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El medicamento y sus fronteras éticas

Gonzalo Herranz
Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
XI Curso de Actualización para Posgraduados en Farmacia:
Avances en el Desarrollo e Investigación de Nuevos Medicamentos
Facultad de Farmacia, Universidad de Navarra, 18 de septiembre de 1996

Índice

I. El respeto a las personas, frontera ética del medicamento

II. La frontera ética de la educación-información

III. Una frontera interior: La marginación de la mujer

IV. La frontera ético-económica

V. La frontera ética entre medicamento y veneno

VI. Epílogo

Sospecho que mi intervención de esta mañana puede resultar una nota discordante en medio del tono general, afirmativo y esperanzado, del Curso. La idea de frontera suele asimilarse a las de barrera y límite, a las de control policíaco o conflictos de territorio. Pero, en las ciencias biológicas, estamos muy acostumbrados a emplearla para designar las estructuras de intercomunicación, de intercambio ordenado, de mantenimiento de gradientes de los que depende la vida misma.

Las fronteras del medicamento son dilatadísimas. Basta dedicar unos momentos a hacer una lista de ellas, para reconocer de inmediato que son muchas y de muy variada condición. Y, lo que me interesa más, bastantes de esas fronteras tienen, en mayor o menor grado, un elemento ético: supongo que es precisamente  de ellas de las que me han invitado a hablar los organizadores del curso. Pienso, por ello, que mi intervención debería llevar el título de El medicamento y sus fronteras éticas.

Y, al considerarlas, se hace de nuevo patente que las fronteras éticas del medicamento son tantas y tan complejas que una hora es insuficiente para tratarlas: un curso de actualización entero habría que dedicarles. Voy, por tanto, a referirme sólo a unas pocas. Dejaré de lado algunas tan interesantes como los aspectos éticos de la nueva frontera, acordada en noviembre pasado por la Comunidad Europea, Estados Unidos y Japón, de simplificar la fase preclínica del ensayo de nuevos medicamentos. Aunque parezca que se trata de nuevas normas reglamentarias o de control administrativo, las decisiones tomadas son, en el fondo, éticas en sus fundamentos y sus objetivos. Están guiadas por el compasivo y benefactor móvil de acelerar la ayuda a los enfermos, por el deber de justicia de no interponer obstáculos superfluos al proceso de aprobación de nuevos fármacos. Reducir en un 30% la duración de las pruebas de estabilidad de los productos farmacéuticos, o simplificar los estudios de toxicidad, con el consiguiente ahorro de tiempo, animales y dinero, son acciones éticas de alto valor, y no sólo sabias medidas de gestión eficiente. El tiempo limitado me obliga a dejar a un lado asuntos del tipo de los límites éticos que señalan las nuevas Directivas de la C.E. sobre publicidad de medicamentos de uso humano, cargadas de consideraciones jurídicas de armonización, pero también de propósitos éticos que tratan de favorecer el buen uso y consumo de las medicinas. Sería muy interesante, casi urgente, concretar esos límites, pues hoy la promoción publicitaria no tiene sólo que ver con los medicamentos que llamamos publicitarios, sino que afecta ya en algunos países avanzados a los medicamentos sólo dispensables con receta. Hay fronteras en el uso clínico de los medicamentos de las que no podré tratar y que podremos dejar para la discusión: como, por ejemplo, la que separa el uso bueno del mal uso de los placebos, no en la investigación farmacológico-clínica, sino en la relación terapéutica ordinaria, cuestión esta última sobre la que se dan notables divergencias en los Códigos de Deontología médica. También, lógicamente, el medicamento tiene tortuosas fronteras éticas en sus vertientes económicas y sociales. Por haber, y pidiendo perdón por el trabalenguas, hay una frontera ética de la ética de los productos farmacéuticos, ya que cabe abusar de la ética o hacer de ella un uso contrario a la ética.

He escogido, para presentarlas en sus rasgos generales, unas pocas fronteras éticas del medicamento que a mí me parecen interesantes: el límite fundamental que es el respeto a la persona; la línea hasta la que ha de extenderse la función de educación-información del farmacéutico; la frontera de la marginación de la mujer en el disfrute de los medicamentos; los límites profesionales del medicamento como producto comercial; y, finalmente, la frontera que debe separar al fármaco del veneno. Añadiré, para terminar, unas palabras en favor de los Códigos de deontología y conducta profesional, que son, a mi parecer, los mejores mapas de fronteras éticas de que disponemos.

I. El respeto a las personas, frontera ética del medicamento

El respeto a las personas es la actitud ética fundamental de las éticas profesionales. En las profesiones de salud, tiene una especial vigencia este principio en el campo de la investigación biomédica, pero es también esencial para la relación de los profesionales con los individuos. Voy a tratar inmediatamente del respeto a la persona como límite de la investigación en farmacología clínica. En el epígrafe siguiente trataré de la función educativa del farmacéutico como manifestación de respeto.

Este principio de respeto a las personas fue el primero en formularse en la historia de la regulación de la investigación biomédica moderna. El Código de Nuremberg señaló de una vez para siempre que no es suficiente la ciencia, ni siquiera la buena ciencia, para garantizar la rectitud moral de la investigación. Antes y después de la Sociobiología, una cosa está clara: que la ciencia natural por sí sola es incapaz de resolver la ecuación ética: la ciencia y la investigación han de someterse a la norma universal del respeto al hombre.

