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Del Juramento de Hipócrates a la Declaración de Ginebra: el eclipse de Dios en la Ética de la Medicina

Gonzalo Herranz, Departamento de Bioética, Universidad de Navarra.
Conferencia pronunciada en la Jornada sobre Objeción de conciencia sanitaria.
Pamplona, 23 de septiembre de 1995.

Índice

Introducción

1. El tránsito del Juramento a la Declaración

2. La desaparición del respeto al hombre

3. ¿Porqué se manifiesta en la Medicina con tanta intensidad el eclipse de Dios?

Introducción 

Les confieso que presento esta comunicación con temor, con mucho temor. Los años que llevo dedicado a estudiar, enseñar y aplicar la ética profesional de la Medicina no han hecho de mí un filósofo, ni siquiera en su grado mínimo de amateur. Sigo siendo un médico de pies a cabeza. No sé si esto me granjeará de ustedes la benevolencia o la impaciencia, que esas reacciones suelen provocar los intrusos. Siempre cabe el refugiarse en lo interdisciplinar. Los organizadores son, en último término, los responsables de haber considerado interesante el título que, tiempo atrás, les sugerí para mi intervención.

Una tesis me ronda por la cabeza, un problema que exigirá mucha investigación histórica y no poca reflexión ético-médica: el del título de mi intervención: la significación de haber sustituido el Juramento de Hipócrates por la Declaración de Ginebra. A mi modo de ver, ha propiciado el eclipse de Dios en la ética institucional de la Medicina. Y ahora lo estamos viendo, el eclipse del hombre.

Trataré de los siguientes puntos: 1. De como Dios fue dejado de lado, en 1948, sin que nadie protestara, cuando en Ginebra se programó la ética profesional de la Medicina contemporánea. 2. De la marginación de Dios en la práctica actual de la Medicina, tomando como ejemplo la eutanasia en Holanda. 3. De algunas razones por las que la Medicina es la profesión donde antes y más intensamente se manifiesta el eclipse de Dios. 4. Terminaré mi intervención con un acto de esperanza.

1. El tránsito del Juramento a la Declaración 

Hace ahora 50 años se libraban las últimas batallas en el escenario europeo de la Segunda Guerra Mundial. En el curso de ella, los médicos protagonizaron, al lado de gestos heroicos de abnegación y rectitud, algunos abusos estremecedores, tal como revelaron los juicios por crímenes de guerra. Las atrocidades cometidas por los médicos del bando vencido dejaron desacreditada, de un modo difícil de ponderar, ante la opinión pública la ética de los médicos. Era necesario empezar desde cero.

No fue difícil, dado el clima de regeneración que reinaba por todas partes. Además de reconstruir las ciudades arruinadas, de rehabilitar los derechos humanos conculcados, de replantar la democracia en los desiertos totalitarios, había que reanimar la ética médica, de modo que nunca jamás volvieran a suceder atrocidades como las condenadas en Nuremberg y Tokyo.

La tarea fue asumida por la recién creada Asociación Médica Mundial, que quiso fijar con su Declaración de Ginebra las líneas maestras de la ética médica del futuro. Promulgada en septiembre de 1948, anticipándose en tres meses a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, fundaba así un orden ético-médico nuevo y universal, válido para todos y por todos aceptable.

En el aspecto que nos concierne hoy, conviene destacar que la Declaración fue presentada al mundo médico como una versión moderna del Juramento hipocrático, al cual sustituía. La nueva fórmula no podía tener una apariencia más aceptable, pues no sólo traducía al lenguaje del presente las arcaicas cláusulas del Juramento de Hipócrates, sino que se la destinada a la doble función que hasta entonces se había confiado al Juramento. A saber: Uno, servir de fórmula ceremonial mediante la cual los jóvenes graduados manifiestan su compromiso público de cumplir los principios éticos, y de vivir las nobles tradiciones, de la profesión médica. Y dos, presentar a todos los médicos del mundo -de un mundo que, a la vez que se había secularizado, iba en camino de convertirse en una unidad funcional-, un núcleo de ideales éticos que enlazaba las tradiciones del pasado y servía de guía para la conducta profesional del futuro.

Fue precisamente esta intención, secularizante y universalista, la que exigía la mutación de juramento a declaración. Ya no era posible jurar ante la divinidad (ante los dioses del Olimpo, Apolo y Asclepio, ante Dios Trino y Uno, ante el que habita en el Cielo, ante Alá el Grande). El nuevo médico sólo podía hacer sus promesas “solemne y libremente, y por su [palabra de] honor”. El viejo marco religioso y trascendente del juramento es cambiado por el nuevo, secular e inmanente, de la promesa honorable.

