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La ética de los cuidados paliativos

Gonzalo Herranz, Departamento de Bioética, Universidad de Navarra.
Sesión en el Máster de Bioética, dentro del Módulo “El respeto a la vida terminal”.
Universidad de La Sabana, julio de 1997.

Índice

Introducción

1. ¿Qué es la atención paliativa?

2. Los textos deontológicos relativos a la Atención paliativa

3. Los fundamentos éticos de la Atención paliativa

a. El respeto y protección de la debilidad

b. El carácter finito de las intervenciones agresivas

4. La Atención paliativa, vacuna contra la eutanasia

Introducción 

La significación bioética fundamental de los cuidados paliativos es su decisivo papel en la solución racional de la eutanasia y de la ayuda médica al suicidio. Una recta comprensión del papel que la Medicina paliativa juega dentro del conjunto de la Medicina es esencial para dos cosas. Una práctica: para refutar el peligroso prejuicio de que las intervenciones médicas que ponen fin a la vida son genuinamente profesionales y compasivas. La otra teórica: que, en comparación con la mentalidad eutanática, el tradicional respeto médico por la vida humana se basa un fundamento más real y más humano, esto es, más inteligente del hombre y su naturaleza.

El tema debe ser estudiado, serenamente debatido por todos. Por los que trabajamos en la atención de salud, por los legisladores, por la gente de la calle, en especial por los pacientes y sus familiares. En la situación actual de Colombia es necesario reflexionar a fondo, hablar mucho, no sólo de la enfermedad terminal como una dolorosa tragedia, sino de los cuidados paliativos, que son hoy una magnífica realidad y, sobre todo, una segura esperanza.

Es justamente en el campo de la técnica y de la ética de los cuidados paliativos donde se librará la batalla más decisiva para el futuro de las profesiones de salud, una batalla que determinará si la Medicina y la Enfermería han de seguir siendo un servicio a todos los hombres, incluidos los incurables y moribundos; o si han de convertirse en un instrumento de ingeniería socioeconómica o de ideología libertaria.

La coyuntura actual es enormemente excitante. Nos ha tocado vivir uno de esos momentos históricos en que cosas muy importantes del futuro de la humanidad se deciden en unos pocos años. Como veremos, la eutanasia, para un sector cada vez más amplio de la sociedad, está dejando de ser un problema, porque se está convirtiendo en una ventajosísima solución. Las encuestas de opinión constatan un crecimiento continuado, persistente, del número de los que creen que el homicidio compasivo o la ayuda médica al suicidio son la solución más humana y digna que se puede ofrecer a muchos pacientes terminales, especialmente cuando piden la ayuda del médico para poner fin a sus vidas.

Justificar que la atención paliativa es la respuesta ética válida al desafío de la eutanasia, es la razón de que nuestro tema de esta mañana sea urgente y apasionante.

Para poner un poco de orden en esta introducción a nuestro Taller voy a tratar sucesivamente de cuestiones: mostraré primero, brevemente, qué es la medicina paliativa. Me referiré a continuación a como las organizaciones médicas han caracterizado la deontología de los cuidados paliativos. Procuraré, a continuación, esbozar cual es, a mi parecer, el fundamento ético de la medicina paliativa, para concluir con una consideración acerca de la capacidad que esta medicina tiene de contrarrestar el empuje de los movimientos pro-eutanasia.

1. ¿Qué es la atención paliativa? 

En el influyente Informe de un Comité de Expertos de la Organización Mundial de la Salud, sobre Alivio del dolor del cáncer y cuidados paliativos, publicado en 1990, la atención paliativa es descrita como “una atención total y activa de los pacientes cuya enfermedad no responde ya a los tratamientos curativos”. En ella, es de la máxima importancia el alivio del dolor y otros síntomas, y el cuidado de los problemas psicológicos, sociales y espirituales. El propósito de la atención paliativa es alcanzar la calidad de vida mejor posible para los pacientes y sus familias. Muchos de los aspectos de la atención paliativa se pueden aplicar en fases anteriores de la enfermedad, junto con el tratamiento contra el cáncer [o de otra enfermedad de pronóstico infausto]. La atención paliativa:

  • Afirma la vida y considera al morir como un proceso ordinario;

  • No acelera ni pospone la muerte;

  • Proporciona alivio del dolor y de otros síntomas perturbadores;

  • Integra los aspectos psicológicos y espirituales del cuidado de los pacientes;

  • Ofrece un sistema de apoyo para ayudar a los pacientes a vivir lo más activamente posible hasta el momento de la muerte;

  • Ofrece un sistema de apoyo para ayudar a la familia a hacer frente a la enfermedad del paciente y al duelo que sigue a su muerte.

