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La ética del diagnóstico médico. Entre la pereza y el encarnizamiento

Gonzalo Herranz. Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
Conferencia en Sesión General
Instituto Gallego de Educación Médica
Santiago de Compostela, 6 de marzo de 1990

Índice

Introducción

La Deontología clásica del diagnóstico

La obligación ética de ser crítico

El riesgo de la hipocompetencia

El encarnizamiento diagnóstico

Preliminares

Palabras para la ocasión.

Agradecimiento y alegría de volver una vez más a Compostela.

Felicitaciones por crear un IGEM.

Introducción

Cuando recibí la invitación de mi colega y amigo, el Dr. Juan Antonio Braña para venir aquí hoy, le sugerí como tema para mi conferencia el que figura en el programa. La Ética del diagnóstico médico es asunto que empieza a preocupar y a interesarme. Me pareció, además, que era el más acorde que yo podía ofrecer con el tema –Semiología clínica– que es el contenido de los Cursos generales que el Instituto ofrece este año.

Lo primero que tendríamos que hacer es preguntarnos si se dan y en qué consisten los conflictos éticos cuando el médico elaborara el diagnóstico de sus pacientes, y, si los hay, en qué niveles se mueven, cuáles son sus especies.

Si, para echar a andar, partimos de una definición sencilla de conflicto ético –el que, sin tener carácter técnico, hace dudar al médico sobre lo que conviene hacer, es decir, le obligan a plantearse qué decisión, entre varias, ha de tomar para procurar el bien de su paciente– comprendemos que los conflictos éticos son de ordinaria administración en el trabajo diagnóstico del médico, son un ingrediente habitual de su tarea. Quizá no sean tan frecuentes como los problemas técnicos del diagnóstico, tales como los que plantean la interpretación de una imagen endoscópica poco característica, la de un parámetro bioquímico errático, la de un hallazgo biópsico dudoso o la de una exploración sorprendentemente negativa. Pero una cosa está clara: entre los médicos, en particular entre los más sensibles a las exigencias de calidad de los cuidados profesionales, se plantean con frecuencia problemas éticos en niveles muy diversos de su actividad diagnóstica.

Y así, el médico se puede preguntar: la obtención de un recuento y fórmula leucocitaria o la determinación de la velocidad de sedimentación de los eritrocitos, ¿forman parte de la rutina exploratoria que se debe a todos los pacientes, de modo que su exclusión equivale a casi una negligencia? La política de contención de gastos, ¿justifica que a un paciente se le prive de una exploración que, aunque costosa, puede contribuir en ocasiones a diseñar mejor el tratamiento? ¿Puede un médico aceptar de una institución de seguros un incentivo económico condicionado a la reducción de gastos por debajo del promedio establecido para el diagnóstico de cada enfermedad? ¿Es correcto éticamente –y en qué condiciones– practicar alguna prueba diagnóstica sin conocimiento –y, por tanto, sin consentimiento– del paciente? ¿Hasta qué punto tiene el médico obligación de objetivar mediante la determinación de un análisis bacteriológico el diagnóstico de una enfermedad que le parece claro, tanto por la sintomatología clínica como por la circunstancia epidemiológica? ¿Está siempre justificado el exceso de pruebas diagnósticas, algunas de ellas molestas o arriesgadas, a las que son sometidos los enfermos de un hospital docente?

No falta, como vemos, materia para la reflexión. He procurado seguir de cerca lo que se escribe sobre la Ética del diagnóstico. Me gusta, además, tener conversaciones, más o menos iluminadoras, con los colegas de mi Facultad sobre casos y problemas que ellos viven intensamente.

No intentaré hacer una clasificación y una doctrina general de los conflictos éticos del diagnóstico médico: sé todavía demasiado poco del tema. Sí, en cambio, puedo, para provocar interés e inquietudes, comentar algunos materiales que he ido reuniendo, describir algunos aspectos del problema y resaltar algunas de sus dimensiones. Para orientación, estos son los puntos que quiero tocar: Primero quiero describir la Deontología clásica del diagnóstico. Después analizaré dos manifestaciones de la pereza: la falta de crítica y la hipocompetencia. Por último, consideraré el fenómeno del encarnizamiento diagnóstico.