A mí me parece que este tema, entre nosotros, no ha sido comprendido en toda su significación. Lo tenemos poco presente. Es bueno, por eso, tratarlo con un poco de energía. Y para eso, nada mejor que volver a las fuentes, para no actuar de oídas, o de segunda mano, o con recuerdos desvanecidos e incoloros. Recomiendo a mis alumnos de doctorado, a los que van a trabajar en Farmacología clínica en particular, que cada año mediten y comenten entre sí las graves palabras de la primera regla del Código de Nuremberg:

“1. El consentimiento voluntario de los sujetos humanos es absolutamente esencial. Esto significa que la persona afectada deberá tener capacidad legal para consentir; deberá estar en situación tal que pueda ejercer plena libertad de elección, sin impedimento alguno de fuerza, fraude, engaño, intimidación, promesa o de cualquier otra forma de coacción o amenaza; y deberá tener información y conocimiento suficiente de los elementos del experimento, de modo que pueda tomar una decisión entendida. Este último elemento exige que, antes de aceptar una respuesta afirmativa por parte de un sujeto experimental, el investigador le haya dado a conocer la naturaleza, duración y propósito del experimento; los métodos y medios conforme a los que se llevará a cabo; los inconvenientes y riesgos que razonablemente pueden esperarse; y los efectos que para su salud o personalidad podrían derivarse de su participación en el experimento.

El deber y la responsabilidad de evaluar la calidad del consentimiento corren de la cuenta de todo individuo que inicia, dirige o colabora en el experimento. Es una obligación personal que no puede delegarse impunemente en otro.”

Son palabras fuertes y exigentes. Se ha dicho que esta primera regla del Código de Nuremberg es imposible de cumplir en muchas situaciones experimentales que se tienen por éticamente aceptables. Pero a mí me parece conveniente que, en un documento que enumera principios, no normas reglamentarias, es preferible pasarse de más que quedarse cortos. La rutina se encarga de desgastar las agudas aristas de las normas, pero la firmeza de las fórmulas es necesaria para volver a poner constantemente de nuevo las cosas en su sitio. La doctrina básica es válida. La Declaración de Helsinki traduce, en lenguaje menos enfático, el mismo espíritu en su Principio básico 9: “En cualquier investigación sobre seres humanos, lo primero es informar adecuadamente a todo sujeto potencial de los objetivos, métodos, beneficios esperados y riesgos posibles del estudio y de las incomodidades que pueda implicar. Deberá también informársele de que es libre de participar o no en el experimento y de retirar su consentimiento en cualquier momento. El médico obtendrá entonces del sujeto, y preferiblemente por escrito, su consentimiento informado y libremente prestado.”

¿Respetamos sinceramente esta frontera, que es una línea moral que no deberíamos traspasar nunca? A juzgar por lo que se publica, entre nosotros no parece gozar de vigencia plena el respeto a la persona del sujeto experimental. En los trabajos de investigación clínica (incluidos muchos de farmacología clínica) publicados en nuestras más prestigiosas revistas sigue produciéndose el fenómeno curioso de que pocas veces se menciona la intervención del Comité de Ética de Investigación en la aprobación y control del protocolo experimental. Se describen a veces y minuciosamente los criterios de inclusión y exclusión de los sujetos experimentales y muchos otros pormenores metodológicos, lo cual es muy digno de alabanza. Pero prácticamente nunca se menciona el modo de obtener el consentimiento informado, como si ese elemento del procedimiento experimental tuviera nulo interés o fuera intrínsecamente incapaz de innovaciones o adaptaciones a situaciones específicas. No dudo que se cumpla la norma administrativa y que los pacientes y los voluntarios sanos firmen el formulario de consentimiento que se les ofrece. Mis dudas se refieren a si el delicado y humano proceso de obtención del consentimiento libre e informado tiene toda la intensidad ética que exige el respeto por las personas; o si, por el contrario y en el caso de los pacientes, es un sucedáneo de él, rutinario, colectivizado, diluido en el resto de la atención médica.

Ese silencio de las publicaciones, ¿se debe a un simple descuido en el momento de escribir el artículo? No parece probable. El buen investigador no omite en la descripción de sus métodos o de sus observaciones ninguna parte de su trabajo que, además de ser esencial en el proceso investigador, le ha ocupado bastante tiempo y le ha exigido bastante esfuerzo. El modo como se ha obtenido el consentimiento no puede considerarse como algo sin relieve. No mencionarlo en los artículos publicados se debe probablemente a que no se le ha prestado la debida atención o a que se ha omitido. Y éso no sucede sólo en la fase de realización del trabajo: ocurre también en la fase de su evaluación editorial.  Doy por descontado que todo miembro del consejo editorial de una revista biomédica o farmacéutica que se tenga en algo, y todo experto capaz de evaluar trabajos de investigación, y muchos de los lectores de esas revistas, conocen la Declaración de Helsinki. Su Principio básico 8 dice así: “Al publicar los resultados de su investigación, el autor está obligado a asegurarse de la exactitud de sus resultados. No deben aceptarse para publicación los artículos de investigación que no estén de acuerdo con los principios señalados en esta Declaración”. Por su parte, el Comité Internacional de Editores de Revistas Médicas (el llamado Grupo de Vancouver) ha incluido, entre los Requisitos de uniformidad para los originales enviados a las revistas biomédicas, la siguiente norma: “Cuando se informa sobre experiencias en seres humanos, hay que declarar si los protocolos aplicados han seguido las normas éticas del Comité de Investigación Clínica de la institución donde se hicieron o las directrices de la Declaración de Helsinki”. Sin ese requisito, ningún trabajo debería ser aceptado para publicación. Y, sin embargo, las revistas que han suscrito los Requisitos de uniformidad descuidan habitualmente este compromiso. Más aún, la Ley 25/1990 del Medicamento, en su artículo 69.1 establece que “La publicación de los ensayos clínicos autorizados se realizará en revistas científicas y con mención del Comité Ético que los informó”, palabras que se reproducen literalmente en el borrador del futuro Real Decreto por el que se establecen los requisitos para la realización de los ensayos clínicos. De momento, más de la mitad de los trabajos de autores españoles omiten toda referencia a este asunto.

