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La objeción de conciencia

Gonzalo Herranz, Departamento de Bioética, Universidad de Navarra.
Conferencia pronunciada en el Curso sobre Derecho Sanitario.
Real Academia de Medicina de Andalucía Oriental.
Granada, 2 de mayo de 2007, 12:30 h.

Índice

Introducción

1. Qué es la objeción de conciencia

2. Lo más básico de la deontología profesional sobre la odec

3. Algunos aspectos sociológicos de la odec

Conclusión

Introducción 

La razón de la elección del tema: traer a consideración un problema que no acaba de salir de la lista de asuntos pendientes. Pasan los años y se echa de menos, a pesar de la jurisprudencia producida, una legislación positiva que configure la extensión, la intensidad y los modos de la objeción de conciencia (odec) en el ámbito sanitario.

Por carecer de credenciales jurídicas y médico-legales, me limitaré a hilvanar algunas consideraciones ético-deontológicas sobre la teoría y la práctica de la odec. Para eso, intentaré,

Primero, describir qué conciencia es la que está detrás de la genuina odec en el ámbito sanitario.

Segundo, recordar lo más básico de la deontología de la odec; y

Tercero, referir algunos aspectos sociológicos de la odec, en especial la ambigüedad con que la odec es encarada en la sociedad y dentro de la profesión.

1. Qué es la objeción de conciencia 

La odec es, al lado de la desobediencia civil o la insumisión evasiva una actitud de disidencia social por la que se rechaza, por razones morales, profesionales o religiosas, lo ordenado por la autoridad o la ley. Lo que distingue a la odec es su carácter pacífico, nunca violento; su fundamento moral y religioso más que político; y su intención final es la de abstenerse de conductas que, aunque socialmente permitidas o administrativamente imperadas, son por el objetor juzgadas como inadmisibles.

Es, me parece, muy importante retener en la memoria y en la acción estos rasgos específicos de la objeción de conciencia. El objetor en cuanto tal no pretende con su acción subvertir o cambiar la situación política, legal o social reinante, como hace con sus manifestaciones exteriores el activista de la desobediencia civil, o con sus espectaculares o agresivas acciones de protesta el insumiso. El objetor sólo trata de eximirse pacíficamente de ciertas acciones, sin que, a consecuencia de ello, tenga que sufrir discriminación o reducción de sus derechos.

La odec constituye, a mi modo de ver, uno de los avances más considerables que, en nuestro tiempo, se han dado en el campo de la ética social. En contraste con lo que ocurría en el pasado, y más allá del plano horizontal de las relaciones humanas entre iguales, la odec ha extendido la posibilidad de vivir pacíficamente los desacuerdos verticales de los súbditos con los que dirigen, mandan o legislan, encuadrándolos en los confines del respeto ético por las personas y su libertad.

La odec ha supuesto igualmente un paso adelante en la ética de las profesiones sanitarias. Repito con frecuencia que uno de los principales avances, quizás el más significativo, de la ética médica contemporánea ha consistido en hacer explícita y operativa la idea de que pacientes, médicos y enfermeras son por igual agentes morales, personas todos ellos de conciencia, libres, responsables, que entran en relación recíproca para actuar con conocimiento, competencia y deliberación; capaces de tomar decisiones y acuerdos a tenor de principios racionales y sinceros. Pero puede ocurrir y, de hecho, ocurre, ocasionalmente que el seguimiento fiel de las propias convicciones entra en colisión con determinados mandatos legales, con órdenes de la jerarquía institucional, con deseos que los pacientes interpretan como derechos. Puede entonces suceder que, tras la obligada consideración de todos los implicados, se llegue a la conclusión de que el desacuerdo es firme y sobre materia grave: que el médico no puede cumplir el mandato legal, la orden del que dirige, el deseo del paciente sin renegar de su propia identidad moral. Es entonces cuando el dictamen sincero, serio, de la propia conciencia y el ejercicio maduro de la propia libertad exige alegar la odec.

A mi modo de ver, la conciencia que actúa en la odec es el núcleo, mínimo pero fuerte, de nuestro existir moral, el centro sólido de convicciones que informan nuestro carácter ético, algo de lo que podemos prescindir sino a costa de desmoronarnos como individuos morales.