La Deontología clásica del diagnóstico

No tenemos en nuestro Código de Deontología ni siquiera un artículo dedicado específicamente a describir los requisitos éticos del diagnóstico médico. El Código parece dar a entender que el momento diagnóstico de la relación médico-enfermo es un elemento típico más de esa relación, que participa de los rasgos éticos comunes a la totalidad de ella. En efecto, el Artículo 22 del proyecto del nuevo Código dice en su parágrafo 1: “Todos los pacientes tienen derecho a una atención médica de calidad científica y humana. El médico tiene la responsabilidad de prestarla, cualquiera que sea la modalidad de su práctica profesional, comprometiéndose a emplear los recursos de la ciencia médica de manera adecuada a su paciente, según el arte médico del momento y las posibilidades a su alcance”.

Hay, pues, una obligación de sentar el diagnóstico sobre una base científica sólida, ya que hay un compromiso de no privar a ningún paciente de aquellos recursos de la ciencia médica que son, junto con la diligencia debida, parte esencial del arte médico del momento, de la Lex Artis ad hoc de los juristas. Hay también una obligación de humanidad, de dar a cada enfermo una atención de calidad –personal, atenta y compasiva–, adecuando los recursos a las necesidades de cada paciente.

En la tradición deontológica, y también en la legal, se exigía como obligación primordial del médico la diligencia, la suficiencia de los medios aplicados para llegar al diagnóstico; no, sin embargo, el acierto o la exactitud objetiva del juicio. Un error diagnóstico, en sí mismo, no puede constituir una falta deontológica: el hecho empírico de que se dan divergencias de opinión entre médicos competentes acerca del diagnóstico de determinados pacientes, y el carácter, tan complejo y a la vez provisional, de la misma Medicina, han creado la tradición de que no puede obligarse al médico al acierto, a la infalibilidad. La incapacidad de hacer un diagnóstico ya en el primer encuentro con el paciente, la necesidad de cambiar una primera impresión diagnóstica que resultó errónea, la duda ante un difícil diagnóstico diferencial no son moralmente reprensibles, si el examen ha sido concienzudo y diligente. Tampoco lo es la terapéutica que, en situaciones de incertidumbre diagnóstica, el médico ha de instaurar para no descuidar el caso e, incluso, como procedimiento indirecto de diagnóstico: es el clásico diagnóstico ex juvántibus. Lo que la tradición deontológica y legal impone al médico es el deber de no actuar a la ligera, de no descuidar los medios que la ciencia del momento aconseja para esclarecer el diagnóstico de su enfermo, los que un médico competente y responsable aplicaría en esas mismas circunstancias. Lo especifica con precisión el Artículo 36 del Código de Deontología de la Orden de los Médicos de Francia: “El médico está obligado a elaborar su diagnóstico con el mayor cuidado, dedicando a ello el tiempo necesario, ayudándose en la medida de lo posible de los métodos científicos más apropiados y, si fuera necesario, rodeándose de la ayuda de colegas más competentes”.

Pero, aunque no obligando al acierto, la Deontología clásica pone muy alta la medida de la diligencia exigida al médico: éste ejerce su profesión, según reza el Juramento hipocrático, como mejor puede y sabe, es decir, con competencia y buen juicio. El Código de Londres dice que el médico “debe a su paciente una total lealtad y todos los recursos de su ciencia”. Y añade que “siempre que un médico vea que alguna exploración o tratamiento sobrepasa su capacidad, deberá pedir ayuda a otro médico que tenga la habilidad necesaria”.

El médico que vive en la tradición hipocrática es diligente en la obtención atenta e intencionada de la historia clínica: escucha con tenso interés el relato del paciente, pues sabe que ciertos datos sustanciales, clarificadores, sobre la enfermedad sólo puede serle revelados por aquel. No deja que ningún prejuicio ni sentimiento que el paciente pueda inspirarle se interfiera en la calidad de los cuidados que debe administrarle: no etiqueta con sambenitos morales, políticos a caracterológicos a sus enfermos: a todos ha de tratar como a seres humanos igualmente dignos de respeto que le presentan problemas cargados de idéntico interés científico. No está éticamente autorizado a distinguir, y a tratar de modo distinto a sus pacientes: no hay para él quienes son científicamente interesantes y rutinariamente comunes, quienes son amables y quienes odiosos, quienes afines y quienes extraños. Sabe que esas interferencias dañan siempre y de modo inevitable la calidad de su atención.

