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El respeto de la enfermería al paciente y a sus convicciones

Gonzalo Herranz. Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
Ponencia en el I Simposio Internacional de Ética en Enfermería
Escuela Universitaria de Enfermería, Universidad de Navarra
Pamplona, 6-8 de setiembre de 1989

Índice

I. El respeto deontológico de la enfermera

II. Los estratos del respeto en enfermería

Primer estrato: el respeto como trato correcto

Segundo estrato: el respeto al cuerpo del paciente

Tercer estrato: el respeto a las convicciones

III. La práctica del respeto a las convicciones

Bibliografía

Quiero agradecer a las organizadoras del Simposio su invitación a participar en él: aparte de ser un honor, me proporciona la ocasión de tratar de un tema, el respeto al paciente y a sus convicciones, que me atrae mucho. Tengo una opinión muy firme acerca del papel que el respeto juega en la vida moral de los profesionales de la salud1, y me interesan mucho las relaciones entre Deontología médica y creencia religiosa2.

La Ponencia, tal como señala su título, nos enfrenta a tres problemas: El primero es determinar en qué consiste, para una Enfermera, el respeto deontológico. El segundo nos plantea cómo ha de responder la Enfermera a los diferentes niveles de respeto exigidos por el paciente, desde plano más inferior de las cosas externas y materiales hasta el más interior y espiritual de las convicciones. Por último, hemos de atender a la cuestión cómo respetar las convicciones personales del paciente.

Comencemos por examinar la primera.

I. El respeto deontológico de la enfermera

Para la Enfermera, el respeto es, antes que nada, una obligación deontológica, un deber impuesto por las reglas y las tradiciones de la profesión. El Código para Enfermeras del Consejo Internacional de Enfermería declara solemnemente, en su mismo comienzo, que el respeto -en su triple vertiente: el respeto a la vida, a la dignidad y a los derechos del hombre- es inherente a la profesión de la Enfermería y no queda limitado por consideraciones de nacionalidad, raza, credo, color, edad, sexo, política o rango social. Y un poco más adelante, al tratar de las relaciones entre la Enfermera y las personas, añade que, al administrar sus cuidados, la Enfermera respeta las creencias, los valores y las costumbres de cada individuo. Estas ideas son muy ricas en contenido y es lógico que hayan encontrado eco en los Códigos de conducta de muchas Asociaciones nacionales de Enfermería.

Sucede, sin embargo, una cosa curiosa: los mismos Códigos que nos obligan al respeto, no nos dicen nada, o nos dicen muy poco, acerca de la esencia y de las manifestaciones del respeto deontológico. Cuando lo hacen, suelen identificar el respeto deontológico con el respeto de la ética kantiana a la autonomía y dignidad de la persona humana. Eso se debe, a mi modo de ver, a la influencia ejercida por el Código para Enfermeras de la Asociación Americana de Enfermería, en su versión de 1976 con sus Comentarios interpretativos, que ha sido un instrumento de gran eficacia en la transmutación del modelo de relación Enfermera-paciente de la tradición profesional heredada de Florence Nightingale, en la relación Enfermera-cliente de la cultura consumista de nuestros días. No podemos olvidar que la idea kantiana de respeto se presta muy bien para dar apoyo ético-jurídico al autonomismo de la Bioética individualista norteamericana. Pero empezamos a ver claro ahora que, en conjunto, el cambio no ha resultado un gran negocio: hay otras interpretaciones del respeto como actitud ética fundamental más realistas, más constructivas y que retienen muchos de los valores permanentes de la profesión.

Yo prefiero considerar el respeto deontológico como una actitud ética fundamental que empapa la vida moral de la Enfermera. Viene a ser como el sistema nervioso de su vida moral, mediante el cual la Enfermera percibe, integra y responde a los valores éticos de que es titular, por el simple hecho de que es un ser humano, cada uno de sus pacientes. Es obvio que la abundancia y la calidad de las respuestas éticas de la Enfermera dependen del grado en que ésta ha procurado desarrollar su sensibilidad para captar los valores morales que están presentes en sus encuentros con cada uno de sus pacientes y de la intensidad y extensión en que ha ejercitado su capacidad de juicio para sopesar aquellos valores y para tenerlos en cuenta a la hora de tomar sus decisiones. La importancia del respeto se revela de modo muy espectacular cuando se deja de cultivar y se pierde. Su carencia nos vuelve rudos o ciegos, a veces brutales, ante los problemas éticos de la profesión.

