Ética en la publicación médica
Gonzalo Herranz. Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
I Curso de Bioética
Departamento de Ciencias Médicas y Quirúrgicas. Facultad de Medicina. Universidad de Cantabria
Santander, 9 de febrero de 1991
La comunicación científica y la rectitud moral
La epidemia de fraude científico
Algo sobre etiología y patogenia
Taxonomía de los delitos contra la comunicación científica
Procedimientos de investigación, castigo y prevención
La comunicación científica y la rectitud moral
El Código de Ética y Deontología médica dedica su Capítulo X a la ética de las publicaciones profesionales. En las tres partes de su artículo 38 propone las grandes normas que han de guiar la conducta del médico a la hora de publicar los hallazgos de sus investigaciones o las conclusiones de sus estudios. Habla el artículo 38.1 de la obligación moral de publicar y de hacerlo con prioridad en la prensa profesional, sometiendo los hallazgos obtenidos a la consideración de los colegas, antes de comunicarlos al gran público. Consagra este artículo la conocida Regla de Ingelfinger. El artículo 38.2 indica a los autores de artículos de investigación clínica que hagan constar en sus publicaciones que el trabajo ha sido aprobado y supervisado por un Comité de Ética. El artículo 38.3, que es el que más nos interesa, enumera una lista de faltas deontológicas en materia de publicaciones científicas: la publicación prematura o sensacionalista de procedimientos de eficacia no determinada, o la exageración de ésta; el verter opiniones caprichosas o sin fundamento; la falsificación o invención de datos; el plagio de lo publicado por otros autores; la inclusión como autor de quien no ha contribuido sustancialmente al diseño y realización del trabajo y, finalmente, el publicar repetidamente los mismos hallazgos.
Es la primera vez que en un código de ética médica o de conducta profesional se incluye el tema de la deontología de la comunicación científica. En el texto del proyecto elaborado por la Comisión Central de Deontología se decía por qué era necesario codificar en esta materia: “Las publicaciones científicas –decía–, por el importante papel que juegan en la educación permanente de los médicos y en la promoción profesional de sus autores, deben poseer calidad científica y cumplir ciertos requisitos éticos”.
Si ha habido que formular una deontología de la publicación científica es porque la correspondiente delincuencia está en nuestras revistas y libros. Hasta hace unos quince años, el ambiente en el que la investigación científica se cultivaba y sus resultados se difundían aparecía limpio, inocente. La indagación científica era una empresa que ponía un gran énfasis en la honradez y en la objetividad. El investigador trabajaba, sosegada o febrilmente, en la búsqueda de la verdad; comprobaba una y otra vez sus resultados y las condiciones experimentales en que los obtenía; no se sentía presionado más que por la justeza y precisión de sus hallazgos y deseaba, antes de publicarlos, que sus colegas los criticaran. Su compromiso era estudiar los fenómenos, no necesariamente obtener resultados brillantes. Le interesaba, sobre todo, enfrentar su inteligencia y su sagacidad con un problema, echarle un pulso a las incógnitas que trataba de esclarecer. No buscaba primariamente su elevación personal, ni derrotar en una difícil carrera de obstáculos a sus competidores, ni asegurarse una prioridad sobre nadie, o presentar resultados tan convincentes y prometedores que hicieran segura la continuidad del apoyo financiero para su trabajo. Eran los tiempos de las mentes brillantes y las herramientas sencillas.
La buena conducta del investigador era algo connatural, estaba en el ambiente. Todo su esfuerzo se concentraba en recorrer con soltura el camino de ida y vuelta entre la hipótesis y los resultados, para verificarla o falsarla; o en refinar los métodos, en elegir mejor el material sobre el que se trabajaba. Pero –se decía y se sigue diciendo– los hechos son sagrados; el cuaderno de laboratorio, un libro santo, donde los resultados son anotados escrupulosamente en el momento mismo de su nacimiento y confirmación. Sus páginas, numeradas como las de una escritura notarial, podrían tener manchas de reactivos, pero jamás podrían ser arrancadas o admitir amaños.
El ethos de la tarea investigadora ha estado siempre claro: la exactitud escrupulosa en la obtención, anotación y publicación de los resultados es un componente esencial del proceso científico. La falta de honradez en estas operaciones no sólo degrada moralmente al científico que consiente en ella y choca frontalmente contra la misma naturaleza de la investigación, que es la búsqueda de la verdad, sino que traiciona también la responsabilidad colectiva de la comunidad científica. Ésta está obligada a conservar la confianza del público, pues esa confianza es condición tanto de que los logros de la investigación sean acogidos sin reticencia como del vigoroso apoyo que la empresa científica recibe del público para su ulterior desarrollo y expansión. Las sociedades avanzadas saben que las inversiones en investigación son un gran negocio, producen un elevadísimo dividendo de bienestar. Impurificar la investigación sería matar la gallina de los huevos de oro.