Realiza la exploración física con sus cinco sentidos bien despiertos. Investiga con orden y sistema ese objeto de indagación científica que es el cuerpo de su paciente. Respeta la intimidad personal y corporal de éste. No invade innecesaria o gratuitamente los estratos de lo privado ni hiere el pudor del cuerpo desnudo. Sabe que la renuncia a la dignidad del cuerpo vestido y erecto que el paciente hace al desnudarse y echarse sobre la mesa de exploración, echa sobre sus hombros la obligación de cuidar de su pudor y de abstenerse de toda relación erótica con ocasión de la exploración física: la inspección visual no es una mirada con segundas intenciones, ni la palpación una caricia. Abusar de esa situación no sería solo una indecencia frívola. Es sobre todo una injusticia y una agresión. La Deontología clásica exige, con una experiencia sapiente, que en el acto exploratorio esté siempre presente una enfermera. La Asociación Americana de Psiquiatría lo acaba de imponer a sus miembros.

A donde no alcanzan sus sentidos, el médico llega con sus instrumentos de exploración, con sus métodos de laboratorio. No he entendido nunca porqué algunos piensan que la introducción de la tecnología diagnóstica tiene que ir necesariamente ligada a una pérdida de humanidad. La instrumentación tecnológica tiene, en Medicina, un sentido profundamente humano, delicado, que no sólo da datos de extraordinaria precisión y significado diagnóstico, sino que ahorra tiempo, dolor e incertidumbre.

Una vez recogidos los datos, el médico ha de ordenarlos, refinarlos, integrarlos, de modo que sobre ellos pueda trazar una hipótesis diagnóstica plausible. Hay muchos modos de elaborar esta fase intelectual del diagnóstico, muchos estilos diferentes de hacerlo. Yo llegué a contemplar como trabajaban algunos maestros de la clínica y de la anatomía patológica clásicas (Eduardo Ortiz de Landázuri, Agustín Pedro Pons, Adolfo Ley, Erich Letterer). Lo más característico de ellos era su actuación en dos fases: reflexivamente primero y confiadamente después. Sabían que su cerebro era su instrumento diagnóstico más poderoso. Estaban persuadidos de que era necesaria una equilibrada mezcla de prudencia y audacia intelectual para llegar al diagnóstico. Sentían que la operación diagnóstica era, en su conjunto, algo lleno de alicientes y riesgos, una apuesta en favor de la inteligencia, de la aventura de arriesgar y una ocasión de practicar, cuando fuera preciso, la humilde e inevitable función de rectificar.

La obligación moral de consultar a los colegas más competentes es también, ya lo hemos visto, herencia de la tradición deontológica, en la que seguimos viviendo, olvidado ya el elaborado ceremonial de la consulta clásica. La Deontología de entonces sabía bien que esa cooperación necesaria era susceptible de degenerar en pícaros negocios de compadres, en consultas innecesarias al especialista, en peticiones superfluas al laboratorio o al gabinete radiológico, de partición clandestina de honorarios, de convenios de dicotomía. Los médicos dignos han sabido ver en esta degeneración de la interconsulta que lo dañino no está en la injusticia económica que le es inherente: lo verdaderamente antideontológico está en elegir al colaborador en el diagnóstico no por su competencia, sino por su venalidad.

Una faceta importante de la Deontología clásica del diagnóstico se refiere al modo como éste ha de ser comunicado al paciente y a sus allegados. Como es lógico. la comunicación de la inmensa mayoría de los diagnósticos no plantea problemas especiales ni al médico ni a su enfermo: es una noticia que viene a aliviar la angustia o el miedo difuso que crea toda enfermedad en quien la padece, presa a veces de presentimientos muy pesimistas. Pero en otras ocasiones, el diagnóstico es una noticia que rompe proyectos largamente acariciados, que significa mucho sufrimiento y limitación, o que enfrenta a veces a un pronóstico infausto y a corto plazo.

