deontológica del médico de no gratificarse eróticamente con ocasión de la relación profesional. El profesional sanitario ha de mantener ante su paciente el necesario distanciamiento emocional, nunca puede sobrepasar lo que, desde William Osler, se ha dado en llamar el “amor comedido” del médico por su paciente. El descuido frívolo o sentimental de esta norma ha sido causa de muchas desgracias. Nada es más destructivo y falseador de la relación médico/paciente o enfermera/paciente que sucumbir a la tentación del exceso de intimidad, del noveleo romántico, del flirteo, o de las relaciones sexuales. El Código de Ética Médica del Consejo de Asuntos Éticos y Judiciales de la Asociación Médica Americana señala que las relaciones sexuales entre médicos y pacientes degradan los fines de la medicina, explotan la vulnerabilidad del paciente, oscurecen la objetividad de juicio del médico con respecto los cuidados que debe prestar y, en último término, perjudican al bienestar del paciente... Como mínimo, el deber ético del médico le exige dar por terminada su relación profesional con su paciente antes de iniciar cualquier relación con él (salir juntos, amor romántico, o relación sexual).
Llegamos así a la cuarta y última lección de la parábola.
El deber supererogatorio de servir al paciente sin recibir nada a cambio, más aún, ayudándole con largueza
Esta tradición ha desaparecido de los códigos de deontología de los países que disponen de un servicio nacional de salud de cobertura universal. Pero no ocurre así en los que una parte más o menos grande de la población une, a la carencia de algún seguro de enfermedad, la indigencia económica. Ello es trágicamente común en los países pobres. Se da también, llamativamente, en los Estados Unidos, donde entre 35 y 40 millones de seres humanos carecen de medios para procurarse una atención médica cualificada.
Allí se conserva en vigor la tradición de la asistencia benevolente al paciente pobre. El Código de Ética Médica de la Asociación Médica Americana dice que todos los médicos tienen la obligación de participar en la ayuda médica a los indigentes [...] y trabajar para asegurarse de que se haga frente a las necesidades de los pobres de su comunidad. El cuidar de los pobres debe ser una parte ordinaria del programa ordinario de trabajo del médico. [...] Pueden hacerlo de muchos modos diferentes: recibir a los pacientes en su consultorio sin cargarles honorarios o sólo honorarios reducidos, prestar atención gratuita en hospitales o clínicas, participar en programas del gobierno que ofrecen atención médica a los pobres, o prestar servicios los fines de semana en consultorios de beneficencia o en refugios para desplazados o para mujeres maltratadas.
En los Códigos de los países de la Unión Europea sólo persiste, como vestigio de esa antigua tradición caritativa, la llamada cortesía profesional, la costumbre según la cual, el médico que es llamado para atender a su colega o a un familiar íntimo de su colega, renuncia a los honorarios profesionales, como signo de amistad y como compensación moral de la confianza que ha sido depositada en él.
Son, lo sabemos bien, muy complejas las relaciones de los médicos con el dinero. Se las ha estereotipado en el Esculapio trifronte, que se representa como ángel cuando acude a curar al paciente, como un dios cuando le cura, y que se transfigura en un demonio cuando reclama el pago de sus honorarios.
La parábola del Buen Samaritano ha enriquecido de modo inconmensurable los preceptos del Juramento hipocrático, pues a los deberes de competencia científica y respeto a la dignidad humana del paciente a los que se vinculaba el discípulo de Hipócrates, la parábola impone al trabajador sanitario el deber supremo de la caridad: el altruismo, la abnegación, la no-discriminación, la generosidad. Felizmente, esos deberes, supererogatorios o no, han sido recibidos en los códigos de deontología profesional, o persisten como mandatos no codificados, influyendo en el alma de los agentes sanitarios. Juramento y parábola han ejercido, y seguirán ejerciendo, a lo largo de la historia un efecto sinérgico sobre la deontología profesional sanitaria.
Que el recuerdo permanente de la figura atractiva del médico que fue el Buen Samaritano inspire nuestra conducta profesional. Con las palabras justas lo ha dicho el Papa Juan Pablo II en Salvifici doloris: el trabajador sanitario es el Buen Samaritano de la parábola que se acerca al hombre herido y se hace su prójimo en la caridad.
Muchas gracias.