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El papel de la enseñanza de la ética médica en la formación del médico

Gonzalo Herranz, Grupo de Trabajo de Bioética. Facultad de Medicina. Universidad de Navarra.
Conferencia pronunciada en el Colegio Mayor Monterols.
Apertura de curso 1988-89, miércoles, 16 de noviembre de 1988.

Índice

Introducción

1. El deber de dar base científica a toda decisión médica

2. La obligación del médico de poner límite ético al uso de su creciente poder

3. La obligación del médico de proteger su propia libertad de decisión

4. La obligación de reconocer los propios errores, de confesarlos y repararlos

Notas

Introducción 

Estoy muy contento de volver a Monterols y muy agradecido por la invitación que el Colegio Mayor me ha hecho a dar la lección inaugural del curso. Es una alegría grande para mí pasar unas horas en esta casa, en la que transcurrieron cuatro años bastante decisivos de mi vida.

Quiero compartir con ustedes esta tarde algunas ideas acerca de la necesidad de que en nuestras Facultades de Medicina se cuide de la formación ética del estudiante y del médico joven. Estoy convencido hasta los tuétanos de que la Ética profesional es un elemento decisivo, imprescindible, en la vida de todos los que nos dedicamos a la Medicina: en la del estudiante y en la de su profesor, en la del investigador y en la del médico práctico.

La Ética médica no es una disciplina periférica y ornamental, de la que se puede discutir sin que pase nada, porque tiene muy poco que ver con la práctica de la Medicina. La Ética médica, a mi modo de ver, es un ingrediente central y muy activo e influyente del trabajo diario del médico. Es cierto que algunos piensan que es un residuo vestigial de un tiempo ya pasado. Y otros creen que es la instancia donde se dirimen dilemas atormentadores acerca del futuro. A juzgar por lo que, en el tiempo reciente, se escribe y se discute sobre ella, la Ética médica parece cosa de situaciones extremas, en las que los médicos se debaten ante dramas insolubles que se plantean en los confines de la vida humana, ante la aplicación de costosísimas innovaciones tecnológicas o la puesta en acción de proyectos científicos de efectos incalculables. Por lo que publican los periódicos, la gente tiene la impresión de que los médicos nos pasamos casi todo el día trasplantando órganos, transfiriendo genes o instalando complejos equipos de diagnóstico.

Reconozco que los problemas de ese tipo dan a la Ética un interés fascinante, la convierten en una aventura que nos mete en situaciones hasta ahora desconocidas, de las que hay que aprender a salir. Pero, a mi modo de ver, y a semejanza de lo que ocurre con las otras disciplinas de la carrera, la Ética médica que hemos de aprender y enseñar deberá entender de cosas mucho más cercanas y reales. Sólo aplicándonos con empeño a descubrir cuáles deberían ser nuestras respuestas a las situaciones cotidianas, llegaremos a comprender que la Ética médica es algo sumamente práctico e inspirador.

Un modo muy persuasivo de demostrar la necesidad de la Ética médica en la formación del médico es inventariar los efectos que su ausencia produce en la práctica profesional. Lo mismo que sucede en Patología experimental con los estados deficitarios que siguen a la administración de dietas carentes de oligoelementos o vitaminas, se produce, en los médicos que no han recibido o incorporado a su conducta una equilibrada educación ética, un cuadro carencial con síntomas múltiples y graves. Por fortuna, no podemos observar, ni siquiera imaginar, un estado deficitario absoluto: es imposible una Medicina totalmente marginada de la Ética. Pero se dan carencias parciales, que, a pesar de su carácter incompleto, suponen una grave pérdida en valores científicos y humanos.