Y, sin embargo, pese a todos esos ideales, la publicación científica lleva en su propia estructura un tendón de Aquiles ético. Siempre, en mayor o menor medida, el investigador necesita preparar, refinar, acicalar los resultados para su presentación. Esa necesidad obliga al autor a decidir qué resultados debe comunicar y cuáles no, y cómo ha de hacerlo. No puede referirlos todos. De los fracasos no se suele hablar, aunque alguien se ha propuesto sacar adelante una revista dedicada a publicar fracasos: The Journal of Negative Results. Las virutas de información que todo trabajo de investigación produce se barren y se echan en el caldero de los desperdicios. Sólo lo que se considera significativo merece ser relatado. Pero entonces hay que decidir si los datos se disponen en tablas, conservando al máximo la precisión, o se presentan gráficamente, poniendo el acento en las tendencias observadas, no en la exactitud; si los pasa por la criba de los métodos estadísticos, tendrá que decidir cuál es el cedazo que, en su caso concreto, elimina información fútil, pero no puede enmascarar los datos erráticos o difíciles de explicar. Todos sabemos que la presentación de los datos científicos incluye una cierta medida de artificio, de aerodinamización, de cosmética.
Pero esos “arreglos” a los resultados, mejor, a la manera de presentar los resultados, tienen un límite: el del respeto a la verdad. “Cualquier científico –decía Medawar–, que sea razonablemente inventivo y con imaginación, cometerá, es casi seguro, errores en asuntos de interpretación... Si se limitan simplemente a ese campo sus errores, no causará nunca mucho daño ni necesita perder el sueño. Eso forma parte del negocio de la ciencia. No tiene mucha importancia, porque donde uno imagina equivocadamente, otro imaginará con acierto. Pero si el error es sobre un hecho –si el científico dice que el papel de tornasol ha virado al azul cuando, en realidad, había virado al rojo– entonces tiene buenas razones para perder el sueño y verse atormentado, cada madrugada, por esos crueles sentimientos que le hacen a uno sentirse a punto de perder el crédito. Porque un error de ese tipo hace muy difícil, incluso imposible, que los demás puedan interpretar correctamente los hallazgos del científico falaz: es decir, no podrán diseñar una hipótesis razonable para acomodarlos”. Hasta aquí la cita de Medawar.
Si en los resultados publicados se hubiera deslizado un error –inadvertido, debido a una impureza del material, a la omisión de un paso del método aplicado– que el autor descubre posteriormente, la cosa tiene fácil arreglo: el autor debe comunicarlo a la mayor brevedad posible. La comunidad científica lo agradece. Más aún: la confesión pública del error no sólo perdona el pecado, sino que reconduce al equivocado al estado de gracia, le hace ganar prestigio entre sus colegas. Hace sólo unas semanas, un artículo editorial del New England Journal of Medicine, firmado por Arnold Relman, alababa la honestidad de los autores que confiesan sus equivocaciones. Merece la pena transcribir algunas frases de ese artículo, pues nos ayudan a centrar el tema de esta tarde:
“La investigación está cargada de errores. En el curso ordinario de las cosas, los errores más importantes serán descubiertos en trabajos posteriores. En cierto sentido, buena parte del progreso en investigación biomédica consiste en descubrir y rectificar errores, a medida que nuevas teorías y métodos mejores permiten a los investigadores reanalizar las conclusiones precedentes. Nada hay reprensible en el error de buena fe, si ésta se acompaña de la buena voluntad de buscarlo y de informar fielmente de él. Los errores puestos al descubierto en el curso de investigaciones posteriores se corrigen, de ordinario, y a veces sólo de forma implícita, por medio de los artículos más recientes que tratan del mismo problema. Si, por otro lado, se descubriera un error importante en los datos, hay que darlo a conocer por medio de una carta al editor o alguna otra forma de comunicación corta. Otra cosa son las erratas tipográficas o las pequeñas incorrecciones cometidas por los autores (o editores), que se corrigen de ordinario mediante una común fe de erratas”.
En este ambiente de confianza y honestidad, se inició, hace ahora 15 años, una curiosa epidemia.
La epidemia de fraude científico
En efecto, entre mediados de los años 70 y mediados de los 80, se descubren y reciben tremenda publicidad algunos casos inquietantes de falsificación y plagio científicos. Algunos observadores del fenómeno, con tendencia al sensacionalismo, llegaron a afirmar que una epidemia de engaño deliberado, de dimensiones alarmantes, estaba corrompiendo a la ciencia, en especial a la ciencia biomédica, y matando la confianza del público en ella.