El Artículo 12, 4 del proyecto del nuevo Código de Deontología médica dice así: “En principio, el médico comunicará al paciente el diagnóstico de su enfermedad y le informará con delicadeza, circunspección y sentido de la responsabilidad del pronóstico más probable. Lo hará también al familiar o allegado más íntimo o a otra persona que el paciente haya designado”. El médico actuará entonces con prudencia. Guardará la natural discreción y no divulgará una noticia que puede ser codiciada por algunos, pero que pertenece en exclusiva a su paciente y a aquellas personas que él designe. A ellos, el médico irá diciendo la verdad, al compás de su capacidad de asumirla, dosificándola con sabiduría, sin exagerarla y sin convertirla en un agente traumatizante. Sabrá decirla con un acento tal que logre movilizar en el enfermo su responsabilidad y la aceptación de su destino. No aplastará su esperanza ni la abrirá a expectativas ilusorias, pero deberá dejarles claro que nunca les faltará ni la ayuda ni la compañía de su médico.

Estos y muchos otros aspectos éticos tiene la doctrina deontológica clásica. Su riqueza la hará tener validez permanente. Y, con todo, tenemos la impresión de que, en Medicina, las cosas han cambiado tanto que ya no le son aplicables hoy muchas normas y costumbres del pasado. Han cambiado el lugar y el ambiente de la consulta diagnóstica, el ritmo de trabajo, la colaboración interprofesional, la taxonomía de las enfermedades, las aspiraciones de los enfermos. Sobre todo, ha cambiado el modo de pensar y de elaborar el diagnóstico de los médicos. Todo parece indicar que la deontología clásica le viene demasiado estrecha a la actividad diagnóstica de hoy y que es insuficiente para abrazar sus complejidades. Muchas de éstas, aún siendo éticas en su esencia, se manifiestan muy frecuentemente bajo la apariencia de problemas económicos, tecnológicos, organizativos y, como siempre pasa en Medicina, profundamente humanos.

Yo pienso, sin embargo, que en la Deontología clásica tenemos los principios éticos necesarios para afrontar con optimismo los problemas presentes y futuros del diagnóstico médico, con tal de que el médico sepa vencer la pereza.

La obligación ética de ser crítico

En trabajo diagnóstico de hoy exige del médico que ponga en él toda su inteligencia. Esto significa que no practicaría éticamente el diagnóstico el médico que no fuera capaz de ofrecer una explicación sincera y convincente, serenamente crítica, de por qué ha elegido determinados recursos para llegar al diagnóstico. El médico está obligado a obtener análisis y pruebas de laboratorio, radiografías, trazados clínico-fisiológicos en la medida en que son relevantes, esto es, en cuanto contribuyen a establecer y a afirmar el diagnóstico. Por ello, el médico debería ser siempre capaz de responder satisfactoriamente a preguntas tales como: por qué hace u omite ciertas exploraciones, por qué considera que algunas de ellas son superiores a otras en su eficacia diagnóstica, cómo decide ante cada uno de sus pacientes cuáles son las pruebas mínimas necesarias para establecer el diagnóstico.

La mayoría de los médicos siguen siendo reacios a revelar cómo es el proceso mental que siguen para llegar al diagnóstico. Piensan que es una habilidad muy difícil de describir, pues es en parte intuitiva y artística, en parte más racional y explicable. Pero resulta que, en los últimos años, la estructura mental del proceso diagnóstico ha sido objeto de un vigoroso análisis por parte de algunos clínicos expertos en el lenguaje de la lógica y de la estadística, que, junto con informáticos, psicólogos, lógicos e ingenieros, han empezado a desmontar y a clasificar sus distintas piezas y mecanismos. Lo que ocurre en la mente de los médicos cuando diagnostican se mueve en un campo de tensiones, con un polo científico-estadístico y otro artístico-intuicionista. Lo que ahora se está analizando es en qué medida el elemento conjetural es, en el fondo, algo que puede explicarse por ciencias tan respetables como la lógica probabilista o la teoría de decisiones. Y se trata de comprender también que no todo lo que forma parte del raciocinio clínico se puede reducir a algoritmos o asociaciones que respondan a modelos matemáticos. A medida que se vayan desarrollando sistemas expertos para ayuda del diagnóstico clínico o para la interpretación de los hallazgos de los exámenes complementarios o para la deducción del diagnóstico más probable, iremos entendiendo más a fondo los mecanismos mentales del médico que los sistemas expertos de inteligencia artificial tratan de imitar.