El concepto puede comprenderse mejor con un ejemplo. En el prefacio que puso a su drama sobre Sir Thomas More, Robert Bolt confiesa:

“A medida que escribía sobre él, Tomás Moro se me fue convirtiendo en un hombre con un sentido diamantino de su propio ser. Sabía dónde empezar y dónde terminar, qué parte de sí mismo podía abandonar ante las asechanzas de sus enemigos, y qué parte entregar a las exigencias de los que le querían […] Por ser un hombre inteligente y un gran abogado, era capaz de retirarse de las zonas peligrosas, y lo hacía en perfecto orden. Pero, al final, le exigieron que entregara también el rincón de su alma en el que había situado su propio ser. Y, entonces, aquel personaje flexible, bienhumorado, sencillo y a la vez sofisticado, se endureció como el metal, asumió una rigidez absoluta, irreductible, que nadie pudo relajar”.

Como se deduce de las palabras de Bolt, la objeción verdadera nada tiene que ver con el capricho, la obstinación cabezuda, la autoafirmación visceral. Es resultado de un proceso, serio y deliberado, de decisión racional. Versa sobre unos pocos, muy pocos, asuntos centrales y profundos, en los que uno se juega el alma; nunca sobre materias negociables que admiten varias y decentes soluciones.

Es, por ello, la conciencia objetora una conciencia identificativa, que no se limita a juzgar qué actos son o no son moralmente rectos o convenientes. Trata sencillamente de definir qué tipo de ser moral soy, qué hago de mí mismo. Esa conciencia nuclear de mi persona, construida mediante el estudio y la reflexión, queda plantada en el centro de mi ser.

La odec no está ligada necesariamente a una actitud religiosa. Es obvio que el que cree en Dios ha de formar su conciencia, no de espaldas a Él, sino en su presencia, con la ayuda de la oración y la fe viva. Pero también el que no cree en Dios ha de poner mucho cuidado y diligencia al buscar y fijar los puntos cardinales de su conciencia profesional. La agnóstica Declaración de Ginebra pide al médico que, al entrar en el ejercicio de la medicina, haga de su honor humano el garante de su fidelidad a las promesas básicas de la profesión. Como afirmó Pellegrino hace ya veinte años, la ética médica real implica la coexistencia de convicciones espirituales, filosóficas, políticas y sociales muy fuertemente arraigadas y con frecuencia divergentes. La ética médica hoy dominante parece haber renunciado a promulgar una normativa objetiva y universal. Confía, por el contrario, en que los médicos, y cada médico, se guíen creativamente y con responsabilidad por las pluralistas conclusiones congruentes con los principios de respeto por las personas, tolerancia para la diversidad, no-paternalismo, fidelidad a las promesas. Esta ética confiere mayor protagonismo a la conciencia profesional del médico: le hace más libre, pero le exige que pueda dar siempre de su actuación una justificación éticamente aceptable. En fin de cuentas, como alguien ha afirmado certeramente, el título de doctor en medicina representa hoy a la vez un grado académico y un grado moral.

Me gustaría señalar, por último, que la odec es un tesoro social. En un tiempo en que todos dependemos en mayor o menor medida de un servicio nacional de salud, los pacientes desean y necesitan ser atendidos por médicos libres, con conciencia, que sepan guardar con tino su independencia. Y si la gente desea médicos así, desea también que el gobierno del sistema sanitario esté confiado a hombres de conciencia que sepan respetar, y tener en gran aprecio, las legítimas libertades y derechos de conciencia de sus subordinados.

La odec es, en último término, una institución social que manifiesta en circunstancias especiales el respeto debido a todos y cada uno de los ciudadanos, a todos por igual. Llama la atención cómo, en estos últimos años, médicos y éticos norteamericanos, ante el poder arrollador de las organizaciones de mantenimiento de salud, se están planteando la función de la odec en el campo de la prestación de servicios, y exploran qué medios, al margen de las normas y los contratos e incluso contra la ley, ha de emplear el médico para solucionar situaciones de grave injusticia que apelan a su conciencia. En el fondo es un modo de responder a las exigencias de aquel núcleo básico de la ética médica que es el respeto a la vida y a la salud de los pacientes.

En conclusión, la conciencia de la odec es el elemento central en una ética del respeto, identificativa, que merece una robusta protección de la deontología profesional.

2. Lo más básico de la deontología profesional sobre la odec 

La deontología sobre la odec de España no difiere sensiblemente de la vigente en otros países del continente europeo ni tampoco de los del área anglosajona, aunque hay que reconocer que el tratamiento que a la odec ha dado la Asociación Médica Americana es un tanto tibio. Los códigos de ética y deontología, salvo raras excepciones, reconocen el derecho del médico a objetar a determinadas intervenciones por razones de conciencia; además, muchos de ellos sugieren al médico la conducta que ha de seguir en esa circunstancia.