El respeto deontológico debe hacernos expertos en percibir los elementos de la dignidad de cada hombre aún bajo las apariencias tan dispares y, a veces, tan empobrecidas en que éste se nos presenta cuando padece bajo la enfermedad o la deficiencia. Si viviéramos sinceramente el respeto deontológico, seríamos interpelados por la dignidad humana del minusválido mental igual que por la del impedido físico, por la del anciano quisquilloso lo mismo que por la del enfermo terminal, por la del paciente crónico no menos que por la del caso urgente. Son todos ellos sin distinción seres humanos, que, independientemente de sus derechos legales, son suprema e igualmente valiosos y dignos. Nada de lo que les pueda faltar, en tamaño, en apariencia, en riqueza intelectual o en plenitud física, nada de eso, incluidas todas sus deficiencias y minusvalías, puede mermar a nuestros ojos su dignidad humana, pues para suplir lo que les falte está nuestra dedicación y nuestro respeto.

Tiene, pues, el respeto deontológico en Enfermería este rasgo específico: ilumina nuestra relación con seres humanos vulnerados, en mayor o menor grado, por la enfermedad. Los profesionales de la salud existimos para ellos. A nosotros vienen, o son traídos, los débiles, los disminuidos, los que temen estar perdiendo el vigor físico, las facultades mentales o la vida misma. Nuestra relación con ellos es asimétrica, con la competencia y la ciencia de nuestro lado; el temor y la debilidad, del suyo. Nuestro oficio es estar en contacto inmediato con su dolor para aliviarlo, con su minusvalía para rehabilitarla, con los riesgos que amenazan su salud debilitada para prevenirlos. Aunque la experiencia nos enseña que la salud para todos es un objetivo inalcanzable y que es utópico aspirar al paradisíaco estado de completo bienestar físico, psíquico y social, esa misma experiencia nos revela que la salud real es, en su imperfección, algo mucho más asombroso, porque es algo mucho más humano: la salud consiste en vivir con limitaciones. A esas vidas amenazadas y limitadas va dirigido nuestro trabajo.

Pasemos a nuestro segundo punto.

II. Los estratos del respeto en enfermería

Intentaré hacer a continuación una descripción, ciertamente incompleta, de las manifestaciones del respeto deontológico de la Enfermera. Pare ello, distribuiré arbitrariamente el material en tres niveles o estratos.

Primer estrato: el respeto como trato correcto

En su nivel más elemental, el respeto es miramiento, consideración. En este sentido, el respeto profesional obliga a la Enfermera a tener con los pacientes y acompañantes, con los médicos y con todos cuantos colaboran con ella en el campo de la salud, una relación educada y correcta. Este respeto, hecho de cortesía y buenos modales, no es simplemente la exteriorización de ciertas convenciones culturales: es, por encima de los altibajos del humor, un modo excelente de manifestar el aprecio que se tiene por los otros. La práctica del respeto es uno de los más valiosos productos del largo proceso educativo al que consagramos tantos años de nuestra vida, proceso que, en el fondo, trata de crear en nosotros la convicción de que los demás, particularmente los más débiles, son importantes. Como la Enfermera suele tratar con seres humanos más o menos debilitados, física o moralmente, por la enfermedad, se comprende la importancia que este respeto cortés ha de tener en su trabajo.

El respeto cortés tiene, en el trabajo de la Enfermera, mil manifestaciones diferentes. Cada una de ellas puede parecer insignificante, microscópica, pero, en realidad, todas están cargadas de un fuerte simbolismo que no podemos despreciar. Las manifestaciones del respeto cortés son un marcador tangible, a nivel colectivo, de la calidad de los cuidados administrados por una institución y definen, de modo indirecto pero fiable, el ambiente ético que en ella se respira.