2. Los textos deontológicos relativos a la Atención paliativa 

La atención paliativa es, en cierto modo, un fenómeno de hoy. En la medicina greco-romana, el paciente terminal era abandonado, pero con el cristianismo la atención del moribundo, sobre todo la espiritual que se concreta progresivamente en el ars moriendi, cobra una importancia peculiar. Siempre ha habido atención terminal: de alivio y consuelo. Pero extremadamente limitada por la escasez de remedios terapéuticos o por la ignorancia de su uso racional. Hasta hace treinta años, el médico se servía de analgésicos y anodinos, de palabras de aliento y de esperanza, para calmar la ansiedad y el dolor, y de la firme convicción de que la eutanasia no tenía ningún papel que jugar en la práctica médica. Estaban proclamadas desde el Juramento hipocrático la prohibición de la eutanasia (a ningún paciente daré, aunque me lo pida, un veneno mortal, ni le haré sugerencia alguna sobre su uso) y la abstención de lo que no fuera beneficioso para el paciente.

Pero la terapéutica estaba entonces dominada por la falta de recursos eficaces o por la falta de inteligencia sobre su uso racional. Hubo que llegar al movimiento de los Hospices. Con ellos, nació la atención paliativa, que lógicamente se incorpora como una actividad de pleno derecho a la práctica médica, y que lógicamente participa de la ética y la deontología general de la Medicina.

Cabe, sin embargo, preguntarse: ¿hay una ética especial de la Medicina paliativa? En realidad, no debiera existir una Deontología específica del paciente terminal. Este es un enfermo más, que no queda excluido de las obligaciones generales de los profesionales de la salud de prestar asistencia a los enfermos y del derecho humano de no ser discriminado con respecto a los otros hombres.

Baste con citar, dado el carácter internacional de este Congreso, una Declaración específica de la Asociación Médica Mundial: La Declaración de Venecia sobre la enfermedad terminal, de 1983, dice que es deber del médico curar y aliviar en la medida de lo posible el sufrimiento, teniendo siempre a la vista los intereses de sus pacientes; que no admitirá ninguna excepción a este principio, ni siquiera en caso de enfermedad incurable o de malformación; que este principio no impide que se apliquen las reglas siguientes: 3.1. El médico puede aliviar al paciente los sufrimientos de la enfermedad terminal si, con el consentimiento del paciente o, en el caso de no poder expresar su propia voluntad, con el de su familia, suspende el tratamiento curativo, pero tal suspensión del tratamiento no libera al médico de su deber de asistir al moribundo y de darle los medicamentos necesarios para mitigar la fase terminal de su enfermedad.

Los códigos de ética y deontología de los profesionales de la salud promulgados en el último decenio, establecen, con mayor o menor énfasis, la dignidad profesional de la atención paliativa. Las Normas sobre Ética Médica de la Federación Médica Colombiana, de 1981, pasa de puntillas sobre la medicina paliativa. Dicen en su artículo 13: El médico usará los métodos y medicamentos a su disposición o alcance, mientras subsista la esperanza de aliviar o curar la enfermedad. Eso contrasta con lo que señalan las Reglas de Ética Médica de Israel, de 1995, que, En caso de enfermedad terminal, ha de respetarse la independencia y la voluntad del paciente. El médico ha de aliviar sus sufrimientos físicos y mentales, ha de asegurar la calidad de una vida que se acerca a su término, y ha de constituirse en guardián de la dignidad del moribundo. Hay entre una y otra formulación de la conducta una gran distancia de intensidad y de actitud ante la medicina del final de la vida.

Aunque hay que reconocerlo: la atención terminal, quizá en virtud de su naturaleza, más cuidadora que curadora, ha recibido más atención en los códigos de la profesión de enfermería que en los de la profesión médica. El Código Deontológico de la Enfermería Española recogen con palabras muy exactas y hermosas la deontología de los cuidados terminales. Dice así su artículo 18: Ante un enfermo terminal, la Enfermera, consciente de la alta calidad profesional de los cuidados paliativos, se esforzará por prestarle hasta el final de su vida, con competencia y compasión, los cuidados necesarios para aliviar sus sufrimientos. También proporcionará a la familia la ayuda necesaria para que puedan afrontar la muerte, cuando ésta ya no pueda evitarse.

Así pues, y en resumen, la conducta que prescriben los códigos de los profesionales de la salud ante el enfermo terminal viene definida por los deberes de no discriminarle y de atenderle con solicitud. No podrán provocarle la muerte, pero deberán abstenerse de tratarle agresivamente con terapias inútiles. Nunca menospreciarán la vida de sus enfermos, sino que la respetarán, aceptando la inevitabilidad de la muerte.

Hay, por tanto, deberes profesionales positivos: aliviar el sufrimiento físico y moral, mantener en lo posible la calidad de la vida que declina, ser guardianes de la dignidad de todo ser humano y del respeto que se le debe, procurar que la atención paliativa no quede marginada de los avances científicos que provienen de la experimentación biomédica.

Y hay también deberes profesionales negativos: quedan taxativamente prohibidas la eutanasia y los gestos terapéuticos carentes de razonabilidad y buen juicio, que buscan una curación ya imposible y que pueden instaurarse por ignorancia, por interés comercialista, o por razones políticas. Estos son los textos básicos de la deontología paliativa, sobre los que médicos y enfermeras deberíamos reflexionar con frecuencia.

De esa reflexión podemos extraer algunos puntos de examen.