El CEDM vigente en España (septiembre 1999) conserva en buena medida las normas del de 1990, tal como la Comisión Central de Deontología las había interpretado en su Declaración de la sobre la Odec del Médico de 1997. En esencia, viene a decir el Código, en su artículo 26.1, que es un derecho del médico abstenerse, por razones de conciencia, de actos médicos del área de la reproducción humana (regulación o asistencia a la reproducción, esterilización, interrupción del embarazo); y que ese derecho implica los deberes del médico de informar sin demora de esa conducta a su paciente, de ofrecerle los tratamientos alternativos que considere oportunos, y de respetar siempre la libertad del paciente de buscar la opinión de otros médicos. Por último, le recuerda al médico que las personas que con él colaboran tienen también sus propios derechos y deberes en la materia.

Conviene subrayar que la normativa deontológica protege la libertad de conciencia del médico con la misma intensidad con que protege la libertad de elección del paciente. Al quedar el médico obligado a manifestar al paciente que su conducta se basa en razones de conciencia, no podrá omitir exponerlas de un modo claro, razonado y sencillo. Deontológicamente, la objeción no puede ser, ni manifestarse como, un capricho. Sería repugnante como herramienta para conductas hipócritas, cambiantes, oportunistas. Ha de ser, y ser presentada, como una decisión que se basa en razones éticas y en criterios profesionales confesables y defendibles.

La odec ha de conformarse a las exigentes normas de calidad humana y científica que ha de tener toda atención médica, a tenor de lo que nos señala el Art. 18.1 del CEDM.

Con respecto a la calidad humana, el objetor está deontológicamente obligado a tratar con el máximo respeto al paciente al que niega atención por razones de conciencia. Como dice la Declaración de la CCD, “La odec se refiere al rechazo de ciertas acciones, nada tiene que ver con el rechazo de las personas”. El contexto pacífico de la odec repele el insulto moral, la humillación, el desprecio farisaico. La situación objetada es un evento ocasional que se lamenta, una coyuntura de fuerza mayor, de excepción en una relación que se desea conservar, que, por parte del médico, no puede terminar en un desacuerdo irrevocable, sino en una oferta de quedar a la disposición de su paciente si éste lo desea. La puerta del médico deberá estar abierta también para los que le hubieran solicitado un servicio que en conciencia el médico no les pudo prestar. Obviamente, la odec no excluye, tal como especifica la misma Declaración de la CCD, el deber de prestar cualquier otra atención médica, antecedente o subsiguiente, a la persona que se vaya a someterse o se haya sometida a la intervención objetada, pero que no forman parte, no cooperan, moralmente de esa específica intervención.

El mismo tono pacífico, de relación humana de calidad, ha de conservarse y fortalecerse cuando la odec se presenta en el contexto de las relaciones jerárquicas o profesionales. Negarse a cumplir una orden o petición no debería perturbar la calidad respetuosa y fraternal de las relaciones entre colegas, relaciones que vienen de antes y que deberán continuar después, sin quebranto de la debida deferencia, respeto y lealtad que los médicos se deben entre sí.

Con respecto a la calidad científica, la actuación del objetor no puede ser nunca contrarracional; no puede chocar con la medicina seria, basada en pruebas. Ha de contar con el apoyo de argumentos científicos positivos, no simplemente de conveniencias administrativas. En último término, el aborto no es solución médica superior a las otras alternativas que el médico renuente al aborto pueda ofrecer. La decisión de tratar la enfermedad de la mujer sin recurrir a la destrucción del ser humano no nacido representa una actitud profundamente profesional, que está en el origen de los más notables progresos de la atención al embarazo. Ante la díada madre-feto, el médico se siente obligado a servir por igual la vida y la salud de sus dos pacientes: la mujer embarazada y el hijo por nacer. Hoy, a la vista de los avances en la asistencia clínica, es refutable la noción de que el aborto sea el tratamiento de elección de ninguna enfermedad de la madre, tan superior a las otras alternativas terapéuticas, que no practicarlo significa quebrantar gravemente el precepto médico de no dañar.