Al respeto de la buena educación podríamos llamarlo el respeto de las cosas pequeñas. Y todos sabemos que son cosas pequeñas, detalles, lo que más decisivamente contribuye a hacer amable o insoportable la vida al enfermo.

El cuidado del ambiente físico del enfermo es una manifestación de respeto. Por eso, tienen gran relieve y categoría tareas muy materiales y, en apariencia, poco dignificantes, como el aseo de las habitaciones y pasillos, el cambio de la ropa de cama, la lucha contra la de polución ambiental y la suciedad3,4, la eliminación de olores y ruidos molestos. Es importante que las camas sean cómodas para los enfermos, no sólo funcionales para médicos y Enfermeras; que la comida sea apetitosa y servida a una temperatura aceptable; que las instalaciones sanitarias (el lavabo, el inodoro, la ducha) se mantengan limpios, que las toallas se renueven con la debida periodicidad. Todas éstas cosas no son sólo asuntos de higiene o de relaciones públicas: son, ante todo, manifestaciones de respeto.

En las reglas de la ordinaria buena educación puede encontrar la Enfermera inspiración para muchas acciones y omisiones en el trato con las personas. Cuando una Enfermera comprende a fondo qué cosa es el respeto, incluso en este estrato más rudimentario, y procura vivirlo, nada le es indiferente. Y así, el modo de presentarse ella misma (la pulcritud del uniforme, la compostura, el cuidado personal) no es sólo una obligación reglamentaria o contractual, ni sólo muestra de autoestima: es la respuesta adecuada a la dignidad de sus enfermos5. Atender prontamente a las llamadas del paciente y hacerlo con una disposición de escucha y de respuesta a las preguntas o peticiones, tantas veces irrelevantes o caprichosas, contribuye a mejorar la calidad de los cuidados, pero, antes que nada, es una manifestación de respeto hacia quien está más o menos asustado por la enfermedad. Los modales respetuosos con que la Enfermera se dirige a su paciente (llamándole, según los casos, por su nombre o su apellido, absteniéndose de todo tipo de familiaridades o evitando expresiones que tiendan a infantilizar a los adultos, tratando delicadamente y no a voz en grito los asuntos más o menos íntimos) no provienen de la espontaneidad o del temperamento. Son el resultado de equilibrar, con inteligencia y sensibilidad, dos deberes impuestos por el respeto cortés: el de guardar las formas y convenciones sociales y el de tratar con amabilidad, cordialmente6.

La corrección amable que informa el trabajo de la Enfermera tiene, además, un efecto modulador sobre la conducta del paciente, tanto en el hospital como en la consulta ambulatoria. En los últimos años se ha hablado y se ha escrito mucho más sobre los derechos de los enfermos, pero poco sobre sus deberes. Ello se explica por el carácter predominantemente político que, en muchas partes, ha tenido la promulgación de las Cartas del paciente por los respectivos Ministerios de Salud. Conviene que las responsabilidades de los pacientes sean proclamadas con energía similar a la que se pone en declarar sus derechos. A juzgar por la agresividad verbal que ciertos enfermos emplean en su relación con el personal sanitario o administrativo, por el número de pequeños hurtos o de daños físicos deliberados, parece que no cesa de crecer el número de los usuarios cuyo comportamiento queda por debajo de lo deseable para la amable convivencia. El cuidado de las reglas de la educación por parte de médicos y Enfermeras, es, a mi modo de ver, un excelente procedimiento para inducir en los pacientes y en sus allegados una conducta respetuosa para las cosas y para las personas del hospital, el modo más eficaz de decirles que también ellos deben portarse bien. La corrección y la racionalidad que la Enfermera pone en su relación con el paciente suele obtener de éste una respuesta proporcionada de corrección y racionalidad.

Segundo estrato: el respeto al cuerpo del paciente

El cuidado o el descuido de los detalles materiales que afectan al cuerpo del paciente cobran una significación particular, porque, en general, el enfermo, a diferencia del sano, tiene una percepción muy viva y aguda de su cuerpo. El cuerpo del enfermo emite más señales y más trastornadas, hace notar su presencia mucho más intensamente que el cuerpo del sano. Por esa razón, y no sólo por su fisiopatología alterada, estamos obligados a tratarlo con un respeto mayor.