- Uno es el modo de mejorar, mediante proyectos de investigación bien diseñados y colaborativos, la calidad de los cuidados paliativos. Son precisamente la compasión por los pacientes y la apertura a la totalidad del hombre (el individuo entero, la familia, la comunidad) lo que crea un panorama dilatadísimo a la investigación y, en consecuencia, al servicio profesional. Son mandatos éticos a los que hay que responder los siguientes:

- la evaluación constante de la validez de los cuidados que se administran;

- la estratificación de la atención a los enfermos incurables en medidas paliativas y medidas meramente terminales;

- la extensión del beneficio de la atención paliativa específica a todos los posibles candidatos a recibirla, esto es, a los muchos incurables que sufren enfermedades largas y dolorosas, pero no oncológicas;

- la optimización de la relación costes/beneficio de los cuidados paliativos

- el desarrollo de métodos formales e informales de enseñar la ciencia y el arte general de los cuidados paliativos. Muy en consonancia con la mentalidad tecnocrática de gran parte de la Medicina académica, se observa una visible ausencia de los cuidados paliativos en el curriculum médico.

- el desarrollo de enseñanza postgraduada, en las Escuelas de Medicina y Enfermería, que proporcione los conocimientos, habilidades técnicas y las actitudes humanas que se necesitan para la atención paliativa y permitan una relación confiada y correcta dentro del equipo interprofesional.

Baste lo dicho como breve comentario a los textos deontológicos de los cuidados paliativos. Pasemos ahora a considerar

Pero es hora de pasar al núcleo de esta lección.

3. Los fundamentos éticos de la Atención paliativa 

Los cuidados paliativos, además de ser parte del buen oficio del médico general y de la enfermera generalista, y de ser instrumento esencial de ciertas especialidades, ha alcanzado ya el rango de especialidad médica y de Enfermería. De hecho, es Medicina y Enfermería genuina y reconocida. Y aunque, por ello, no tendría necesidad de ser legitimada, parece conviene, sin embargo, profundizar en la justificación ética de la medicina paliativa. Entre otras razones, porque, como es de todos sabido, hoy ciertos sectores profesionales y sociales, que ofrecen la eutanasia como la solución más racional y eficiente y para la fase terminal de la enfermedad, ponen en duda la utilidad y la eficiencia de la Atención paliativa. Y lo hacen con un argumento utilitarista muy fuerte: los cuidados paliativos están inevitablemente condenados al fracaso, biológico y económico, en razón de su baja rentabilidad cuando los resultados se miden con el metro biológico de las tasas de curación o de supervivencia, o mediante cocientes de costo/beneficio o de años de vida evaluados por calidad.

Hay que señalar que esa actitud utilitarista es groseramente extraña a la ética médica más genuina, porque, a mi modo de ver, la atención paliativa se apoya, sobre dos ideas madre de la ética del médico, es un desarrollo típico y natural de dos conceptos fundantes de la Ética médica. Uno es el respeto ético de la debilidad del hombre enfermo, que debe ser aceptada y protegida como parte del existir humano. El otro es el carácter inexorablemente limitado, finito, de las intervenciones médicas agresivas, que, cuando ya son inadecuadas, han de dejar paso a los cuidados paliativos como respuesta sabia y compasiva ante el paciente incurable y terminal. Merece la pena considerar en detalle estas dos ideas madre.

a. El respeto y protección de la debilidad 

Los cuidados paliativos se aplican a pacientes desahuciados, terminales. Unas veces, su ruina es prevalentemente física y caracterizada por el avance incontenible del fallo orgánico. Otras veces, lo más saliente es el deterioro de la vida de relación, la demencia, el estado vegetativo persistente. El médico y la enfermera saben que ya no pueden recuperar esas vidas y devolverles la salud. ¿Cómo han de vérselas en esas situaciones?

Para unos, de dentro y fuera de la Medicina, la respuesta está clara: a esos seres humanos, tan empobrecidos por la enfermedad y el dolor, no sólo se les han de denegar las intervenciones curativas, ya inútiles, sino que ha de anticipárseles la muerte mediante la eutanasia activa o la suspensión de los cuidados mínimos. Para dulcificar esta respuesta tan dura, se ha sugerido recientemente una formulación más moderada que se presenta como una tercera vía media, intermedia en apariencia entre la de los defensores de la intangibilidad de la vida y la de los promotores de la eutanasia voluntaria o de la ayuda médica al suicidio. Consiste esta tercera vía en la aceptación, por parte de médicos, enfermeras y familias, del rechazo, espontáneo o inducido, que el paciente hace de la nutrición y la hidratación, ya sea oral o parenteral. Sería tal conducta una aceptación respetuosa de la libre decisión del paciente, que se puede justificar en la diferencia ética que hay entre matar y dejar morir, entre actos y omisiones, entre lo que el paciente pide y lo que rechaza, entre muerte natural por inanición y muerte provocada por otros medios, y, en particular, en el convencimiento ampliamente compartido de que la muerte por inanición y deshidratación no es necesariamente una muerte dolorosa: al contrario, se afirma que la muerte por inanición se presenta al observador como analgésica, plácida y confortable, que contrasta fuertemente con el sufrimiento que pueden provocar los intentos de mantener permeables las líneas venosas, las sondas nasogástricas o, incluso, las nuevas gastrostomías percutáneas endoscópicas.

