La relación médico-paciente. Aspectos básicos
Gonzalo Herranz. Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
Sesión en el I Curso de Bioética, Departamento de Ciencias Médicas y Quirúrgicas
Facultad de Medicina, Universidad de Cantabria
Santander, 8 de febrero de 1991
¿Qué nos dice el Código de Ética y Deontología Médica acerca de la relación médico-paciente?
¿En qué se fundamentan? ¿Cuáles son los elementos éticos básicos que los justifican?
II. El respeto a la debilidad del enfermo
Saludos y agradecimiento.
La relación médico/enfermo, mejor dicho, la relación médico/paciente, se ha vuelto tan complicada, ha establecido en los últimos decenios tantos contactos con factores tan extraños en apariencia a la sencilla y relación de antaño, que no es fácil discernir qué es lo básico y lo adventicio, lo permanente y lo ocasional. Algunos hablan de relación profesional/cliente, otros prefieren referirse a las relaciones proveedor/usuario. Y basta citar estos binomios, para intuir cuán cambiadas van las cosas.
De todas maneras, fueren cuales fueren las tensiones y circunstancias que electrizan o deforman las relaciones de los médicos con sus enfermos, se puede identificar un núcleo de elementos esenciales, de aspectos básicos, de los que nos corresponde charlar aquí esta mañana. El problema se nos presenta no para determinar si un elemento dado es esencial o no en la relación, sino cuando tratamos de hacer una lista completa de esos elementos. Para salir del paso esta mañana, voy primero a referirme a algo de lo que enumera el nuevo Código de Ética y Deontología Médica en sus capítulos II, III y V.
No quiero decir que no haya elementos esenciales de la relación médico-enfermo en los otros capítulos del Código: los hay y abundantísimos. Pero es necesario poner un límite a lo que se puede decir en una hora.
¿Qué nos dice el Código de Ética y Deontología Médica acerca de la relación médico-paciente?
El Código nos habla del respeto a la vida y a la dignidad de la persona enferma; de la obligación de no discriminar, esto es, de tratar a todos con la misma conciencia y solicitud; del carácter prioritario que para el médico tienen los intereses del paciente; de la obligación del médico de abstenerse de infligir daño con intención o por negligencia. El médico ha de anteponer el interés del enfermo o accidentado a cualquier otro menester, tanto en situaciones de urgencia, como en catástrofes, epidemias. No puede abandonar a los enfermos cuando, por atenderlos, corra un grave riesgo de muerte, o cuando participa en huelgas para reivindicar sus derechos profesionales o laborales.
El Código insiste en que la relación médico/paciente es una relación libre, en la que el médico debe ser libremente elegido por el enfermo, en la que el médico debe respetar las convicciones del paciente, en la que debe respetar delicadamente la intimidad, personal y corporal del enfermo. La relación está presidida por la confianza mutua, de modo que la falta de este elemento es suficiente para suspenderla de modo correcto y educado.
La relación médico/paciente es una relación entre adultos morales, entre los que ha de existir una comunicación que les permita tomar decisiones en conciencia: en ella juega un papel decisivo la información comprensible y leal, delicada, circunspecta y responsable, que se ha de transmitir de modo que ayude a la toma de decisiones y al ejercicio de las personales responsabilidades, no para destruir el resto de coraje moral, a veces muy pequeño, que queda al enfermo.
La relación médico/enfermo es una relación basada en la autenticidad, en el respeto de la verdad. Esto vale tanto a la hora de certificar el médico, como de asumir plenamente la responsabilidad última del trato recibido por el paciente. Es inadmisible el anonimato médico: todo paciente, atendido por un equipo, tiene un médico que asume la responsabilidad plena de las decisiones. Él es quien aprueba y aplica, o rechaza y anula, las recomendaciones y planes de sus colegas.