Es de esperar que en adelante prestemos más atención al procedimiento de obtención del consentimiento informado y a su mención, y eventual descripción, en los trabajos publicados. Lo que importa, en el fondo, no es tanto cumplir unas normas legales o de procedimiento editorial, cuanto practicar el principio ético del respeto por las personas; que todos los investigadores estén imbuidos de la idea de que, en la investigación sobre el hombre, jamás los intereses de la ciencia y de la sociedad (y mucho menos los del investigador, su falta de tiempo, su convicción del valor potencial del ensayo que realiza, su empeño por enriquecer su curriculum de publicaciones) deberán tener precedencia sobre los intereses de la persona. Esperemos que, por un efecto felizmente sinérgico de la ética y la ley, muchos investigadores biomédicos superen la mentalidad, psicológicamente fijada en la adolescencia, de que sólo la dura ciencia importa; esperemos que se abran a los imperativos éticos, y no solo a los administrativos, de la investigación, a saber, que investigador y sujeto son personas morales que, persuadidas del valor de la ciencia, responden libremente (y casi siempre afirmativamente) al cumplimiento del deber general de investigar y de prestarse voluntariamente a ser sujeto de investigación. A mi modo de ver, forma parte del trabajo y vocación del investigador la tarea de ser un educador, un explicador, y no sólo un experimentador. La investigación debería ejercer, a través de la práctica del respeto a las personas, un efecto humanizante en las relaciones médico-paciente y en el ambiente general del hospital. Es necesario que desparezca de nuestras instituciones de cuidados la más mínima traza de inhumano cobayismo. Es esa una frontera que hemos de alcanzar. Un farmacéutico forma parte de los Comités Éticos de Ensayos Clínicos: su papel no se puede reducir al control y dispensación del producto experimental. Su responsabilidad en el Comité es plena, indivisible.

II. La frontera ética de la educación-información

La mayoría de los farmacéuticos no están implicados en la ética de la investigación, pero tienen incontables ocasiones de ejercitar su respeto a las personas. Yo creo que al buen farmacéutico le ilusiona pensar en su oficina de farmacia no como en un establecimiento meramente comercial, sino como una célula social en la que se educa para la salud, como una escuela del uso racional de medicamentos. La función, y no sólo el título, que las sociedades modernas otorgan al farmacéutico, de experto en el medicamento tiene en esa misión educadora e informativa una de sus expresiones más genuinas. Ser educador es también una obligación legal del farmacéutico: la Ley del Medicamento le asigna ese deber y especifica sus contenidos generales en el artículo 87. Viene a decir éste, entre otras cosas, que para alcanzar el objetivo de procurar el uso racional del medicamento en la atención primaria, el farmacéutico ha de desempeñar las siguientes acciones educativas:

c) Informar sobre la medicación a los pacientes (...).

e) Impulsar, y participar en, la educación de la población sobre medicamentos, su empleo racional y la prevención de su abuso.

g) Informar, aconsejar e instruir a los pacientes sobre la correcta utilización de los medicamentos que les dispensa, con plena responsabilidad profesional y de acuerdo con la prescripción, o según las orientaciones de la ciencia y el arte farmacéuticos en el caso de los autorizados sin receta.

Tiene ahí el farmacéutico una tarea profesional de alto rendimiento social y de salud. Si, como parece probable, persiste y se afirma la tendencia a incluir en la lista de medicamentos dispensables sin receta cada vez más productos, cada vez más potentes y activos, pero también más susceptibles de crear reacciones indeseadas e interacciones medicamentosas, se irá ampliando paralelamente el campo de la responsabilidad educativa del farmacéutico.

Hoy se repite muchas veces que la dispensación del medicamento consiste en la entrega de un producto y, junto con él e inseparablemente, la transmisión de una información. Por mucho que se gane en mejorar el texto de los prospectos para información de los usuarios, la comunicación cara a cara del farmacéutico con el paciente siempre será imprescindible; más aún, será cada vez más necesaria. Esto plantea una nueva frontera al farmacéutico. Si bien esa comunicación nunca deberá invadir el territorio propio del médico, obliga a alcanzar un nivel mucho más explícito y evolucionado de la relación médico-farmacéutico. En ésta, deberán refinarse las manifestaciones de respeto profesional y personal recíproco, de frecuente consulta mutua, de desarrollo de criterios de sustitución genérica y terapéutica, y de cooperación en el cumplimiento del fin común de prestar el mejor servicio al enfermo. La tarea de educar e informar exigirá del farmacéutico mucho tiempo y paciencia. Y aunque la mayoría de las veces le bastará con dar información técnica, en ocasiones tendrá que versar sobre cuestiones personales y delicadas, de modo que, para guardar el secreto y respetar el derecho a la intimidad, resultará inadecuado tenerlas de un lado a otro del mostrador, en presencia de otros clientes. Esa información requiere éticamente el ambiente más privado del despacho del titular de la farmacia o de la rebotica.

La información que se debe a los pacientes exige ciertos requisitos. La profesión farmacéutica es, ante todo, una actividad intelectual que exige un elevado nivel de conocimientos sólo adquirible mediante una educación universitaria, mantenida gracias al estudio y a la educación continuada a lo largo de toda la vida profesional. La del farmacéutico es una vocación de servicio y consejo, que no puede limitarse rutinariamente a entregar medicamentos a cambio de su precio. Su función no es sólo suministrar al público las medicinas que puedan ser recetadas por el médico o que el mismo farmacéutico pueda aconsejar: debe adelantarse a hacer las oportunas advertencias y a dar los debidos consejos siempre que lo exija la salud o el interés del paciente o del cliente.