El aborto no puede ser definido como tratamiento ético obligado del feto enfermo. Es extraña a la Medicina la idea eugenista de que los seres humanos han de estar libres de imperfecciones. No cuadra con la vocación sanadora del médico ser agente de la “tiranía de la normalidad”: a todos sus pacientes ha de atender con la misma diligencia y solicitud, sin discriminación alguna. Para él, todas las vidas son igualmente dignas de respeto. El hombre enfermo, antes o después de nacer, se le presenta como alguien que, por muy plagado que esté de enfermedad, siempre merece su aprecio humano y sus cuidados basados en los conocimientos científicos vigentes. La medicina científica no cuida de organismos biológicos perfectos, de floreciente calidad de vida, sino de seres de carne y hueso, sellados a la vez por la dignidad y la flaqueza, a veces, demasiada flaqueza.

Hay un problema deontológico que merece ser referido con algún detalle. Siguiendo la pauta marcada por la Declaración de Oslo sobre el aborto terapéutico, desde que la AMM la promulgó en 1970, muchos Códigos incluyen el deber del médico de derivar a su paciente a un colega no renuente al aborto.

La Declaración, en su reciente versión de octubre de 2006, tras reafirmar de entrada que la AMM exige a los médicos respetar la vida humana, señala que el médico, cuando chocan gravemente los intereses de la madre y los del niño por nacer, puede verse enfrentado al dilema de terminar una gestación. Advierte Oslo que caben diferentes respuestas ante tal situación, pues el valor asignado a la vida del no nacido depende de las convicciones y conciencia del médico individual, que deben ser respetadas. Recuerda además que, aunque no corresponde a la profesión determinar las leyes de la comunidad política en la materia, la profesión ha de asegurar la protección de los pacientes y salvaguardar los derechos de los médicos. Si la ley del lugar permite el aborto terapéutico, este ha de ser practicado por un médico competente en establecimientos aprobados por la autoridad. Si las convicciones del médico no le permiten aconsejar o realizar el aborto, puede retirarse del caso - y aquí reside el problema – “con tal que garantice que un colega cualificado se haga cargo de la atención médica”.

Ya señalé antes que el CEDM vigente entre nosotros no impone al médico la obligación de guiar al paciente hasta un colega que no oponga objeción. Obliga el CEDM a respetar la libertad del paciente para buscar la opinión de otros médicos. Pero, ¿tiene obligación de transferir el caso a un colega para que este realice la acción a la que él objeta?

Es una pregunta compleja, pues tal situación abstracta puede presentarse en circunstancias reales muy diversas.

Por ejemplo, hay una, típica, que se da en países de nuestro entorno (Italia, Francia, Alemania) en los que la legislación del aborto sigue el patrón de una ley de plazos. En esquema, la ley exige a la mujer que busca el aborto electivo que acuda a un médico general para una consulta previa, a fin de cumplir ciertos trámites de información (requisitos legales, alternativas al aborto, ayudas sociales), y administrativos (registrar la fecha del inicio del periodo de reflexión, entregar a la mujer una notificación sobre los trámites cumplimentados), sin lo cual no cabe proceder a la práctica del aborto. Es lógico que un médico renuente al aborto considere la entrega de esa notificación como un acto de cooperación al mal del aborto, acto que repugna a su conciencia. Este supuesto no se da aquí, pues la legislación española no lo contempla.

En realidad, entre nosotros y como consecuencia de la Sentencia 53/1985, del Tribunal Constitucional, los abortos legales, fuera de los extremadamente urgentes, no suelen ocasionar conflictos de odec. Los abortos legales que se realizan en las clínicas privadas no parece que se vean afectados por conflictos de objeción: nadie en ellas objeta al aborto. La cuestión significativa es esta, a mi parecer: ¿Se dan, en los hospitales públicos, casos de urgencia obstétrica extrema, inaplazable, con feto vivo, para los que no existe otra opción terapéutica que el aborto, y que tengan que ser atendidos necesariamente por un médico renuente, porque justamente en ese momento sólo está presente en el hospital ese médico objetor? Nadie sabe cuántos casos así puedan darse en España cada año. De los datos más recientes publicados por el Ministerio de Sanidad, se puede conjeturar que muy pocos, quizás ninguno. Tomando las estadísticas más recientes, las correspondientes a 2005, se tienen las siguientes cifras:

Abortos practicados en hospitales públicos: 2896.

Abortos practicados por indicación fetal: 2667.

Abortos practicados la semana 21 o más tarde: 1814.