Pero no nos interesan aquí los aspectos intelectuales, sino los éticos, del diagnóstico de hoy. Hay quien sostiene que el ritmo trepidante, desasosegado, que se impone hoy al trabajo del médico en los ambulatorios o en los hospitales es un obstáculo muy serio para que el médico pueda aplicar toda su inteligencia y su conciencia al trabajo diagnóstico. Muchas veces, el médico se ve obligado a despachar de cualquier modo su desproporcionada carga laboral. Y corre entonces el riesgo de exhibir una conducta paradójica: en vez de ofrecer a sus pacientes un diagnóstico sólidamente sustanciado, les administra, como placebo para aliviar su ansiedad o como entretenimiento para distraer su arrogante exigencia de atención, una lista de exploraciones complementarias y de pruebas de laboratorio.

Ya no se plantea con la frecuencia de antes la excitante tarea de completar y sopesar los datos del problema y elaborar un diagnóstico diferencial, la actividad intelectual más elevada de la práctica médica. Se ha producido, en la tarea diaria de muchos médicos de hoy, una dilución de la inteligencia, que se trata de compensar mediante un abuso de tecnología.

Tomemos un ejemplo para ilustrar lo que estoy diciendo y que describe, a su modo, un fenómeno común: como la dependencia excesiva de la tecnología provoca una retracción de la inteligencia. En un artículo reciente de Chest, se habla de cuánto se abusa de la broncoscopia con óptica de fibra de vidrio. “Para establecer la necesidad de la broncoscopia, es esencial tener en cuenta la circunstancia epidemiológica, la historia y la exploración física. Donde el recurso abusivo a la TAC o a la resonancia magnética está causando una atrofia de la habilidad diagnóstica basada en la historia y la exploración física, es donde justamente aumenta el número de las broncoscopias mal indicadas. Muchos enfermos cuya neumonía tarda mucho en resolverse o que tienen un absceso de pulmón son sometidos a una broncoscopia porque sus médicos no se quedan tranquilos hasta que no se excluye la posibilidad de un cáncer bronquial obstructivo. Esto pasa porque los médicos han perdido la confianza en la historia y en la exploración física. Esa misma pérdida de confianza contribuye a la ambigüedad de los informes radiológicos. El médico da al radiólogo poca información clínica. El radiólogo no puede entonces ser específico y, para cubrirse las espaldas, incluye en su abanico de sospechas la neumonía obstructiva o el cáncer cavitado. Este informe del radiólogo termina de abrir el camino para una broncoscopia innecesaria. En este momento, nadie quiere que se retrase ningún procedimiento diagnóstico duro que pueda descubrir un cáncer, por baja que sea la posibilidad de demostrarlo: se termina por hacer una broncoscopia y un TAC. Pero ninguna de esas técnicas está justificada... Hoy, cuando un diagnóstico presenta algunas dudas, los médicos se sienten más inclinados a emplear costosas y molestas técnicas endoscópicas o de diagnóstico por imagen, en vez de volver a la cabecera del enfermo y escuchar de labios de éste algo más acerca del comienzo y de la evolución de la enfermedad”.

Es una descripción bastante realista de lo que está pasando. Parece que muchos médicos se han vuelto agnósticos acerca del valor de la anamnesis y dudan de que la exploración física sirva para mucho. El abandono de esa antigua convicción está haciendo la Medicina más cara y está sustituyendo el uso de la inteligencia por el ritual de rellenar impresos de petición de pruebas de laboratorio y de exploraciones de vanguardia. Es necesario recuperar de lo clásico el uso frugal e inteligente de los recursos diagnósticos, que es conducta a la vez más divertida y compatible con una alta calidad de cuidados. Además, el abandono de la inteligencia no sólo causa una pérdida notable de recursos económicos: hace también perder diagnósticos, atrofia la competencia profesional, es de calidad ética inferior.

El riesgo de la hipocompetencia

Cuando se pide a los médicos que den una explicación del exceso de análisis y pruebas complementarias que solicitan, responden que tal conducta está motivada por varios factores: uno es el deseo de no omitir la obtención de cualquier dato potencialmente significativo y mostrar que nada ha escapado a las sospechas de su mente despierta; otro, el de prevenir el riesgo de que, por carecer de algún dato, se retrase el diagnóstico del enfermo y se alargue la estancia de éste en el hospital; un tercero el de no incurrir en el disgusto del jefe por no haber previsto que tal o cual prueba iba a ser necesaria.

Esas circunstancias tienden a crear una mentalidad ofuscada. Se termina por pensar que, si es bueno que el diagnóstico se base y se consolide sobre los datos de laboratorio o de exámenes complementarios, cuantos más datos se obtengan, tanto mejor será el diagnóstico. Es esa una mentalidad ciega a una parte importante de la realidad: el elevado costo de esos exámenes y su escaso rendimiento.