Esto se ve, por ejemplo, en muchos hospitales y ambulatorios, donde la suma de los pequeños descuidos de los médicos da una suma total escalofriante, que los convierte en fábricas de dolor. El médico éticamente descuidado deja tras de sí un rastro de dolor y frustración. Cuando sigue una conducta de mínimo esfuerzo, va despreciando incontables ocasiones de consolar y prevenir; al descuidar el respeto a la intimidad personal y corporal del enfermo, desencadenará mucha humillación gratuita; si se abstiene de responder con claridad y sencillez a las preguntas sobre las minucias que angustian al paciente, les robará muchas horas de descanso. No hace falta proseguir esta enumeración.

La conducta deficiente de los médicos es penosa siempre. Pero se hace particularmente deplorable y virulenta en el hospital universitario. La falta de convicciones éticas o su desprecio ejerce un efecto nocivo multiplicado al actuar sobre los candidatos a médico cuando éstos tratan de fijar sus patrones de conducta. Una formación ética deficiente o pervertida deteriora la estructura misma de la educación médica y anula o, al menos, debilita muy seriamente, y muchas veces para siempre, la capacidad del médico de hacer bien las cosas. Por ello, el descuido de la Ética puede convertir al hospital universitario en un lugar de alto riesgo educativo. Evitarlo es quizá la más importante de las responsabilidades de la Comisión de Ética del Hospital universitario.

Para cumplir el objetivo de mi charla y para darle un poco de orden, voy a exponer unas pocas razones sobre la necesidad de que en nuestras Facultades se ofrezca una enseñanza viva y activa de la Ética médica. Son las siguientes:

1. El deber de dar base científica a toda decisión médica;

2. La obligación del médico de poner límite ético al uso de su creciente poder;

3. La obligación del médico de proteger su propia libertad de decisión;

4. La obligación de reconocer los propios errores, de confesarlos y repararlos.

1. El deber de dar base científica a toda decisión médica 

Me gusta repetir, incluso enfáticamente, que el objetivo primordial de la enseñanza de la Ética médica es hacer que los aprendices de Medicina sean estudiosos y lo sean para toda la vida, pues el primer deber moral del médico es ser competente, estar al día, evaluar críticamente lo que lee y escucha.

Hago tanto hincapié en el deber de ciencia porque estimo que el peligro más grave que acecha a la Ética médica como disciplina académica es caer en la trampa de imaginar que ciencia y humanidad son incompatibles, en el error que Dornhorst y Hunter1, hace ya más de veinte años, denominaron falacia pastoral. Merece la pena detenerse un momento en este punto, pues sólo quien haya superado definitivamente la tentación de la falacia pastoral es hábil para enseñar Ética médica.

Estos son los lugares comunes del prejuicio pastoralista: que la Medicina se ha hecho demasiado científica, de lo que se deduce que se ha vuelto inhumana; que más que a la enfermedad hay que tratar al enfermo; que el uso del instrumental tecnológico tiende a despersonalizar e incluso a deshumanar al médico; que debemos dirigir nuestra atención más a los aspectos preventivos que a los curativos; que a los estudiantes de Medicina hay que enseñarles mucho más sobre la salud y mucho menos sobre la enfermedad; que nunca podemos dispensarnos de atender al hombre entero; que nunca debemos perder de vista que es mejor adquirir sabiduría que acumular conocimientos técnicos, y otras cosas por el estilo.

Son muy atractivas estas medias verdades de la falacia pastoral. No es de extrañar, por ello, que goce de mucho prestigio en círculos, tan diversos entre sí, como el que forman los médicos que no son capaces ya de mantener al día sus conocimientos o sus habilidades técnicas; entre los aficionados a las medicinas alternativas; entre los programadores de la salud para todos a fecha fija y entre los médicos-funcionarios de los Ministerios de Salud que pugnan obsesivamente por abaratar el cuantioso presupuesto de salud. En mi opinión y dejada a su dinámica propia, la falacia pastoral provoca la degradación inevitable de la práctica médica que queda reducida a eslogan político o a sentimentalismo vaciado de competencia. Por eso, es un deber urgente apartar a los estudiantes y médicos de toda edad de este peligro, no menos grave que su opuesto, el de la falacia cientifista.