Conviene detenerse en una breve consideración de estas cifras. El Ministerio de Sanidad ha reconocido que prácticamente sólo en los hospitales públicos se realizan los abortos de alto riesgo para la madre y los motivados por graves alteraciones del feto, pues son abortos que exigen metodologías diagnósticas solo presentes en los hospitales. Se puede pensar que la mayor parte de los abortos de los hospitales públicos se hacen por indicación fetal. Por otra parte, los abortos por causa gestacional grave, en caso de darse, y en razón de su alto riesgo, se programan, en una práctica obstétrica avanzada, fuera de un contexto de urgencia extrema, según un modo reglado, susceptible de respetar la odec. Si tenemos en cuenta que muchos casos de urgencia obstétrica corresponden a situaciones con feto muerto, nos quedan muy pocos casos que asignar a la hipotética situación a la que aludía en mi pregunta.

Por fortuna, las situaciones dramáticas del tipo “o la vida de la madre o la del feto”, “intervenciones urgentes para prevenir lesiones graves permanentes de la gestante” son, en los países avanzados con una diligente asistencia gestacional y obstétrica, algo excepcional. Las situaciones catastróficas por enfermedades intercurrentes no son remediadas por el aborto. Se mantiene esa cláusula en la Declaración de Oslo por el carácter universal de la AMM, que sin distinción ha de dar criterios para países avanzados y para países en vías de desarrollo.

El problema de la sustitución del médico objetor por el colega cualificado tiene hoy, a mi modo de ver, más que ver con cuestiones de programación del trabajo, turnos de guardia, incluso con la formación del médico joven, que con la responsabilidad personal de un determinado médico. Como alguien ha observado, “un gobierno prudente debería considerar como podrá encontrar profesionales sanitarios que en buena conciencia estén dispuestos a realizar sus políticas (incluido el aborto). Han hecho leyes que permiten el aborto y que obligan a los profesionales a cumplirlas, pero no han dedicado atención al principio básico de respetar, en el marco social, la odec”.

En particular, dentro de los centros sanitarios, la odec puede ser ocasión de conflictos graves. La relación entre gestores sanitarios ideológicamente indiferentes o favorables al aborto y objetores es muy compleja. Los administradores suelen estar fascinados por dos aspiraciones: la eficiencia maquinal de su gestión y el deseo servil de agradar a sus superiores.

Fascinados por la eficiencia, nunca podrán ver con simpatía a quien rompe el ritmo regular del trabajo uniforme y programado. Tanto más cuanto que los gerentes de hospitales o de áreas de salud, obsesionados por reducir el costo económico de la atención médica, han sido investidos de extensos poderes organizativos para mantener el funcionamiento de la máquina sanitaria a un nivel máximo de rendimiento. Ello obliga a considerar cualquier excepción o exención como un inconveniente perturbador de la supuesta respuesta homogénea.

Es un problema de organización y ética institucional. A él se refiere un último aspecto deontológico: la protección corporativa al objetor. Deontológicamente, la odec no es sólo un problema privado, individual, del médico objetor. Es algo que interesa a la entera corporación médica, pues es responsabilidad de ésta garantizar en la medida de sus posibilidades, la legítima independencia de sus miembros, condición esencial para el correcto ejercicio de la profesión.

El artículo 26.2 del CEDM establece que “El médico podrá comunicar al Colegio de Médicos su condición de objetor de conciencia a los efectos que considere procedentes, especialmente si dicha condición le produce conflictos de tipo administrativo o en su ejercicio profesional. El Colegio le prestará el asesoramiento y la ayuda necesaria”.

Así pues, la corporación ha de proteger al colegiado de aquellas acciones que disminuyan su libertad o le discriminen por su fidelidad a las normas deontológicas y a los principios éticos seriamente madurados y sinceramente vividos. No lo hace sólo porque la profesión médica ha de contribuir a una vida social en libertad, sino también por cumplir el deber estatutario de defender la independencia y dignidad de los médicos y de responder al derecho de los colegiados a ser defendidos por el Colegio o por el Consejo General. En la declaración de la Comisión Central de 1997 se invita a los Colegios a abrir un registro voluntario en el que puedan inscribirse los Colegiados para constancia de su odec.

Inscribirse en el registro y merecer el apoyo institucional requieren que la conducta del objetor, en cuanto tal, sea una pieza, comprometida, proporcionada a la dignidad ética de la objeción.

