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La ética del estudiante de Medicina

Gonzalo Herranz, Departamento de Humanidades Biomédicas, Universidad de Navarra
Charla final en el III Congreso Nacional Estudiantil de Bioética
Alicante, 11 de abril de 2003

Índice

Introducción

Pero antes, algunas consideraciones necesarias

Basta ya de introducción

I. Preocupación por la ética

II. La relación de estudiantes con estudiantes: confraternidad

III. Estudiantes y Profesores

Saludos y agradecimientos.

Introducción

He de hablar de la ética del estudiante de Medicina. La verdad: esas son palabras mayores. Lo haré con mucho respeto –así hemos de hablar siempre los profesores a los estudiantes- y con la esperanza de contagiarle un poco de pasión por ella.

Y voy a hablar con mucha libertad. Esta no va a ser una conferencia estándar de Congreso. Tratará de ser una charla sencilla, pero con franqueza y exigencia. Los viejos, lo mismo que los niños, podemos tomarnos muchas libertades, porque ya nada tenemos que perder.

¿Qué se puede decir de la ética del estudiante de medicina?

Montones de cosas: una catarata nacida de la fuente que abrió Osler con su famosa conferencia “The Student Life” de 1905, y la superfamosa “A Way of Life” de 1913.

Montones de teoría, pero ya han tenido ustedes bastante estos días.

Podría traer a colación muchos datos de la investigación empírica, y presentar algo de lo mucho que se está investigando sobre el tema. Pero sé que en este congreso les han saturado de estudios, estadísticas y gráficos.

Prefiero que cambiemos de aire y nos pasemos a la narrativa.

En ética médica, se usa cada día más la narrativa: se refieren historias personales, se cuentan relatos, se debaten casos, se componen escenarios.

Las narrativas en Medicina no tienen precio para destacar un aspecto básico de la ética médica. La ética tiene mucho que ver con las relaciones del médico y del estudiante de medicina, con sus relaciones con las cosas, con los pacientes y sus familias, con los compañeros y los colegas, con los profesores, con la sociedad entera, y en particular con Dios.

Después de pasar bastante rato seleccionando las que mejor podrían servirnos, escogí tres, en particular porque están contadas por estudiantes.

Las contaré y procuraré añadirles el mínimo de comentario.

Pero antes, algunas consideraciones necesarias

La ética del estudiante de medicina es ética común, que tiene que ver con las decisiones que tomamos cada día, con las razones que aducimos, los fines que perseguimos, las intenciones que nos animan, los medios que usamos. Es cosa de reflexión.

Sobre todo, me parece, la ética del estudiante, como la de toda persona, es cosa de examen: de sentarse al final del día, para echar cuentas. Platón puso en boca de Sócrates una frase tremenda: que una vida sin examen no merece la pena vivirla.

La ética es también aprender a hacer las cosas viéndoselas hacer a quien las hace muy bien. Y después tratar nosotros de hacerlas.

La ética es también fijarse un norte, tener una referencia que nos guíe. También fue Platón quien dijo que no se va a ninguna parte si uno se guía por la proa de su propio navío. Hay que ver a otros, hay que elegir modelos

Hay que ponerse delante de Dios. Eso es lo que ha salvado a la medicina. El Juramento médico es en fin de cuentas un compromiso del médico de poner a Dios por testigo de lo que él hace a los pacientes. Es decirle: Tú ves lo que hago.

La ética es una luz que ilumina mucho, que hace andar derecho. La ética hace la vida más consciente, más deliberada, más escogida. Mucho más humana, infinitamente más humana.

Por fortuna, la Ética médica está creciendo, como disciplina y como ambiente. Afortunados ustedes de estudiar ahora. Hoy, hablar de ética no es ya, como hace unos años, extravagante o ridículo. La ética médica ha estado casi muerta durante decenios.

Falta mucho que andar. Si hay poco interés entre los estudiantes es en parte porque muchos de sus profesores no saben hablar, no estudiaron, no había ambiente, se vivía de las viejas rentas.

