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El progreso científico desde una perspectiva ética. El remedio y la enfermedad

Gonzalo Herranz, Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
Conferencia pronunciada en el Centro Cultural Ibercaja, Huesca, 12 de enero de 1990.

Índice

I. Ambigüedad del progreso técnico

II. Imperativo tecnológico y ética

a) Virulencia de los microorganismos

b) Prevención del SIDA

III. Conclusiones

Quiero, lo primero de todo, agradecer al Centro Cultural de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Zaragoza, Aragón y Rioja, y de modo especial a su Directora, Doña María Teresa Arroyo, su nueva invitación de venir otra vez a esta casa. No pude decirle que no, a pesar de mi propósito de restringir al máximo las salidas fuera de Pamplona. Pero el hecho es que estoy aquí y muy contento.

I. Ambigüedad del progreso técnico

Mi propósito de esta tarde es muy sencillo. Quiero sembrar en la mente de todos ustedes, en especial en la de los jóvenes universitarios, una idea: que es necesario interrogarse acerca de la significación ética de los avances científicos. Cada vez será menos disculpable abstenerse de sopesar cuáles son las consecuencias que para los valores humanos y morales tiene eso que suelen llamarse los logros de la ciencia y del progreso tecnológico. Es decir, no podemos eludir la cuestión de calcular cuánto nos cuesta en libertad, en dignidad, en respeto de unos para otros, cada uno de esos avances.

Este planteamiento puede parecer, de buenas a primeras, un poco exagerado, casi el resultado de una visión pesimista y acobardada ante el futuro. Y, sin embargo, no lo es.

En primer lugar, la actitud crítica ante la ciencia es compatible con una adhesión positiva y agradecida hacia ella, en virtud de los inmensos beneficios que nos ha proporcionado. Más aún, por justicia, estamos obligados a esa adhesión. Creo que somos una mayoría abrumadora, por no decir que todos, los que tenemos hacia el progreso científico esa lógica disposición favorable, incluso entusiasta. Nos hace vivir muy bien y de asombro en asombro. Un nuevo modelo de ordenador personal, ante cuyas prestaciones hemos de frotarnos los ojos porque no nos las creemos; o la revolución que se prepara gracias a los recientes descubrimientos sobre superconductores, que quita el sueño a investigadores y a capitanes de empresa; o el diseño de nuevas vacunas mediante ingeniería genética, tan astutamente aplicada que uno se queda sonriendo horas admirado de hasta dónde está llegando el ingenio humano: todas estas cosas nos hacen vibrar y sentirnos afortunados de haber nacido a tiempo de presenciar tantos portentos. Una de las razones para querer seguir viviendo y perderle el miedo a la vejez es el convencimiento de que a un paso, a la vuelta de la esquina del tiempo en que vivimos, nos encontraremos con maravillas que la ciencia, esa hada madrina de nuestra época, habrá hecho brotar con su varita mágica. Son ya muy pocos los que conservan todavía la nostalgia de las “cosas de antes de la guerra”, que añoran los viejos tiempos. Somos una inmensa mayoría los que miramos confiadamente adelante y que asumimos habitualmente esa actitud típicamente progresista de esperar que todo irá mejor, que el futuro nos reserva muchas buenaventuras.

Pero no faltan razones para pensar que no todo es de color rosa. Ese mismo progreso, tan eficaz y sorprendente, nos da algunos sustos de vez en cuando. Nuestra habitual y justificada confianza en el progreso científico se ve sacudida, a veces, y debilitada por noticias que nos sobresaltan.

Y, así, por ejemplo, nos enteramos de que los neurocirujanos se han puesto en todas partes a trasplantar en el cerebro de algunos pacientes células nerviosas inmaduras tomadas de embriones humanos, sin que esta decisión tenga una base científica sólidamente comprobada. Ha habido que establecer un alto a nuevas intervenciones, que muchos han querido hacer para demostrar que ellos también estaban a la última, eran capaces de realizarlas. Operados unos cuantos centenares de casos, no está claro todavía si el trasplante de tejido nervioso embrionario reporta algún beneficio o actúa como un placebo, muy costoso en términos económicos o éticos.