Se aseguraba así su aceptación universal: la exclusión del referente religioso contentaba a ateos y agnósticos y evitaba las contiendas entre los profesionales de los distintos credos. Los médicos creyentes no sentían repugnancia ante la Declaración, pues ésta prescribía, ante la vida humana y ante el hombre enfermo, una actitud de reverente respeto, de raíz inconfundiblemente religiosa. En fin de cuentas, nunca es necesario jurar para comprometer la propia conducta, pues basta con que sea vuestro sí, sí, y vuestro no, no. El respeto ético, que es la médula de la Declaración, podía equivaler tanto a la Achtung de la teoría kantiana de la amistad, como al núcleo del amor cristiano al prójimo. Todo era cuestión de dar contenido específico a una idea deliberadamente indefinida y polivalente.

No han pasado 50 años de la Declaración. Pero este casi medio siglo le ha sido más que suficiente para que operara un cambio radical de la Ética médica. Baste, para botón de muestra, una cláusula de la Declaración de 1948: la que decía “Mantendré el máximo respeto hacia la vida humana desde el momento de la concepción”. Este compromiso categórico, absoluto, ha sido abandonada. Empezó a reblandecerse cuando la Asociación Médica Mundial promulgó su Declaración de Oslo sobre el aborto terapéutico, una declaración fuertemente restrictiva, que seguía defendiendo el respeto a la vida humana, pero que autorizaba al médico, enfrentado al dramático e irremediable dilema de salvar sólo una de las dos vidas que se le habían confiado, a seguir un prejuicio sistemático en favor de la vida de la madre, provocando el aborto. Pero es en Venecia, en 1983, cuando, a fin de reducir la interrupción voluntaria de la gestación, autorizada ya por ley en muchos países, a acto éticamente neutro, se cambia la cláusula de Ginebra. En adelante dirá: “Mantendré el máximo respeto hacia la vida humana desde el momento de su comienzo”. Y se establece de forma oficial la doctrina de la libre interpretación: cada médico decide por sí y para sí en que momento se siente obligado a respetar la vida humana prenatal. Ausente Dios, suprimida su función de testigo de los actos del médico, el respeto máximo no ha resistido. El círculo de desprecio a la vida, iniciado con el aborto, se cierra ahora con la eutanasia.

2. La desaparición del respeto al hombre 

Creo que el caso del disrespeto a la vida humana es muy apropiado para ser considerado en esta reunión sobre Dios en la práctica, pues muestra con mucho dramatismo como aquel cambio de marco, de Juramento ante Dios a Declaración por el propio honor, ha causado un auténtico giro copernicano en la Ética de la Medicina: la Medicina ya no es un trabajo que se hace en la presencia de Dios. Dios ya no es testigo insobornable de la actuación del médico. Éste ya no tiene porqué ajustar su conducta a los preceptos de la ley divina; ya no es necesariamente el servidor de la vida que se inclina reverente ante la imago Dei que hay en cada enfermo. El médico es el nuevo señor de sí mismo, autónomo, que se guía con la brújula de su honor.

La Ética médica queda así a merced de criterios personales o consensuados, es absorbida en el campo de fuerzas las cambiantes legislaciones permisivas, de los poderes económicos, de las conveniencias sociales, de las coyunturas políticas. Los dos grandes respetos, a la vida humana y a la dignidad del paciente, quedan sometidas a una dinámica de negociación, de valor cotizable, de baremos de calidad.

Nada lo revela mejor que el drama de la eutanasia y de los actos médicos en torno al final de la vida que, en pocos años, han adquirido carta de ciudadanía ética en los Países Bajos. No es posible recapitular aquí la significación ético-profesional de la eutanasia holandesa. Sea suficiente, sin embargo, apuntar dos aspectos: unos datos estadísticos dados a conocer por los sucesivos Informes del Fiscal general Remmelink, y lo que yo entiendo es el patrón que adopta la escalada de violencia de los médicos holandeses contra la vida humana, un patrón en cuatro niveles.