La dignidad de la relación médico/paciente obliga a cuidar el ambiente en que la relación tiene lugar: la planta física y el ambiente humano del consultorio, el ambulatorio, el hospital o la clínica; a tener a punto el instrumental, los aparatos; las historias clínicas y los elementos materiales del diagnóstico.
El paciente tiene derecho a una atención médica de calidad. Esa calidad es doble: científica y humana. El médico ha de ofrecer los recursos de la ciencia médica del momento. Debe abstenerse de intervenciones que sobrepasen su capacidad y ha de recurrir a un compañero competente cuando el bien del paciente así lo recomiende. La obligación de estudiar para estar al día es un tanto un deber deontológico individual de cada médico, como un compromiso ético de las instituciones y sociedades que intervienen en la regulación de la profesión.
En la relación médico/paciente la calidad depende directísimamente de la libertad de que goce el médico para proporcionar en cada caso a su paciente las actuaciones que más le favorezcan. La carencia de medios técnicos y de libertad para un ejercicio aceptablemente correcto de la Medicina obliga al médico a denunciar, a quien corresponda y eventualmente al público, las deficiencias no tolerables.
Porque la Medicina es esencialmente progresiva, lo cual significa que no lo estamos haciendo del todo bien, que nuestros conocimientos son provisionales, el Código reconoce humildemente que no todo es sólido en la Medicina ortodoxa basada en la ciencia natural. Reconoce que algunos enfermos pueden obtener algún beneficio de las Medicinas alternativas, cuya fundamentación científico-natural está por esclarecer. Pero exige a los médicos que aplican esos remedios que sean unos rigurosos observadores de sus resultados y que evalúen honestamente la eficacia de sus métodos. La condena ética más enérgica cae sobre la falsificación de la ciencia o la adulteración de la Medicina que es el charlatanismo, las prácticas ficticias y el engaño al paciente.
Este es en breves trazos lo que esos capítulos del Código apuntan sobre el tema que hoy nos interesa. Pero,
¿En qué se fundamentan? ¿Cuáles son los elementos éticos básicos que los justifican?
Para mí, toda la práctica del médico se basa en tres elementos básicos: en el respeto médico al paciente en su debilidad, en el deber de ciencia y, finalmente, en el reconocimiento del paciente como un agente moral adulto.
Hoy se habla mucho del respeto como elemento nuclear de la Ética biomédica. Todos los documentos en que ha ido cristalizando la Deontología médica posterior a la segunda guerra mundial, es decir, después de la Declaración de Ginebra, confieren al respeto una posición central en la conducta moral del médico. En Códigos y Declaraciones se habla una y otra vez de él.
¿En qué consiste el respeto ético impuesto por la deontología profesional del médico? Es mucho, y bastante dispar, lo que después de Kant se ha dicho sobre el respeto en Etica filosófica. Tenemos, en Ética médica, magníficos estudios sobre los elementos del respeto médico y los diferentes sentidos en que el concepto es usado por la profesión médica. Para simplificar las cosas y como punto de partida, podemos aceptar que el respeto más congruente con el ethos de la Medicina es una actitud moral básica del médico que le permite descubrir y responder a los valores morales encerrados en las personas y justamente en la significativa circunstancia de estar enfermas. Tanto la abundancia como la calidad de la vida moral profesional del médico dependen de su capacidad de percibir esos valores. El médico que cultiva el respeto tiene su sensibilidad y su juicio afinados para descubrir, ante cada uno de sus enfermos, cuáles son las dimensiones de su servicio. Por el contrario, la carencia de respeto vuelve al médico obtuso ante los problemas éticos de la Medicina y rudo o ciego para las necesidades que cada enfermo presenta. El respeto impide al médico escamotear partes de la realidad y tasar caprichosamente los valores en conflicto o manipular en su propia ventaja sus relaciones con los enfermos. El respeto, por último, permite al médico prestar sus servicios al enfermo con toda dignidad, no porque el paciente pueda imponerle tales respuestas por la fuerza, sino porque el médico respetuoso se inclina, ante el valor que reconoce en los otros, señorialmente, en un gesto pleno de inteligencia y profesionalidad.