Nos enteramos que, ante la necesidad de hacer lo que sea para aliviar la angustia causada por la evolución fatal del SIDA, algunos gobiernos o agencias públicas han derogado los requisitos de seguridad que se exigen para autorizar la administración al hombre de vacunas y medicamentos, corriendo de ese modo riesgos que no han podido ser calculados. Durante años, las instituciones médicas y farmacéuticas han estado limpiando nuestras boticas de productos de eficacia nula o positivamente nocivos y establecieron los mecanismos para que todo nuevo medicamento viniera recomendado por exigentes controles de seguridad. Ahora, aprovechando el boquete que en el sistema ha abierto la urgencia de tratar el SIDA con lo que se tenga a mano, ¿no podrán colarse en nuestras farmacias agentes de eficacia más que dudosa contra el cáncer, por ejemplo? Eso sería una tremenda regresión.

Buena parte de estas informaciones alarmantes se publican sólo en las revistas científicas, leídas de ordinario por un público muy restringido. Pero no faltan tampoco en los periódicos que todos leeemos noticias que nos hablan de la inseguridad de tales tipos de centrales nucleares, o de la contaminación de los alimentos por aditivos y conservadores que dañan nuestras células o causan cáncer, o de las críticas que, desde sectores ecologistas, nos recuerdan que los problemas de degradación del medio siguen como la sombra al cuerpo a toda utilización más activa de los recursos naturales. El crecimiento del número de los que en los países avanzados dan su voto a los Verdes viene a significar que aumenta el número de los que están bastante escamados por el precio que hay que pagar por el progreso tecnológico.

Hay, en efecto, algunos motivos para sentir una razonable inquietud. Pero no son quizá esos accidentes o imprevistos de lo que debemos preocuparnos. Esos percances sirven, de ordinario, de grito de alarma para tomar las precauciones debidas y evitarlos en lo sucesivo. Está en la naturaleza del hombre el aprender ciertas cosas solo como escarmiento.

Los problemas que deben preocuparnos, me parece a mí, están hechos de otros materiales. Los problemas que justifican, no una actitud recelosa, sino una consideración serena y crítica, son los que provienen de la posibilidad, inmediata y tangible, que tenemos ya hoy, con los instrumentos que nos ha dado el progreso científico, de manipular al mismo hombre: hoy podemos producir seres humanos en el laboratorio para destinarlos a vivir o para sacrificarlos en aras de la investigación; seleccionarlos mediante la aplicación de sondas génicas, para permitir la vida de los que superen las pruebas de calidad y destruir los que son estigmatizados como no deseables; podemos, mediante el manejo de ciertas drogas, enloquecerlos para castigar su disidencia política o gratificarles con un paraíso de placeres psicofarmacológicos.

Nada, o muy poco, se sabía de ésto hace unos años. El progreso científico, está claro, es un vehículo de formidable cilindrada y enorme versatilidad. Según quien se ponga al volante de la máquina, ésta se dirigirá a un sitio u otro. Y, en su rumbo, podrá respetar al hombre y servirle o podrá atropellarle. El progreso, con todas sus maravillas, es ciego. Mejor, es ambiguo: es instrumento y causa de incontables beneficios, pero también puede serlo de dominio y destrucción.

II. Imperativo tecnológico y ética

Hemos de preguntarnos porqué ésto es así, cuál es la razón de que el progreso sea ambiguo. El año pasado, en un Congreso médico celebrado en un país escandinavo, un teólogo luterano fué invitado a ofrecer a los participantes unas consideraciones éticas sobre un tema fascinante: el tratamiento prenatal de los fetos con alteraciones del desarrollo del sistema nervioso. Empezó su conferencia recordando unas palabras pronunciadas por el Presidente Kennedy: “Si alguien pregunta por qué queremos ir a la luna, la respuesta es sencilla: porque podemos. No hace falta ninguna otra respuesta”. Estas palabras, a los ojos de nuestro teólogo, representan la culminación de un proceso que se inició, 300 años antes, cuando Francis Bacon declaró que la razón humana, gracias a la nueva lógica, alcanzaba la mayoría de edad. La razón quedaba emancipada para emprender por propia cuenta el mejoramiento del mundo y el despliegue de su poder sobre la naturaleza. Para Bacon, la caída de Adán había supuesto la pérdida tanto de su estado de inocencia como de su dominio sobre la creación. La vida de la humanidad desde entonces, pensaba el canciller de Jacobo I de Inglaterra, es la historia de los intentos de reparar esas dos tremendas pérdidas: la pérdida de la inocencia mediante la religión, la pérdida del dominio del mundo con la ayuda de las ciencias y los oficios.