Está obligado el farmacéutico a dar información precisa y al día. Sus recomendaciones han de ser responsables y equilibradas, basadas en datos que él pueda aducir sobre el estado actual de la ciencia y del arte farmacéutico del momento. Deberá, entre otras cosas, hacer referencia a los posibles efectos colaterales de los medicamentos, a las eventuales interacciones, y a las medidas que se han de tomar para prevenirlas o tratarlas. Tendrán siempre presente los farmacéuticos y sus auxiliares que los medicamentos publicitarios no son simples productos comerciales que el cliente compra a su antojo. En muchas ocasiones, deberán recordar a éste las limitaciones de uso en los niños o en pacientes determinados, sus posibles interferencias y contraindicaciones, y los límites de su consumo. En ocasiones y por sólidas razones, tendrá el farmacéutico que desaconsejar a su cliente la adquisición de un medicamento o producto sanitario, recomendarle la suspensión o sustitución de alguna medicina que está recibiendo el paciente; y habrá de tratar de esos puntos con el médico o aconsejar al paciente que lo haga él.

La información suministrada por el farmacéutico ha de tener un sólido fundamento científico. Es, en principio, preferible la que procede de fuentes fiables e independientes a la que proviene de materiales publicitarios. El farmacéutico, lo mismo que el médico, ha de evaluar críticamente la información que emplea para aconsejar a sus clientes. No puede olvidar que los materiales publicitarios difieren de la información científica no publicitaria en algunos aspectos importantes: tienden a fomentar el consumo injustificado, tratan de modo parcial de los efectos colaterales, no evalúan con objetividad las alternativas terapéuticas ajenas, tienden a exagerar la eficiencia de los productos propios.

Algunas de estas consideraciones pueden parecer o simples perogrulladas o exhortaciones moralizantes. Estoy convencido, sin embargo, de que poseen vigencia y actualidad. La misión educativa del farmacéutico es el rasgo diferencial más neto que distingue a la oficina de farmacia de cualquier otra tienda que trata en materias nobles. Además, en un futuro ya muy próximo, la instauración de la libre circulación de personas, servicios y mercancías que traerá consigo el mercado único, nos obliga a hacer el esfuerzo de ganar la nueva frontera de la información y educación farmacéutica.

III. Una frontera interior: La marginación de la mujer

Una canción gallega dice que “os amoriños primeiros son moi malos de olvidare”. La primera vez que participé en uno de estos Cursos de Actualización lo hice tratando de “Gestación y medicamentos: aspectos éticos”. Desde entonces, no ha decaído mi interés sobre el tema. Lo he seguido de cerca e, incluso, he tenido ocasión de hacer recomendaciones a importantes laboratorios farmacéuticos y a algunas figuras políticas. Empiezo a pensar que algo he logrado.

Sigue siendo cierto lo que Louis Lasagna dijo hace ya bastantes años: aunque parezca increíble, la mujer es una huérfana terapéutica. Basta para comprobarlo leer los prospectos de los medicamentos. Es habitual encontrar la cláusula, más jurídica que científica, de exención de responsabilidad: “No se dispone de datos acerca del efecto de este fármaco sobre la gestación. Las mujeres en edad fértil deberán abstenerse de él, en especial durante el embarazo (o su primer trimestre), o sólo se les podrá administrar si practican algún método contraceptivo de gran seguridad”. La mujer en edad fértil queda así enfrentada muchas veces a un dilema: o gestación, o medicamento. Fijémenos que esa grave privación de libertad se hace en virtud de la ignorancia sobre la toxicidad reproductiva del fármaco en el hombre, no sobre datos positivos que la demuestren.

En los ensayos clínicos, y, en general, en los estudios de investigación biomédica (dejando aparte, como es lógico, las áreas de la ginecología y la obstetricia), la mujer está o ausente o escasamente representada. La mayor parte de los datos sobre farmacología humana se han obtenido en hombres y se refieren a ellos, no a mujeres. Esto está tan fuertemente arraigado en la práctica investigadora que llega a causar situaciones paradójicas. En la ancianidad, cuando ya no se puede invocar la toxicidad reproductiva de los medicamentos como factor limitante de la investigación en mujeres, la mujer sigue tan marginada como en su edad fértil. La enfermedad coronaria es la causa principal de muerte en la mujer, pero las mujeres han sido excluidas de los ensayos para determinar si la ingestión de una aspirina al día reduce el número de ataques cardiacos. Las mujeres tienen una expectativa de vida más larga que los varones, de modo que, en distintos estratos de edad, el médico geriatra tiene que ver, por cada anciano, a dos o tres ancianas. Y, sin embargo, en estudios muy importantes sobre la relación entre vejez y salud ha habido una marcada tendencia a excluir a las mujeres. Las cosas han llegado a un extremo casi ridículo, en un estudio piloto, financiado por el Instituto Nacional de Salud de los Estados Unidos, que forma parte de un amplio proyecto sobre el impacto de la obesidad en la incidencia del cáncer de mama y de útero, y que curiosamente se ha hecho exclusivamente en varones. Se trataba de una investigación acerca de los efectos de ciertos factores alimentarios sobre el metabolismo de los estrógenos: los investigadores escogieron varones en el supuesto de que el metabolismo de los estrógenos es semejante en el hombre y en la mujer.

Esta exclusión sistematica de las mujeres del beneficio terapéutico me movió a intervenir para cambiar las directrices de una serie de ensayos clínicos sobre un agente anti VIH. Las mujeres aparecían marginadas en los protocolos iniciales, lo cual es muy difícil de justificar éticamente, pues no sólo constituyen las mujeres en edad fértil la población en la que la infección por el VIH crece más rápidamente: es que es, a mi parecer, un asunto urgente determinar en qué medida los análogos de los nucleótidos (en el caso concreto al que me refiero, de efecto teratógeno o abortivo prácticamente nulo en los estudios preclínicos, a dosis decenas de miles de veces superiores a las terapéuticas) tienen algún efecto protector sobre la transmisión vertical de la enfermedad, problema de formidable dimensión humana y de salud pública. La tensión social sobre el creciente número de niños infectados por el VIH no puede resolverse ni con la crueldad del aborto ni con la terapéutica tardía: es necesario probar si el tratamiento prenatal, que, a juzgar por los datos de que disponemos, no tiene porqué iniciarse hasta bien avanzada la gestación, es mejor remedio y en qué medida lo es.