3. Algunos aspectos sociológicos de la odec 

Desde sus orígenes, la odec ha sido vista con ambigüedad. No pueden leerse sin sentirse golpeados las radicales expresiones de Thoreau, cuando proponía en su Desobediencia Civil, el rechazo del servicio militar, el gobierno mínimo y el respeto de las conciencias. Sus reivindicaciones a favor de la madurez moral del ciudadano común, su retórica sobre la necesidad de ser primero hombres y sólo después súbditos, sus denuncias de la vida alienada de sus contemporáneos, que en su mayoría sirven al estado no como hombres libres, sino como máquinas, con su cuerpo, ausente la conciencia, tropezaron con una respuesta ambigua, de entusiasmo y de rechazo. Más de siglo y medio más tarde, la odec es recibida con esa misma mezcla de admiración y fastidio.

La odec es, en efecto, fastidiosa, para todos. Es una conducta que impone cargas. No lo pueden ignorar los médicos y enfermeras que se retraen del cumplimiento de normas legales o mandatos reglamentarios. Lo decía Rawls: “Hemos de pagar un cierto precio para convencer a otros de que nuestras acciones tienen, a nuestro parecer considerado y maduro, una base moral suficiente”.

Por un lado, no faltan motivos que hacen antipática e impopular la odec. Lo mismo que las huelgas, no siempre la conducta disidente atrae admiración y respeto. A veces, justificadamente, pues no siempre la odec se ejerce con rectitud. Es posible y real, aunque prefiero suponer que infrecuente, el uso oportunista o perverso de la odec, ampararse en ella para sustraerse a obligaciones laborales, sabotear el sistema o gratificar el ego.

Se habla de modo recurrente, en los círculos políticos y en los medios de comunicación, de algunos médicos que objetan en sus horas de trabajo en servicios públicos, pero que no lo hacen en las que dedican a su práctica privada. Es una acusación sumamente grave, que nunca, parece, se ha materializado en denuncias formales ante la corporación médica o la administración de justicia. Quienes siguieran tal conducta serían acreedores de un severísimo expediente disciplinario, pues, como dice la Declaración de la CCD de 1997, esa actitud, además de abusar de la objeción, estaría movida por un ilícito afán de lucro.

No faltan datos para pensar que la odec no sólo es onerosa y manipulable, sino que no tiene buena prensa. Es presentada a la sociedad de modo poco favorable.

En el debate ético-deontológico intraprofesional se hacen pesar más los inconvenientes que las ventajas de la odec. En fin de cuentas, quien no opone objeciones y se presta a cumplir encargos y órdenes sin limitación, parece reunir condiciones ideales de sociabilidad e integración en el equipo de trabajo. Eso facilita la entrada en el grupo y cualifica para ascender en el escalón organizativo. El que declara ciertos escrúpulos morales o una conciencia selectiva se coloca en desventaja para competir. Encontrará más obstáculos en su carrera profesional, algunos específicamente establecidos por las normas legales. En Francia, y en algunas regiones de Alemania, por ejemplo, sólo son elegibles para dirigir los servicios de obstetricia y ginecología de los grandes hospitales públicos universitarios los candidatos que no objetan en conciencia. Es esa una política, de gran fuerza disuasoria, que pone a prueba la integridad ética personal al imponer una alternativa heroica entre coherencia moral y expectativas profesionales.

Durante años, en Inglaterra, Escocia y Gales, declararse renuente a la práctica del aborto descalificaba de facto a un estudiante para ser admitido en una escuela de medicina, o a un médico para acceder a un puesto de ginecología en un hospital del NHS. Durante casi 15 años se le cerraron las puertas, no en virtud de lo imperado por la ley, sino por razones de mera logística intraprofesional. La Abortion Act de 1967 afirma en su sección 4 que ninguna persona será obligada, ya sea por contrato, ya por cualquier otro requisito estatutario o legal, a participar en ningún tratamiento autorizado por esta Ley. Pero ocurrió que, a los pocos años de entrar en vigor la ley, la carga laboral del aborto se había hecho insoportable para los médicos no renuentes. Y fueron estos mismos médicos los que hicieron un plante: condicionaron la continuidad de su trabajo a que en el futuro se admitiera a trabajar en el NHS a sólo los médicos que no opusieran resistencia al aborto. De hecho, los tribunales calificadores interrogaban abierta, e ilegalmente, a los candidatos sobre su actitud ante el aborto. Los médicos renuentes eran automáticamente excluidos. En 1990, la discriminación contra los objetores era tan patente que promovió la intervención de la Comisión de Servicios Sociales de la Cámara de los Comunes. Aunque muchas recomendaciones de la Comisión fueron desoídas, se relajó la tensión que amenazaba dividir a la profesión médica y se habilitaron soluciones parciales. En algunos hospitales, los médicos renuentes fueron obligados a practicar un tipo peculiar de servicio sustitutorio: había de trabajar como camilleros o auxiliares de clínica una tarde cada dos fines de semana.