Pero las optimistas previsiones de Bacon han resultado fallidas. Hay sobradas pruebas de ello: la más elocuente es el dominio de algunos hombres sobre la energía nuclear. Conviene recalcarlo bien: el problema no es tanto que se haya logrado la liberación de la energía atómica. Lo preocupante es que sean sólo unos pocos hombres los que son dueños de la situación. Nosotros no pintamos nada en ello. La inmensa mayoría de la gente vive olvidada de la magnitud de la amenaza de holocausto nuclear que pesa sobre todos nosotros. Nos bastan unos segundos de reflexión para concluir que la respuesta a la cuestión: “Si alguien preguntara por que acumulamos armas nucleares”, no puede ser: “porque podemos. No hace falta ninguna otra explicación”. Hacen falta muchas explicaciones.

Esta, y otras muchas situaciones, nos muestran de modo evidente que el imperativo tecnológico -es lícito moralmente hacer aquello que es posible hacer físicamente- es una fuente de desventuras, aunque se trate de disimularlo bajo apariencias de progreso indiscutible.

No es necesario insistir en el tema y hacer un inventario de amenazas desgraciadamente ligadas al progreso. Ya dí hace un momento un pequeño muestrario. Prefiero detenerme un momento a considerar las causas de esta situación y los remedios que podemos aplicarle. La ciencia es ciega para los valores éticos. Las ciencias naturales no pueden ser el cimiento sobre el que pueda construirse una Ética ni siquiera una Biosociología: no puede dar fresas el manzano.

A mi modo de ver, para dar una explicación de la ceguera del progreso científico para los valores o los disvalores morales podemos partir de la frase de Bacon citada antes. Él habla de la doble pérdida del Paraíso: el extravío de la inocencia y la amisión del dominio sobre la naturaleza. Cada una tiene su remedio específico: una, la religión y la otra, la ciencia. Pero es evidente que él y los que le sucedieron en el cultivo y aplicación de las ciencias se preocuparon más de recobrar el dominio sobre las cosas, que es de donde ha venido el progreso material, que de reinstaurar el orden dentro de su conciencia y reconocer que hay cosas que son primero y otras que vienen después. Han estado los científicos tan absorbidos por su trabajo de desmontar, analizar y recombinar, que no les ha quedado tiempo para emplearlo en reconquistar la inocencia, empezando por la suya propia. Es decir, al descuidar la tarea primordial de aprender a no hacer daño, que eso quiere decir inocencia, la capacidad de juicio moral de muchos cultivadores de la ciencia se ha atrofiado. Pero, entonces, y en proporción directa a ese descuido, la aventura de dominar la naturaleza va dejando de ser una ventaja unívoca y se convierte en algo ambiguo, en un árbol que da frutos dulces y amargos.

No es fácil convencer a colegas muy inteligentes de que las ciencias naturales sin la guía de la Ética andan perdidas, sin orientación; de que el científico, si no quiere extraviarse, debe preguntarse insistentemente por el sentido último de las cosas que hace y que aplica. Muchos de ellos declaran que su credo es la ciencia, pero, al parecer, su fe no parece más ilustrada que la del carbonero. Están ingenuamente persuadidos de que, en el siglo XX, la ciencia ha ganado la partida a la religión en todos los campos en que se han enfrentado. Si se trata de hacer maravillas, nos dicen, ahí están tantas enfermedades vencidas; ahí la genuina multiplicación de los panes que es la revolución verde; ahí el milagro de la informática. Si el propósito de la religión es reunir a todos los hombres en una comunión y fundirlos en una unidad, ahí están, entre tantos productos del progreso, las Agencias de noticias o de viajes que han convertido al mundo en un pañuelo, o la CocaCola o miles de millones de telespectadores contemplando los Juegos Olímpicos. Lo verdaderamente importante es, sin embargo, saber si la ciencia es mejor que la religión a la hora de prepararnos para llevar una vida moral intensa y abundante, no relegada al fondo de la mente, sino presente en cada momento en que nos relacionamos con las cosas o con las personas.