En la bibliografía hay muchos trabajos dedicados a mostrar cuán extensa e intensa es la ignorancia de los médicos acerca del costo de las pruebas diagnósticas. Pero lo grave del asunto es que la conducta de muchos médicos no se modifica, o lo hace sólo de modo transitorio, cuando se les informa de esos costos y de que la idea de que costo elevado y calidad son inseparables es una falacia. Sólo muy lentamente va entrando en la conciencia de los médicos lo que Donabedian ha designado como el “principio de parsimonia”, es decir, que el exceso de prescripción diagnóstica, aun cuando fuera inocuo, es una manifestación de descuido, de falta de juicio o ignorancia, que dilapida recursos disponibles, siempre insuficientes. Además, los análisis y exámenes superfluos no son siempre inocuos, pues comportan a veces riesgos innecesarios, causan efectos colaterales de importancia y reducen la calidad general de los cuidados médicos.

Pellegrino incluye, en un artículo fundamental sobre La Anatomía de los juicios clínicos, unas reglas para alcanzar la prudencia clínica. Las traduzco a continuación, poniendo el acento sobre sus implicaciones éticas. Dicen así:

  1. Actúa de modo que, en la medida de lo posible, aumentes los beneficios y disminuyas los riesgos.

  2. Procura no pasar por alto nunca lo que es serio y tratable; puedes, en cambio, ignorar lo que no es serio y aquello para lo que no hay tratamiento.

  3. Aplica a lo clínico la regla de Ockam: No has de multiplicar sin necesidad justificable los exámenes complementarios, los análisis ni los diagnósticos.

  4. No eleves con facilidad a definitivo ningún diagnóstico.

  5. El escepticismo clínico es la única salvaguardia contra la tiranía de un diagnóstico “consolidado”, de los datos auxiliares o de las opiniones de los colegas.

  6. Sospecha muchas veces que las enfermedades comunes pueden tener manifestaciones poco comunes.

  7. “Huellas de pezuñas no quieren decir cebras”, a no ser que haya cebras en la vecindad.

  8. Cuando los datos van encajando, la única seguridad frente al error es mantenerse inconforme.

  9. Conócete a ti mismo: tu estilo clínico, tus prejuicios, tus convicciones acerca de lo que crees bueno para los pacientes.

  10. No te fíes de tus corazonadas, de tus intuiciones. Puedes arriesgar en una apuesta tu propio prestigio, pero no el destino de tu enfermo.

El comentario de estas reglas nos llevaría demasiado lejos. Pero merece la pena, mientras las tenemos todavía en la memoria, que consideremos la necesidad de mantener al día en nuestra memoria un juicio sobre el valor diagnóstico de cada prueba y cada exploración. Y que consideremos también la necesidad de olvidar, que desarrollemos nuestra capacidad de olvido. (El factor que más fuertemente se opone al progreso científico es la viscosidad de las ideas, la tenacidad con que se adhieren a nuestra memoria y lo difícil que es practicar el arte de olvidar). Necesitamos evaluar para evolucionar, vencer la pereza mental de una memoria que no cambia sus contenidos.

Las pruebas diagnósticas deben ser sometidas, al igual que los remedios farmacológicos, a un ensayo clínico para cuantificar su eficacia y sus riesgos, su fiabilidad y sus limitaciones. La bibliografía necesita estar mucho más poblada por conclusiones que digan: “La edad materna de 36 o más años es otro factor de riesgo a la continuidad de la gestación normal tras la biopsia de vellosidades coriales, pues causa un aumento significativo de la tasa de abortos, especialmente cuando ha sido necesario introducir el catéter más de una vez”.