Hay, obviamente, una ignorancia bastante extendida, entre médicos y enfermeras en torno a la significación personal y humana del cuerpo. Saben mucha Anatomía y Fisiología, y eso es fundamental, pero desconocen ampliamente la Antropología del cuerpo. Sólo así se explica que sea tan frecuente en los hospitales hoy el descuido de ciertos gestos que expresan el respeto al cuerpo. Esas omisiones o negligencias son de tipos muy variados, de los que sólo voy a referirme a dos.

El primero es el descuido específico del cuerpo que ya no es vigilado, o lo es poco, por la conciencia que lo habita, tal como le ocurre a ciertos pacientes seniles con sensorio apagado, a los que están en coma o bajo anestesia general. La ausencia de sensibilidad que se da en estos enfermos, su incapacidad de protesta, la anulación de gran parte de sus reflejos de defensa o protección, reclaman de nosotros un mimo particular: hemos de ser para esos pacientes sus cinco sentidos y su cerebro, para sentir y reaccionar por ellos. Cuando trabajaba como patólogo, me daba mucha pena observar en las autopsias un tipo particular de patología yatrogénica: la formada por lesiones (úlceras de decúbito, aspiración de vómito, erosiones laríngeas por cánulas endotraqueales de tamaño excesivo, hemorragias difusas en torno a los puntos de punción venosa, excoriaciones por arrancamiento violento de esparadrapo) que en vida provocaron molestias fastidiosas para el enfermo y que se debían a la negligencia o a desatención de médicos o Enfermeras. Muchas de ella podrían haber sido evitadas con un poco de celo o de respeto por los tejidos humanos. No podemos olvidar que tenemos una obligación casi religiosa de respetar la dignidad física, material, del cuerpo humano, templo del alma y substrato material de la persona. Creo que es este un campo en el que la delicadeza y la competencia profesional de la Enfermera pueden expresarse en una infinita variedad de matices y de servicios. Es necesario, para ello, que la Enfermera se persuada de que en cada paciente que atiende, en cada cuerpo enfermo que cuida, se le confía una vida humana, no en abstracto, sino en una corporalidad irrepetible.

En segundo lugar, hemos de proteger al cuerpo del paciente no sólo del daño físico: hemos de ahorrarle el sufrimiento moral derivado del descuido del pudor. No se puede decir que sea excelente el modo como se protege hoy el pudor en algunos hospitales. No es tolerable que las puertas de las habitaciones permanezcan abiertas mientras los pacientes son explorados o atendidos y su desnudez queda expuesta a la mirada de extraños. Muchos médicos, al practicar el examen físico del paciente, parecen ignorar los sentimientos de éste: toleran, por ejemplo, que la exploración se interrumpa para atender llamadas telefónicas no urgentes o se conceden a sí mismos el placer de una conversación irrelevante con un colega, mientras su paciente, en posición ginecológica, espera. Obviamente, para el médico tal situación está desprovista de intención malévola: ni desea humillar ni hacer sufrir. Pero su conducta es irrespetuosa y revela que su sensibilidad está tan encallecida que ya no es capaz de percibir los sentimientos de los demás. Las Enfermeras deberán jugar aquí su papel de abogadas del paciente y se esforzarán por aplicar tenazmente las normas en las que ha cristalizado el respeto médico al cuerpo desnudo7.

Tercer estrato: el respeto a las convicciones

En las sociedades libres modernas, la protección de las convicciones filosóficas y religiosas de los ciudadanos ha recibido particular atención, tanto en los textos constitucionales de muchas naciones y en sus acuerdos internacionales como en las Declaraciones universales de derechos humanos. La Iglesia ha expuesto su doctrina sobre este punto en la Declaración “Dignitatis humanae” del Concilio Vaticano II.