Esos casos nos sorprendieron a todos. Recuerdo todavía el estupor que nos causó y los comentarios que hicimos al tener noticia, en una de las sesiones bibliográficas semanales del Departamento de Anatomía Patológica, del fraude de Summerlin, un inmunólogo que trabajaba en el Sloan-Kettering, de Nueva York, que pintaba parches de piel negra en ratones blancos como si se tratara de aloinjertos. La sorpresa se ha repetido cada vez que, en años sucesivos, un caso de fraude era desenmascarado y añadía un episodio más a esta nueva epidemia.
Pero, ¿se trataba de un fenómeno realmente nuevo? ¿Había fraude, y cuánto, antes de, por poner una fecha, 1975? Ya señalé antes que, en general, se tiene la idea de que la ciencia, antes, era pobre pero honrada y que, ante la amplia publicidad que han recibido tantos y tan clamorosos escándalos recientes, esa afirmación de inocencia de la ciencia antigua se contrapone a la convicción de que el fraude científico es algo nuevo. Y probablemente la idea perdurará.
Pero nadie sabe a ciencia cierta si el tiempo pasado fue mejor. Hay ahora una sensibilidad por el problema que antes no había. Además, sabemos diagnosticar mejor el mal. Pero nadie ha investigado la incidencia real del fraude antes de los años 70, y quizás a nadie le interesar hacerlo. Cuando Broad y Wade, cuya tendencia a exagerar es manifiesta, incluyeron en la lista de los tramposos de la ciencia a Galileo, Newton y Mendel, la comunidad científica no se sintió demasiado feliz. No parece que tenga demasiado interés empezar a remover los cimientos de la ciencia. Sucede, además, que la inmensa masa de publicaciones científicas del pasado son, más que antiguas y venerables, simplemente obsoletas y no atraen ya el interés de nadie: no son todavía lo bastante antiguas para despertar la atención del historiador, pero están ya suficientemente “pasadas” para que se las tenga que dejar de lado, pues ni sus métodos ni sus resultados son válidos ya. En la investigación de hoy, la bibliografía que hay que discutir críticamente es la reciente, la de unos pocos años a esta parte. La de anteayer no tiene relevancia, en especial la que describe investigaciones sobre agentes terapéuticos o métodos diagnósticos ya abandonados. Se la puede, en todo caso, citar de pasada como un antecedente histórico, pero sus datos no son analizados a fondo en su autenticidad o valor intrínseco. Sucede, pues, que es hasta cierto punto indiferente que sus datos sean correctos o apócrifos o hayan sido manipulados. Hay en la bibliografía biomédica, me parece, una especie de prescripción científica de datos, lo mismo que hay en la ordenación jurídica una prescripción de faltas. El paso del tiempo lo va perdonando todo. La necesidad de mirar adelante, de progresar hace perder interés al pasado poco significativo.
Pero es a partir de 1975, cuando crece el número de escándalos. Según Lock, eran más de 20 los casos de fraude muy grave publicados hasta 1985, aunque parecía que bastantes otros seguían una vía procesal más privada y no habían saltado a las páginas de las revistas científicas. Quizá se trataba de faltas que no llegaban a sensacionales. Disponemos hoy de detalladas revisiones de conjunto de los casos más notorios de delincuencia científica. Por vía de ejemplo, voy a ofrecer los rasgos más esenciales de cuatro de ellos, para ilustrar el amplio espectro de engaños utilizados y de efectos producidos.
Elias Alsabti destacó como plagiario. Era un joven y brillante médico jordano, de familia rica y relacionada con la corte de Amman, cuando llegó a los Estados Unidos en 1977 para perfeccionarse como investigador clínico. Su historia ha sido relatada por Broad. Fueron sus ideas un tanto bizarras sobre el modo de tratar el cáncer, su incompetencia y su tendencia a falsificar datos las que hicieron que fuera despedido silenciosamente de algunos centros en los que empezó a trabajar. Al fin, consiguió ser admitido en el conocido M. D. Anderson Hospital de Houston, Tejas, del que fue expulsado al comprobarse el carácter plagiado de uno de sus artículos. Para entonces, entre los manuscritos que se había apropiado indebidamente en Filadelfia y Baltimore y los artículos que iba plagiando (volvía a mecanografiar el texto entero de un artículo ya publicado, volvía a dibujar las gráficas y colocaba su nombre en lugar de los autores originales), consiguió, en dos años, publicar más de treinta trabajos en revistas de segunda fila de Japón y Europa. Fue admitido a trabajar en otros hospitales, obtuvo un doctorado in absentia en la Universidad Americana del Caribe y, cuando en 1980 se comprobó que toda su lista de artículos publicados era resultado de plagio, y así lo publicó la revista Lancet, respondió que eran los otros autores los que le habían plagiado a él. Finalmente, aclaradas las cosas, tuvo que abandonar los Estados Unidos. El caso de Alsabti, con sus matices cómicos, muestra cuán pasivas o indiferentes pueden ser las instituciones académicas a la hora de ofrecer información sobre la conducta moral de los que en ellas trabajan o han trabajado. Las instituciones optan por el silencio, pues unas referencias crudamente realistas pueden dificultar el verse libre de un científico desaprensivo: no decir nada facilita la tarea librarse de los indeseables.