La conquista de la libertad fue más costosa y tardía para las enfermeras, pues según una interpretación judicial errónea, que tardó años en ser rectificada, de la sección 4 de la Ley del Aborto, éstas, lo mismo que el personal auxiliar de clínica y las secretarias, no podían invocar la odec.

En casi todas partes es difícil, a pesar de todo, mantener un número suficiente de médicos que no opongan resistencia a la demanda de abortos. Se producen periódicamente crisis, pues es una experiencia que se repite en países diferentes y en diversas condiciones de demografía médica que los médicos abandonan en cuanto pueden la práctica del aborto. Con ocasión de una disminución crítica del número de esos médicos en el NHS británico, se revisaron las causas del fenómeno. Parecen jugar aquí un papel decisivo algunos factores vocacionales. De un lado, hacer abortos carece de perspectiva técnica, es una práctica repetitiva que y no deja mucho sitio para la superación. De otro, es pobre en relación entre médico y paciente: no proporciona contacto humano, no se ven a la cara, nadie ahí sonríe, no deja en la conciencia la idea de haber hecho algo bueno y grande por otro. Sólo da alivio al terminar la jornada. En otros campos de la especialidad el médico puede decir: “Curo el cáncer, salvo niños, hago felices a las mujeres. Eso da un aura rosada al trabajo. En el aborto no puede decir nada parecido”.

La disminución del número de médicos no objetores en los EE.UU. llevó, en 1999, a la Asociación Médica Americana, el American College of Obstetricians and Gynecologists, a la Comisión Conjunta de Acreditación de Hospitales y a otras organizaciones a preparar unas normas para imponer el aprendizaje y la práctica del aborto como requisito inexcusable en la formación de los futuros especialistas en Obstetricia y Ginecología. La iniciativa tropezó con una resistencia muy fuerte y, ante las amenazas de escisión dentro de esas organizaciones, hubo de ser abandonada.

Son también de mucho interés algunos aspectos de la sociología intraprofesional. Cuando se revisa lo escrito por médicos partidarios y detractores de la odec, se observa que, en el debate intraprofesional, unos y otros invocan razones casi idénticas para mantener sus respectivos puntos de vista: la protección de la ley, los mismos ideales profesionales, las exigencias éticas, la aceptación de una justa y equitativa distribución de la carga laboral.

Por eso, no parece fácil de cumplir lo estipulado en el Art. 33.3 del CEDM que impone el deber, que incumbe de modo especial a los que lideran los grupos de trabajo jerárquicamente organizados, de procurar que exista entre los colegas un ambiente ético de tolerancia para la diversidad de opiniones profesionales. No es fácil alcanzar esa armonía en la diversidad. La conducta objetante rompe rutinas. Causa inconvenientes, que no deberían tener una connotación negativa. Aparte de que deberán ser equilibradas con prestaciones compensadoras o sustitutorias, han de tenerse por el precio que es necesario pagar para que todos puedan vivir pacíficamente en el pluralismo ético y contribuir así a la maduración moral de la sociedad.

A mi parecer, la pacífica convivencia no se puede alcanzar mediante la abdicación ética de las convicciones fuertes, que han de rendirse prisioneras del imperativo legal mínimo. Me parece que ha de lograrse a través de la coexistencia amistosa de personas que se respetan recíprocamente en la inevitable diversidad. El mandato deontológico que rechaza la discriminación del paciente por razones ideológicas o de cualquier otro tipo tiene también su aplicación en las relaciones interprofesionales. La ética de la colegialidad prohíbe la constitución de grupos en los que pudiera darse la explotación de alguno de sus miembros por parte de otros (art. 33.4). Y pienso que no estamos ante la mera explotación salarial o laboral: más digna de rechazo es la explotación, la expropiación, de las libertades de conciencia y de prescripción.