De hecho, bajo el pretexto de la caballerosidad, de la inestabilidad biológica creada por los cambios hormonales del ciclo menstrual, y, después de la tragedia de la talidomida, de la necesidad de ofrecer una protección potencial a las mujeres que potencialmente podrían quedar embarazadas y a sus fetos, la mujer fértil, y para el caso, la de cualquier edad, ha quedado al margen de la investigación farmacológico-clínica. Como señala Carol Levine, la exclusión de la mujer es global, sin matices, y éso porque en farmacología clínica se tiende a pensar que todas las mujeres son iguales, que todas son sexualmente activas, y que prácticamente ninguna es de fiar en cuanto sujeto de investigación. Y eso sucede cuando la mayor parte de los ensayos clínicos no presentan riesgos previsibles para el futuro niño, o cuando el riesgo teratogénico, desconocido e imprevisible, que acompaña a prácticamente a todas las intervenciones fisiológicas, no vale como argumento para justificar la exclusión de las mujeres de esos ensayos y de sus eventuales aplicaciones terapéuticas. Llega Carol Levine a sugerir que habría que ofrecer a las mujeres la oportunidad de ser incluidas en estudios que, aun cuando pudieran presentar riesgos conocidos para la descendencia, tuvieran netas ventajas terapéuticas para las que participan en la investigación. Dándoles una información sincera sobre los particulares del caso, las mujeres podrían evaluar esos riesgos y beneficios, y hacer una elección racional sobre su participación o no en el ensayo, y también sobre la conducta reproductiva que hubieran de seguir en el curso de él. La posibilidad de que algunas mujeres quedaran embarazadas y decidieran seguir adelante con la gestación y tener un hijo que, eventualmente, resultara dañado por su exposición a la intervención experimental sería, en todo caso, muy pequeña y no justifica de modo alguno la política de exclusión sistemática de las mujeres fértiles o la imposición de la contracepción forzada que actualmente exigen muchos protocolos. En fin de cuentas, es más juicioso y más científico, en principio, permitir que las mujeres que desean correr el riesgo de un daño potencial a su descendencia y que rechazan el aborto, participen en el ensayo, renunciando a cualquier compensación por el daño sufrido, o incluso sin renunciar a ella, que transferir, tal como es la práctica común, para más tarde y en las condiciones no controladas de la terapéutica clínica ordinaria, la acumulación de datos anecdóticos sobre la teratogenicidad del producto ensayado.

Parece que, por fortuna, se comienzan a barruntar mejores tiempos para la mujer y para la gestante. El futuro Real Decreto sobre ensayos clínicos ya no contiene las cláusulas restrictivas del R.D. 944/1978 y de la Orden de 3 de agosto de 1982 que lo desarrolla, todavía vigentes. Contrasta el artículo 5.3  de esta última  con el párrafo 4 del Artículo 13 del futuro Real Decreto. Dice el primero: “No podrán incluirse mujeres gestantes, o potencialmente gestantes en el periodo de la investigación, en el ensayo clínico más que cuando al medicamento se le suponga una acción beneficiosa en los diversos cuadros propios de esta situación vital. En cualquier caso, todo ensayo en mujer en estas condiciones deberá ir precedido de un ensayo clínico en otras mujeres adultas, con estudios cuidadosos de farmacología clínica y de los parámetros hormonales y metabólicos que puedan influir en la gestación”. Propone el segundo: “En mujeres gestantes o en periodo de lactancia sólo se podrán realizar ensayos clínicos sin finalidad terapéutica cuando el Comité Ético de Investigación Clínica concluya que no suponen ningún riesgo previsible para su salud ni para la del feto o niño y que se obtendrán conocimientos útiles y relevantes sobre el embarazo y la lactancia”. Se deduce de esto la licitud, en las condiciones generales de la investigación, de los ensayos clínicos de finalidad terapéutica. Y, en el terreno de los hechos y no sólo en el de los derechos, la Directora de los National Institutes of Health, Bernardine Healy, para reparar los años de abandono de los problemas de salud de la mujer, ha hecho aprobar el proyecto más cuantioso económicamente de toda la historia de los NIH, que va a centrarse en cuestiones de salud de la mujer menopáusica (cardiopatías, osteoporosis, cáncer de mama, cáncer de colon).

Se avecinan pues tiempos mejores para esta mayoría marginada. Sería muy interesante que las oficinas de farmacia no permanecieran ajenas a este problema.

IV. La frontera ético-económica

El año pasado, una buena parte de la actividad del Comité Permanente de los Médicos de la Comunidad Europea y de su Subcomité de Ética estuvo dedicada a estudiar los problemas relacionados con la armonización de los sistemas nacionales de regulación de medicamentos. No me interesa ahora referirme a los conflictos de intereses que enfrentaron a unos países con otros, a las grandes multinacionales del medicamento con las pequeñas y medianas empresas farmacéuticas de cada país, a los farmacéuticos con los grupos de consumidores, y a todos con las autoridades nacionales o comunitarias. Lo que me interesa aquí es extraer de todo ese torbellino de discusiones, borradores de propuestas y decisiones políticas, un tema de gran interés: la discusión, que todavía sigue abierta, acerca de cual es la noción ética de medicamento en cuanto entidad económica.