En caso de Vijay Soman, relatado también por Broad, es ilustrativo, por una parte, de como se puede aprovechar el proceso editorial para apropiarse de trabajos ajenos y, por otra, de como la excesiva confianza en un subordinado sin escrúpulos puede arruinar la carrera de su superior. Éste, P. Felig, un endocrinólogo muy prestigioso, pidió a Soman que evaluara un trabajo de unos colegas con vistas a su publicación. Soman recomendó que el trabajo fuera rechazado, pero se quedó con una copia: el asunto tratado en él le interesaba mucho, pues era su campo de trabajo desde hacía unos años. Mezclando sus propias observaciones con las del artículo robado, preparó un manuscrito que envió para publicar. Curiosamente, como si se tratara de la trama de una novela, el manuscrito fue enviado para evaluar a uno de los autores del artículo robado. Al descubrirse este enredo, se siguieron largas negociaciones sobre prioridades –los directores de ambos grupos eran amigos de la infancia– que fracasaron, evaluaciones de auditores, expedientes académicos: el resultado final fue la expulsión de Soman y la retractación por parte de éste de 12 artículos que contenían datos falsificados (ocho de ellos firmados también por Felig). Estas decisiones se produjeron en el momento en que Felig acababa de aceptar una cátedra en la Universidad de Columbia. Un comité de esta Universidad le recomendó que dimitiera en razón de la “insensibilidad ética” que había demostrado.
Los casos de John Darsee y de Robert Slutsky tienen ciertos rasgos en común y algunas diferencias significativas. Los dos eran jóvenes investigadores clínicos, muy dotados y ambiciosos, que aplicaron su inteligencia a la producción de un masivo currículum de publicaciones. Su dominio de la técnica de escribir, de la capacidad de correlacionar la investigación básica con sus aplicaciones clínicas mediante el dominio de algunas tecnologías de punta, les puso en condiciones de no ser juzgados por nadie, pues ninguna persona dominaba al mismo tiempo todos los métodos que ellos empleaban. Darsee trabajó en el laboratorio del cardiólogo de Harvard Eugene Braunwald, cuya protección se ganó, hasta el punto de que éste no aceptó las primeras acusaciones de fraude que se hicieron llegar sobre su colaborador o les aplicó remedios menores. Le asoció a su equipo en estudios multicéntricos y en el curso de uno de ellos se descubrieron discrepancias inexplicables en los datos aportados por Darsee. Sólo entonces se sometieron los trabajos de Darsee a una investigación seria que consiguió demostrar que gran parte de los artículos que llevaban su firma estaban trucados: no sólo los realizados en Harvard bajo Braunwald, sino los producidos en los centros en que había trabajado antes, e incluso durante sus tiempos de estudiante.
Las condiciones en que trabajó Slutsky fueron diferentes. Se encontró, en la Universidad de California, en San Diego, con que tuvo que trabajar por su cuenta, pues la dirección de su Departamento estaba vacante casi siempre. Además, su trabajo en los límites de varias disciplinas no era fácil de supervisar ni de evaluar. Trabajaba en solitario, a un ritmo trepidante: sólo durante los siete primeros años de graduado publicó 137 trabajos. En el bienio 1983-1984 publicó más de la mitad de ellos (72), es decir, a razón de un artículo cada diez días. Slutsky era generosísimo en la oferta de plazas de autor para sus trabajos, lo cual le ganaba la simpatía de muchos de sus colegas jóvenes. Cuando sus trabajos fueron enviados a una comisión, con vistas a su promoción dentro de la Universidad, se descubrieron algunas discrepancias en los resultados referentes a un mismo grupo de animales. Cuando se le pidió una explicación sobre el particular, dijo que había perdido los cuadernos de laboratorio. Y a la vista de que las cosas tomaban un giro desfavorable, abandonó la Universidad de California en San Diego. La revisión de sus trabajos por un Comité demostró que 12 de ellos eran fruto de la imaginación, 46 contenían falsificaciones y 79 se consideraron válidos.
Para algunos, esos casos tan notorios son sólo la pequeña punta de un enorme iceberg. Broad y Wade han sugerido que por cada caso grave que se publica tienen lugar unos 100.000 fraudes ocultos de diferente magnitud. Stewart y Feder, que examinaron los trabajos de los colaboradores de John Darsee, llegan a la pesimista conclusión de que uno de cada cuatro investigadores hace trampas o se deja inducir a prácticas de mala conducta científica. Cuando se pregunta a quienes se han preocupado de medir con más objetividad la magnitud del fenómeno, se obtienen respuestas mucho más tranquilizadoras. Según Miers, la Oficina de los Institutos Nacionales de la Salud que controla las investigaciones extramurales detecta anualmente unos diez casos de mala conducta investigativa, entre el total de 20.000 proyectos de subvención, lo cual indica que se da un caso de mala conducta por cada 2.000 proyectos. Siendo eso de lamentar, no parece, sin embargo, que el fraude, con una tasa de prevalencia tan baja, vaya a ser capaz de herir de muerte a la ciencia de hoy. Garfield, el notable Presidente del ISI, compara las tasas generales de delincuencia de Estados Unidos con la específica de los científicos y llega a la conclusión de que los científicos muestran una inusitada honradez en comparación con los contribuyentes al fisco, los conductores de automóviles, los beneficiarios del paro o los titulares de pólizas de seguros.