Además, el MIR presiona. Obliga más a memorizar que a comprender. La prueba MIR es un poderoso determinante de la personalidad: obliga más a memorizar que a comprender; presenta la ciencia de la medicina como un recetario de soluciones, no como un universo de problemas.

Los estudios empíricos han demostrado algo obvio: que parece existir una estrecha correlación entre lo que uno es éticamente como estudiante y lo que será éticamente como médico.

En ética, vale lo que se ha dicho, con humor y con verdad, que los estudiantes de Medicina son yatroblastos indiferenciados, que maduran en los años decisivos de la Facultad y de la formación especializada.

La mayoría de los psicólogos morales piensan, con Kohlberg, que la diferenciación ética, la personalidad moral, está ya casi plenamente fraguada al entrar en la Universidad. Que ya no se cambia.

Pienso que no: siempre estamos a tiempo de afinar la sensibilidad para los problemas éticos, de estudiarlos con más atención, de oponerse al cinismo, de limarle los callos a la conciencia.

Les va a tocar vivir un tiempo estupendo: el de la nueva cultura sobre el error médico. De cambiar la ocultación, la censura y el castigo por la confesión, el análisis y el remedio.

Vivir ese nuevo tiempo exige mucha robustez ética.

Basta ya de introducción

Para tratar de unos pocos puntos de la ética del estudiante, voy a usar la técnica del collage. Voy a mezclar dos ingredientes: yo pondré unas consideraciones, haré algunos comentarios.

Tres relatos de estudiantes de medicina. Ellos nos cuentan sus historietas.

Empecemos por hablar de algo vital para el estudiante de medicina: este primer relato debería dejar en cada uno una sincera

I. Preocupación por la ética

No nacemos éticamente maduros: son necesarios el estudio, el cultivo de la conciencia, la reflexión. Y, para eso, nada mejor que hacerse preguntas, meterse en harina, y aplicar la inteligencia. No basta con dejarse llevar de las intuiciones.

Fijémonos, por ejemplo, en la cuestión de la conciencia. Importante: ciencia y conciencia, ahí se resume la vida del médico.

La conciencia de algunos, pocos, médicos o estudiantes de medicina es intuitiva, emotiva. Eso no es suficiente. El médico necesita una conciencia robusta, racional, afinada. Si no la tiene, puede hacer mucho daño sin darse cuenta.

La conciencia se afina igual que los hábitos clínicos. El buen cardiólogo ya no tiene que auscultar tono por tono, analizar cada sonido y cada silencio, como hace el estudiante: escucha e interpreta la auscultación como un conjunto que responde a específicos patrones diagnósticos. Para llegar ahí, hay muchas horas de fonendoscopio.

Para tener una conciencia ética fina, sensible, se necesitan horas de reflexionar inteligentemente uno, de conversar inteligentemente con otros, sobre los asuntos morales. Hace falta hacerse preguntas, obstinadamente, y revisar las respuestas, obstinadamente también. Es como ponerla en la mesa, desmontarla, limpiarla, cambiarle un módulo, añadirle un sensor: es decir, tomar problemas, leer artículos, participar en seminarios. Afinar.

Así se consigue la capacidad de descubrir matices, de no condenar en bloque una determinada conducta. La reflexión ética no es cosa exclusiva de filósofos o de expertos: nos incumbe a todos, porque la Medicina es una empresa intrínsecamente ética. La ética es tan consustancial a la Medicina como la ciencia misma.

Este es el caso con que comencé el seminario de ética médica. Está escrito por un estudiante de medicina (JAMA 1985;254:3314). Se titula Desde el Puente, y, me parece, puede servir para aprender a hacerse preguntas. Dice así:

A última hora, casi a medianoche, un sábado de mucho trabajo, trajeron a urgencias a una chica que había intentado suicidarse cortándose la arteria radial. Le pusimos un torniquete, canulamos una vena, empezamos a darle suero y, en cuanto nos llegó el hematocrito, le transfundimos sangre. Una vez estabilizada, vino el residente de cirugía y yo tuve que ayudarle.