Datos estadísticos. Hace nueve años, con la aquiescencia del judicial, la Real Sociedad Holandesa de Médicos dictó unas normas, en apariencia muy restrictivas, para la práctica de la eutanasia. A finales de 1993, aquella norma profesional pasó a convertirse en Ley de la Eutanasia. En 1994, la Ley sufrió su primera ampliación: no sólo los pacientes terminales afectados de sufrimientos para los que no hay alivio son los candidatos para la eutanasia legal: lo son también los que sufren padecimientos psíquicos para los que no se encuentra ni remedio ni consuelo.

A instancias del Fiscal General, se han publicado estudios aceptablemente rigurosos sobre la práctica de la eutanasia, de la ayuda al suicidio y de lo que allí se denominan actos médicos en torno al final de la vida. De los diferentes estudios publicados se deduce, por ejemplo, que sólo el 6% de los médicos son totalmente reacios a la práctica de la eutanasia; que el número anual de casos de eutanasia se coloca en torno a los 2000; que hay más de 1500 casos de ayuda médica al suicidio; más de 1000 casos de eutanasia en individuos incompetentes (cosa taxativamente prohibida por la ley), y que en unos 40000 casos se aplicaron decisiones médicas en torno al final de la vida, consistentes en suspender o no iniciar tratamientos o en aplicar dosis excesivas de opioides, todo ello con la intención expresa de anticipar la muerte.

En concreto, los médicos generales acortan la vida en más de la mitad de sus pacientes terminales. De los pacientes a los que se aplica la eutanasia, alrededor del 50% intervienen en el proceso de decidir el final de su vida. No es posible esa participación en el 40%, a causa de la conciencia debilitada o la demencia, mientras que en el restante 10% no se les permite hacerlo por razones paternalísticas.

En Holanda, los médicos causan más de la tercera parte de las muertes no agudas. El acortamiento de esas vidas se mide muchas veces en horas o días; en muchas otras, en semanas o meses.

Escalada de violencia contra la vida humana. Leyendo los informes del Fiscal general, es posible discernir cuatro niveles de agresión a la vida humana.

Primer nivel. La legislación holandesa en vigor significa al pie de la letra que la eutanasia es una forma excepcional de tratar a ciertos enfermos, que sólo se autoriza a petición de éstos y para situaciones extremas y muy estrictamente reguladas.

Segundo nivel. Sin embargo, según la interpretación común de la ley, matar por compasión es un tratamiento médico aceptado, muy popular, y tan eficaz, limpio, rápido, económico, cómodo y estético cuando se lo compara con la Medicina paliativa, que, en muchas ocasiones, el médico no puede moralmente rehusarlo cuando lo pide el paciente o su familia.

Tercer nivel. Restringir la eutanasia legal a los pacientes capaces de solicitarla de modo expreso y voluntario es un requisito legal inhumano, injusto. Pues hay pacientes incapaces que viven en condiciones de precariedad biológica o psíquica sencillamente horribles. Dicen los circunstantes, médicos o parientes: “Una persona razonable nunca querría vivir así. Eso no es vida. Es preferible morir. Lo mejor para ella es la muerte dulce”. Médicos o familiares se hacen, contra la ley, mandatarios subjetivos del anciano demente, del comatoso, del neonato deficiente.

Cuarto nivel. La mentalidad utilitarista desemboca inevitablemente en una consideración de este tipo: Hay individuos cuyo deseo de seguir viviendo es irracional y caprichoso. La vida que tienen por delante es sencillamente detestable, carente de calidad. No hay para ellos esperanza de rehabilitación. Empeñarse en vivir es entonces un deseo injusto, insolidario, con su derroche irracional de recursos económicos y humanos: ese dinero y ese esfuerzo laboral podrían ser muchísimo mejor empleados en otros fines. Es una responsabilidad moral terminar con esas vidas.

Baste recordar un dato antes citado: el 10% de las eutanasias realizadas por los médicos generales holandeses se aplican a pacientes conscientes a los que, por razones paternalísticas, se les oculta la intervención.

La eutanasia ha entrado en la práctica ordinaria de la Medicina holandesa. Se habla allí del correcto manejo de los fármacos eutanáticos, lo mismo que se habla del buen uso de los antihipertensivos. Una Monografía de la Real Sociedad Holandesa de Farmacia, titulada Eutanasia Responsable, insiste en la necesidad de buscar el eutanásico ideal, una sustancia que, administrada por diferentes vías y libre de efectos secundarios indeseables, asegure en el 100% de los casos una muerte suave, rápida y tranquila.

3. ¿Por qué se manifiesta en la Medicina con tanta intensidad el eclipse de Dios? 