En España, que yo sepa, el asunto no ha sido estudiado. Desconocemos la incidencia del fraude y del plagio. Las trincas de las oposiciones a cátedra eran un escenario, muy cruel e inadecuado, para sacar a la luz pública algunos trapos sucios. Conozco un caso sorprendente de plagio clamoroso, en el que el 85 por ciento del texto de un artículo de revisión fue reproducido literalmente por un grupo de seis coautores que, supongo, se concertaron para perpetrar el delito. Se ha presentado recientemente una denuncia de plagio contra un artículo publicado en Medicina Clínica, pero los autores han sabido salir habilidosamente del apuro. Carecemos de estudios serios sobre el problema. Es tema enormemente difícil de estudiar, hay que reconocerlo, por lo que hay que contentarse con la anécdota ocasional. Tengo, sin embargo, la impresión de que el plagio menor de publicaciones extranjeras está enormemente difundido: basta apreciar la frecuencia de anglicismos léxicos o sintácticos, para darse cuenta de que los autores se “inspiran” textualmente en los trabajos de otros. Creo que está sumamente extendido el delito de la autoría ficticia y de que no ha arraigado entre nosotros un concepto serio de autor. Dada, además, nuestra situación de potencia científica de tercera fila, es prácticamente inevitable esa parasitación sobre la bibliografía médica de fuera.
Algo sobre etiología y patogenia
¿Cuáles son las causas de que los autores sucumban a la tentación de falsificar datos, de inventar resultados, de plagiar los artículos de otros, de multiplicar indebidamente el número de autores?
Obviamente se ha inculpado a ciertos factores ambientales. Son los más estudiados, pero, antes de considerarlos, merece la pena llamar la atención sobre ciertos factores psicológicos, ciertos elementos irracionales, que se inmiscuyen inevitablemente en la acción del científico: el amor propio, la ambición, la misma excitación exaltada ante el resultado positivo naciente o la hipótesis nueva confirmada, el rechazo inconsciente de los resultados desfavorables, la necesidad de derrotar al grupo rival, las supersticiones sobre el momento, el modo, la persona que ha de realizar determinada operación para que salga bien, o la necesidad de trabajar solo, o el complejo del administrador infiel, pero sagaz, que pone cincuenta donde debería decir cien: son todas estas circunstancias que pueden adormecer la vigilancia crítica de las circunstancias y los resultados y favorecer la comisión de errores o fraudes
La patogenia del fraude ha sido apuntada por diferentes autores. Altman y Melcher incluyen entre los agentes causales la presión del publica o perece, la relajación de la disciplina cotidiana del laboratorio, la predilección de los jefes por los resultados positivos y la repugnancia a establecer un sistema, siempre desagradable, de vigilancia. Koshland ha llamado la atención sobre otros factores: el número de individuos que participan en la investigación. Aunque se podría pensar que el autor solitario es más libre para falsificar datos, de hecho, la mayor parte de los delitos observados provienen de grupos numerosos de coautores. La cosa se explica porque, en la bibliografía científica, el autor único es hoy una especie en vías de extinción. Son precisamente los trabajos de varios autores, no muchos, de temática interdisciplinar, realizados a veces en distintos centros, los que se prestan más a la falsificación, porque ninguno de los varios coautores es experto en todos los aspectos de la compleja investigación y uno de ellos puede introducir la falsificación. También el exceso de trabajo, y el exceso de éxito que a veces lleva aparejado, es causa de que los investigadores senior carezcan de tiempo para atender a los muchos proyectos de investigación que tienen en marcha. La falta de contacto habitual, humano, comprensivo, por un lado, y, por otro, la exigencia de resultados conformes con lo esperado o deseado, pueden crear un ambiente muy peligroso y favorable a la falsificación. Hay una obligación moral entre los directores de investigación, señala Koshland, de crear un modo de comunicación que favorezca la sinceridad y la objetividad, donde se hable con igual sencillez de las buenas y de las malas noticias, donde nadie se encuentre aislado y sin apoyo moral en las horas bajas, cuando los resultados se niegan a salir.