Es cierto que en las horas que preceden al mismo momento terminal de la vida, la nutrición y la hidratación pueden considerarse inútiles, e incluso indecorosas: basta entonces el confort paliativo simbolizado en el humedecer los labios resecados. Pero en los pacientes que no se están muriendo, la decisión de suspender la nutrición y la hidratación implica graves responsabilidades éticas. Médicos y enfermeras son conscientes entonces de que la muerte no puede atribuirse ya a los factores biológicos de la enfermedad terminal, inasequibles al del control terapéutico, sino a la suspensión de unas medidas que, por su naturaleza, se sitúan entre el ordinario trato humano hacia el enfermo y los artificios o tecnologías médicos. Alguien, no sin un punto de humor, ha argumentado que el prototipo de alimentación artificial es el biberón del lactante. En todo caso, aunque el biberón o la sonda nasogástrica puedan ser considerados como artificio o tecnología, alimentar a un ser humano es una obligación ética básica.

Mantener la nutrición y la hidratación en el paciente no moribundo no es una prolongación injusta y artificial del sufrimiento. Ceder con demasiada facilidad a las peticiones del paciente demasiado poseído de su autonomía tiende a eclipsar la naturaleza profesional de la Medicina y la Enfermería. Estas son vocaciones que sirven al hombre de acuerdo con un entendimiento profundo del valor de la salud y de la vida humana, que tratan primariamente de satisfacer las genuinas necesidades de la salud del paciente, no de complacer servilmente sus deseos y caprichos. Es crucial el diálogo con el paciente para concertar y compaginar su legítimo control sobre los tratamientos con las exigencias objetivas de la ciencia del médico y su ética profesional. El exceso de servilismo ante las exigencias de la autonomía del paciente tiende a hacer de la Medicina y la Enfermería una mera actividad mercenaria.

Si los profesionales de la salud no son esclavos del paciente, tampoco son sus dueños. Su papel es juzgar sobre la capacidad de los medios de que disponen, no del valor de las vidas que les son confiadas. Algunos médicos y enfermeras, insisto, consideran que hay vidas tan carentes de calidad y dignidad, que las tienen por no merecedoras de atención médica ni de consuelo humano. Tal actitud supone, además de una subversión total de la tradición ética de las profesiones sanitarias y de toda la cultura occidental, una apostasía del futuro.

La razón es patente: uno de los elementos más fecundos y positivos, tanto del progreso de la Medicina como del de la sociedad, ha consistido en comprender que los débiles son importantes. De esa idea nació, como ciencia y como profesión, la Medicina. Y, sin embargo, a pesar de casi dos milenios de influencia cultural judeocristiana, el respeto y el servicio a los débiles siguen encontrando resistencia en el interior de cada uno de nosotros y en el seno de la sociedad. Hoy, el rechazo de la debilidad se está aceptando y ejerciendo en una escala sin precedentes.

Ser débil era en la tradición deontológica cristiana título suficiente para hacerse acreedor de protección y respeto. Hoy, para gentes de mentalidad libertaria e individualista, la debilidad es estigma que marca para la destrucción programada. Y, para conseguirlo, proponen que se cambien los fines de la Medicina. Ésta, nos dicen, ya no puede tener como fin exclusivo curar al enfermo o, al menos, aliviar sus sufrimientos y consolarle. El consultorio del médico y las salas del hospital han de funcionar como talleres de reparación: o arreglan más o menos satisfactoriamente los desperfectos que la enfermedad causa en el cuerpo y en la mente del hombre, o asignan a los condenados a vivir una existencia precaria y terminal al depósito de chatarra. La Medicina se convierte así en instrumento de ingeniería social, en herramienta de la nueva mentalidad, ilustrada y aristocrática, del bienestar y de la alta calidad de vida.

Necesitamos comprender que nuestro primer deber ético, el respeto a la vida, toma de ordinario una forma especial, específica: el nuestro es un respeto a la vida debilitada. En toda relación con nuestros pacientes, el respeto a la vida está unido de forma casi constante a la aceptación de la vulnerabilidad y fragilidad esencial del hombre, y, muchas veces, al reconocimiento de la inevitabilidad de la muerte, de algo contra ya lo que no se puede luchar. No tenemos que vérnoslas con sanos y fuertes, sino con enfermos y débiles, con seres humanos que viven la crisis de estar perdiendo su vigor físico, sus facultades mentales, su vida. El respeto ético de médicos y enfermeras que administran cuidados paliativos es respeto a la vida doliente, declinante; el trabajo de médicos y enfermeras consiste en cuidar de gentes en un grado más o menos intenso de debilidad.