El genuino respeto a la vida humana impulsa al médico, en primer lugar, a ser experto en percibirla bajo las pleomórficas apariencias en que se le presenta, a descubrirla en el sano y en el enfermo; en el anciano y el paciente terminal lo mismo que en el niño; en el embrión no menos que en el adulto en la cumbre de su plenitud. En todos los casos, tiene delante vidas humanas, disfrutadas por seres humanos, todos los cuales son, con independencia de sus derechos legales, suprema e igualmente valiosos. Lo que a esos seres humanos les pueda faltar de tamaño, de riqueza intelectual, de hermosura, de plenitud física, todo eso, incluidas todas sus deficiencias y minusvalías, es suplido por el médico con su respeto.
Esta es una constante del trabajo del médico. Este no tiene que vérselas con los sanos. A él van los enfermos, los disminuidos, los que viven la crisis temerosa de estar perdiendo su vigor, sus facultades o su vida. El médico está siempre rodeado de dolor, de deficiencia, de incapacidad. Las vidas con que se encuentra son vidas dolorosas o decaídas. Su respeto a la vida es respeto a la vida doliente. Lo suyo propiamente es ser curador y protector de la debilidad.
Esta idea está bien clara para el médico que sigue la tradición hipocrática. El respeto a todos los pacientes sin distinción fue incluido en la Declaración de Ginebra justamente en una cláusula de inagotable contenido ético, lógicamente trasladada a nuestro Código: la que consagra el principio de no-discriminación, en virtud del cual el médico no puede permitir que su servicio al paciente pueda verse interferido por consideraciones de credo, raza, condición social, sexo, edad o convicciones políticas de sus pacientes, o por los sentimientos que los pacientes puedan inspirarle y se compromete a prestar a todos ellos por igual una asistencia competente.
Pero la realidad parece desmentir que los médicos estén dispuestos a cumplir un mandamiento tan elevado, pues no son pocos los que lo quebrantan con cinismo o lo consideran de una altura moral inalcanzable. Por eso, conviene insistir en que la prohibición de discriminar es un precepto absoluto, que incluye a todos los seres humanos sin excepción. Dicho de otro modo, el derecho a la vida y a la salud es el mismo para todos, es poseído por el simple hecho de ser hombre. El médico no se somete al hombre fuerte porque éste tenga poder para exigir su derecho a ser respetado, o se desentiende del hombre débil porque carece de fuerza y de derechos. A todos atiende y sirve por igual, no porque sea un activista del igualitarismo político o social, sino porque renuncia, ante la fragilidad que en todos sin distinción crea la enfermedad, a sacar ventaja de su posición de poder ante ellos. Consideramos inética la conducta de aquellos médicos que seleccionan a sus pacientes, que aceptan a unos y rechazan a otros, que a unos cuidan y a otros abandonan. La tradición ética admite, sin embargo, no excepciones, sino prioridades dentro de la regla de no discriminar. Una, por ejemplo, es la creada por la situación de urgencia. Otra es la que ordena a los pacientes según una escala de debilidad, para prestar un cuidado más atento y solícito al que aparece más incapacitado de defenderse a sí mismo a causa de la enfermedad.
Hoy el aprecio por la debilidad pasa por un momento bajo. La profesión médica, nacida precisamente como respuesta llena de humanidad ante la vulnerabilidad del hombre, parece desinteresarse del dolor y la minusvalía de los débiles y se deja arrastrar a la alianza con los poderosos. Por eso, conviene reconsiderar con un poco de profundidad el valor ético de la debilidad y el sufrimiento.
II. El respeto a la debilidad del enfermo
Al médico. en cada uno de sus encuentros con los pacientes, se le plantea un problema: reconocer en aquella humanidad dolorida toda la dignidad del hombre. La enfermedad tiende a eclipsar la dignidad: la oculta e incluso, a veces, la destruye. Si estar sano confiere, en cierto modo, la capacidad para la humanidad plena, por contra, estar enfermo supone, de mil modos diferentes, una limitación de esa capacidad de llegar a ser plenamente hombre.