Petersdorf, a su vez, piensa que la tendencia a falsificar nace con la salvaje mentalidad competitiva que se instilaba en los Estados Unidos a los candidatos estudiar Medicina, a la excesiva importancia concedida a las calificaciones altas, a la necesidad de ganar por encima de todo: una cultura que favorece el engaño al compañero, el copiar en los exámenes, el usar la mentira para salir adelante. Piensa que otro factor es el gigantesco tamaño de la empresa científica de hoy, que crea un estrato inferior de jóvenes investigadores sin demasiada experiencia pero con empeño por subir a toda costa, que consagra la necesidad de los proyectos de investigación con demasiados coautores, donde la revisión escrupulosa es imposible.
Ciertamente, en el modo de hacerse hoy la investigación hay demasiados factores que favorecen, o que al menos no frenan, la tendencia de unos pocos a falsificar.
Taxonomía de los delitos contra la comunicación científica
Al leer los artículos publicados sobre los fraudes a la comunicación científica, se observa que no existe una taxonomía definida para denominar, clasificar y calificar las faltas cometidas. Tampoco existe, a pesar de los esfuerzos, una calificación jurídica consistente o un modo de aplicar la ley penal a la mala conducta científica. El interesantísimo simposio conjunto de la American Bar Association y la American Asociation for the Advancement of Science, celebrado en Irvine, California, en febrero de 1989, mostró que derecho y ciencia son todavía dos culturas heterogéneas.
Está claro que hay un ancho campo para el error inocente, de buena fe. Hay errores de observación, hay interpretaciones erróneas, desaciertos en el juicio científico. Estas faltas son involuntarias y, hasta cierto punto, inevitables, aunque a veces sea difícil distinguir entre el trabajo relajado que nace de la familiaridad con los métodos, del trabajo negligente o positivamente descuidado; o distinguir entre un juicio pobre y erróneo condicionado por una visión sesgada o inexperta del problema, del lapso serio en el juicio científico condicionado por una interpretación interesada de los resultados.
Me referí antes al tendón de Aquiles que es la preparación, el refinado de los datos para su publicación. Hay ahí una difusa zona fronteriza entre conductas aceptables y prácticas condenables. La cosmética que entonces se les aplica a los datos no puede modificarlos de modo sustancial. Se habla de aderezar, de maquillar, de aerodinamizar los datos, de redondearlos, como de actividades inocentes. Inocentes, hasta cierto punto. No conviene abusar de ellas, pues pueden acercarse demasiado peligrosamente al territorio inético de la poda de datos molestos, del silencio acerca de los hechos inconvenientes, de la cita selectiva de la bibliografía, de redondear los números hacia arriba hasta exagerarlos y de exagerar las conclusiones para que casen con lo previsto, aun a costa de una deformación abusiva y falaz.
Participando de los rasgos del error involuntario y de la manipulación culpable de los resultados está la investigación gravemente sesgada, la que se hace viendo el fenómeno, no desde un puesto de observación extremo, pero legítimo, sino a través de una óptica intelectual aberrante. La observación tarada por el prejuicio lleva al autoengaño y, con él, a la impostura.
Tenemos, como forma principal de los delitos contra la comunicación científica, el fraude, que engloba formas tan diferentes como el plagio y el robo, la piratería, del trabajo ajeno, y la falsificación o invención de datos y resultados.
Hay faltas específicas del proceso editorial: retrasar indebidamente el plazo de evaluación de un trabajo, calificarlo de modo caprichoso, imponer a los autores opiniones propias del revisor, creando así un sesgo más o menos sistemático en el material publicado, y, en particular, no utilizar a fondo el proceso editorial para prevenir la delincuencia en la publicación biomédica.
Y hay faltas específicas del proceso de publicación. En primer lugar, la autoría ficticia, que algunos llaman autoría honorífica, con su efecto perturbador de crear de la nada prestigios prestados, aunque con el riesgo de padecer los perjuicios juntamente con los otros miembros de la “banda”. Una reciente sentencia americana condenó por igual a todos los coautores de un trabajo que había sido falsificado por sólo uno de ellos, en razón de que el figurar en la lista de autores de un artículo convierte a cada uno de los firmantes en garante de la exactitud y fiabilidad de los datos que contiene. En segundo lugar, la publicación repetida, ya sea en la variante de reiterar resultados ya publicados (mismos grupos testigo, grupos de animales de experimentación o de pacientes parcialmente coincidentes, mismos argumentos con las mismas palabras de trabajos anteriores), ya en la de dividir un trabajo en fragmentos y publicarlos en una serie numerada de artículos: es la publicación estratificada o “en salchichón”.
