Deontología médica y creencia religiosa: entre la alianza y el conflicto
Prof. Dr. Gonzalo Herranz, Grupo de Trabajo de Ética biomédica, Universidad de Navarra
Conferencia pronunciada en la Fundación Valenciana de Estudios Avanzados
Ciclo sobre Ética y Medicina
Valencia, 1987
II. Normas deontológicas acerca de las creencias religiosas
III. ¿En qué consiste el respeto a las creencias religiosas del paciente?
IV. Deontología del desacuerdo
Medicina y Religión han mantenido, desde el comienzo de la historia humana, relaciones mutuas muy estrechas. No parece arriesgado afirmar que la Ética médica nació, y en buena parte sigue viviendo, como resultado de la simbiosis de Religión y Medicina. Esto vale tanto para las Medicinas primitivas como para la Medicina de Occidente, basada en el conocimiento científico. Cuando Hipócrates emancipó a la Medicina de la Religión y le señaló su destino de ciencia natural, la selló al mismo tiempo y para siempre como una actividad ética, mediante un Juramento prestado ante los dioses del Olimpo. Lo hizo no simplemente en reconocimiento de lo divino presente en la naturaleza, sino también respondiendo a la necesidad de moderar el poder del médico y someterlo a unos límites morales. Durante siglos, el Juramento hipocrático recordaba al médico que su trabajo se realizaba bajo la mirada de la divinidad.
Desde entonces, con aproximaciones y alejamientos a lo largo de la historia, las relaciones entre Religión y Medicina han venido estableciéndose en dos niveles diferentes. El uno es un plano institucional y público. El otro es el de las relaciones privadas.
En el primero se configuran alianzas o enfrentamientos entre los credos religiosos y la Medicina como corporación profesional o con la política sanitaria. Su historia y su presente son riquísimos en realizaciones, anécdotas y doctrina. Para comprobarlo, basta con echar un vistazo a las secciones de historia de la Encyclopedia of Bioethics1, a la monografía de Chapman2 o a las actas de la Conferencia sobre Política de Salud, Ética y Valores Humanos convocada en Atenas por el Consejo de Organizaciones Internacionales de Ciencias Médicas (CIOMS)3. Los hospitales cuya fundación se debió a motivos religiosos, las congregaciones entregadas al servicio de los enfermos, la Ética médica de inspiración confesional y la Medicina pastoral son suficientes para evocar la fecunda alianza anudada por siglos entre Medicina y Religión.
El segundo plano incluye las relaciones privadas que se insertan en el nivel interpersonal de la relación médico-paciente. En ellas, lo específico es el encuentro que se libra entre dos subjetividades: la del doctor, que aplica a su modo personal el compromiso científico y ético de la Medicina, y la del enfermo, de cuya personalidad forman parte más o menos decisiva las creencias religiosas, su modo personal de vivir su religión o de no vivir ninguna. Estas son las relaciones que analizaré a continuación, pues se me ha encomendado tratar de creencias religiosas, del asentimiento religioso subjetivo, no de credos, esto es, de contenidos dogmáticos objetivos.
II. Normas deontológicas acerca de las creencias religiosas
En los Códigos de Deontología médica, vigentes hoy en el mundo occidental, se establece como uno de los deberes fundamentales del médico el respeto hacia las convicciones religiosas o filosóficas de sus pacientes.
Atendamos, en primer lugar, a los documentos deontológicos de la Asociación Médica Mundial4. La Declaración de Ginebra, el documento fundacional de la Deontología médica contemporánea, sentó el precedente que sería imitado por todos los textos deontológicos posteriores. En ella, se establece este deber en forma negativa, al exigir del médico la promesa de no permitir que las consideraciones de religión, nacionalidad, raza, política de partidos o de clase social se interpongan entre su deber y su paciente. Prácticamente, el mismo precepto aparece en una de las Reglas para tiempo de conflicto armado: “En situaciones de urgencia, el médico debe prestar sus cuidados siempre con competencia e imparcialidad y sin discriminaciones basadas en el sexo, la raza, la nacionalidad, la religión, las opiniones políticas o cualquier otro criterio semejante”. Entre los derechos de los enfermos de la Declaración de Lisboa, se cuenta el de “recibir o rechazar la asistencia espiritual y moral, incluida la ayuda de un ministro de su propia religión”.