Una enfermedad seria, incapacitante, dolorosa, que merma nuestra humanidad, no consiste sólo en trastornos moleculares o celulares: constituye también, y principalmente, una amenaza a nuestra integridad personal o una limitación permanente de ella. Nos somete a prueba como hombres. No deberíamos olvidarnos de esto al estar, o al atender, enfermos. La tradición hipocrática, enriquecida por el ethos cristiano, vio en el quebranto de humanidad que es estar enfermo la raíz del mandato fundamental de poner todos los medios disponibles para restituirle al enfermo su plenitud humana y su salud, o, al menos, para aliviar en la medida de lo alcanzable las consecuencias de aquella amenaza. El médico actúa en representación y por encargo de los hombres para salvar y aliviar al doliente. Muchas veces, la asistencia médica no puede reducirse a sólo una operación técnico-científica, sino que ha de contener una dimensión projimal, ha de ser una respuesta personal a lo personal amenazado del enfermo.
Res sacra miser. Con esta denominación de origen cristiano-estoico se ha expresado de modo magnífico la especial situación del enfermo en el campo de tensiones de la dignidad humana. Traduce maravillosamente al lenguaje médico la noción general de la sacralidad de la vida humana. Cuando la condición humana del enfermo se considera a esta luz, reconocemos la inviolabilidad y, a la vez, la menesterosidad del enfermo y la responsabilidad vinculada del sano ante el doliente. El respeto a lo sagrado que hay en el enfermo no lo convierte en algo intangible, sino que impele a la piedad, a la compasión, a hacerlo objeto de un amor activo.
Ciertas mentalidades, antes igual que ahora, que son ciegas al valor ético de la debilidad. Las filosofías del poder y la vitalidad, antiguo-paganas o modernas, han manifestado siempre su desprecio por el enfermo y el débil, a veces disfrazado de compasión. Nietzsche, que cuenta con más discípulos de lo que parece, al elevar a la categoría de principio general la voluntad de salud y de vida, estableció que el sufriente no es una res sacra, sino una res detestabilis. La voluntad instintiva y vital de vivir del hombre sano se expresa, ante el enfermo, no en respeto y consideración, sino en desprecio y rechazo. Inversamente, la atención, el cuidado, la compasión, y el amor por el débil y lo pequeño pertenecen para Nietzsche a la moral de esclavos de una humanidad decadente y empobrecida en sus instintos.
Pienso que hay una dignidad específica del paciente que le hace acreedor a un especial tipo de respeto. Se puede hablar de una dignidad específica del paciente por el hecho de que el ser humano enfermo está amenazado en su dignidad humana. La dignidad específica del paciente, esto es, del hombre enfermo que entra en relación con un médico, emana de su legítima exigencia de protección para su humanidad precaria, de su derecho humano a recuperar lo más posible de su integridad personal. El respeto del médico ha de ser proporcionado a esa necesidad: el paciente tiene derecho a la atención del médico, a su tiempo, a su capacidad, a sus habilidades. Y, en todo el curso de la relación médico enfermo, mientras cumple, en nombre de la humanidad, su oficio sanador, el médico ha de aplicar, junto con su compasión, su ciencia.
Pero, antes de pasar a tratar del deber de ciencia, conviene insistir en este punto esencial. Hoy no son pocos los débiles (dementes, niños malformados, ancianos abandonados, pacientes en coma) que corren peligro en Medicina. Hay médicos que se han aliado con los poderosos y ya no respetan a todos por igual. Se han aliado con los padres fértiles para eliminar mediante el aborto o el infanticidio neonatal a los hijos deficientes o con la moderna e incurable debilidad de no ser deseados. Se han aliado con los padres infértiles para crearles un hijo ardientemente deseado mediante las técnicas de reproducción asistida. No importa que en el intento mueran varios hermanitos embrionarios, sacrificados como si no tuvieran un destino personal en el Cosmos. En conclusión: algunos médicos se han convertido en agentes al servicio de los fuertes para expropiar a los débiles de su resto de dignidad humana.