La clasificación y tipificación de las faltas de publicación se está formalizando. Termina por ocurrir en investigación científica lo que sucede en la sociedad civil: sin ley, no hay delito. La publicación de normas de publicación, el interés no sólo por el estilo, sino también por la ética, ir tipificando delitos, declarando inmorales ciertas conductas. El proceso va adelante. El Comité Internacional de Editores de Revistas Biomédicas ha dado normas sobre la conducta a seguir en caso de conflictos de interés, sobre quién es, y quién no es, autor, sobre publicación repetida. Es de suponer que la jurisprudencia irá desarrollando en el futuro una doctrina jurídica de la propiedad intelectual, ahora que ya tenemos en España una ley sobre la materia, la Ley Orgánica 6/1987 (de 11 de noviembre) que, entre otras cosas, crea el Art. 534, bis, a del Código Penal.
No todas las faltas tienen la misma naturaleza ético-deontológica o jurídica. Curiosamente, pueden recibir calificaciones divergentes: lo que es nocivo en el campo de la ética científica puede ser tenido por no punible en el terreno jurídico, y viceversa, lo castigado por ley puede ser casi irrelevante en sus efectos sobre la ciencia. A la afirmación del Comité Investigador de los Institutos Nacionales de la Salud de los Estados Unidos de que el plagio “es una mala conducta tan grave al menos como la descarada falsificación de datos experimentales”, respondió Gordon que, siendo ambos deshonestos y abusivos, la falsificación de datos daña a la ciencia de un modo mucho más grave que el que pueda provocar el plagio. Los datos falsos constituyen un engaño activo, tienden a pasar inadvertidos y sólo pueden detectarse y corregirse con gran dificultad, mientras que el plagio, siendo inexcusable, crea simplemente un eco perturbador, un exceso de los mismos datos. la Ley, sin embargo, castiga el plagio, pero probablemente no se atreverá a hacerlo nunca con los datos trucados.
Procedimientos de investigación, castigo y prevención
La comunidad científica, al hacerse consciente de que en su interior había falsos profetas y traidores de la verdad, comenzó a diseñar y a poner en práctica procedimientos para reprimir la delincuencia de la publicación científica y a establecer directrices para su prevención.
Son varias las instituciones que han propuesto procedimientos para investigar las alegaciones de mala conducta en publicación: algunas Universidades, como la de California en San Diego; entidades estatales que promueven la investigación biomédica, como los Institutos Nacionales de la Salud, de Estados Unidos; o directores de revistas, como el Comité Internacional de Editores de Revistas Biomédicas o Grupo de Vancouver. Como se ve, tales procedimientos se han desarrollado casi en exclusiva en los Estados Unidos, aunque recientemente el General Medical Council británico ha sentado jurisprudencia en una sentencia muy fundada, en la que condenó a suspensión vitalicia a un investigador que falsificó deliberadamente datos en un ensayo clínico sobre el Idaxozan. Es curioso, pero Zylke ha hecho notar que esa política se ha desarrollado en los Estados Unidos, no sólo en razón de que ha sido allí donde se han detectado la inmensa mayoría de los delitos de publicación, sino porque ciertas vicisitudes políticas (Watergate, Irangate, entre otras) convirtieron a la sociedad americana en terreno propicio para la represión de cualquier forma de mala conducta pública. En fin de cuentas, mala conducta pública es también el fraude en las publicación científica.
¿Cual es el contenido de las normas dictadas por esas entidades? Dejando a un lado algunas muy específicas (por ejemplo, las del Grupo de Vancouver sobre Retractación de Resultados de Investigación), lo habitual es que ofrezcan dos partes diferentes: una para guiar la incoación y desarrollo de los expedientes, y la otra para proponer medidas preventivas. Estos son sus elementos básicos:
- La institución debería dar a conocer a sus investigadores cuáles son sus criterios y exigencias de honestidad en la investigación y también qué procedimientos seguir si se presentara una denuncia de irregularidades éticas.
- Los expedientes se instruirán con la máxima prontitud y se registrarán siempre por escrito.
- Si, después de una indagación preliminar, se viera que la denuncia parece estar justificada, se instituirá un expediente en toda regla que sustanciará un órgano instructor formado por personas competentes que no tengan relación estrecha con el científico en cuestión.
- El científico acusado deber disponer de plena posibilidad de contestar a las alegaciones que se le hagan.
- El expediente en su conjunto deber estar protegido por el secreto, de modo que la reputación del acusado no sufra daño hasta que no se haya llegado a la conclusión de que ha incurrido en algún tipo de mala conducta investigativa.
- Si se establece finalmente un veredicto de culpabilidad, deberán ser informadas las entidades que han financiado la investigación y las revistas en que los culpables hayan publicado. Esa misma información se transmitirá a las instituciones académicas y de investigación que pidan referencias sobre el culpable.
- En caso de publicación de trabajos falsificados o plagiados, las revistas deberán publicar en un lugar bien visible una retractación, a la que, por lo demás, se le dará la mayor difusión posible. (El Index Medicus incluye desde 1984 una entrada de Artículos retractados y el servicio Medline de la Biblioteca Nacional de Medicina, de los Estados Unidos, incorpora la calificación de retractados a los artículos, cuando tiene noticia escrita del hecho).