Me daba lástima ver el desaliento que había en la cara y en los ojos de la muchacha. De vez en cuando, sollozaba y decía que la vida era un asco. Me imaginaba que algo terrible le habría pasado, un desengaño amoroso o algo así. De pronto, el residente le dijo: “La próxima vez, ¿por que no te tiras del puente? Y para de lloriquear. No lo aguanto”. Al oír eso, me quedé sin habla, tan hundido o más que la paciente.

El residente, con gran destreza, terminó de reparar la arteria, y se marchó sin decir una palabra a nadie. Yo intenté consolar a la chica. Le dije que comprendiera, que el hombre estaba agotado, que había tenido demasiado trabajo, y que estaba así porque acababa de morírsele un paciente. Pero que, en realidad, no había querido decir lo que dijo. Ella lo comprendió.

Cuando, después, se le conté al residente, me dijo que quién era yo para corregirle a él, que quién me había creído: que sí, que lo que dijo lo había dicho a propósito, y que no se arrepentía de nada. Que por culpa de la chica no había podrido terminar un trabajo para un congreso, que no había derecho a que él tuviera que malgastar su tiempo y su talento en arreglar a gente inútil, que se daban asco a sí mismos, que se empeñaban en acabar con sus vidas, y que ni siquiera sabían suicidarse. Traté de decirle que no estaba de acuerdo con él. Pero me volvió la espalda.

Cuando, al día siguiente, hablé de esto con el jefe del servicio, no le interesó lo más mínimo. Me dijo que no estaba para historias, que tenía otras cosas de que preocuparse.

En varios días, la cosa no se me fue de la cabeza. El residente arregló la arteria, pero hizo añicos el mandato hipocrático que dice que lo primero es no dañar. Pero, ¿por qué lo hizo? ¿Se puede ser tan egocéntrico que el sufrimiento ajeno importa un bledo? ¿Estaba tan agotado, que la llantina de la mujer terminó por desquiciarle? No sé por qué lo hizo.

Pero, desde entonces, no he dejado de preguntarme si algún día podré yo ser incapaz de comprender una tragedia como la de aquella mujer y ofender adrede a mis pacientes.

Termina aquí el relato. El estudiante de nuestra historia lo cierra con una serie de preguntas. Ahí está el valor del relato. Porque para llevar una vida ética, hacerse preguntas es esencial. Ahí está el secreto del crecimiento ético.

Cada uno ha de preguntarse ¿Por qué se portó así el residente? ¿Cuáles pudieron ser sus motivos? ¿Para qué lo hizo, con qué intención, qué fin buscaba? ¿Qué tipo de persona era el residente de cirugía? ¿Un racista, un presumido poseído de sí mismo, un pequeño filosofastro del poder, que desprecia a los débiles? O simplemente, ¿un pobre hombre, muy desdichado, víctima de un complejo de inferioridad, que se recubre con una concha de arrogancia?

¿Qué es más grave? ¿Lo que hizo y dijo, o su falta de arrepentimiento? No arrepentirse quiere decir que, en una situación semejante, volverá a actuar igual. Y, ¿por qué, después de su error, no quiso reconocerlo? ¿Cuánto tarda uno en encallecer su conciencia? ¿Y cuánto en decir que es bueno lo que es malo? ¿Hasta cuándo hay posibilidad de dar marcha atrás, de rectificar, de pedir perdón? Esto es esencial: el mero hecho de no reconocer los errores predispone a seguir cometiéndolos.

Pero en la escena contada, hay otros protagonistas. Las narrativas éticas exigen meterse en ellas. No vale reducir los personajes a entes abstractos, irreales, meros conceptos. De hecho, la chica aquella era una mujer de carne y hueso, un ser humano muy real y desgraciado. Es necesario hacer un esfuerzo y dotarla de cara, darle identidad humana, convertirla en una persona real: podía ser una chica bien venida a menos, destrozada por la droga. Podía ser una enferma de SIDA, una inmigrante de la República Dominicana, o, para el caso, una estudiante de Medicina.