Se puede responder a esta pregunta sobre la capacidad relativa de la Ciencia o la Religión para elevarnos moralmente diciendo que, por fortuna, las cosas van cambiando para bien, pues, en los últimos años, la Ética y sus representantes -los teólogos, los filósofos y los profesionales de la Bioética- han irrumpido con mucha fuerza en los laboratorios de Universidades e Industrias, en los hospitales y en los gabinetes de Sociología, en los Ministerios y en las Fundaciones que financian la investigación. Es cierto. Pero, insisto, la Ética es la gran ausente. La preocupación por ella ni es suficientemente fuerte ni extensa. Voy a aducir un par de ejemplos de hoy mismo, con el propósito de poner en carne viva la sensibilidad de todos.

a) Virulencia de los microorganismos

Muchas semanas, en la última página del British Medical Journal aparece un artículo de la serie Scientifically Speaking que firma Bernard Dixon. El artículo que apareció en un número reciente comentaba un Simposio Internacional celebrado en Zurich sobre Seguridad en Biotecnología. El Simposio reunía a científicos y filósofos para estudiar juntos algunos asuntos de interés público, de esos que suelen escapar con demasiada facilidad a la atención de los “expertos de mente estrecha”.

El Simposio, en opinión de Dixon, fracasó rotundamente. Los filósofos hablaron de filosofía, sin aterrizar en un terreno familiar para los biólogos, mientras que éstos hablaron, con la infinita capacidad para los detalles pequeños que les caracteriza, de la contaminación de los tanques biorreactores, de medidas de seguridad en los laboratorios de experimentación con DNA recombinante y de cosas así. Pero, al parecer, no se produjo el deseado encuentro de unos con otros, no se llegó a discutir sobre los aspectos éticos del problema, que era el propósito que había inspirado la reunión.

Ahora viene el ejemplo: cuenta Dixon el asombro que provocó la comunicación de un grupo alemán que ha esclarecido los factores que gobiernan la virulencia de la Escherichia coli. En un trabajo fascinante, han revelado como estos gérmenes, habitantes ordinarios y pacíficos de nuestro organismo y del de muchos otros animales, se vuelven rabiosamente agresivos y causan enfermedades muy serias cuando coinciden ciertos factores de patogenicidad mediados por genes. Los investigadores del grupo de Würzburg han podido clonar algunos de esos genes y han conseguido convertir en su laboratorio, gracias a las precisas herramientas con que cuentan hoy los biólogos moleculares, en agresivas y virulentas las que antes eran inocuas cepas de E. coli. La cosa parece funcionar de maravilla. Está abierto el camino para que los hombres de laboratorio puedan producir gérmenes terriblemente agresivos e, incluso, añadirles genes productores de toxinas mortíferas.

Pues bien, lo que sorprendió a Dixon es que ante este asombroso, y alarmante, descubrimiento, nadie en Zurich hizo sonar la alarma. Estamos ante una extraordinaria omisión: ni una palabra, en el curso de las discusiones del Simposio ni en las Actas publicadas, acerca de las posibles consecuencias de trabajos de este tipo para el odioso oficio de la guerra biológica. Nadie allí parecía preocupado por una amenaza, en comparación de la cual son una chapuza de aficionados las bombas cargadas de Yersinia pestis, el agente productor de la peste bubónica, que los laboratorios de guerra biológica prepararon en los años 60. El ambiente de distensión internacional que ahora felizmente estamos viviendo puede aliviar muchos de nuestros miedos y alarmas. Dios quiera que dure y se consolide y que culmine en la destrucción de esos productos aberrantes de la investigación científica que son tanto las armas convencionales como las químicas, biológicas o termonucleares. Pero, qué difícil va a ser impedir que el odio desaparezca y, con él, el empeño de utilizar la ciencia como instrumento de dominio y destrucción.