En el documento “El mantenimiento de un alto nivel ético en la realización de la investigación” de la Asociación de Colegios Americanos de Medicina, publicado hace ya ocho años, se recomendaban medidas particularmente duras en caso de culpabilidad demostrada. Además de lo señalado más arriba, solicitaba que todos los artículos pendientes de publicación firmados por el autor fraudulento quedaran bajo embargo y que se diera noticia del veredicto a las revistas en que el autor hubiese publicado anteriormente; que las instituciones académicas tomaran medidas serias contra aquellos cuya culpabilidad hubiera sido demostrada; que si la investigación falsificada se había financiado con dinero público, se pusiera el hecho en conocimiento de los jueces ordinarios; que se diera una nota de prensa para informar al público general del culpable y del delito. Recomendaban también que se tomaran las medidas oportunas para lograr que el autor no pudiera publicar o actuar como evaluador de artículos científicos durante un tiempo determinado.
La Asociación de Universidades Americanas (AAU), que agrupa a más de 50 de las más importantes Universidades de investigación, publicó en enero de 1989 unas normas generales para ayudar a las instituciones a desarrollar sus propios procedimientos para responder a las acusaciones de fraude, plagio y otras formas de mala conducta en publicación. Contienen prácticamente directrices semejantes a las ya descritas, pero añaden algunas aconsejadas por experiencias más recientes. Por ejemplo, para evitar el estancamiento o la paralización de la marcha del expediente establece que las alegaciones deberán ser sometidas inmediatamente a examen, mejor por una comisión, que debería comunicar antes de 30 días al acusado que ha sido objeto de una acusación que parece seria. El procedimiento formal no debería nunca durar más de 120 días. Añade que, si no se encontraran faltas, no se tomarán medidas disciplinarias contra el denunciante y se harán los esfuerzos necesarios para impedir toda represalia o discriminación en su contra. Recuerda que la Universidad tiene la responsabilidad de investigar las denuncias de mala conducta, aun en el caso de que el investigador decida abandonar la institución. Las Universidades no pueden recurrir al fácil expediente de dejar que el investigador se marche sin hacer ruido.
Pero más interesante que la represión es aquí la prevención. Todo el mundo está de acuerdo en que en un campo en el que la propia reputación puede sufrir un daño muy grave, en el que la carrera profesional puede acabarse en un accidente mortal, la prevención es muy importante.
Se ha propuesto que los investigadores jóvenes deben ser seguidos muy de cerca, más que para impedirles que cometan trampas, para enseñarles la buena práctica de la investigación y ayudarles en sus problemas diarios. La investigación debería llevarse a cabo en un ambiente de sencillez, sinceridad y de ayuda mutua, más que de objetivos demasiado ambiciosos, regímenes de trabajo extenuantes, egoísmo o competitividad salvaje. Conviene celebrar sesiones para comentar el progreso de la investigación, crear un ambiente en que se admita como algo natural la obligación de validar los resultados, de confesar las dificultades y los fallos, comunicar inquietudes o insatisfacciones sobre la marcha de los experimentos, discutir los resultados con los cuadernos de laboratorio o de campo a la vista. En fin de cuentas, la colegialidad puede evitar que un colega caiga en la tentación de incurrir en falsificaciones o fraudes. Pero todo esto es insuficiente, como demostraron en diferente medida los casos de Darsee y Slutsky.
Es ya hora de terminar. La ética de publicación de resultados científicos tiene mil facetas, es tema muy importante, en el que hay que progresar mucho, del que debemos hablar con mucha más sencillez y franqueza. Hace pocos años era una eventualidad inexistente o, quizás, un tema tabú. Hoy está en las páginas de las revistas que crean la opinión pública de la ciencia biomédica. El fraude científico, su epidemiología, tratamiento y prevención ha sido ya tratado en varios libros y en extensas revisiones. Más aún: he visto una noticia que anunciaba la aparición, en 1989, de una revista dedicada en exclusiva a recoger trabajos sobre los diversos aspectos de la mala conducta de la publicación científica. Su título es ‘Research: Policies, Audit, and Quality Assurance’, editada por Adil E. Shamoo, Profesor de Química Biológica de la Escuela de Medicina de la Universidad de Maryland, en Baltimore. Del asunto se seguirá hablando.
Quiero hacer mías las últimas y paradójicas palabras de un artículo de Altman y Melcher. Son estas: “Es una ironía que, al despertar la conciencia del público y al avivar la preocupación de la profesión hacia el fraude, William Summerlin, John Darsee, Vijay Soman y sus compinches del fraude científico han hecho a la ciencia una contribución mayor que la que hubieran hecho si hubieran dedicado toda su vida a la investigación honesta”.
No hay mal que por bien no venga. Quisiera que esta intervención mía nos vacunara a todos contra la tentación del fraude. Muchas gracias.
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