Es evidente que los débiles tienen pocos amigos verdaderos y eso puede deberse a que hoy se reflexiona y se escribe muy poco sobre la dignidad de los débiles. Quizá sean muy pocas en el mundo las Escuelas de Medicina que dedican al menos una hora lectiva en algún rincón del curriculum, a enseñar el significado ético de la debilidad. Pero no podemos seguir así. Hay que explicar y enriquecer, por ejemplo, la doctrina que en esquema he resumido. No hace mucho, el Comité Nacional de Etica para las Ciencias de la Vida y de la salud, de Francia, publicó una declaración en la que condenaba la realización de experimentos sobre pacientes en estado vegetativo crónico. En ella, el Comité hacía una firme defensa de los seres humanos enfermos y concedía a su debilidad un alto valor ético. Decía, entre otras cosas, el informe del Comité: “Los pacientes en estado de coma vegetativo crónico son seres humanos que tienen tanto más derecho al respeto debido a la persona humana cuanto que se encuentran en un estado de gran fragilidad. No podrán ser usados como un medio para el progreso científico, cualquiera que sea el interés o la importancia del experimento que no tenga por objeto el mejoramiento de su estado”. Está aquí expresado con precisión el concepto de la relación proporcional directa entre debilidad y respeto: a mayor debilidad en su paciente, el médico ha de responder con mayor dedicación, con asistencia más cuidadosa, con el más escrupuloso rechazo de toda manipulación o abuso.
Hace falta, por último, ofrecer una seria justificación filosófica del fenómeno de la fragilidad y de la minusvalía biológica del hombre, esa compañía inevitable de la vida del hombre, cuya aceptación es la más humana de las aventuras. Por mucho que progresen las técnicas de rehabilitación, por muy generosos que sean los presupuestos para los servicios de salud y prevención, nunca se podrá eliminar de la tierra la debilidad ni abolir el sufrimiento, la enfermedad y la muerte. Es ilusorio pensar que el eslogan “Salud para todos” pueda cambiar la condición esencialmente débil y vulnerable del hombre, pues ser hombre equivale a recibir un lote inevitable el dolor y la incapacidad. La vida de cada hombre, su destino humano, incluye la capacidad de sufrir y la aceptación de la limitación. Ante la inexorabilidad de la debilidad en el mundo, el médico se empeña en reducir el dolor, la angustia y las minusvalías de sus pacientes, a sabiendas de que nunca sabrá bastante para vencer por completo a sus enemigos. Aquí radica el núcleo humano de la Medicina. Tan exigente de ciencia y de competencia es la operación de aplicar las terapéuticas más modernas, casi milagrosas en su eficacia, como la de administrar cuidados paliativos, que requieren muchos conocimientos y el dominio de lo que yo creo que es lo más difícil del arte médico: saber decir a sus enfermos que el hombre está hecho para soportar las heridas que en su cuerpo y en su espíritu abre la enfermedad y el paso de los años, que la aceptación de esas limitaciones es parte del proceso de humanización. No se es verdaderamente humano si no se acepta un cierto grado de flaqueza en uno mismo y en los demás. Eso se nos exige como parte de cumplir con el deber de ser hombre.
Ante sus enfermos, el médico ha de mantener una visión binocular, que le permita ver las cosas con profundidad, con perspectiva. Ha de mantener despierta su conciencia de que está delante de un ser humano, de que su relación con el enfermo es una relación de persona a persona, una relación yo-tú. Pero, además de ser tenido en cuenta por el médico como persona, el paciente ha de ser examinado y considerado como un objeto biológico, en el que se desarrollan ciertos trastornos. El paciente no puede ser reducido nunca a un conjunto de moléculas desarregladas o de órganos desconcertados, o como un enigmático problema diagnóstico o una simple oportunidad de ensayo terapéutico. Es esas cosas y, a la vez, una persona.