El Código de Deontología médica5 de la Organización Médica Colegial de España establece que “el médico debe cuidar con la misma conciencia y solicitud a todos sus enfermos, sea cual fuera su religión, raza, nacionalidad, ideas políticas, condición social y sentimientos que le inspiren” (Art.8º) e impone al médico la obligación de respetar “siempre las convicciones religiosas, filosóficas y políticas del enfermo o sus familiares” (Art. 24º).
También las Normas de Deontología6 del Colegio Oficial de Médicos de Barcelona, expresan enérgicamente la obligación de respetar las convicciones religiosas de los pacientes en sus Normas 4 y 9, cuando prohiben que las motivaciones religiosas puedan interferir en la calidad de la atención al enfermo e imponen la obligación de “respetar las convicciones religiosas, morales, ideológicas y políticas de sus pacientes y, teniendo en cuenta la gran influencia personal que (el médico) puede ejercer, ha de evitar que sus propias convicciones condicionen la libertad de aquéllos”.
Entre las normas vigentes en la Comunidad Europea, Los Principios de Ética Médica Europea7, recientemente aprobados por la Conferencia Internacional de Órdenes Médicas, imponen con firmeza el respeto a las creencias religiosas y a las convicciones personales del paciente. Lo hacen prohibiendo tanto la discriminación entre pacientes por motivos religiosos (Art. 1º: “La vocación del médico consiste en defender la salud física y mental del hombre y en aliviar su sufrimiento en el respeto a la vida y a la dignidad de la persona humana, sin discriminación de edad, raza, religión, nacionalidad, condición social e ideología política, o cualquier otra razón, lo mismo en tiempo de paz que en tiempo de guerra”), como la intrusión en su privacidad (Art. 3º: En el ejercicio de su profesión, el médico no puede imponer al paciente sus propias opiniones personales, filosóficas, morales o políticas” y Art.5º: “...El médico no puede sustituir por el suyo propio el concepto de calidad de vida del paciente”).
No es preciso prolongar este muestrario: la Deontología médica, en sus versiones recientes lo mismo que en las clásicas, impone el deber de respetar las creencias del paciente, ya sea en forma negativa (no discriminar, no interferir, no sustituir), ya sea en forma positiva (respetar, honrar). Creo que esta última, como ocurre con todos los preceptos positivos es más rica de contenido. Merece la pena, por tanto, que la examinemos más de cerca.
III. ¿En qué consiste el respeto a las creencias religiosas del paciente?
Toda la Deontología médica contemporánea está empapada por la noción de respeto8. Es con la Declaración de Ginebra, cuando el respeto irrumpe en la Deontología médica como elemento inspirador de la conducta del médico. Viene a ser, en el mundo secularizado de hoy, el sucedáneo secular y universalmente aceptable, del mandato del amor al prójimo que constituía el núcleo de la moralidad de tradición judeo-cristiana.
La noción de respeto incluye, como primer elemento, las reglas convencionales de la urbanidad. Estas vienen a ser como cristalizaciones culturales de un elemento capital de la convivencia humana: la noción de que no sólo los poderosos, sino que también los débiles son muy importantes. Pero el respeto supera ampliamente los contenidos de la cortesía y la buena educación. Tal como se desprende del contexto de los preceptos deontológicos, el respeto viene a ser la pieza central, el sistema nervioso, del organismo ético. Obviamente, la vida moral depende, en su abundancia y en su calidad, de la capacidad de captar valores morales. Y es precisamente el respeto la potencia que afina nuestra sensibilidad para percibirlos. Además, la capacidad de evaluar los elementos de un problema moral, de ordenarlos según su relevancia y de concluir un juicio ético recto no es sólo cuestión de conocimientos y hábito intelectual para el raciocinio ético: depende en gran medida de lo arraigado que esté en nosotros el respeto. La disposición para seguir las exigencias de nuestra conciencia depende también del respeto: él hace posible que la respuesta a los valores éticos encerrados en las cosas y, sobre todo, en el hombre, pueda tomar la forma de la subordinación inteligente y señorial, no temerosa o servil.