Delante del enfermo terminal hay que resolver un enigma: el de descubrir y reconocer en el paciente terminal toda la dignidad de un ser humano. La enfermedad terminal tiende a eclipsar la dignidad: la oculta e incluso la destruye. Si la salud nos da, en cierto modo, la capacidad de alcanzar una cierta plenitud humana, estar enfermo supone, de mil modos diferentes, una limitación de la capacidad de desarrollar el proyecto de hombre que cada uno de nosotros acaricia. Una enfermedad seria, incapacitante, dolorosa, que merma nuestra humanidad, y mucho más la enfermedad terminal, no consiste sólo en trastornos moleculares o celulares. Tampoco podemos reducirla al recorrido vivencial de las fases que marcan las reacciones del enfermo ante la muerte ineluctable. Por encima de todo eso, la situación terminal constituye una amenaza a la integridad personal, que pone a prueba al enfermo en cuanto hombre.

Médicos y enfermeras no deberíamos olvidar esto al estar con nuestros enfermos. Nuestra asistencia no se puede reducir a una simple operación técnico-científica. Incluye siempre una dimensión interpersonal: trata no sólo de evitar el dolor y de paliar los síntomas que provienen de estructuras y funciones biológicas que se arruinan, sino también de suprimir la amenaza de soledad y de indefensión que percibe el enfermo, de comunicarle paz y calor humano.

Res sacra miser. Con esta denominación de origen cristiano-estoico, recuperada por Vogelsanger, se expresa de modo magnífico la especial situación de la humanidad del enfermo en el campo de tensiones de la enfermedad terminal. Traduce de maravilla la coexistencia de lo sagrado y dignísimo de toda vida humana con la miseria causada por la enfermedad. Cuando al enfermo se le considera a esta luz, como algo a la vez digno y miserable, podemos reconocer su condición a la vez inviolable y necesitada. Este es, en mi opinión, el fundamento ético de los cuidados paliativos.

Alguien ha señalado que la expresión paliativo, según un uso antiguo y felizmente abandonado, viene a significar que algo debe ocultarse, disimularse, como cuando se lleva una capa, un pallium. Hoy, la noción de paliación exige una sinceridad franca. La debilidad no debe ocultarse como algo indigno, sino reconocerse públicamente, por todos, como parte y herencia de la humanidad. Y, sin embargo, la pretensión de ocultar y negar la flaqueza es algo muy actual. La mentalidad hedonista, intolerante al sufrimiento y a la minusvalía, lo mismo que las filosofías evolucionistas de la supervivencia biológica y social del mejor dotado, o la praxis de la lucha competitiva por el poder y la oportunidad, y, finalmente, el énfasis en la economía acelerada de producción-consumo, llevan en sí mismas el germen del desprecio del enfermo, el débil, el improductivo. Muchos piensan hoy que la eutanasia es la conducta más coherente ante el número creciente de ancianos, muchos de ellos víctimas paradójicas del progreso médico, consumidores, ávidos pero ineficientes, de los recursos finitos destinados a la atención de salud, pues consideran que no se debe gastar el dinero en enfermos terminales e irrecuperables, para los que la facilitación de la muerte es una alternativa ética y económica tan válida como pueda serlo el respeto a la vida. Hay sectores de las sociedades avanzadas que están a muy poca distancia del postulado de la ética nietzscheana: el cuidado del débil, la compasión por él, por quien es poca cosa, son propios de una moral de esclavos, de una humanidad decadente y empobrecida en sus instintos. Se impone la ética de la voluntad, de la fuerza, del poder.

Y, sin embargo, la tradición ética de la Medicina nos dice que el respeto médico por el paciente ha de ser proporcionado a la debilidad de éste: el paciente terminal tiene un derecho privilegiado a la atención del médico, a su tiempo, a su capacidad, a sus habilidades, pues hay una obligación de justicia de atender a cada uno tal como es, sin discriminarle por ser como es.

Todos nosotros necesitamos revisar con frecuencia cuál es nuestra actitud ante el principio ético de no-discriminar. A mis alumnos, suelo someterles a una prueba, en la que uso un episodio, relatado por Paul E. Ruskin, para que analicen sinceramente si es sólido su compromiso de no discriminar.

Ruskin pidió, en una ocasión, a las enfermeras que participaban en un curso sobre 'Aspectos psicosociales de la ancianidad' que describieran sinceramente cuál sería su estado de ánimo si tuvieran que asistir a casos como el que les describía a continuación: Se trata de una paciente, que aparenta su edad cronológica. No se comunica verbalmente, ni comprende la palabra hablada. Balbucea de modo incoherente durante horas, parece desorientada en cuanto a su persona, al espacio y al tiempo, aunque da la impresión que reconoce su propio nombre. No se interesa ni coopera en su propio aseo. Hay que darle de comer comidas blandas, pues no tiene piezas dentarias. Presenta incontinencia de heces y orina, por lo que hay cambiarla y bañarla a menudo. Babea continuamente y su ropa está siempre manchada. No es capaz de caminar. Su patrón de sueño es errático, se despierta frecuentemente por la noche y con sus gritos despierta a los demás. Aunque la mayor parte del tiempo parece tranquila y amable, varias veces al día, y sin causa aparente, se pone muy agitada y presenta crisis de llanto inmotivado.