¿Cómo hacerlo? Pienso que buena parte del programa de Ética médica debería destinarse a crear en los estudiantes la convicción de que ciencia biomédica y ética clínica son complementarias, se exigen mutuamente, no sólo en la teoría, sino en la ordinaria atención de cada paciente. Me parece un error seguir dedicando el programa de Ética médica casi en exclusiva a analizar situaciones límite o a justificar las pretensiones caprichosas de los pacientes arrogantes. Hay que traer la Ética al pasillo del hospital, a la cabecera del enfermo, a la consulta ambulatoria, al encuentro cotidiano del médico común con el enfermo común, en cada uno de los cuales, en medida ciertamente variable, se plantean problemas éticos, menores pero significativos. Toda decisión del médico -de intervenir, de abstenerse o de fijar el umbral de su intervención- es siempre una decisión mixta, en la que se combinan datos científicos y criterios éticos.

Parodiando una expresión de Pellegrino2, me gusta decir que las acciones del médico deben tener siempre una justificación científica y una justificación ética. Todo lo que el médico hace, todas su habilidades y conocimientos, deben llevarle a decidir cuáles, entre las muchas cosas que él podría hacer, son las que hará por este paciente. Debe decidir qué es lo bueno para este enfermo, y no lo que sería bueno para los enfermos en general, o para la ciencia de la Medicina, o para la totalidad de la sociedad. Ahí está el nudo que, en la buena práctica, enlaza necesariamente Ciencia y Ética.

2. La necesidad de poner límites éticos al creciente poder del médico 

No se habla mucho de los reales límites éticos que se imponen a sí mismos los médicos en el ejercicio de la profesión. A veces pienso que los impuestos por las reglamentaciones deontológicas están escritos en papel mojado. El respeto o el desprecio por las normas escritas de la deontología profesional varían mucho según sean las ideas sociopolíticas de los médicos. Muchos practican hacia ellas una ignorancia benigna, pues piensan que basta tener buenos deseos e intenciones para resolver con acierto intuitivo los problemas de la práctica profesional. Son muchos los escépticos ante el valor práctico de la Ética médica: unos porque piensan que los Códigos de Deontología son bella literatura, pero totalmente inadecuados como instrumentos para regular la disciplina profesional; otros, porque estiman que el médico ya no es un hombre libre, sino un mercenario al servicio de determinados poderes fácticos.

Es curioso que estas actitudes -de ignorancia benigna, de escepticismo o de rechazo ante las normas deontológicas-, se dan en el momento en que la capacidad técnica del médico echa sobre sus hombros una tremenda responsabilidad moral. Hoy el médico, cualquier médico, dispone de un poder fabuloso. El público tiene una idea parcial y anecdótica de los recursos con que cuenta el médico para cambiar el modo de vivir de sus pacientes y de intervenir en los estratos más profundos de su personalidad.

Conviene advertir que el poder de la Medicina no consiste principalmente en los logros espectaculares de la tecnología diagnóstica, del afinamiento de los procedimientos epidemiológicos o de las maravillas terapéuticas de las que nos hablan los medios de comunicación. Lo más apabullante del desarrollo de la Medicina es que está capilarizado, se encuentra ya en todas partes: el consultorio de un médico cualquiera, rural o urbano, es una instalación de gran potencia transformadora de las personas y, a la postre, de la sociedad. Esta es quizá la razón más importante por la que debemos estudiar Ética médica.