Vuelvo al ejemplo de Dixon. La indiferencia de esos científicos -todos ellos univerisitarios, académicos puros, no a sueldo de la industria o de la política- hacia las consecuencias de sus estudios; su campo de visión casi unidimensional y su empeño en extender los conocimientos, desentendiéndose de sus consecuencias para el hombre, es una muestra de la disociación, tremenda y alarmante, que existe entre la capacidad de dominar la naturaleza que tienen los magos de la manipulación genética (hoy con las bacterias, mañana con el hombre) y su rudimentaria preocupación por recuperar la inocencia, por limitar su capacidad de hacer daño. Este ejemplo muestra, además, cuán frecuente es entre los científicos el olvido, probablemente no intencionado, de los valores éticos. En él incurre el investigador atento sólo a los problemas que pueden resolverse en la mesa de su laboratorio.

Pero hay episodios que nos llevan a sospechar que no sólo hay indiferencia o descuido ante la Ética: hay también hostilidad contra ella. Por razones no fáciles de comprobar, muchos funcionarios de los Ministerios o Agencias internacionales de Salud procuran eliminar deliberadamente toda consideración ética en la aplicación de los progresos científicos. Nada que no sea validado científicamente, nada de lo que no poseamos pruebas controladas y contrastadas, puede ser aplicado en nombre de la ciencia. Siendo la Ética algo discutible e incierto, no puede ser objeto de recomendación. Se da, a veces, tal obsesión por excluir toda consideración ética “moralizante”, tal prejuicio a favor del neutralismo ético, que quienes dirigen la política científica se impiden a sí mismos llegar a conclusiones biológicas sensatas. Veámoslo con un segundo ejemplo.

b) Prevención del SIDA

Aunque ahora se habla menos de ella que hace dos o tres años, la gente sigue bastante asustada por la epidemia del SIDA. Cuando, ante la falta de vacunas protectoras o de remedios terapéuticos y ante el carácter mortal de la enfermedad, los científicos y, bastante después, los políticos percibieron las dimensiones amenazadoras de la epidemia, decidieron algo muy razonable: promover grandes campañas de información y educación sanitaria, cosa que, en principio, es excelente. Pero impusieron el requisito de que tal educación no puede ser moralizante. Cierto que a nadie que esté en sus cabales se le ocurre pensar en serio que el SIDA es un castigo del cielo para la conducta inmoral de sus víctimas o una represalia de la naturaleza contra los que pervierten el orden natural. La gente, todos, sin distinción, enfermamos a causa de nuestros genes, de microorganismos que nos atacan, de sustancias que ingerimos o inhalamos y de cosas por el estilo. Desde el punto de vista ético, la enfermedad, cualquier enfermedad, puede ser un acontecimiento irrelevante o puede ofrecérsenos como algo que domina por completo nuestro existir. Y entonces, puede ser ocasión de superación o de degradación moral.

Pero una cosa es rechazar la peregrina idea de que el SIDA sea un castigo de la Naturaleza para vengarse del permisivismo moral y otra cosa, igualmente irracional, es negarse a reconocer que la promiscuidad sexual no sólo puede ser juzgada por muchísima gente como moralmente mala, sino que es, además y sobre todo desde el punto de vista que ahora nos interesa, es biológicamente pésima, epidemiológicamente desastrosa.

Richard V. Lee, cuyas habituales colaboraciones en el American Journal of Medicine no se caracterizan precisamente por su mojigatería, comentando lo referido en el Congreso Internacional de Enfermedades Infecciosas celebrado en El Cairo acerca de la epidemiología de las enfermedades de trasmisión sexual y, en particular, del SIDA, escribe lo siguiente: “Es estremecedora la historia de la enfermedad humana causada por el retrovirus y que se manifiesta en esta epidemia de inmunosupresión maligna, de tumores linforreticulares y de superinfecciones exóticas. No simplemente por el pronóstico desesperado de esas manifestaciones, sino por la impresión generalizada de que el tratamiento eficaz de este nuevo azote no vendrá de la mano exclusivamente de la Ciencia... Pero, curiosamente, ninguno de los que hablaron allí se refirió a la necesidad de modificar la conducta de la gente”.