La respuesta que suelen ofrecer los alumnos es, en general, negativa. Cuidar a un paciente así sería devastador, un modo de dilapidar el tiempo de médicos y enfermeras, dicen unos. Los más motivados señalan que un caso así es una prueba muy dura para la paciencia y la vocación del médico o de la enfermera. Desde luego, si todos los enfermos fueran como el caso descrito, la especialidad geriátrica sería para médicos y enfermeras santos, pero no para médicos y enfermeras comunes. Cuando se les dice que estas respuestas son, además de incompatibles con la Ética de no discriminar, notoriamente exageradas e injustas con la realidad, los comentarios suelen ser de desdén o de rechazo franco.

La prueba de Ruskin termina haciendo circular entre los estudiantes la fotografía de la paciente referida: una preciosa criatura de seis meses de edad. Una vez sosegadas las protestas de los muchos circunstantes que se han sentido víctimas de un engaño, es el momento de considerar si el solemne y autogratificante compromiso de no discriminar, de sentirse uno una persona liberal y sin prejuicios, puede ceder ante las diferencias de peso, de edad, de expectativa de vida, o ante los sentimientos subjetivos que inspira el aspecto físico de los distintos pacientes, o si, por el contrario, ha de sobreponerse a esos datos circunstanciales.

Es obvio que son muchos los estudiantes y los profesionales que han de cambiar su modo demasiado sensorial, sentimental, de ver a sus enfermos. Han de convencerse de que la paciente anciana es, como ser humano, tan digno y amable como la niña. Los enfermos que están consumiendo los últimos días de su existencia, y los incapacitados por la senilidad y la demencia, merecen el mismo cuidado y atención que los que están iniciando sus vidas en la incapacidad de la primera infancia.

Pasemos ahora pasar a considerar la segunda columna sobre la que se apoya el arco de la Atención paliativa:

b. El carácter finito de las intervenciones agresivas 

Es esencial que médicos y enfermeras acertemos a reconocer los límites prácticos y éticos de nuestro poder. No nos basta saber que, de hecho, ni somos todopoderosos técnicamente ni lo podemos arreglar todo. Hemos de tener presente que hay límites éticos que no debemos sobrepasar, porque nuestras acciones serían, además de inútiles, dañosas. Dos cosas nos son necesarias para esto: la primera es tener una idea precisa de que, a pesar de su agresividad y eficacia, llega un momento en que nuestros recursos y actuaciones son inoperantes, inevitablemente finitos; la segunda, comprender que ni la obstinación terapéutica ni el abandono del paciente son respuestas éticas a la situación terminal: sí lo es, en cambio, la Atención paliativa.

Se está trabajando ahora activamente en definir, en protocolos clínicos y en términos éticos, la noción de inutilidad médica. Hay una inutilidad diagnóstica, lo mismo que hay una inutilidad terapéutica. Lo que establece la posibilidad de que se de un ensañamiento diagnóstico, lo mismo que hay un ensañamiento terapéutico. La frontera entre la recta conducta paliativa y el error del celo excesivo no está clara en muchas situaciones clínicas. Tampoco conocemos exactamente el rendimiento de muchas intervenciones nuevas. Siempre habrá una franja más o menos ancha de incertidumbre, en la que será necesario decidir en la indeterminación e inclinarse por ofrecer al paciente el beneficio de la duda. Pero médicos y enfermeras tendrán siempre a la vista en su trabajo que, inevitablemente, llegará a un punto en que las ganancias de sus intervenciones serán desproporcionadamente exiguas en relación con el sufrimiento que provocan o el gasto económico que originan.

Para no perder su orientación ética, su sentido del relieve y la profundidad, en todo el curso de su relación con el enfermo terminal, el médico y la enfermera que aplican cuidados paliativos han ver a su paciente con una visión binocular. Han de mantener despierta la conciencia hacia el hecho fundamental de que están delante de un ser humano: de que su relación con el enfermo es una relación de persona a persona, cuyas aspiraciones, deseos y convicciones han de ser tenidos en cuenta y cumplidos en la medida de lo razonable. Esa relación personal ha de extenderse también a los allegados del enfermo. Eso han de verlo con su retina sensible a lo humano y personal de su paciente.

Pero, al mismo tiempo, han de atender médicos y enfermeras a las necesidades y límites de la precaria biología del paciente terminal, de la vida que se va apagando. Con su ojo científico, han de ver debajo de la piel del paciente terminal una entidad biológica gravemente trastornada. El paciente no puede ser reducido nunca a un mero conjunto de moléculas desarregladas o de órganos desconcertados, o a un sistema fisiopatológico caótico y arruinado. Pero es esas cosas y, a la vez, un ser humano. La visión binocular del médico ha de integrar, superponer, la imagen de ese sistema fisiopatológico lesionado más allá de toda posibilidad de arreglo, con la de ese ser humano al que no se puede abandonar, al que hay que respetar y cuidar hasta el final.