Ilustraré con un ejemplo cómo actúa el poder discrecional del médico. Las ideas de los médicos acerca de las indicaciones de los psicofármacos son tan dispares como las cantidades que de ellos recetan, pues piensan de modo muy diferente acerca del papel que los psicofármacos deben jugar en la vida de la gente. Unos opinan que quien lo desee tiene derecho a apoyarse en la química para superar los conflictos y molestias de la vida y a regalarse un poco de felicidad artificial gracias al hedonismo psicotrópico. Otros estiman que los psicofármacos han de dispensarse con mucha parsimonia, pues un poco de intranquilidad es un ingrediente necesario a la vida humana3. El hombre, piensan, es un ser inquieto; apagar su ansiedad por medio de fármacos es un modo no sólo de dilapidar el escaso dinero disponible, sino de marchitar la vitalidad de los individuos y de la sociedad. Ni Dostoiewski, ni Wagner ni Tchaikovski -nos aseguran- nos hubieran dejado su arte si hubieran sido tratados por médicos fáciles a la dispensación de antidepresivos y tranquilizantes. Hoy, cualquier médico disfruta de una capacidad casi ilimitada de manipulación psicofarmacológica, con la que puede aliviar emociones y ansiedades, pero también con ella puede matar el coraje de vivir y la capacidad de arrepentimiento de muchos ciudadanos de a pie. Se ha afirmado que los psicofármacos están ocupando en la vida de la gente el lugar que antes tenían las virtudes: la química sustituye a la ascética. Y, no podemos negarlo, somos los médicos quienes controlamos este extraordinario poder de configurar el tono ético de la sociedad.

Este ejemplo, y otros mucho más espectaculares que podríamos añadir, nos muestra cuán grande es hoy el poder discrecional que el médico ejerce sobre sus pacientes. En realidad, cuando se emplea al servicio de sus enfermos está sirviendo a una idea del hombre. Puede escoger entre ser protector de la humanidad del paciente, amenazada por la enfermedad o por la simple flaqueza, o hacerse el sordo a los valores más nobles que hay en el hombre y hacer una medicina más veterinaria que humana. La libertad profesional del médico le obliga a asumir responsabilidades éticas de gran envergadura aún en el curso de los encuentros clínicos de apariencia ordinaria. Por eso, los educadores médicos hemos de llevar a nuestros estudiantes al convencimiento de que la formación ética es tan consustancial a su trabajo con los enfermos como lo es su información científica.

3. La obligación del médico de proteger su propia libertad de decisión contra el excesivo poder del paciente 

Si increíble parece el crecimiento del poder discrecional del médico, no es menor ni menos significativo éticamente el poder que han adquirido los pacientes. De hecho, el progreso técnico-científico ha traído también para éstos una enorme expansión de posibilidades y de alternativas. Hoy el enfermo puede obtener muchas más cosas que antes, pero, sobre todo, le es posible elegir entre varias opciones de tratamiento. Puede, incluso, rechazarlas todas. El enfermo, gracias a su amplia capacidad de elegir, ocupa ya un puesto de dirección en la situación médica.

En muchos sitios la transferencia de poderes al enfermo está ya en una fase muy avanzada. El paciente ha dejado de ser un elemento pasivo de la toma de decisiones y se ha convertido en un protagonista que reivindica para sí una intervención creciente a todos los niveles. Por confluencia de varias corrientes sociales, -las vinculadas a las agrupaciones de consumidores, las que reclaman los derechos civiles, la difusión masiva de libros sobre salud y enfermedad- se ha ido poniendo en marcha en los países avanzados el movimiento en favor de los derechos del paciente, cuyo impacto sobre la Ética médica está todavía por valorar. Se cuentan entre esos derechos algunas justas reclamaciones, derivadas de la dignidad humana del enfermo, que antes no estaban debidamente reconocidas. Pero entre esos derechos se incluyen también algunas exigencias, disparatadas y altaneras, introducidas por el activismo consumista.

Sería injusto negar los beneficios que el movimiento en favor de los derechos del paciente ha producido: sobre todo, ha avivado la conciencia ética del paciente y, gracias a ella, ha enriquecido el contenido humano y moral de la relación médico/enfermo: al afirmar vigorosamente la autonomía del paciente y su derecho a ser informado para decidir en conciencia, coloca a éste en una posición más libre y responsable y también más rica, por ello, en valores morales.