Hay más preguntas que hacerse sobre el Residente. Ya hemos pensado un poco en él, pero hay que continuar, porque hay que ser justos: ¿qué es para un médico joven el cansancio de una guardia de fin de semana, llena de urgencias y sobresaltos? ¿No se está exigiendo un esfuerzo sobrehumano a alguien también de carne y hueso, alguien que puede estar pasando la crisis de ver que no era tan buen médico como pensaba, que acaba de perder a un paciente, a lo mejor por una pifia técnica? ¿Qué parte de culpa habría que asignar a la mala organización del hospital, a la escasez de personal? Y, ¿qué otra corresponde al agresivo estilo de vida de los fines de semana, socialmente admitido como algo normal? ¿Por qué, esos días, cuando más falta hace, es más escasa la dotación de personal en los hospitales y en los servicios de urgencias?

Del estudio de un caso como éste, pueden deducirse muchas resoluciones éticas, algunas de ellas de momento imposibles, como reformar el sistema de atención de urgencias o el estilo de vida de extensos grupos sociales. Otras resoluciones, si no imposibles, son muy difíciles: por ejemplo, regular las horas máximas de trabajo del médico residente. Otras son casi tan urgentes como suturar la arteria seccionada, como ayudar a la mujer a superar su crisis vital y prevenir así un nuevo intento de suicidio.

El análisis ético es siempre fructífero: la clave de la vida ética del estudiante de medicina está en hacerse preguntas, en buscarle respuestas.

Pasemos ahora a tratar de otro punto

II. La relación de estudiantes con estudiantes: confraternidad

Las relaciones entre los estudiantes de Medicina son la escuela donde se aprenden a vivir las relaciones entre los médicos: son relaciones entre compañeros, entre colegas.

El Código de Deontología nos dice que la confraternidad entre los médicos es un deber primordial, sobre el que sólo pueden tomar precedencia los derechos de los enfermos.

Es curioso que se haya escogido el término de confraternidad como guía para inspirar las relaciones entre colegas. La confraternidad, el sentirse como hermanos, hunde sus raíces en la tradición hipocrática: Consideraré a los hijos de mi maestro como si fueran mis hermanos, dice el Juramento; Consideraré a mis colegas como mis hermanas y mis hermanos, proclama la Declaración de Ginebra; El médico se portará con sus colegas como quisiera que sus colegas se portaran con él, prescribe el Código Internacional de Ética Médica, que, para vacunarnos contra el corporativismo, añade que El médico debe tratar con honradez a sus colegas y se obliga a denunciar a los médicos deficientes en competencia, y a los que incurran en fraude o engaño.

Entre los médicos y entre los estudiantes de medicina deben existir unas relaciones si no fraternales, sí amistosas. Comparten unos ideales, cooperan en la empresa de servir a la humanidad en los enfermos, se han ayudar mutuamente.

Sin embargo, dejando a un lado pequeños grupos de amigos íntimos, los compañeros de curso y de facultad tienden más bien a ser simples conocidos, cuyo nombre se ignora a veces. El curso, la promoción, actúa como una mera entidad administrativa y de gestión, para programar exámenes, editar apuntes, o realizar viajes de perfil más turístico que profesional.

Empiezan a ser frecuentes hoy, importadas del extranjero y, concretamente de los Estados Unidos, las relaciones de antagonismo o de indiferencia entre estudiantes. Puede llegar a pesar la condición de futuros contendientes que compiten por buena plaza del MIR, que la cohesión amistosa de sentirse compañeros que van a convivir a lo largo de muchos años de ejercicio profesional.

A veces se dan situaciones abusivas. Presento una narrativa de gran interés profesional y humano. (La tomo, la abrevio y la adapto de Murphy RE. The first day. JAMA 1989; 261:1509). Es un relato de una médica que va al hospital su primer día, para hacer la transición de estudiante a profesional. Pero es tratada como si no hubiera dejado de ser estudiante. Además, los médicos somos estudiantes vitalicios.