La Enfermería, en cuanto profesión, reconoce que las convicciones personales del paciente han de ser, por su nobleza y dignidad, objeto de un respeto especial y, lógicamente, los Códigos de Conducta Profesional de la Enfermera proclaman el deber de respetar las convicciones del paciente. Así, el Código para Enfermeras del Consejo Internacional de Enfermería señala el deber, cuyo cumplimiento dé por descontado, que “La Enfermera, al prestar sus cuidados, respeta las creencias, los valores y las costumbres de cada individuo”.

¿Cómo puede la Enfermera manifestar el respeto a esas convicciones mientras administra sus cuidados? De diferentes maneras.

Unas veces, las respetará si, cuando son irrelevantes, como ocurre en sus encuentros con un gran número de pacientes, las ignora, las deja de lado y no invade indebidamente la intimidad personal del paciente. El respeto se manifiesta aquí mediante la abstención respetuosa, que no es negligencia o desinterés, sino una forma delicada de no manosear la intimidad de los otros.

Pero, en muchas otras ocasiones, la Enfermera no podrá respetar esas convicciones si, con la debida circunspección, no hace por conocerlas. Se pone entonces en marcha un proceso complejo, que se inicia con la indagación respetuosa de las creencias del paciente, se continúa con el examen que, en su propia conciencia, hace la Enfermera de cuál ha de ser su respuesta a las convicciones de su paciente; se perfecciona cuando la Enfermera trata con su paciente acerca de los eventuales puntos en conflicto para tratar de encontrar soluciones, para aplicarlas si las hubiera o para abstenerse de actuar, si no las encontrara.

III. La práctica del respeto a las convicciones

Hay, pues, en la práctica del respeto a las convicciones tres momentos o fases: un momento cognoscitivo, una fase de negociación y un tiempo de decisión.

El momento cognoscitivo. La Enfermera que inspira su conducta en el respeto es una persona despierta, con visión para los detalles, por lo que descubre en el curso de su trabajo muchos rasgos de la personalidad de su paciente. Este declara, a veces abiertamente, a veces mediante un lenguaje indirecto, cuál es su actitud ante la enfermedad, cuáles sus creencias y convicciones y también el grado en que desea que se las tenga en cuenta. Otras veces, el enfermo oculta su intimidad y la Enfermera tendrá que explorar con delicadeza cuáles son sus convicciones para, al menos, no herirlas. Ya se ha dicho antes que esta exploración es innecesaria cuando la dolencia apenas roza la superficie de la existencia personal, pero es imprescindible cuando la enfermedad es larga, dolorosa o grave, en particular en un tiempo como el presente en el que ya no todos reconocen unos principios éticos comunes y en el que se tienden a desorbitar las exigencias del autonomismo moral. La situación está muy bien descrita en unas recientes directrices, publicadas en América, uno de cuyos párrafos adapto a nuestro contexto: “... Enfermeras y pacientes proceden a menudo de culturas diferentes y difieren en sus conceptos e ideas acerca de la naturaleza del problema y de lo que desean alcanzar. La atención al enfermo y la satisfacción de ambas partes quedan mejor servidas si la Enfermera y el enfermo no rehúsan hablar abiertamente de sus preocupaciones y expectativas”8.

Para adentrarse con seriedad, responsablemente, en la interioridad de su paciente y para que sea válido este mayor grado de personalización de su relación con él, la Enfermera necesita poseer ciertos conocimientos sobre las convicciones de la gente. No está obligada la Enfermera ser una experta en religiones comparadas o en folclore médico. Pero le conviene conocer los factores culturales y religiosos dominantes en su entorno y que tengan relación con la salud o la enfermedad; no puede descuidar negligentemente su obligación de saber algo sobre las costumbres y creencias de sus pacientes, pues ello forma parte de su competencia profesional. No faltan hoy, por ejemplo, fuentes de información sobre las implicaciones médicas de las distintas creencias religiosas9.