Esto es extraordinariamente importante en un tiempo en el que ya no puede darse por supuesta la tradicional asimetría cultural y ética que hasta no hace mucho justificaba en parte el carácter paternalista de la relación médico/enfermo. A mí la desaparición del paternalismo médico no me arranca ninguna lágrima. Hoy ya no se puede dar por descontado, como sucedía antes, que en el binomio enfermo-médico sea éste último un sujeto de calidad moral superior, pues, sin duda alguna, gran número de sus pacientes le superan hoy en integridad moral.

Pero, al lado de este positivo enriquecimiento moral al que acabo de aludir, el movimiento en favor de los derechos y del poder de los enfermos, puede desequilibrar las fuerzas éticas que actúan en la relación médico-enfermo y causar situaciones inauditas de empobrecimiento ético. Cuatas veces el paciente, demasiado celoso de sus derechos, asume una actitud agresivamente reivindicativa, corre el peligro de dar a la relación médico/enfermo un sesgo ruinoso, pues puede desplegar su nuevo poder social y político para forzar al médico a plegarse a sus demandas. Surgen así los envites, inmorales e inhumanos, de la medicina por demanda, tales como la esterilización voluntaria, la eutanasia en su forma de ayuda médica al suicidio o el aborto libertario.

Esto es particularmente grave donde la medicina está socializada y el médico trabaja bajo contrato con el Estado, monopolizador total o casi total de la asistencia médica. Entonces el enfermo no está solo: detrás de él está la poderosísima burocracia mediante la cual los Ministerios de Salud controlan el gigantesco complejo de la industria de la salud. La figura, y el poder, del médico se empequeñecen al tiempo que el paciente, en su doble condición de usuario de los servicios de la medicina pública y de ciudadano con derecho a voto, se convierte en el árbitro de la situación. Se habla ya del “Patient power”: en el Reino Unido, la administración Thatcher venció en las últimas elecciones a los partidos de la oposición gracias a su lema “El consumidor es lo primero” y en esa campaña electoral la oferta de servicios médicos fue uno de los temas de mayor resonancia de cara a las urnas. Los gobiernos desean halagar a sus electores y algunos Ministerios de Salud han empezado a hacer encuestas entre los pacientes, en las que les pregunta cosas que van del ¿Se han preocupado los médicos por usted como persona? al ¿Las comidas fueron servidas a una temperatura adecuada? En este ambiente, la relación médico/enfermo corre el riesgo de perder el carácter amistoso y benigno de antaño y convertirse en algo fríamente contractual y potencialmente contencioso.

No estoy exagerando: en dos países democráticos de Europa, en Dinamarca y en el Reino Unido, es imposible para un médico que rechaza el aborto por razones éticas encontrar empleo en los correspondientes Servicios Nacionales de Salud. En Dinamarca lo sanciona un decreto aprobado por el Parlamento; en Gran Bretaña, con desprecio de la ley que reconoce el derecho del médico a abstenerse del aborto por razones de conciencia, lo consagra la práctica ordinaria de los comités encargados de seleccionar a los médicos que aspiran a puestos de trabajo en el Servicio Nacional de Salud4. No puede ocultarse que el poder político ha iniciado un proceso de expropiación de la libertad profesional que no sabemos hasta dónde llegará. En muchos sitios, el médico está dejando de ser un hombre libre y va camino de transformarse en un simple funcionario que ejecuta órdenes. El Estado moderno, sea cual fuere su estructura y su filosofía política, tiende a convertirse en un nuevo Leviatán que se apropia totalmente de la sociedad5, mediante una progresiva y pacífica confiscación de libertades.

En esa transformación de la sociedad, la Medicina juega un papel decisivo. Sin la colaboración de los médicos el Estado no puede disfrazarse de hada madrina benefactora que regala salud. Sin la cooperación de los médicos, el Estado no puede controlar el gasto sanitario -la parte más sustancial del presupuesto de los países avanzados-, ni racionar la salud, ni mimar a unos grupos mientras discrimina a otros. El Estado va enganchando a los médicos a su carro, llevándoles de abdicación en abdicación a una especie de servilismo voluntario.