Sería necio no tener en cuenta que la odec, por inmadurez moral de quienes la profesan o de quienes no la adoptan, puede ser tomada por terceros, activa o pasivamente, como un reproche moral. La odec es una defensa de la propia integridad, que ha de ser ejercida con humildad, pues trata exclusivamente de sobrevivir en libertad y sin daño. Nunca puede aducirse con altanería o agresivamente. Por ello, la odec no puede ser encajada por los pacientes o los colegas como un golpe bajo, un insulto moral, o una lección de dura moralidad. Puede suponer una contrariedad. En una sociedad moderna, todos hemos de pagar alguna vez un tributo a las reivindicaciones éticamente justificadas de otros. Todos hemos sufrido las consecuencias de una huelga del transporte. Muchos enfermos han tenido que soportar inconvenientes con ocasión de una huelga en los hospitales. Pienso que viajeros y pacientes aun, en medio de esas contrariedades, no han podido negar un mínimo de lejana comprensión hacia quienes aspiran a obtener salarios más justos o condiciones de trabajo más humanas.

Muy compleja es, en la sociedad de hoy, la relación entre consumidores y proveedores. El movimiento asociativo de los usuarios ha traído evidentes mejoras en la calidad y uniformidad de los productos industriales que se adquieren, los alimentos que se consumen, los servicios que se usan, el trato que se recibe. La relación médico-paciente se ha visto también afectada por la conciencia de los derechos del consumidor.

Más aún, la influencia del consumismo induce a satisfacer de inmediato las aspiraciones a un estilo de vida más gratificante, al tiempo que los halagos de la publicidad convencen a la gente de que no se contenten con poco, que pueden obtenerlo todo. No es extraño, por ello, que la negativa del médico a acceder al aborto pueda ser recibida como un desprecio que hiere. Tanto más cuanto que no se trata de la simple contrariedad de no recibir inmediatamente lo que se pide, o de la molestia de tener que ir a otro sitio para obtener lo que se busca.

El rechazo del objetor al aborto se toma a veces como un insulto moral. Nunca, el cliente que va en busca de un producto de determinada marca a una tienda reacciona como si fuera agredido moralmente ante la respuesta del comerciante de que no dispone de ese producto, porque, por ejemplo, ha decidido, en respuesta a sus convicciones políticas, boicotear los productos norteamericanos mientras el Gobierno de Washington no retire a sus soldados de Irak. El cliente, más o menos contrariado, si quiere exactamente ese producto, irá a otros establecimientos: sabe que la satisfacción de su específico deseo tiene un costo. Y sabe también que, en ocasiones, tendrá que recurrir a un sucedáneo porque el producto de su preferencia no se comercializa ya, ni siquiera en Internet. Ya nadie dispone de él. Nuestro hombre lo lamentará, echará de menos los viejos buenos tiempos: ni se indigna ni clama venganza. Ni se le ocurre denunciar el caso a la Consejería de Comercio.

Conclusión 

La odec de los profesionales sanitarios seguirá siendo objeto de debate en la sociedad y en el interior de las profesiones.

Está todavía lejos de ser un logro social pacífico, un derecho individual implantado. La opinión pública está dividida en torno a la odec. Unos piensan que, una vez despenalizadas ciertas acciones, como el aborto o la esterilización, es injusto que el médico las deniegue a quien las solicita, en especial si se cuenten entre las prestaciones sanitarias ofrecidas o subvencionadas por los servicios públicos de salud. En esta opinión, el médico y la enfermera son técnicos asalariados, cuyos valores morales han de someterse al dinamismo legal. Otros sostienen que, en una sociedad avanzada constituida por hombres libres y responsables, y cuidadosa de los derechos y libertades de sus ciudadanos, nadie puede ser obligado legítimamente a ejecutar una acción que repugna seriamente a su conciencia moral, pues ello equivaldría a infligirle una tortura moral

La odec esconde muchos valores profesionales: el respeto a la vida, la ponderada libertad de prescripción, la independencia individual. Es, pues, algo más que un mecanismo de supervivencia en una sociedad éticamente fracturada. Obliga a desarrollar y a afinar nuevas actitudes críticas y a afinar los mecanismos de negociación -de aprender a ponerse de acuerdo y a vivir en el desacuerdo- entre médicos, pacientes y administradores. Descubre el riesgo específico de corrupción comercialista de la práctica privada. Propugna una legislación justa, para prevenir el riesgo de que el objetor pueda sufrir daños morales y perjuicios económicos por dar testimonio del valor de la vida humana.

Por su parte, los objetores están obligados a ofrecer una imagen social de la odec concordante con su dignidad ética. Jamás abusarán de ella o la instrumentalizarán en ventaja propia. No buscarán privilegios, pero tampoco deberán resignarse a ser víctimas.

La odec es un tesoro ético, una parte muy excelente del patrimonio moral de las personas y de la humanidad.

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