Hemos adelantado pasos de gigante. Las consideraciones éticas han contribuido a perfeccionar constantemente las normas que regulan la producción y uso de los medicamentos. El empuje hacia arriba que han seguido las leyes del medicamento -primero en busca de la seguridad clínica, después de la necesidad de demostrar eficacia, ahora hacia la terapia racional- ha procedido de un decidido compromiso ético. Pienso que, en nuestro entorno, los avances han dependido de la maduración que han experimentado las instituciones de la Comunidad Europea. Esta, que fue fundada para promover la integración económica y política, ha evolucionado con el paso del tiempo, de modo que ya no es simplemente un mercado en el que los productos, los servicios y las personas pueden circular cada día con más libertad, sino una sociedad cada vez más integrada. Una sociedad en la que, entre otras muchas cosas, hay productores y consumidores, pero también enfermos y médicos, farmacéuticos y medicamentos. Y en una sociedad así hay que interrogarse con mucha frecuencia si los criterios éticos prevalecen sobre los intereses económicos, si los derechos humanos se imponen a los oportunismos políticos, si las instituciones están al servicio de las personas.

La industria y los servicios farmacéuticos constituyen un renglón de mucha importancia en las cuentas de la economía europea. Pero los medicamentos no pueden ser tratados como simples bienes de consumo, que uno compra porque quiere. La gente puede ser todo lo original o caprichosa que quiera a la hora de comprar las muchas cosas de las que están llenas las tiendas. Uno puede actuar con gran libertad, incluso caprichosamente, al adquirir una columna de sonido o unos pantalones vaqueros: siempre podrá preguntar a sus amigos, aconsejarse del vendedor y, al final, escoger lo que más le guste. Pero la gente no está preparada para decidir con qué medicinas ha de tratar sus enfermedades. Ni siquiera los medicamentos publicitarios pueden ser considerados como simples bienes de consumo, sino que han de recibir una consideración especial: determinar cuáles son más seguros y eficaces es, en muchos casos, una cuestión muy compleja para que puedan decidirla los enfermos y, para el caso, los médicos generales. Todos, pacientes y médicos, no tienen otro remedio que fiarse de la competencia de las autoridades sanitarias a las que suponen capaces de eliminar del mercado los productos farmacéuticos inoperantes, peligrosos o inseguros. Si en las farmacias hubiera medicinas potencialmente peligrosas, la confianza de la gente en ellas se vendría abajo. Las farmacias, en vez de ser oficinas al servicio de la salud, se convertirían en un peligro para la salud pública. Lo mismo, aunque en menor grado, sucedería si se supiera que en las farmacias se venden productos inútiles.

Por eso, una farmacia no puede ser una tienda, ni la industria farmacéutica ha de basarse en puras premisas de mercado libre, en el que impera la regla del caveat emptor. Ya dije antes que una oficina de farmacia recibe su peculiar dignidad del hecho de despachar juntamente medicinas e información. Si el farmacéutico ha de consolidar su papel social de experto en medicamentos necesita no abandonar su función educadora, su compromiso de no engañar a nadie, de evaluar críticamente, científicamente, la potencia curadora o el valor sanitario de los productos que despacha. Los valores éticos y científicos han de prevalecer siempre sobre sus intereses económicos.

V. La frontera ética entre medicamento y veneno

Es muy compleja y variada la relación entre fármaco y tóxico, entre medicamento y veneno, relación que se anuda en el origen mismo de las palabras. Por un lado, ha sido parte permanente de la tradición deontológica médica y farmacéutica el respetar la frontera interior, a veces muy tenue, que separa la dosis terapéutica de la dosis tóxica. Ese respeto ha llevado a buscar siempre medicamentos con margen terapéutico más amplio y de manejo más seguro. El primum non nocere, el principio ético de la no-maleficencia, compartido por médicos y farmacéuticos, ha sido un estímulo constante y eficaz para la investigación y desarrollo de nuevas familias de moléculas, de nuevas pautas de administración.

Pero no me interesa aquí referirme a ese rasgo intrínseco de riesgo que todo fármaco posee de revelarse como agente potencialmente nocivo. Prefiero referirme a otros problemas éticos, que si bien parecen distantes de nosotros en el espacio y en el tiempo, nos implican de modo mucho más intenso de lo que pudiera parecer. Porque el mundo hoy es un pañuelo, y el futuro llega ahora mucho más de prisa. El primer problema, el que parece referirse a tierras remotas es este: ¿hay límites éticos a la comercialización de medicamentos de calidad inferior? El otro, el que parece alejado en el tiempo es este otro: ¿pueden entrar en nuestros formularios, en las listas de medicinas esenciales, medicamentos malditos, diseñados para dañar la salud o la vida, combinaciones de fármacos para la manipulación de la personalidad, el éxtasis del placer, la superación del rendimiento atlético? ¿El reconocimiento legal de la autonomía de los individuos llegará a hacer legalmente tolerable algún día el diseño, investigación, comercialización e, incluso, la farmacovigilancia, de medicamentos destinados al suicidio o la eutanasia?