Ahí está la grandeza y el riesgo de la Atención paliativa. Ver simultáneamente al hombre, para seguir delante de él, y ver simultáneamente el naufragio de su biología, para abstenerse de tomar medidas inútiles. Siempre médicos y enfermeras necesitan de esa doble visión, pues lo exige su doble condición de cuidadores de los hombres y de cultivadores de la ciencia natural. La evaluación clínica de los parámetros bioquímicos, el seguimiento de las constantes funcionales, simbolizan ese elemento objetivo en la relación médico-enfermo, que, por su propia naturaleza, exige el máximo desasimiento posible de toda vínculo emocional o afectivo. No se puede ser un buen profesional sanitario si, en ese momento científico, objetivizante, no se dejara a un lado la compasión y la empatía, para poder calcular con objetividad y ecuánimemente cuáles han de ser los términos apropiados en que se ha de intervenir.

Los indicadores científico-objetivos sentencian en un momento que el proceso de desajuste fisiopatológico es ya irreversible, que se ha iniciado la fase terminal, sin vuelta atrás, de la enfermedad. Se ha de abandonar entonces la idea de curar, para emplearse en el oficio, muy exigente de ciencia, de competencia y de humanidad, de paliar, de cuidar. El acto de reconocer que ya no hay nada curativo que hacer puede ser duro, pero es una manifestación neta y profunda de humanidad, una acción ética elevada, veraz y lleno de solicitud. Puede ser una coyuntura muy difícil de aceptar por el paciente y su familia, que pone a prueba su confianza en médicos y enfermeras. El paciente puede entonces sentir la necesidad de contar con una segunda opinión y nunca deben ponérsele trabas a que se llame a un colega competente.

La gente va entendiendo cada vez mejor que su confianza en quienes le atienden ya no se puede basar principalmente en que médicos y enfermeras les complazcan con su simpatía campechana e indulgente, sino más bien en su objetividad científica, en la fiabilidad de sus conocimientos, en su competencia técnica, en su familiaridad con los métodos de diagnóstico y tratamiento aceptados, en su templada renuncia a lo inútil, y, llegado el caso, en su dominio de los cuidados paliativos.

4. La Atención paliativa, vacuna contra la eutanasia 

También entre médicos y enfermeras hace sus prosélitos el activismo pro-eutanasia. A juzgar por lo que dicen ciertas encuestas sociológicas, hay, entre los profesionales de la salud, un sector que acepta la idea de que está justificado, e incluso de que es virtuoso o moralmente obligado, poner término a ciertas vidas humanas carentes de calidad. Y algunos de ellos están dispuestos a hacerlo, ya sea mediante la administración de medicamentos eutanáticos, ya por medio de la suspensión de la nutrición y el aporte de líquidos. Si no lo hacen, es por los riesgos legales en que pueden incurrir.

¿Qué pasaría si entrara en vigor una legislación que autorizara la eutanasia, que despenalizara el homicidio por enfermedad?

Mi tesis es clara: cualquier legislación tolerante de la eutanasia, por muy restrictiva que pretenda ser en el papel, provoca una brutalización creciente de la atención médica, pues la degrada en lo ético y la empobrece en lo científico.

La decadencia ética no es difícil de calcular. En la dinámica de la permisividad legal, despenalizar la eutanasia empieza por significar que matar sin dolor es una forma excepcional de tratar ciertas enfermedades, que sólo se autoriza para situaciones extremas y muy estrictamente reguladas. Pero, sin tardanza, inexorablemente, por efecto del acostumbramiento social y del activismo pro-eutanasia, la despenalización termina por significar que matar por compasión es una alternativa terapéutica aceptada de hecho. Y tan eficaz, que los médicos no pueden moralmente rehusarla. La razón es obvia: la eutanasia -una intervención limpia, rápida, eficiente al cien por ciento, indolora, compasiva, mucho más cómoda, estética y económica que el tratamiento paliativo- se convierte en una tentación invencible para ciertos pacientes y sus allegados. Y para algunos médicos y enfermeras también, pues la muerte dulce de alguno que otro de sus enfermos les ahorra mucho tiempo y esfuerzo: el que invierten en seguir día a día el caso, en paliar sus síntomas, en visitarle, en acompañarle en el difícil momento final.

Despenalizada la eutanasia, lo grave, para médicos y enfermeras, es que sus virtudes específicas -la compasión, la prevención del sufrimiento, el no discriminar entre sus pacientes- se vuelven contra ellos, de modo que se ven impulsados por sus propias virtudes profesionales a la aplicar cada vez con más celo esta terapéutica suprema: no puede negar a un paciente la muerte liberadora que, en circunstancias semejantes, han dado ya a otros; ni pueden retrasar para más tarde lo ya ahora se presenta como el remedio máximamente eficaz. El concepto de enfermedad terminal se ensanchará más cada vez; las indicaciones de la eutanasia se irán haciendo más extensas y precoces.