En los últimos diez años, ha ido implantándose la evaluación de las tecnologías diagnósticas, la precisa cuantificación de sus beneficios, pero también la de sus riesgos y costos. Curiosamente, los trabajos publicados (entre ellos, la serie patrocinada por el JAMA) parecen haber tenido muy poca influencia en la conducta de los médicos. No son pocos los factores que conducen a esa actitud: que los médicos hacen más caso de los estudios que favorecen el consumo de tecnología –promovidos por los fabricantes o por médicos optimistas que no son ajenos a conflictos de intereses económicos– que a los realizados por agencias que pagan cuidados médicos –interesadas lógicamente en reducir aquel consumo–; que la rapidez con que evolucionan las tecnologías tiende a hacer anticuada cualquier evaluación incluso reciente; que es muy difícil obtener una objetivación no viciada de la eficacia clínica, etc. Pero, no cabe duda, la evaluación de las tecnologías está llamada a ser un ingrediente básico de la elaboración ética del diagnóstico médico: puede dar una descripción del nivel de calidad y de las aplicaciones de cada técnica; puede ayudar a distinguir entre posibilidades diagnósticas no confirmadas y los datos sustantivos que apoyan una aplicación específica; sobre todo, puede ayudar, si se realiza tal evaluación en la fase inicial de aplicación de la nueva tecnología, a diseñar estudios prospectivos para determinar sus usos selectivos, sus limitaciones y sus riesgos.

Las cosas, sin embargo, no se mueven sólo al nivel de la alta tecnología. El médico ha de aplicar la evaluación de los datos analíticos a su práctica más ordinaria. Son millones las pruebas de laboratorio solicitadas cada día, muchas de ellas superfluas: o porque ni siquiera llegan a conocimiento del médico que las ha solicitado, o porque éste las deja de lado porque, cuando recibe sus resultados, ya no son relevantes. Sería un ejercicio interesante preguntar a los médicos si saben cuál es la imprecisión analítica del laboratorio al que acuden para cada uno de las determinaciones que solicitan; si conocen a cuánto puede ascender la variación intra-individual para los parámetros bioquímicos y hematológicos; si tienen en cuenta las fuentes preanalíticas de variabilidad; si tienen tablas de los diferencias críticas entre resultados necesarias para diagnosticar que se ha producido una mejoría o un empeoramiento significativos en la evolución de tal dato. ¿Se sabe por el médico común que para considerar significativa una diferencia en la concentración sérica del colesterol se requiere una variación del 19%? ¿Que los leucocitos han de diferir en un 32 %, las plaquetas en un 25% o la hemoglobina en un 8%, para que se conceda significación a cualquier ascenso o descenso observado? Si después de tres meses de tratamiento dietético, se observa que la concentración de colesterol ha bajado de 7,62 mmol/l a 6,49 mmol/l, ¿significa eso que la dieta ha sido eficaz? o ¿se trata simplemente de un cambio que puede deberse a la variación biológica intraindividual o analítica?

A preguntas de ese tipo hay que saber responder. El médico tiene que conocer cuáles son las variaciones de los parámetros analíticos que son significativas y que justifican una decisión clínica. Eso implica que han de procurar distinguir la paja de los cambios debidos a la variabilidad analítica o individual, del trigo de las diferencias verdaderamente críticas.

Al hablar de este tema con unos médicos residentes, me decía uno de ellos que poner las cosas así era congelar la Medicina, ponerla a nivel de algo fríamente matemático. Le recordé que en absoluto se trataba de tal cosa. La preocupación del médico por lo humano comienza siempre con la corrección científica de sus decisiones y acciones: ese es el primer deber de humanidad. Y le animé a que, en su trabajo, no olvidara que la Medicina nunca podrá ser demasiado científica ni demasiado humana. Para ser una de ambas cosas necesita ser la otra en el máximo grado. La amenaza viene siempre de esa forma de la pereza que es la hipocompetencia, de no esforzarse por estar a la altura en lo humano y en lo científico de la Medicina.

El encarnizamiento diagnóstico

Se han hecho recientemente algunos estudios de correlación entre tipología psicológica del médico y su conducta diagnóstica. Abunda el médico que piensa que pasarse es mejor que quedarse corto, porque se supone que el médico está obligado siempre a hacer un diagnóstico, tiene que hacerlo necesariamente. Piensan esos médicos que es mucho peor decir a un enfermo que está sano, que decir a un sano que está enfermo. Y, curiosamente, parece que los jueces que entienden en causas de mala práctica están de acuerdo con ellos. Esa estrategia del “mejor pasarse que quedarse corto”, del “mejor pasarse por el lado de lo seguro que lamentarlo después”, conduce a dos destinos: a diagnosticar en exceso (con el posible valor añadido de apuntarse un triunfo espectacular: curar un cáncer que nunca existió, salir con una pérdida modesta (un estómago, una mama) cuando parecía que se iba a perderlo todo –y eso gracias a la pericia del médico– o sospechar por el lado peor y hacer pruebas diagnósticas, agresivas y caras, en busca de un diagnóstico que, aunque más improbable, es más grave y espectacular.