Empecemos por el tema más sencillo: el de la comercialización de fármacos de baja calidad. En el tercer mundo se comercializan medicamentos obsoletos y desechados por peligrosos o ineficientes en los países avanzados. En éstos, se han descrito fraudes graves con genéricos. De vez en cuando, leemos en las columnas de la revista Lancet noticias y comentarios sobre la doble moral de algunas grandes compañías farmacéuticas, que, mientras en el Occidente avanzado, cumplen escrupulosamente con las normas de buena práctica, siguen en países del Tercer Mundo una conducta condenable, discriminatoria. Las críticas no vienen sólo de las asociaciones de médicos, farmacéuticos y consumidores de los países pobres. La misma Federación Internacional de la Industria Farmacéutica publicó, en 1989, un folleto titulado Poverty, Sickness and Medicines. A Unholy Alliance. Su autor, Klaus M. Leisinger, pasa revista a algunos “escandalosos ejemplos de mala conducta empresarial” que se dan entre las compañías que negocian en países subdesarrollados. Nos relata el autor como ciertas multinacionales, lo mismo que algunas pequeñas compañías locales, se muestran terriblemente renuentes a modificar su política de explotación de la pobreza y la ignorancia. Se conocen anécdotas sangrantes en la India, en el Africa subsahariana, en algunos países de la América latina: comercialización de medicamentos caducados procedentes de países avanzados, dispensación para uso humano de fármacos veterinarios, venta como vitaminas de medicamentos de bajo precio presentados en atractivas cápsulas coloreadas. Hay países en los que se siguen dispensando combinaciones altamente peligrosas e irracionales, o productos eliminados hace ya años de las listas autorizadas.

Los profesionales sanitarios han suscrito el principio de no discriminar entre los pacientes en razón del color de su piel, de su religión, de sus convicciones políticas o de su nivel social. Para conseguir ser fieles a sus promesas morales, han llegado en ocasiones a declarar el boicot a ciertas firmas farmacéuticas, y a ellos se han unido las asociaciones de consumidores, fundaciones de investigación y grupos ecologistas. Pero el resultado no ha sido siempre brillante: esas compañías consiguen muchas veces, gracias a su influencia política, anular las protestas de los médicos; sus abogados conocen bien todos los subterfugios legales para diferir las decisiones judiciales y planear una lentísima retirada de los productos condenados, o para iniciar querellas criminales por difamación contra sus detractores. Es aleccionador ver cómo en países en vías de desarrollo se recurre a la resistencia civil con el propósito de que no se difumine la frontera que siempre debe existir entre medicamento y veneno. Hasta ahora, esas protestas han tenido poco eco entre nosotros. Las firmas farmacéuticas ejercen presiones muy fuertes, a través de la publicidad pagada, sobre las revistas biomédicas y farmacéuticas, que no pueden prescindir de esa fuente de ingresos. Leisinger habla de la posibilidad de que, si las compañías no terminan por asumir sus compromisos y responsabilidades éticas, se debería llegar a declararles el boicot a nivel mundial. La solidaridad de médicos y farmacéuticos con sus colegas de los países avanzados podría acarrear tremendas pérdidas económicas a esas firmas farmacéuticas recalcitrantes.

El otro problema ético de la frontera entre medicamento y veneno, el que parece alejado en el tiempo, se refiere a la neutralización ética y a la eventual legalización de medicamentos malditos. El asunto parece lejano, pero el proceso de borramiento de esa frontera ha comenzado ya en algunos sectores. La divulgación entre el público de la farmacología del suicidio no es ya cuestión exlusiva de los activistas de la eutanasia y de los libros que ellos escriben, como son, por ejemplo, “Final Exit”, de Derek Humphry, o “Suicide. Do it yourself”, del Grupo holandés de Muerte con Dignidad. El Consejo Nacional de Salud holandés ha divulgado a través de la prensa general una lista de dosis letales de los fármacos que más ventajosamente pueden emplearse para el suicidio. En España deberíamos encender una luz de alarma. El Proyecto de Nuevo Código Penal, que el Gobierno español acaba de enviar al Consejo de Estado y al del Poder Judicial, incluye en su artículo 147.4 un nuevo delito, de homicidio por enfermedad, que no necesariamente ha de ser realizado por el médico o bajo su dirección, y que es punible con penas muy ligeras. En la práctica, se puede llegar rápidamente a la despenalización. En la dinámica de la tolerancia legal, el homicidio del enfermo empieza por significar que matar sin dolor es una forma excepcional de tratar ciertas enfermedades, que sólo es justificable en situaciones extremas, dramáticas. Pero, inexorablemente, por efecto del acostumbramiento social y de la indulgencia judicial, se termina por admitir  que matar por compasión es una alternativa terapéutica aceptable, y de hecho tan eficaz, que una persona sensible no puede moralmente condenarla. La razón es obvia: la eutanasia  es una intervención indolora, compasiva, limpia, rápida, eficiente al cien por ciento, y mucho más cómoda, estética y económica que el mejor tratamiento paliativo. En consecuencia, tiende a convertirse en la solución suprema para ciertos pacientes o para los allegados de ciertos pacientes.

Si la discusión jurídica y parlamentaria de ese Proyecto no llegara a impedir la promulgación de ese artículo en su texto actual, sólo nos queda esperar a ver cómo se desarrolla entre nosotros la demanda de fármacos para la provocación científica de la muerte indolora. ¿Entrarán los venenos-medicamento para inducir la muerte en la lista de los fármacos registrados? ¿Llegarán a incluirse entre los de dispensación obligatoria?

Hace años, nadie podía imaginar que en una farmacia se pudieran despachar medicamentos abortivos. Hoy en los Centros de Ortogénesis de Francia y en los Hospitales de Gran Bretaña y Austria (pronto, al parecer, en los de los países escandinavos) se dispensa la mifepristona. Quiero señalar, antes de seguir adelante, que no me opongo a los usos no abortivos de esa molécula. Por el contrario, me gustaría que fuese muy eficaz en el tratamiento de muchas enfermedades, para que produjera beneficios económicos sin necesidad de recurrir a sus usos abortivos. El firme rechazo ético a su empleo como inductor de muerte embriofetal no debe interferir con el desarrollo de ensayos clínicos para determinar sus méritos en el tratamiento de enfermedades ginecológicas, endocrinas, neoplásicas, oftalmológicas o de cualquier otra naturaleza, y a su dispensación controlada.