Ese es el eco de la consigna “Prohibido moralizar”. El médico queda anulado como agente moral. Enunciar una realidad empírica diciendo que la promiscuidad es mala biológicamente puede ser tomado como una ofensa personal por los activistas de la liberación sexual. Insistir, por buen sentido epidemiológico, en que la fidelidad matrimonial, o si se quiere, la relación monógama, es el único “safe sex”, se considera como una agresión a los derechos civiles y políticos. Entre las autoridades sanitarias parece haber cundido ampliamente la idea de que recomendar la monogamia es una condenable e ineducada intrusión en la libertad de las conciencias. Parece también que la única salida que queda para no ofender los sentimientos de la gente es limitarse a recomendar ciertas precauciones higiénicas en el comercio sexual, pues parece pactada la intangibilidad del “estilo de vida”, sociológicamente paradigmático, que incluye la promiscuidad prematrimonial, el frecuente recurso a la prostitución, la homosexualidad, etc. Pero declarar ese estilo de vida como inobjetable es en su misma esencia una conclusión moral (aunque muchos estén inclinados a calificarla de inmoral). Y el paquete “oficial” de recomendaciones higiénicas es de naturaleza tan moralizante (aunque haya que calificarlo de inmoralizante) como las llamadas más encarecidas a la continencia o a la fidelidad conyugal. Moralidad por moralidad, es aquí preferible la que sea biológicamente más segura, pues la exclusión deliberada del buen sentido biológico produce problemas. Las campañas educativas de algunos Ministerios de Salud constituyen una grave falta de buen sentido biológico. Habrá que esperar a tener datos de la evolución demográfica de la epidemia: de momento y por desgracia, las cifras de prevalencia no han empezado a decrecer todavía.

Basta ya de ejemplos. Pasemos a las conclusiones.

III. Conclusiones

Dije al principio que el propósito de esta conferencia era invitar a todos, pero especialmente a los más jóvenes, a interesarse por las implicaciones éticas de los avances científicos. A ellos les corresponderá, lógicamente, observar las maravillas -y también los riesgos- de esos avances allá a mediados del siglo XXI, cuando el conocimiento de los materiales moleculares de que está hecha la fábrica del cuerpo humano sea increíblemente más rico y cuando se haya multiplicado hasta lo insospechado la capacidad de dominar el humor, las opiniones y las apetencias espirituales y menos espirituales del hombre.

La vida de los hombres estará cada vez más influida por los avances científicos y tecnológicos. Juzgarlos es, por tanto, una obligación de todos, de las que no podemos descuidar. Sería mucho más cómodo para la gente -y mucho más irresponsable- confiar la solución de los problemas morales a los expertos. Lo mismo que para reparar un grifo estropeado se llama a un fontanero, para solucionar los problemas éticos podríamos encargar a los expertos. Pero, en el fondo, en Ética no puede haber expertos. Algunos nos dedicamos a leer y a reflexionar y a escribir sobre lo que se escribe de historia de nuestras nociones éticas y de su fundamentación filosófica y teológica, de las soluciones que algunos proponen para tal complicado problema ético y de cosas así. En especial, procuramos figurar en la lista de personas a las que se les invita a participar en Simposios o a dar conferencias sobre los problemas médicos recubiertos de espinosas cuestiones morales.

Pero las decisiones éticas ha de tomarlas cada uno. Mons. Escrivá de Balaguer insistía que los consejeros espirituales, los expertos en cuestiones morales, deben dar consejos, informar, educar: pero han de respetar la conciencia de sus dirigidos, no pueden usurpar su libertad. “Pero el consejo no elimina la responsabilidad personal. Somos nosotros, cada uno, los que hemos de decidir al fin y habremos de dar cuenta a Dios de nuestras decisiones” (Conversaciones, 96). Nadie puede éticamente hipotecar su responsabilidad y tomar decisiones morales, fiado ciegamente en el consejo recibido.