Quien haya sucumbido a la tentación de la muerte dulce y ejecutado una eutanasia, o se arrepiente definitivamente, o ya no podrá dejar de matar. Porque si es éticamente congruente consigo mismo, y cree que está haciendo algo bueno, lo hará en casos cada vez menos dramáticos y saltándose, en nombre de la ética, las barreras legales. Porque si la ley, como parece probable en las leyes de eutanasia de primera generación, sólo autorizara la eutanasia o la ayuda al suicidio a quien la pidiera libre y voluntariamente, ¿qué razones podrá aducir el que la haya practicado conforme a la ley, para negarla a quien es incapaz de pedirla, pero cuya vida está más degradada o es mucho más cargosa para los demás? Está seguro de que, indudablemente, el demente, el que duerme en el coma irreversible, la víctima en estado vegetativo crónico, la pedirían si tuviesen un momento de lucidez. Autorizada la eutanasia, las virtudes del médico se vuelven contra él. Por muy cuidadoso que sea de la autonomía de sus pacientes, por mucho que respete su capacidad de elección, si piensa que hay vidas tan carentes de calidad que no merecen ser vividas, concluirá que a veces sólo queda una cosa que escoger: la muerte del extremadamente débil. Si un médico o una enfermera consideraran que la eutanasia es remedio superior a la atención paliativa, no podrían evitar convertirse en mandatarios subjetivos de los pacientes terminales. Ante un paciente incapaz de expresar su voluntad razonan así en su corazón: “Es horrible vivir en esas condiciones de precariedad biológica o psíquica. Yo no querría vivir así. Eso no es vida. Es preferible morir. Por tanto, decido que lo mejor para ellos es la muerte dulce”. Pero el utilitarista juzga que hay casos en que el deseo de seguir viviendo de ciertos pacientes puede ser irracional y caprichoso, pues tienen por delante una perspectiva detestable. Razona así: las vidas de ciertos pacientes capaces de decidir son tan carentes de calidad, que no son dignas de ser vividas. El empeñarse en vivirlas es un deseo injusto, que conlleva un consumo irracional de recursos, económicos y humanos: ese dinero y ese esfuerzo laboral podrían ser mucho mejor empleados. Es muy fácil expropiar al paciente de su libertad de escoger seguir viviendo.

Cada día que pasa me convenzo de que los cuidados paliativos encierran una ética de gran densidad: es en sí misma una dimensión de la Medicina y la Enfermería que cultiva y enriquece los valores éticos más íntimos y básicos. Es, además, el antídoto que nos puede preservar contra la tentación, temible y atractiva a la vez, de la eutanasia.

Un antídoto de gran eficacia. Aun el médico y la enfermera más íntegros y rectos necesitan protegerse contra los excesos de sus virtudes. Despenalizar la eutanasia equivaldría a sumir a la Medicina en la enfermedad autoagresiva de la compasión falsificada. La obligación de respetar y de cuidar toda vida humana es una fuerza moral maravillosa e inspiradora. Con ella, hemos de desarrollar la teoría y la práctica de la Atención paliativa, científica y humana, que desarraigue de nuestros hospitales el error escandaloso del ensañamiento terapéutico y que haga resaltar, por contraste, la fría inhumanidad que, disfrazada de compasión, se oculta en la eutanasia.

Si enfermeras y médicos trabajaran en un ambiente en el se supieran impunes tanto si tratan como si matan a ciertos pacientes, se irían volviendo indiferentes hacia determinados tipos de enfermos, y se mustiaría la investigación en vastas áreas de la Patología. Porque si al paciente senil o al que sufre la enfermedad de Alzheimer se les aplica como primera opción la muerte dulce, ¿quién puede sentirse motivado a estudiar las causas y mecanismos del envejecimiento cerebral o la constelación de factores que determinan la demencia? Si al paciente con cáncer avanzado se le ofrece la cooperación al suicidio como terapia válida de su enfermedad, ¿quién se va a interesar por los mecanismos de la diseminación metastática, por los trastornos metabólicos inducidos por los mediadores de la caquexia? Todo el esfuerzo mental y moral, la tensión, a veces agotadora, por cumplir el precepto hipocrático de buscar el bien del paciente –“Haré cuanto sepa y pueda para beneficio del enfermo, y me esforzaré por no hacerle daño o injusticia”- sufriría, en una sociedad tolerante a la eutanasia, una atrofia por desuso.

He de concluir. Los valores científicos de la Medicina sufren un empobrecimiento cuando parte de ellos son absorbidos en la eutanasia. Y lo sufre también la humanidad que se ve expropiada de la muerte, porque la eutanasia, si se generalizara, se convertiría en la solución final al misterio insondable de la muerte. La muerte ya no será destino personal, sino un simple gesto técnico rutinario, ejecutado pulcramente.

Mientras ustedes trabajan en hospitales y domicilios están haciendo mucho por la Ética de las profesiones sanitarias. Quiero personalmente agradecerles su interés y dedicación a la Atención paliativa. Los cuidados que ustedes prodigan están salvando a la Medicina del gran peligro de convertirla en cómplice de los fuertes contra los débiles. Además, curiosa y paradójicamente, han escogido ustedes una especialidad llena de futuro. Muchas gracias.

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