Fase de negociación. En la inmensa mayoría de los casos, no se plantean conflictos entre los cuidados de Enfermería que han de aplicarse y las convicciones del paciente. Se da una espontánea coincidencia de objetivos que lleva a una cooperación sin conflictos. Si éstos surgieran, deberá abrirse cauce a una negociación sincera y abierta. Será bueno muchas veces contar con la colaboración de un sacerdote o ministro del credo del paciente, para que le ayude a discernir qué es lo que impone la práctica religiosa y qué es resultado de la superstición o de la ignorancia. Por su parte, nunca el Médico y la Enfermera abusarán de su posición de poder y se abstendrán sin necesidad absoluta de convertir una determinada maniobra técnica en un absoluto moral. No olvidarán que, en general, toda situación clínica es, por su propia naturaleza, tentativa y provisional, y exige modificaciones y tanteos continuos para que la relación Enfermera-paciente llegue a ser un éxito. Para que tal negociación sea deontológicamente correcta, ambas partes deberán mostrar con claridad, pero sin arrogancia, sus respectivos puntos de vista, han de considerarlos reflexivamente y con ponderación y distinguirán entre aquellos elementos que, para una y otra parte, son negociables y aquellos otros que son intangibles.

Tiempo de decidir. Llegado el momento de adoptar decisiones, éstas se toman en la inmensa mayoría de las situaciones clínicas por mutuo acuerdo o consenso. Las convicciones personales del paciente y las propuestas de decisión del médico o la Enfermera concuerdan entonces, no por simple casualidad o adaptación, sino por una alianza. Conviene no olvidar que las creencias religiosas del enfermo pueden jugar un papel positivo muy importante en el modo como cuida él de su salud y como sobrelleva la enfermedad y la vejez y en facilitar la relación entre el enfermo y quienes cuidan de él10, 11.

Deontología del desacuerdo educado. Pero de hecho no faltan algunas ocasiones en las que las creencias o las convicciones del paciente entran en conflicto o son incompatibles con las intervenciones propuestas por el médico o la Enfermera. Ello es algo inevitable en la sociedad pluralista de hoy. Conviene, por tanto, aprender a hacerles frente.

La fenomenología de esos conflictos es bien conocida. Suelen producirse con mayor frecuencia en áreas morales polémicas o donde la afirmación de la propia autonomía cobra una significación particular: intervenciones sobre la reproducción (esterilización y contracepción, aborto, reproducción asistida) y sobre la conducta (neurocirugía, determinadas formas de psicofarmacología), pero también con ocasión de observar ciertos preceptos religiosos (rechazo de transfusiones de sangre, rituales de ayuno, exclusión de alimentos o productos procedentes de ciertas especies animales, limitaciones impuestas por el ambiente hospitalario al cumplimiento de algunas prácticas rituales). No faltan ocasiones en que la adherencia a ciertos mitos o ideologías es tan fuerte que los pacientes o sus tutores rechazan el oportuno tratamiento médico de la enfermedad, para fiar su curación a ciertas oraciones, ritos o manipulaciones.

Muchos de estos problemas, aunque de entrada puedan parecer insolubles y no tener otra salida que la ruptura de la relación entre médicos, Enfermeras y pacientes, deben ser examinados cuidadosamente, para discernir hasta dónde todos los implicados pueden caminar juntos sin lesionar sus convicciones. Hay una obligación ética de respetar, en caso de conflicto, las creencias de quienes tienen otra religión u otra concepción del mundo y de acceder a sus exigencias atendibles. Nunca un médico o una Enfermera pueden negarse a ceder en lo que no repugne a la razón ni a su conciencia respetuosa para sí y para los demás.

Sucede, sin embargo, que por mucho que amplíe su capacidad de comprender a los pacientes y que quiera responder a sus exigencias, la Enfermera se verá en situaciones difíciles, pues no le será posible acceder a ciertas demandas de sus pacientes o del médico con quien trabaja sin abjurar de algunas convicciones, científicas o religiosas, que tiene por inalienables. Surge así la objeción de ciencia o de conciencia. La Enfermera es una persona moral a la que ninguna potestad humana, administrativa o profesional, le puede forzar a actuar en contra de sus convicciones. Por fuerte que sea la presión ejercida por la autoridad sanitaria, por el médico, por el paciente o los allegados de éste, la Enfermera no puede ceder ante exigencias que, después de madura reflexión moral, juzga irracionales o que contradicen sus auténticas creencias.