Esas dos formas de exagerar en diagnóstico parecen formas toleradas de la variación interindividual de los médicos, dos estilos diferentes de actuación, pero deben ser censuradas desde el punto de vista ético. El hecho de disponer de una tecnología nueva no autoriza a abusar de ella. Parece a veces que nadie quiere renunciar al prestigio de “estar al día, de estar a la última”. Y, menos que nadie, el paciente que quiere ser investigado con lo que es la última novedad, la última moda, de la tecnología diagnóstica, de la que ayer habló el telediario.

De todo procedimiento recientemente ofrecido por la tecnología médica es lo común carecer de pruebas convincentes y contrastadas de que su aplicación tenga un efecto positivo sobre el destino del paciente; de que se haya evaluado, y se haya encontrado que su sensibilidad, su especificidad y su eficiencia diagnóstica sean satisfactorias y superiores a otros procedimientos ya aceptados y de los que se usa abundantemente; o de que su aplicación en masa es ventajosa económicamente. Incluso, en el caso de los procedimientos invasivos se carece de pruebas convincentes de que los riesgos físicos de la prueba están suficientemente justificados por unos beneficios netos medidos en mejor atención del paciente.

Alguien ha sugerido, como es tan frecuente en la Bioética de hoy, una imagen de la vieja mitología para describir esta pulsión poco controlada a usar todo lo nuevo y usarlo abundantemente: es la imagen de la hidra, el monstruo de muchas cabezas que fue objeto de uno de los trabajos de Hércules: cuando éste cortaba una de sus cabezas, en su lugar crecían rápidamente dos. Hércules multiplicaba el trabajo que le quedaba por delante a medida que iba siendo más eficiente en realizarlo.

Hay hospitales y departamentos donde se abusa de determinada tecnología, sin que ello se manifieste en una mejora objetiva de la calidad de cuidados. Robin, el autor de la parábola de la hidra, ha creado también el síndrome de los Lemmings, los monos que caminan en fila india, siguiendo al líder, para señalar como los médicos tienden a seguir la práctica que les ha sido dictada por lo que aprendieron durante su formación, inicial o continuada.

Estas costumbres, junto con los incentivos económicos ligados a la oferta de extensos menús tecnológicos que atraen a los clientes, son la causa de que diariamente se hagan, en los Estados Unidos, más de 4,5 millones de pruebas superfluas, que se considere que entre el 18 y el 25 % de los 400 mil millones de dólares de los costos de atención médica, según cálculos de 1987, fuera gastado el balde.

En la ola del entusiasmo creado por una nueva prueba de laboratorio, el médico puede hacer más daño que beneficio. Es el caso de la detección de los sujetos que responden a la prueba de detección de anticuerpos contra el virus de la hepatitis C. Se sabe que una buena proporción de individuos anti-HCV positivos sufrirán una enfermedad hepática crónica y potencialmente fatal. Pero muchos otros no. Muchos podrán infectar, otros muchos, no. Pero no sabemos distinguir entre unos y otros. ¿Hay que decir a todos que su destino es homogéneamente bueno o malo, que tomen precauciones para no contagiar a otras personas con las que conviven o que se olviden de ellas? ¿Qué influencia ha de tener el resultado en las posibilidades de empleo, de convivencia social, de obtener un seguro de vida? ¿Se les (mal)tratará igual que a los portadores del HBV? Desde luego, la prueba debe usarse en los sujetos de grupos de riesgo. Pero, ¿es ético emplearlas, sólo por afán de saber, en poblaciones normales o de bajo riesgo? Una tesis doctoral no vale la felicidad de algunas personas. “Jamás los intereses de la ciencia o de la sociedad pueden prevalecer sobre los de los individuos”, dice por dos veces la declaración de Helsinki.

Además de ese encarnizamiento diagnóstico movido por el afán de saber, de aplicar, sin discreción y sin prudencia, se da otro, más paralelo al encarnizamiento terapéutico: el que lleva a no dejar morir a nadie sin unos cuidados intensivos diagnósticos.

La Medicina defensiva ha creado una sobredosificación de pruebas diagnósticas.

Muchas gracias.

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