Era mi primer día. Llegué al hospital con media hora de anticipación y perfectamente pertrechada. Por mis bolsillos los infalibles esquemas de ECG, las fichas de urgencias, el fonendo, la linterna, el martillo de reflejos. De pronto, una auxiliar de clínica me espetó: “Tú debes ser la nueva”. Antes de que pudiera ni siquiera asentir un gesto, continuó: “No olvides que todas las peticiones de análisis han de estar aquí antes de las nueve, firmadas por el residente, y señaladas en rojo si son urgentes. Ponlas, bien clasificaditas, en estas bandejas. Para rayos, rellenas un impreso amarillo, lo firmas y me lo das a mí, ¿está claro? Para ECG o ecos llenas los impresos verdes, los sellas y los dejas en esta otra bandeja. Si te mandan hacer una toma de sangre, no te olvides, si no quieres que te degüelle el Jefe, de llenar, aparte de los tres tubos de la bandeja grande, un tubito azul si piden el TPTP, y este de tapón morado para una investigación que están haciendo. Si se necesitan hemocultivos, hay que usar los tubos de tapón amarillo, por lo menos dos, pero es mejor que te pases: llena tres, y asegúrate de limpiar bien con betadine el tapón. ¿OK?

Desapareció de mi vista antes de que pudiera reaccionar. No pude comprobar si había anotado bien las instrucciones. Estaba repasando las notas cuando llegó el equipo médico. Las presentaciones fueron a tal velocidad que pude recordar ni nombres ni cargos. Estaba perdida. Alguien contó una anécdota macabra que, al parecer, se la dedicaba a los internos en su primer día de hospital. El residente me sopló al oído: “Prepárate. Últimamente, las cosas van a peor”.

Un residente presentó el primer caso. Hablaba a una velocidad increíble, disparaba abreviaturas y cifras como una ametralladora. Todos parecían entenderlas y digerirlas, pero que a mí me mareaban. Me había quedado en segunda fila, y trataba de imaginarme qué le pasaba al paciente, cuando me cayó encima la primera pregunta: “En resumen, este paciente tiene una pierna más caliente que la otra, la piel está edematosa y enrojecida, y el signo de Homan es positivo. ¿Qué haría usted?”

Veinte ojos se fijaron en mí. Como una idiota, musité algo acerca de una insuficiencia cardiaca congestiva y diuréticos. Todos miraron al techo como implorando la protección del cielo. Antes de que pudiera reaccionar, el Residente ya estaba hablando de los problemas de la trombosis venosa profunda. Quise interrumpirle para decir que la respuesta a ese problema me la sabía muy bien, pero era evidente: me habían eliminado.

El resto de la mañana fue una pesadilla. A medida que se iban presentando nuevos enfermos, me sentía más perdida. Cada interno y cada residente, cada enfermera y auxiliar, y hasta el camillero me llamaban aparte y me hacían recomendaciones. Tuve que aprender a manejar el ordenador del control de planta, a determinar gases arteriales, a donde ir para encontrar las radiografías, como colocar las historias clínicas en su sitio, y como archivar los ECG. No tuve tiempo de comer.

A las cuatro me encontré en mi bloc con seis páginas de jeroglíficos, de cosas que me habían ido dictando y que ahora tenía que pasar a las historias. Además, dos cosas urgentes que había apuntado con bolígrafo en la palma de la mano se habían borrado con el sudor. Estaba desesperada.

Traté de pasar las notas a las historias. Las enfermeras me interrumpían constantemente con preguntas: El paciente de la 7 tiene náuseas desde primera hora de la tarde, ¿quiere que suspendamos el tratamiento? ¿Qué quiere que hagamos con la cirrótica de la 27? ¿Y con la diarrea de la señora de la 62? Les respondía que tenía que consultarlo con el residente. A medida que se acercaba la noche, me sentía más estúpida y empecé a pensar en serio que la Medicina no era lo mío. El seminario de residentes de las 6 de la tarde fue otra sesión de tortura.