Hay grupos o sectas que entre sus ritos o preceptos incluyen prácticas que repugnan a la razón. Existen tradiciones o supersticiones degradadas, contrarracionales, ante las que la Enfermera no puede ceder, pues desbordan lo que a su juicio y a juicio de personas razonables y prudentes, puede concederse en obsequio de la autonomía de las personas. Muchas de esas prácticas hacen daño al enfermo o le impiden recibir los cuidados necesarios para recuperar la salud. El enfermo se adhiere a ellas de modo encarnizado, no por su valor intrínseco, sino por su carácter diferenciador frente al resto de la sociedad. Eso les confiere un valor decisivo e innegociable, que fanatiza a los que las profesan y les impermeabiliza a los argumentos racionales.

Algunos grupos de pacientes pueden ser fáciles víctimas de estos fanatismos. Los niños son uno de ellos. El Comité de Bioética de la Academia Americana de Pediatría ha publicado no hace mucho una Declaración sobre las exenciones religiosas (yo diría pseudoreligiosas) a la legislación sobre abuso infantil, para alertar a los pediatras sobre los casos de niños seriamente enfermos, cuyos padres no buscan el beneficio de los tratamientos médicos de eficacia contrastada, sino que confían más en ciertas prácticas rituales o mágicas12. Se entremezclan en estas situaciones, y de modo muy complejo, cuestiones culturales, éticas, jurídicas y políticas, tales como el derecho del niño a la salud, la libertad ideológica de las personas, la obligación de proteger a los más débiles, el derecho de los padres a decidir libremente en favor de sus hijos, etc. Otro grupo fácilmente manipulable es el formado por pacientes con dolor o incapacidad crónicos que van a buscar en las llamadas medicinas paralelas no ortodoxas un suplemento o un sucedáneo para los tratamientos poco satisfactorios que reciben de la medicina científica.

En cualquier caso, estas situaciones de desacuerdo deberán ser tratadas con corrección. Llegados a una situación tal, la Enfermera y su paciente deberán romper educadamente, practicarán el desacuerdo educado. No es conforme a la Ética del respeto que Enfermera o paciente añadan al desacuerdo el insulto. Tratando precisamente de la situación de incompatibilidad entre los puntos de vista del médico y del paciente con respecto a las medicinas no ortodoxas, el Manual de Ética del American College of Physicians describe muy adecuadamente el clima respetuoso del disenso educado: “(la enfermera) ... deberá aceptar la decisión (del paciente) con paciencia y compasión, pero no podrá participar en tal tipo de tratamiento. También (ella) es un agente moral. No se le puede exigir que viole su propia conciencia. No puede acceder a hacer cualquier cosa que desee el paciente, en particular cuando va en contra de las convicciones morales (de la Enfermera)”. Para que quede claro que la ruptura no es con la persona, sino con la práctica inaceptable en conciencia, la Enfermera no dejará de indicar a su paciente, o en su caso al médico, que está dispuesta a reanudar la relación profesional en todo el amplísimo campo de lo que no repugna a su conciencia.

A medida que la Ética del respeto vaya empapando las relaciones profesionales, irá enriqueciéndose la sensibilidad ética de los pacientes y de quienes cuidan de ellos. Por lo que se publica, se tiene a veces la impresión de que en los hospitales o los consultorios médicos se está librando continuamente una dura confrontación entre el autonomismo del paciente, el paternalismo del médico y el maternalismo de la Enfermera. Los distintos aspectos de la relación tripolar paciente-Enfermera-médico han sido ya analizados en mayor o menor medida, tanto teórica como empíricamente13. Pero no podemos olvidar que la sola caracterización y refinamiento de los datos no significa necesariamente la solución del problema. La respuesta válida a ese permanente conflicto ha de buscarse en la conciencia bien formada y respetuosa de los que componen el equipo de salud, en la reflexión madura que tenga en cuenta las justas aspiraciones del paciente, en la fuerza inspiradora de la tradición deontológica, en una saludable noción de la latitud de las soluciones morales rectas y en la tolerancia para lo que exigen las convicciones racionales de quienes participan en la toma de decisiones. Para que la conciencia pueda desempeñar de modo insobornable su papel de árbitro, es necesario que cada uno afine tenazmente su sentido de lo justo, implícito en la ética del respeto a los demás14 y en la obligación de practicar el bien15.