Nuestros estudiantes de ahora trabajarán en este ambiente tan paradójico, en el que ciertos valores son promovidos y otros, no menos importantes, son pulverizados por el creciente poder de la alianza que pueden formar los enfermos de mentalidad libertaria y los partidos políticos sedientos de votos o fascinados por la capacidad dominadora del Estado. Hemos de prepararles para esa prueba tan dura, fortaleciendo su formación científica y su conciencia moral. Se necesita mucha de una y otra para no sucumbir ante enemigos tan poderosos. Pienso que forma parte de nuestras obligaciones advertir a nuestros estudiantes sobre las circunstancias en que se desarrollará su trabajo y darles la formación necesaria para que puedan sobrevivir en ellas sin abdicar de su libertad profesional. Una Facultad de Medicina no puede desentenderse del destino de sus graduados ni desampararles en su búsqueda del sentido de la profesión. No he encontrado una expresión más exacta de la obligación moral de los profesores universitarios de dar cuenta de los problemas últimos que unas líneas de la autobiografía del fisiopatólogo alemán Ferdinand Hoff que dicen: “Una vez que la Universidad, a mi ardiente pregunta por el alma y la significación para la Medicina de los procesos anímicos me dio, en lugar de un pan, sólo piedras, tuve que dedicarme a buscar por mi cuenta”6.

4. La obligación del médico de reconocer y reparar los propios errores. 

Quiero por último referirme a un tema por el que siento una particular predilección. Diré porqué. Entre las enseñanzas que escuché directamente de labios de Mons. Escrivá de Balaguer, me han quedado profundamente grabadas las que se referían al papel que en la lucha ascética tiene el sincero reconocimiento de los propios errores y la decisión de corregirlos. Para él, no había alegría más grande en la vida que decir ¡me equivoqué! y rectificar. Concedía gran importancia a convertir las caídas en impulso. Y al mismo tiempo que invitaba a ser intransigentes con el error, insistía con gran fuerza en la necesidad de comprender, de disculpar, de ser tolerantes con los que yerran, es decir, con todos.

Estoy persuadido de que la calidad moral del médico depende en gran medida de su capacidad de reconocer las equivocaciones que comete en su trabajo y de corregirlas. Este es el motor de su crecimiento ético. Y, sin embargo, se habla muy poco de ello. En contraste con la abundancia de estudios jurídicos sobre el error médico, apenas existe una deontología del tema. Quizá haya influido en ello la idea de la inevitabilidad del error. Hay errores en Medicina porque el médico, como todo ser humano, es falible. Los hay -ars longa, vita brevis- porque la misma Medicina es muy difícil y la vida del médico es demasiado corta para aprenderla.

Las equivocaciones siguen al médico como la sombra al cuerpo. Algunos errores son triviales o disculpables. Otros son serios y, lo que es peor, podrían haber sido evitados. Unos son irreparables y el único modo de compensarlos es evitarlos en el futuro7. Los profesores enseñamos poco el arte de reconocer y aprovechar los errores. Instilamos en el estudiante y en el graduado joven un aborrecimiento hacia el error que no es ético, sino funcional. Les decimos se puede aprender mucho de los errores propios y ajenos. Pero no somos entusiastas seguidores del consejo y tendemos, en general, a ocultar los nuestros, con lo que desaprovechamos espléndidas ocasiones de enseñar. Y tendemos a castigarlo con sanciones negativas.

Todo parece contribuir a negar valor ético a los errores. Y es una pena, porque, para los que estamos implicados en la enseñanza de la Medicina, el reconocimiento y enmienda de los errores es uno de los talentos que hemos recibido para negociar y no podemos enterrarlo. Es necesario desarrollar una pedagogía abierta sobre los errores, una doctrina práctica que sea una cura para el relativismo y de la hipocresía.