Quiero comentar brevemente el hecho, sorprendente desde un punto de vista ético, de que, en esos países, la mifepristona sólo es dispensada en las farmacias hospitalarias. Me apena que sean precisamente ellas las que hayan de dispensar la RU-486. Las farmacias de hospital desempeñan una función de modelo para el resto de la profesión, pues son el lugar privilegiado donde se crean, se desarrollan y ensayan muchas nuevas intervenciones profesionales, y donde muchos estudiantes y jóvenes farmacéuticos hacen sus primeras prácticas. Es una pena ver que en ellas se les pueda enseñar que dispensar para la vida o la muerte son dos aspectos igualmente legítimos de su futura actividad profesional; que el farmacéutico puede divorciar su competencia técnica de su compromiso moral de servir a la vida; que, en fin de cuentas, la técnica puede prevalecer sobre la ética.

Algo semejante sucede en la frontera que se sitúa entre el tratamiento legítimo de los pequeños achaques y lo que se ha llamado hedonismo psicofarmacológico. La idea de salud como estado de perfecto bienestar está conduciendo a muchos seres humanos al consumo abusivo de medicamentos. La gente está convencida de que es un derecho no sólo librarse de toda molestia, aun de las más mínimas, sino a estimular o aquietar sus emociones gracias a los psicotropos. Para mucha gente, la química está sustituyendo al esfuerzo ascético como medio para superar las limitaciones del carácter o las dificultades de la vida. Cuando se oye hablar del enorme consumo de psicofármacos, no se puede dejar de pensar en como ha descendido en los últimos años el umbral de tolerancia al sufrimiento. Es muy grande la responsabilidad del farmacéutico en este campo, lo mismo que en la contención del fenómeno del doping, del abuso contraceptivo, de la manipulación de los estados de ánimo, de la divulgación de formas ficticias de terapéutica. Las medicinas alternativas tienen su farmacopea propia que explota muchas veces la credulidad de parte del público. Creo que hay una frontera moral que impide al farmacéutico colaborar con esas formas marginales de tratar la enfermedad.

VI. Epílogo

Para preparar algunos puntos de mi intervención de esta mañana, tuve necesidad de consultar algunos documentos de deontología farmacéutica, especialmente del área anglosajona, en concreto el Código de Ética de 1984, promulgado por el Consejo de la Sociedad Farmacéutica de Gran Bretaña, y sus valiosísimas Guidance Notes; el Código de Ética, de 1969, de la Asociación Farmacéutica Americana, con sus Annotations. No puedo ocultar mi admiración por ellos, en particular por su sabiduría moral y por la prudente firmeza con que, en la práctica son aplicados. Por mi experiencia en el campo de la deontología médica, observo, por el contrario, que los Códigos de Ética y Deontología profesional tienen entre nosotros un destino bien diferente. Se hacen de ellos borradores muy cuidados y modernos, son sometidos a un proceso de dilución de muchas de sus normas en el proceso institucional de aprobación, son promulgados sin apenas publicidad, e inmeditamente entran en fase de reposo, de la que salen ocasionalmente cuando se ha de hacer un uso político de sus normas. Funcionan más como un arma defensiva que se empuña sólo en situaciones que amenazan desde fuera a la institución, que como un sistema nervioso moral del ejercicio de la profesión.

Quiero terminar expresando mi opinión de que una profesión que carece de Código de Ética es una profesión incompleta. La falta de una regulación ética de la profesión farmacéutica en España es una notable anomalía. Tenemos, por fortuna, una legislación cada vez mejor. Incluso, desde el punto de vista técnico, se puede decir que la más reciente es de un alto grado de calidad. Pero sigue sin trazarse la frontera ética del medicamento, frontera que por su propia naturaleza ha de tener poros más finos, mecanismos más sensibles para fijar una conducta profesional más exigente que los poros y mecanismos impuestos por las leyes. La Asociación Internacional de Farmacia, en 1989, después de mucha reflexión ha ofrecido unas directrices para los códigos de ética para farmacéuticos, aprobadas en la Asamblea de Sydney de septiembre de 1988, que sirvan de guía inspiradora a los códigos nacionales. La Agrupación Farmacéutica de la Comunidad Europea, en su Libro Blanco, de junio de 1990, recomienda a las asociaciones nacionales de farmacéuticos que promulguen Códigos Nacionales de deontología a fin de recopilar en ellos aquellos deberes profesionales que, aunque no aparezcan en su respectiva legislación, forman parte de la ética profesional de la Farmacia. El mismo Libro Blanco incluye también la Carta de la Farmacia Europea, con los principios que han de ser el fundamento del ejercicio presente y futuro de la profesión en el seno de la Comunidad Europea. La Carta concluye con el compromiso de los farmacéuticos de “asumir sus obligaciones profesionales a fin de mantener en todo momento la ética y la independencia de la Farmacia”.

Esa es la frontera del medicamento que ha de fijarse: la que garantiza, junto con la ética, la independencia. El precio de ésta es el serio compromiso, asumido ante la sociedad, de cumplir las normas éticas formuladas en un código de conducta profesional serio, moderno, exigente de excelencia, conocido por los profesionales y por el público, que, por encima y más allá del estricto respeto de la legislación, señale las obligaciones morales y competencias técnicas que el farmacéutico debe a la sociedad, a sus colegas, a las otras profesiones de la salud, a las autoridades sanitarias, y defina los niveles éticos de sus relaciones con los organismos de seguros sociales y sus funciones como agentes de la salud comunitaria. Decir hoy que no se necesitan fronteras ético-profesionales del medicamento, que basta con los límites legales, significa una de dos cosas: o considerar que al público se le puede tratar con la ética minimalista que suele exigir la ley, o ignorar peligrosamente que la sola legislación hace a los profesionales juguete fácil del poder político. Ese es el reto al que ha de responder la Farmacia española, la nueva frontera que ha de consolidar.

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