Lo mismo que en la vida espiritual pasa en el mundo de la Etica pública y de la Bioética. Uno no puede transferir su responsabilidad personal a los expertos. Todos, si somos verdaderamente responsables, hemos de pasar por el trance, a veces fuerte, de tomar partido, de decidir los dilemas que se nos presentan, de ser un agente activo en los campos de tensión ética, que es dónde se va decidiendo día a día el destino de la humanidad. Por decirlo de otro modo: a la hora de tomar decisiones morales, de hacer juicios éticos, todos somos iguales, todos somos igualmente expertos, cada uno de nosotros es el único decisivamente importante.

Lo somos, en primer lugar, a un nivel sociológico y político. En un estado democrático, podemos intervenir -en la modestísima, pero inapreciable, medida marcada por el principio de “un hombre, un voto”- en las decisiones que marcan el rumbo de la ciencia y las aplicaciones de la tecnología. En las democracias contemporáneas, las cuestiones bioéticas (costo de salud, legislación sobre tecnología científica, sobre familia y reproducción humana, regulación del ejercicio de la Medicina, etc), están convirtiéndose en uno de los capítulos de mayor significación de los programas electorales. No vale aquí vale decir a otro: hazte cargo de mi salud y decide por mí. Todos estamos implicados, a través de nuestra intransferible corporalidad, en la toma de decisiones.

Es algo profundamente personal e intransferible. En su discurso de aceptación del Premio Nobel de literatura de 1987, Joseph Brodsky afirmó que la subdivisión de la sociedad entre una clase dirigente, la inteligentsia, y todos los demás es inaceptable. Esa situación es comparable a la subdivisión de la sociedad en pobres y ricos, en señores y servidores. Hay, qué duda cabe, todavía razones físicas, circunstancias culturales que favorecen la existencia y perpetuación de la desigualdad social. Pero, por naturaleza, todos estamos instalados en un plano de absoluta igualdad intelectual, que hace de cada uno de nosotros un gozador potencial de la literatura. “Si bien una pieza de música -decía Brodsky- le permite todavía a uno escoger entre el papel pasivo de oyente y el activo de ejecutante, una obra literaria, por el contrario, le obliga a uno a desempeñar el papel de ejecutante... Una novela o un poema no es un monólogo, sino una conversación de un escritor con un lector, una conversación, repito, que es muy privada, que excluye a todos los otros... Y mientras esa conversación se está teniendo, el escritor es igual al lector, y viceversa, independientemente de que el autor sea uno de los grandes o no. Esta igualdad es la igualdad de la conciencia. Lo leído queda con la persona para el resto de su vida en forma de un recuerdo, nebuloso o preciso. Y, más temprano o más tarde, para bien o para mal, condiciona la conducta de la persona”. Hasta aquí la cita del discurso de Brodsky.

Hemos de persuadirnos de que en el tiempo en que nos ha tocado vivir, tenemos que asumir nuestra parte de responsabilidad. Como sujetos morales, ninguno de nosotros vale menos que un Diputado, que un Ministro o que el Rey. Pero los Diputados que nosotros elegimos están dictando leyes que nos afectan frontalmente en nuestra esencia humana y en nuestras relaciones con los demás, leyes que no figuraban en los programas electorales o lo hacían de modo muy impreciso. Nos dictan leyes, aprobadas no tras el debate público en el hemiciclo del Congreso, sino a puerta cerrada por consenso de una comisión, sin que hayan sido objeto de la discusión moral que las haga genuinamente representativas. ¿Tiene el pueblo español una idea definida acerca de lo qué es un “preembrión” y de que sea legítimo desposeer al embrión humano de menos de 14 días de condición humana? ¿Qué decisión se tomará en España acerca de nuestra participación en el proyecto “Genoma” y qué usos se autorizarán de la ingente información que nos proporcionará el mapa de los genes humanos y, en su momento, la secuenciación del genoma humano?