Esta brevísima caracterización del respeto nos abre el camino para considerar cómo el médico respetuoso se manifiesta ante las creencias religiosas de los enfermos en todos los momentos de la relación médico-enfermo. Análogamente a lo hecho en otro respecto por Siegler9, podemos distinguir tres fases en la relación médico-enfermo: un primer momento de percepción y de conocimiento, que es seguido por otro de evaluación y negociación, para desembocar finalmente en la fase final de decisión y acción.
El médico sensible a los valores humanos detecta en el curso de la anamnesis muchos datos acerca de la personalidad de su paciente. Entre ellos, no faltan los que permiten descubrir sus actitudes acerca de las causas y la significación humana de la enfermedad entre las que se cuentan sus creencias religiosas10. Unas veces, el paciente las declara abiertamente; otras, las da a conocer de modo indirecto, mediante expresiones y gestos. El médico, como primera expresión del respeto, ha de estar atento a ese lenguaje, verbal o no, pues de él se sirve el paciente para transmitir un mensaje decisivo: puede el enfermo manifestarnos, entre otras cosas, que exige que sus creencias religiosas sean tenidas en cuenta, o simplemente que consiente en que se las conozca, o que es indiferente ante ellas o, finalmente, que prohibe toda intromisión en su intimidad.
A su vez, el médico puede manifestarse de modos distintos. Cabe, en primer lugar, la actitud de la abstención respetuosa, la de ignorar para no invadir la intimidad. Este silencio respetuoso es un deber deontológico. Así, por ejemplo, nuestro Código de Deontología5 lo impone en su Art. 19º cuando ordena que “en cualquier acto médico, el facultativo ha de velar para que el derecho a la intimidad del paciente sea escrupulosamente respetado”. Este deber incluye tanto la custodia del pudor, como la obligación de abstenerse de desvelar la privacidad biográfica del paciente más allá de lo estrictamente necesario para obtener una historia clínica correcta. Sin duda alguna, un gran número de entrevistas médicas atañen sólo a la epidermis de la personalidad del paciente y no necesitan de ninguna incursión a estratos más profundos de su ser.
Pero, en muchas otras ocasiones, el respeto obliga a indagar, pues sólo conociendo las creencias del paciente puede el médico respetarlas. Este deber ha formado parte siempre del buen arte médico, pero, quizás, en los últimos tiempos ha cobrado una vigencia mucho mayor. Ello se debe a factores tales como la firme implantación de la autonomía del paciente como elemento relevante de la relación médico/enfermo, a la diferente interpretación de lo ha dado en llamarse calidad de vida y también a la ampliación de la tolerancia social hacia un sinnúmero de estilos de vida o de manifestaciones culturales. Muchas cosas que antes eran tenidas como tabúes, socialmente reprimidos y celosamente ocultados, se han convertido en asuntos de los que se habla abiertamente y para los que abiertamente se exige respeto.
Estas circunstancias están modificando profundamente la forma de la relación médico/enfermo. El Ethics Manual del American College of Physicians, por ejemplo, describe así la nueva situación: “De hecho, la relación tradicional puede variar de muchas maneras... Médicos y pacientes proceden a menudo de culturas diferentes y difieren en sus conceptos e ideas acerca de la naturaleza del problema y de lo que desean alcanzar. La atención al enfermo y la satisfacción de ambas partes quedan mejor servidas si el médico y el enfermo no rehúsan hablar abiertamente de sus preocupaciones y expectativas”11.
No cabe duda de que esta actitud más abierta supone un enriquecimiento humano de la práctica médica. Si la enfermedad, por ser crónica, grave o incapacitante, afecta a fondo el modo de vivir del paciente, el médico necesita entonces intervenir en estratos más hondos de la personalidad de aquél. Ha de movilizar las energías de su paciente para hacerle llevaderos el dolor y la minusvalía o para mantener viva la esperanza durante los días duros de un tratamiento agresivo o incierto. Para ello, necesita el médico, antes de nada y como manifestación a la vez de pericia y de respeto, conocer los recursos espirituales de su paciente, entre los cuales sus creencias religiosas juegan un papel dominante.
El Médico no necesita ser un experto en Religiones comparadas, ni en folklore médico. Pero, para respetar a sus pacientes, no puede ignorar los factores culturales y religiosos dominantes en su entorno12,13. Es evidente que las situaciones pueden variar muy ampliamente. Hay médicos que ejercen en medios de demografía religiosa muy homogénea, mientras que otros lo hacen en ambientes en que conviven fieles de muchos credos y sectas con humanistas de todas las tendencias. En todo caso, el médico respetuoso no descuidará negligentemente su obligación de saber algo sobre las costumbres y las creencias de las gentes que acuden a él, pues ello forma parte de su competencia clínica.