A las 8 me dijeron que fuera a sacarle sangre al paciente de la 32, para hacerle enzimas cardiacas seriadas. Yo sólo había extraído sangre a tres compañeras de clase (y en una no lo conseguí). Me decidí a hacer aquel último esfuerzo para demostrarme a mí misma si era capaz de hacerlo. Palpé una estupenda vena en el antebrazo izquierdo y estaba a punto de puncionarla cuando el paciente me dijo: “Me parece que no es bueno extraer sangre por encima de donde está conectado el gotero. Además, la sangre está pasando al tubito del gotero”. Incluso los pacientes parecían saber mucho mejor que yo lo que había que hacer. Mientras preparaba el brazo derecho y buscaba una vena, empecé a explicarle porqué teníamos que pincharle cada seis horas. Quiso saber la diferencia que hay entre una angina de pecho y un infarto, qué es lo que se ve en un ecógrafo cuando se examina el corazón, y cómo era posible saber, al leer un ECG, donde estaba localizado el infarto. Disfruté mucho explicándoselo.

Fallé. Le pedí perdón y le dije que iba a buscar al interno, que hoy no era mi día. “No, de ninguna manera”, me dijo. “Hagamos un segundo intento. Estoy seguro de que lo va a conseguir”.

Me quedé hecha polvo por su confianza. Lo intenté de nuevo y volví a fallar. “La última vez”, dijo él. “A la tercera la vencida”.

Y así fue, gracias a Dios. Me disculpé una vez más. Le deseé que pasara una buena noche, y salía ya cuando dijo: “Usted estudia para doctor, ¿verdad?” Le dije que sí, y añadí que él era mi primer paciente.

“Mire usted”, me dijo. “Nadie hasta ahora se había sentado aquí, en el borde de la cama, para decirme una palabra. Y llevo aquí dos días. Yo sé que usted va a ser una buena médica. Se lo aseguro”.

La verdad es que aquello arregló mi catastrófico primer día.

Es esta una historia de la que, a pesar de su final rosa, hay que sacar conclusiones. La historia es salvada por la inmensa humanidad del paciente de la 32. Pero eso pone más de relieve la cruel falta de fraternidad con que actúan algunos médicos.

Hay que preguntarse ¿Por qué hay colegas, compañeros, que gozan humillando? ¿Por qué proyectan sobre los novatos su pequeña superioridad, de sargento mayor? ¿Por qué ese trato humillante y vejatorio, traumatizante, que busca, bajo la capa de un humor negro o amarillo, desilusionar, hacer que la gente pueda autodespreciarse?

Eso puede quizá caber en un cuartel de instrucción de los marines USA. Pero los médicos no estamos para esos: para los sanos y fuertes. Estamos para los enfermos y decaídos.

Por vocación, lo natural para nosotros es ponernos siempre de parte de la debilidad, de lo vulnerable, del que necesita ayuda.

En especial, cuando el débil es un hermano pequeño en la profesión. Las relaciones entre colegas, un asunto crucial.

Hay toda una patología de la relación interprofesional, que, en un extremo, se manifiesta en forma de abuso, explotación o intolerancia hacia el colega. Y que, en el otro, se expresa, paradójicamente, en complicidad con la negligencia, en corporativismo del malo, en ocultación de la incompetencia.

Dejemos la cosa ahí, no sin recordar que las relaciones entre estudiantes prefiguran las relaciones entre médicos.

Pasemos al último punto. Un capítulo importante de la ética del estudiante es el de su relación con los profesores

III. Estudiantes y Profesores

La relación entre maestro y discípulo, entre profesor y estudiante, tiene una larga y gloriosa tradición deontológica. En el Juramento hipocrático se habla de la veneración y respeto al maestro. Y la Declaración de Ginebra moderniza ese mandato.

La relación estudiante/profesor es un poco paradójica: está hecha de distancia y proximidad, de mimetismos y rechazos, de admiración y crítica.

Es una pena que no dé de ordinario origen a mucho más trato personal, a conversaciones repetidas, a oportunidades de influir el carácter sobre el carácter: que no se lleve al terreno de las experiencias que se comunican, de los hábitos intelectuales que se contagian, de los consejos que libremente se dan y libremente se reciben.