Es obvio que algo muy grave está sucediendo en Medicina. ¿Por qué? Pienso que en buena parte a causa del olvido Dios, se ha caído en el olvido de la dignidad específica del enfermo.

Hay una expresión de origen no bien determinado que define al enfermo como Res sacra miser. Incluye el sintagma de modo magnífico las dos dimensiones, de dignidad y menoscabo, que acompañan al enfermar humano. El enfermo, un ser digno pero vulnerado, es quien mueve al médico a su compasión inteligente. En la ética médica de raíz cristiana, ninguna miseria, involución o inmadurez puede oscurecer la presencia, y el reconocimiento, de la dignidad que inhabita en el enfermo.

Gracias a que no se pierde nunca de vista la dignidad del enfermo, es posible cosificar al paciente, reducirlo a objeto de examen, hacerlo cosa que se explora como mera realidad biológica, que se reduce a trastornos moleculares y fisiopatológicos. A los médicos se nos autoriza a hurgar en la intimidad de un modo que a nadie más se le tolera, porque es esencial reducir la biografía personal del enfermo a anamnesis clínica. El médico tiene la puerta abierta para husmear en la miseria del paciente. Es muy fácil entonces, a consecuencia de mísera calidad vital y humana del paciente, de la depauperación intelectual u orgánica que causa en él la enfermedad, que el médico pierda de vista la sacralidad del paciente, su dignidad intangible de persona.

Si no se tiene a Dios en el horizonte profesional, se va haciendo cada vez más remota la idea de que cada ser humano vale por sí mismo, es decir, que a todos y cada uno Dios nos confía un destino, único e irrepetible, aunque a veces misteriosamente miserable. Si, porque se quita a Dios de en medio, se elimina la dimensión sacra y sólo permanece la res miser, entonces la dignidad humana cambia de signo, se vuelve una dimensión negativa. Lo saben los fautores de la eutanasia cuando escriben en sus pancartas "muerte digna para todos" o se asocian en movimientos que reclaman el "derecho a morir con dignidad". La dignidad ya no hace referencia a la nobleza inherente en todo ser humano, a su condición de imago Dei, sino a su plenitud psicológica, su prestancia autónoma, su puntuación en las escalas de indicadores cuantitativos de humanidad, el concepto que merece a los demás. Tras el eclipse de Dios se produce el eclipse del hombre enfermo.

En el Capítulo I de su reciente Encíclica Evangelium vitae, Juan Pablo II hace un análisis de las amenazas actuales a la vida humana siguiendo el relato del crimen de Caín que nos ofrece el Génesis. El comentario alcanza una cumbre dramática cunado llega a las palabras del homicida “He de esconderme de tu presencia”. El Papa titula luminosamente su comentario Eclipse del sentido de Dios y del hombre.

Dice así: Es necesario llegar al centro del drama vivido por el hombre contemporáneo: el eclipse del sentido de Dios y del hombre, característico del contexto social y cultural dominado por el secularismo [...] Quien se deja contagiar por esa atmósfera entra fácilmente en el torbellino de un terrible círculo vicioso: perdido el sentido de Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida.

Y, más adelante, añade el Papa: “...como afirma lapidariamente el Concilio Vaticano II: “La criatura sin el Creador desaparece... Más aún, por el olvido de Dios, la propia criatura queda oscurecida”. El hombre ya no puede entenderse como “misteriosamente otro” respecto de las demás criaturas; se considera como uno de tantos seres vivientes, como un organismo que, a lo sumo, ha alcanzado un estadio de perfección muy elevado. Encerrado en el restringido horizonte de su materialidad, se reduce de este modo a “una cosa”, y ya no percibe el carácter trascendente de su “existir como hombre”. No considera ya la vida como un don espléndido de Dios, una realidad “sagrada” confiada a su responsabilidad y, por tanto, a su custodia amorosa, a su “veneración”. La vida llega a ser simplemente “una cosa”, que el hombre reivindica como su propiedad exclusiva, totalmente dominable y manipulable.

La cita ha sido larga; aunque podía haberla prolongado mucho más, e incluir la totalidad de los puntos 21 a 24 de la Encíclica. Cuando propuse el título, que no la sustancia, de esta intervención mía, la Encíclica no había sido publicada. Confieso que cuando la leí sentí la sensación jubilosa de ver lúcida, penetrantemente expuestos mis pobres barruntos sobre el tema: eso justamente es lo que quería yo decir.

Muchas gracias.

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