Según una opinión ampliamente diseminada, la obligación de justicia y el deber de beneficencia son, junto con el reconocimiento de la autonomía, los principios básicos de la Ética Biomédica contemporánea. Si aplicáramos esos principios con sinceridad, es decir, si no los interpretáramos en clave utilitarista, no nos sería difícil descubrir que el respeto a las convicciones del otro tiene una dimensión caritativa. Pues, por una parte, respetar no consiste sólo en no interferir, en mantenerse al margen, en aceptar al hombre como un fin en sí mismo y en no degradarlo a la condición de medio, tal como lo exige la ética kantiana. Respetar es, además de todo eso, honrar, venerar y servir al hombre en su dimensión trascendente de imago Dei. Ese respeto a la hechura de Dios en cada hombre nos llevará, en ocasiones, a cuidar del paciente más de lo que él, en las circunstancias críticas de la enfermedad, puede cuidarse a sí mismo y a constituirnos en respetuosos guardianes de su autenticidad, esto es, de su capacidad, debilitada o suspendida por la enfermedad, de obrar en conformidad con sus genuinas y profundas convicciones. No hay aquí usurpación de la autonomía, pues ser fiel a sí mismo, ser auténtico es un elemento esencial de la práctica de la autonomía16, 17. No sería autónomo, porque no sería auténtico, quien, fuera de la circunstancia extraordinaria de una conversión, hace una elección que contradice las convicciones más profundas que hasta entonces ha profesado, las que forman el núcleo de su personalidad moral.

Lo que precede tiene consecuencias importantes para nuestra conducta. Si, como entre nosotros es lo habitual, el encuentro Enfermera-paciente se realiza en el terreno de las convicciones comunes y una y otro comparten una misma fe religiosa, sería hipócrita por parte de la Enfermera que no facilitara al paciente la fidelidad a esas convicciones y no facilitarla en la medida proporcionada a la superación de la crisis humana que es toda enfermedad. Como señala el Fundador de nuestra Universidad, “la caridad cristiana ... se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador”18. Pienso que hay ahí un campo muy extenso para la cooperación respetuosa entre Enfermera y paciente.

Bibliografía

(1). Herranz G. El respeto, actitud ética fundamental en Medicina. Pamplona: Universidad de Navarra, 1985.

(2) Herranz G. Deontología médica y creencia religiosa: entre la alianza y el conflicto. En: Vilardell F, ed. Ética y medicina. Madrid: Espasa Calpe, 1988; 67-80.

(3) Anónimo. Dirty Hospitals. Editorial. Lancet 1985;2:679.

(4) Rabkin MT. Etiquette: preaching and teaching. JAMA 1988;260:2562-3.

(5) Rothschild H, ed. Medical conundrums: Dress Codes: Are they appropriate for medical education? Am J Med Sci 1989;297:265-70.

(6) King LS. “Hey you!” and other forms of address. JAMA 1985;254:266-7.

(7) Kass LR. Toward a more natural science. Biology and human affairs. Nueva York: The Free Press, 1985;236-40.

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(11) Koenig HG, Bearon LB, Dayringer R. Physician perspectives on the role of religion in the physician-older patient relationship. J Fam Pract 1989,28:441-8.

(12) Committee on Bioethics, American Academy of Pediatrics. Religious exemptions from child abuse statutes. Pediatrics 1988;81:169-71.

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(15) Pellegrino E, Thomasma DC. For the patient's good. The restauration of beneficence in health care. Nueva York: Oxford University Press, 1988.

(16) Miller BL. Autonomy and the refusal of livesaving treatment. Hastings Cent Rep 1981(4);11:22-8.

(17) Brody B. Autonomy revisited: progress in medical ethics: discussion paper. J Roy Soc Med 1985;78:380-7.

(18) Escrivá de Balaguer J. Es Cristo que pasa. Madrid: Rialp, 1973: 162.

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