Hay un aspecto de la relación profesor/estudiante que quiero comentar e ilustrar. Es el papel del estudiante ante el profesor mentor.

Hay ahí un rico filón, casi inexplorado, en la Universidad española. Profesores y estudiantes tienden a limitar su contacto al formalismo anónimo de la clase, cuando las mejores posibilidades de su influencia mutua están en la conversación personal, en la charla en pequeño grupo, en el pasillo, en la columna, en la cafetería.

Un buen argumento en favor de esta tesis, un argumento memorable, y con él terminaré mi charla, está en unos fragmentos que tomo de un artículo, publicado en el American Journal of Medicine, de Michael A. LaCombe, titulado Avances recientes (Am J Med 1990;88:407-408).

“En la cafetería de la Facultad, dos estudiantes discuten sobre cuál ha sido el descubrimiento más importante en la historia de la Medicina. Están al día, siguen las ideas de moda. Todo lo antiguo (las observaciones de Harvey, los postulados de Koch, las ideas de Cajal sobre la textura del tejido nervioso) les parece trivial. Uno de ellos, argumenta en favor de los antibióticos. “Ellos –dice– han dado a la Medicina su razón de ser: han abierto el camino para comprender la enfermedad como un proceso bioquímico. Nos han demostrado que somos un formidable reactor bioquímico. De lo que nos revelaron los antibióticos nos han venido los psicofármacos, la quimioterapia antineoplásica, los antagonistas del calcio. Y ahora, la proteómica. ¡Todo viene de ahí!

El segundo estudiante se ríe con aires de superioridad de la idea de su amigo y sostiene:

“El descubrimiento del ordenador es la piedra de Rosetta de la Medicina. Fíjate en las aplicaciones de la informática en la investigación médica. Piensa en los microchips usados en los autoanalizadores, en los aparatos de monitorización, en el tomógrafo axial, en los aparatos de radioterapia ultramodernos. Y eso pasa cuando todavía estamos empezando. Implantaremos microchips para hacer que los ciegos vean y los sordos oigan, y las prótesis de cojos y mancos serán instrumentos de precisión. Habrá riñones artificiales portátiles controlados por microordenadores, marcapasos programables. Y con el genoma secuenciado, haremos lo que queramos”.

El segundo estudiante se sentía vencedor. El otro se quedó un poco apabullado. En el extremo de la mesa estaba sentado un viejo profesor que había seguido, divertido, la discusión. El primer estudiante le preguntó: “¿Qué piensa usted, profesor? ¿Cuál ha sido para usted el mayor logro de la Medicina?”

El profesor miró a los estudiantes con mirada ausente y comenzó a hablar mientras miraba por la ventana. “Ustedes dos están en lo cierto, pero la verdad es que no han entrado en el fondo en la cuestión. Por eso, los dos están equivocados. Puede ser que la respuesta correcta a esa pregunta se encuentre en el hecho mismo de que me la hayan hecho a mí. Es decir, en que hayan sentido la necesidad de preguntarme. E incluso, y mejor quizás, en que yo me sienta impulsado a contestarla”.

“Jo. Este tipo tiene un Alzheimer”, pensó el primer estudiante.

“Está como una cabra”, sospechó con la misma rapidez el segundo.

“Pero, bien. ¿En qué quedamos?”, preguntó el primero.

“Por favor, puede hablarnos más claro”, pidió el segundo.

“El mayor avance de la Medicina es el maestro”, dijo el profesor. “La cosa debió inventarse antes de Hipócrates, estoy seguro. Pero fue Hipócrates el que se llevó el gato al agua. Allá estaba él, sentado, envuelto en su túnica, rodeado de columnatas, la barbilla apoyada en un puño. Observando enfermos y pensando con intensidad, consiguió sacar ciencia y ética de donde antes sólo había magia y capricho.