No era fácil hasta hace poco encontrar información dirigida específicamente al mundo sanitario acerca de las implicaciones médicas de las creencias religiosas. Disponemos ahora, además de los documentados artículos de la Encyclopedia of Bioethics1, de un libro, sencillo pero sumamente informativo, sobre el particular, obra de la enfermera británica A.C.M. Sampson y que lleva un título bien significativo: “The Neglected Ethic. Religious and Cultural Factors in the Care of Patients”14.
Conocidas por el médico las creencias del enfermo, se abre un camino ancho a la negociación. Es esta una fase de creciente importancia, pues en ella el médico puede ganar la confianza del paciente. La elevada frecuencia de la desobediencia de los enfermos se debe a defectos de esta fase tan decisiva del encuentro médico-enfermo15.
Por fortuna, en la inmensa mayoría de las ocasiones, no se producen situaciones de conflicto entre las medidas diagnósticas y terapéuticas que el médico propone y las convicciones del paciente, ni tampoco entre las expectativas de éste y la oferta de servicios del médico. Por decirlo así, se da espontáneamente una coincidencia de objetivos que desemboca en una cooperación sin conflictos.
He indicado antes, y lo he hecho deliberadamente, que el camino hacia la negociación es ancho. Con esto quiero señalar que el médico debe estar inclinado a ceder en todo aquello que no sea imprescindible para el correcto manejo de la situación clínica. A pesar de que cada vez es más frecuente la publicación de directrices técnicas para el diagnóstico y tratamiento de enfermedades (pautas de la OMS, conclusiones de las conferencias de consenso), que están dotadas de un cierto carácter vinculante por la gran autoridad que las asiste, el médico individual es, en último término, quien decide cuál es el modo de proceder ante cada paciente individual. El médico sigue gozando, hoy igual que ayer, de amplia discrecionalidad de juicio, en la que tiene cabida una generosa tolerancia para ciertas conductas reclamadas por las convicciones religiosas o filosóficas de sus pacientes. A este propósito apunta el Ethics Manual del American College of Physicians: “Dado que el modo de atender a los pacientes cambia continuamente, toda situación clínica es, por su propia naturaleza, tentativa y provisional, y exige negociaciones y modificaciones continuas para que la relación médico/enfermo llegue a ser un éxito”11.
Objeto de negociación no son sólo las interferencias procedentes de las creencias religiosas, sino también las que nacen de las supersticiones o de los sistemas no científicos de curación. Merece la pena considerar por un momento la paciencia edificante que el citado Ethics Manual recomienda al médico cuando se ve ante pacientes que buscan remedio en las medicinas marginales. “Los deseos manifestados por algunos pacientes de recibir atención fuera de la Medicina ortodoxa crean al médico un conflicto entre su compromiso de ofrecer el mejor servicio médico posible y el derecho del paciente de escoger la atención que quiera y de quien él quiera. Tal deseo exige del médico una madurada reflexión. Antes de dar ningún consejo, el médico debería determinar la razón de ese deseo de cambiar: insatisfacción con el tratamiento o simple atractivo publicitario del tratamiento no científico. Después, el médico deberá cerciorarse de que el paciente ha comprendido, en el espíritu del consentimiento informado, cuál es la naturaleza, el tratamiento y las perspectivas de su enfermedad. Entonces podrán médico y paciente discutir con realismo y desapasionadamente qué puede esperar el paciente de cada uno de los dos modos de tratamiento”.
Me he alargado quizá excesivamente en esta cita. Aunque se refiere a los conflictos que se presentan por causa de las Medicinas marginales, me parece, sin embargo, que muestra de modo ejemplar los componentes de la negociación.
Así, pues, médico y paciente deben establecer una negociación deontológicamente correcta ante cualquier divergencia de criterio. El médico debe ilustrar al enfermo, sin arrogancia y con claridad, sobre los aspectos médicos de la situación16. La contribución del médico a las exigencias éticas del consentimiento informado consiste en informar médicamente y respetar la libertad. La lealtad del médico hacia su paciente le obliga a no omitir de su información ningún dato moralmente significativo para el paciente. El paciente ha de traer a la negociación, además de su libertad, una reflexiva y ponderada consideración de lo que el médico le da a conocer.