Ahí está la grandeza y el riesgo del respeto médico. Hay una inevitable y necesaria cosificación del paciente exigida por la estructura científica de la Medicina. Es necesario que en el curso de la relación médico-paciente se produzca un desplazamiento mayor o menor de la relación principal yo-tú, es decir del plano humano, interpersonal, hacia una relación yo-cosa, cuando el paciente es convertido convencionalmente en objeto de observación y manipulación científico-natural, mediante las cuales el médico trata de obtener un conocimiento exacto, objetivo, puramente científico-natural del proceso patológico y del tratamiento correspondiente. El cuerpo desnudo, objeto de la exploración física y de invasión instrumental, simboliza esa objetivación de la relación médico-enfermo, que, por su propia naturaleza, exige la desconexión más completa posible de toda consideración subjetiva. El médico no podría ser un buen médico si no hiciera las cosas así.
El progreso fulgurante de la Medicina moderna con sus métodos diagnósticos y terapéuticos de eficacia increíble no ha hecho sino hacer todavía más patente este aspecto, la absoluta necesidad de la objetivación científica del enfermo. Cada uno de nosotros ha de ponerse en guardia contra la terrible tentación del desprecio de la tecnología, que predican quienes hablan a gritos de una deshumanización de la Medicina moderna o de la estructura fabril de los hospitales de hoy. Son injustos quienes dicen que esa obligada cosificación del paciente constituye una pérdida de humanidad en el médico. Se equivocan, pues, en el fondo, es una manifestación prodigiosa de humanidad, un acto ético elevado, lleno de solicitud y de competencia. Se escuchan frecuentemente críticas, tan bienintencionadas como vacías de sustancia, contra la fría tecnología de los modernos hospitales y el aparente distanciamiento del médico que queda separado de su paciente por aparatos y colaboradores. Y se dice que todo eso ha hecho perder humanidad a la Medicina. Hoy como ayer, la asistencia médica eficaz sólo es posible cuando se da la confianza del paciente en el médico. Pero hoy esa confianza no se basa principalmente en un tipo determinado de simpatía campechana del médico, sino más bien en su objetividad científica, en la fiabilidad de sus conocimientos, de su competencia, de su familiaridad con los métodos de tratamiento aceptados.
Hoy, para la inmensa mayoría de los pacientes, se da el hecho, aparentemente paradójico, de que el máximo de subjetividad, la confianza, se apoya en el máximo de objetividad, es decir, en la fiabilidad científica y en la competencia y habilidad del médico. Hay que disipar el falso enfrentamiento entre competencia técnica, experiencia crítica y ciencia del médico, que han de ser necesariamente objetivas, y sus cualidades humanas, de carácter y éticas. Precisamente la verdadera idoneidad y autoridad del médico consiste en la reunión de ambos campos de competencia, inseparables para ser un buen médico. Tan sangrantes son, en cuanto faltas de respeto médico, las de insensibilidad para las necesidades humanas del paciente como las chapuzas diagnósticas o el empirismo arrogante del médico que cree que se las sabe todas y no estudia cada día, humildemente, para mantenerse al día, para continuar su educación científica.
Termino ya. Algún día se echarán las cuentas de lo que ha supuesto nuestro tiempo para el desarrollo de la Ciencia, de la Ciencia verdaderamente humana. Lewis Thomas, esa figura tan brillante y paradójica del pensamiento biológico americano, nos ha adelantado una parte reveladora de ese juicio. “Puede juzgarse una sociedad por el modo como trata a sus miembros más desgraciados, a los menos queridos, a los locos. Tal como están las cosas, nosotros vamos a ser tenidos por una cuadrilla bien triste. Ya es hora de enmendar nuestros yerros”.