Por ahí fuera, se dice que la gente tiene que ser, si no erudita, al menos entendida, en DNA, tiene que saber qué significan, para cada uno y para la sociedad, los estudios e investigaciones que hacen los científicos en sus laboratorios. Sólo con conocimiento es posible juzgar en conciencia. De la abstención no saldrá nada bueno. Hay gente que piensa que no está a su alcance alcanzar un conocimiento adecuado de las complejísimas ciencias biológicas; o que las ciencias biológicas son algo muy sólido y objetivo, en lo que no cabe discutir como se discute de religión o de política, terrenos en los que se dice que cada uno puede opinar como le venga en gana. Esta idea de la inmutabilidad, de la solidez, de la objetividad casi absoluta de las ciencias naturales es un error muy extendido, pues crea una difusa tendencia social a la abstención que conduce a la gente a abdicar en los expertos. Y este error no sólo está muy extendido entre la gente corriente. Es un error igualmente extendido entre los profesores. Lewis Thomas ha afirmado que nuestra ignorancia de las ciencias, el carácter preliminar de nuestros conocimientos sobre cualquier distrito de ellas, debería ser objeto de cursos específicos que nos curaran del riesgo de la pedantería e hicieran de nosotros gente humilde, persuadida de que “hay más de siete veces siete tipos de ambigüedad en ciencia, que están esperando ser analizados”.

Temino ya. Como es propio de la Ética, termino dando unos consejos. El remedio para la enfermedad. Asumamos nuestra responsabilidad personal, cada uno la suya. Interesémonos por la Bioética, pues en ello nos van muchas y decisivas cosas. Comentemos unos con otros las noticias del periódico, después de reflexionar un poco sobre ellas. Llamemos la atención de los demás y practiquemos ese oficio tan humano de contrastar opiniones sobre problemas en los que se juegan aspectos graves de nuestro futuro. Nadie ha hablado con más fuerza ni más lucidez sobre el particular que el Santo Padre Juan Pablo II. En el punto 15 de Redemptor hominis figuran unas líneas que son todo un programa para despertar nuestra responsabilidad y conducirla sabiamente. Unas palabras que nos mantendrán despiertos, que nos ayudarán a alcanzar el deseable equilibrio de estar habitualmente confiados y habitualmente críticos ante el progreso y la investigación de las ciencias:

“La primera inquietud se refiere a la cuestión esencial y fundamental: este progreso, cuyo autor y fautor es el hombre, ¿hace la vida del hombre sobre la tierra, en todos sus aspectos, más humana?; ¿la hace más digna del hombre? No cabe duda de que, bajo muchos aspectos la haga así. No obstante, esta pregunta debe volver a plantearse obstinadamente en lo que se refiere a lo verdaderamente esencial: si el hombre, en cuanto hombre, en el contexto de este progreso, se hace de veras mejor, es decir, más maduro espiritualmente, más consciente de la dignidad de su humanidad, más responsable, más abierto a los demás, particularmente a los más necesitados y a los más débiles, más disponible a dar y prestar ayuda a todos”. Hasta aquí la cita de Juan Pablo II.

Vemos, a la luz de este texto iluminador, que debemos inquietarnos, porque hay ciertos frutos del progreso que pueden ser venenosos, que pueden hacer daño al hombre. El progreso científico es ambiguo, carece de la capacidad de autorregularse éticamente. Tiene que ser guiado. Alguien ha de llevarlo de la mano. Y tengo la impresión de que, aunque es grande el interés que algunos científicos tienen por las implicaciones éticas de sus trabajos de investigación, en especial en el campo de la Biomedicina, no parece tal actitud ni suficientemente fuerte ni bastante extendida entre los cultivadores de la ciencia.

Por ello, todos sin distinción hemos de ayudar en esta tarea. Por fortuna, las ventajas del progreso científico forman parte, cada vez más importante, de los programas electorales de los partidos políticos y  también de los medios y fines de las mil estructuras de nuestra sociedad. Tenemos la obligación de interrogarnos tenazmente, obstinadamente, acerca de la significación humana de los avances de la ciencia, acerca de su sentido último y su relación con las cosas realmente importantes. La ambigüedad del progreso es, en definitiva, un estímulo que nos mantendrá siempre en vigilia y que enriquecerá nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad moral.

Muchas gracias.

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