Hay que llevar al ánimo de todos que el error es un acompañante habitual del trabajo del médico, que equivocarse nada tiene de sorprendente o denigratorio, y que lo ético ante el error es reconocerlo, buscar sus causas y tratar de evitarlas en el futuro, para reducir así el riesgo de recaídas8. Una Facultad de Medicina, un Hospital universitario, que favoreciera el aprovechamiento educativo de los errores tendría una ventaja sustancial, como entidad docente, sobre las que consideran los errores como un subproducto inútil o un desecho que hay que sacar por la puerta de atrás.

¿Es realmente posible sacar partido a las equivocaciones? Sí, ciertamente, con tal de que se sepa crear en la Facultad de Medicina unas condiciones ecológicas para su aprovechamiento. Son varios los componentes de ese ambiente. Uno, muy importante, es un compromiso de sinceridad, no sólo personal, sino institucional, que haga connatural el manejo de las equivocaciones. Hay que crear la Deontología médica específica del Profesor, del estudiante y del médico en formación postgraduada, lo mismo que la de las obligaciones éticas institucionales, y la Ética específica de la medicina en equipo, o la de las relaciones jerárquicas en el Hospital docente. En esa Deontología debería figurar el deber colectivo de aprovechar los errores particulares, en la que se estableciera que su finalidad no es castigar o humillar, sino mejorar la ciencia y la conciencia de los médicos que yerran y de sus colegas. Los médicos formados en ese ambiente serían para siempre conscientes de que hay críticas que no son antagónicas ni peyorativas, sino que nacen del respeto mutuo y de la preocupación por mejorar la atención de los enfermos. No me gusta, ni teórica ni prácticamente, la mentalidad colectivista, pero pienso que los errores se encuentran entre las pocas cosas que podrían ser colectivizadas: son algo que cada uno debe a los demás para el mejoramiento propio y ajeno.

Se dice, para justificar la situación vigente, que los errores se ocultan porque podrían dar origen a muchos juicios por mala práctica. Tengo una experiencia, limitada pero unívoca: el mejor modo de disminuir las causas judiciales por responsabilidad civil del médico es confesar honestamente al enfermo o a su familia lo que ha sucedido, explicar cómo y porqué las cosas han ido mal, hacer patente el dolor y la contrariedad que ello nos supone, pedirles perdón y asegurarles que esa experiencia adversa no será olvidada y que servirá para enmendar la conducta.

Ya es hora de terminar. Les he dado algunas razones que, en mi opinión, obligan a incluir la Ética médica en la formación del médico. No es la primera vez que de ello hablo en Barcelona. Me gustaría que la Facultad de Medicina en la que estudié volviera a enseñarse Ética médica. Y, mientras ello no suceda, pienso que una de las más meritorias actividades de un Colegio Mayor es la creación y mantenimiento de un Club o un Grupo de trabajo de Bioética. Muchas gracias a todos por su atención.

Notas 


(1) Dornhorst AC, Hunter A. Fallacies in medical education. Lancet 1967;2:666-7.

(2) Pellegrino E. Ethics and the moral center of the medical enterprise. Bull N Y Acad Med 1978;54:625-40.

(3) Klerman GL. Psychotropic hedonism vs. pharmacological calvinism. Hastings Center Rep 1972:2(4):1-3.

(4) Walley R. A question of conscience. Br Med J 1976:1:1456-8.

(5) Schooyans M. L'avortement. Approche politique. 3ª ed. Louvain-la-Neuve, 1981.

(6) Hoff F. Erlebnis und Besinnung. Erinnerungen eines Arztes. Frankfurt/M: Ullstein, 1980; 258.

(7) McIntyre N, Popper K. The critical attitude in medicine: the need for a new ethics. Br Med J 1983;287:1919-23.

(8) Hilfiker D. Healing the wounds. A physician looks at his work. New York: Pantheon Books, 1985:72-86.

 
 
 
 
 
 
 

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