Pronto se encontró con un grupo de jóvenes sentados a su alrededor, que deseaban aprender lo que él, Hipócrates, sabía que era importante. Les enseñó todo lo que sabía, que es lo que se supone que tiene que hacer un maestro. Y los envió por el mundo. Y cada uno de ellos se convirtió, a su vez, en maestro de otros estudiantes, igual que Hipócrates lo había sido de ellos. Y a donde quiera que fueran y trataran a los enfermos y enseñaran a los estudiantes, tal como Hipócrates les había enseñado a hacerlo, allí estaba Hipócrates a su lado, cuidando de que hicieran las cosas bien, con ciencia, con estilo, con ética.

Y así fueron pasando los siglos: de Herófilo a Galeno, de Vesalio a Claude Bernard, de Pasteur a Whipple... Bien, ustedes conocen la historia de la medicina tan bien como yo”.

Por la cara que ponían, estaba claro que no la conocían, de modo que el viejo profesor continuó.

“Vean lo que pasa con esto de los maestros. Ustedes tienen profesores, cada uno con alumnos que se cuentan por miles, todos ligados unos con otros a lo largo de los siglos, formando el enramado gigantesco, dendrítico, del saber médico. Y es curioso: todos estamos orgullosos de pertenecer a él. ¿Qué les va a pasar a ustedes cuando se vayan a Dios sabe donde a ejercer la medicina? ¿Les van a abandonar los maestros? Jamás lo harán. Miren: un estudiante, un joven médico, se encuentra un enfermo con insuficiencia cardiaca congestiva, y allí está Withering a su lado diciéndole cuanta digital tiene que darle. O un médico joven se topa con un caso complejo, con un laberinto de signos y síntomas, y de pronto aparece allí Sydenham, se sienta a su lado, se asegura de que el joven colega tome bien la historia clínica, haga una buena exploración, que anote con precisión las observaciones, y, poco a poco, se va haciendo luz y orden, donde había oscuridad y caos.

Y así me ha pasado a mí toda mi vida. He llevado conmigo a mi maestro. Se me ocurre escabullir el bulto ante un caso difícil, pero me pregunto ¿qué va a pensar él de mí? Y me despabilo, me voy a la biblioteca y él me ayuda a resolverlo. Pierdo la paciencia con mis enfermos, y recuerdo la paciencia que él tenía. Me piden que enseñe, y lo hago porque eso es lo que él hacía. Cuando empiezo a dudar de mí mismo, recuerdo la confianza que él tenía en mí. Y cuando estoy a punto de abandonar, le veo delante de mí, con su bata blanca, su mirada firme, su fonendo en la mano, y continúo.

Él ha sido como un padre. Y más aún: como un compañero, que me ha ayudado a salir adelante cuando estaba solo, que me ha hecho participar de la alegría grande que da ejercer bien la medicina. Mi maestro, a través de mí y de los estudiantes que yo he enseñado, ha cuidado con dignidad, competencia y compasión de incontables pacientes”.

“Sí, el maestro es la mejor invención de la Medicina. Los médicos, cada uno de nosotros, necesita uno. Eso es todo: espero que ustedes encuentren el suyo”.

El viejo se levantó. A medida que hablaba, los estudiantes de otras mesas, se habían puesto a escuchar. Les saludó a todos con una leve reverencia, enderezó los hombros, levantó la barbilla, y, a punto de salir, y se volvió para decir:

“La observación, la razón, la comprensión humana, el coraje, la ética: es de eso de lo que está hecho el médico.”

Hay que terminar. Pero antes sacar un par de conclusiones.

La primera: que la profesión médica es una comunidad de ciencia y de ética. Un enramado dendrítico por el que corre un intenso flujo de valores, que nos vivifican, que no nos dejan adocenarnos.

La segunda: que tengan ustedes compasión de sus profesores y les obliguen a que sean ser maestros. Una Facultad de Medicina vale, no lo que valen sus profesores, sino lo que sus estudiantes. Y éstos valen en la medida en que hacen a sus profesores llevar una vida de modelos, de sinceros y verdaderos modelos. Esa es la tremenda responsabilidad de los estudiantes que aman la ética de la profesión.

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