Para poner un ejemplo de actualidad: ¿Deben darse a conocer a unos cónyuges católicos que acuden a un programa de reproducción humana asistida los dictámenes morales contenidos en la Instrucción sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación?
Tras la fase de negociación, llega el momento de las decisiones. Es obvio que la mayor parte de las situaciones clínicas o bien se desarrollan en un área de neutralidad con respecto a las creencias religiosas, o bien éstas suponen una ayuda muy importante en la ejecución de este momento de la relación médico/enfermo17. Es muy amplio el campo para la alianza cooperativa. La fe religiosa puede ayudar a aceptar el tratamiento como una manifestación más de la Providencia y a ponerlo en práctica como parte de la obligación moral de cuidar la vida que uno ha recibido en préstamo de Dios. La fe religiosa juega en la conducta de muchos creyentes el papel de auxiliar poderoso del tratamiento médico, en particular cuando éste conlleva dolor, minusvalía permanente o hábitos de vida muy exigentes o austeros.
Pero al lado de estos tipos (neutralidad, adaptación, alianza) más frecuentes de reacción ante la decisión médica, las creencias religiosas pueden originar situaciones de conflicto o incompatibilidad, de notable significación deontológica.
Su fenomenología es bien conocida. El campo de la reproducción humana es un área de conflicto. La contracepción abortiva, el aborto en cualquiera de sus indicaciones, las técnicas de reproducción asistida plantean situaciones, a pacientes y médicos, cargadas de enorme tensión. De todos son conocidos los problemas, cada vez menos violentos, derivados de la negativa de los testigos de Jehová a recibir transfusiones de sangre o plasma y de la jurisprudencia que se ha desarrollado para la protección de los menores e incapaces en situaciones de urgencia. Nadie ignora los riesgos que una aplicación demasiado literal de ciertos rituales de ayuno puede traer para la administración de medicamentos orales. La negativa de algunos a recibir productos biológicos derivados de animales proscritos ha impedido administrar insulina o implantar válvulas cardiacas de origen porcino a algunos pacientes. Los preceptos que protegen el pudor de la mujer en algunas sectas impiden la exploración física a médicos varones o que no pertenezcan a la secta, lo que provoca situaciones a veces dramáticas en grupos de inmigrantes que carecen de médicos propios. En otras ocasiones, el hospital se constituye en un lugar hostil para la práctica de los deberes religiosos, que impide la observancia de ciertos ritos de la vida ordinaria, el cumplimiento de tradiciones o ceremonias. La imposibilidad o la incapacidad de mantener la práctica de la religión puede crear conflictos dramáticos, algunos de los cuales han terminado con el suicidio del paciente. Esto muestra cómo algunos pacientes son incapaces de superar el agravio, a veces inconsciente, que el médico puede asestar a sus valores: el sentimiento de culpabilidad o de haber sido irreparablemente profanados se hace insoportable y el suicidio se antoja la única salida de tal situación.
Hay, por fortuna, hoy entre los médicos más sensibilidad hacia estos problemas, pero no es mucho todavía lo que se hace para respetar las creencias de ciertos grupos religiosos y obsequiar sus exigencias atendibles. Predomina en la práctica la actitud de no interferir sobre la disposición de facilitar. Y aunque en esta área sea quizá más importante la actuación de las enfermeras que la de los médicos, éstos no deben cerrarse a ceder en lo que sea razonable. Hace unos años, el Príncipe de Gales, en su condición de Presidente de la British Medical Association, señalaba a la Asociación, como uno de los objetivos para el período de su presidencia, el mejoramiento de la atención médica a ciertas comunidades de inmigrantes, para evitar así los graves inconvenientes derivados del desprecio de las peculiaridades culturales y religiosas de esas minorías18.
IV. Deontología del desacuerdo
Sucede, sin embargo, que por mucho que se amplíe la capacidad del médico para comprender y acceder a las exigencias de sus pacientes, en ocasiones se llega a una situación sin salida, en la que el acuerdo es imposible.
Hay grupos religiosos y sectas que incluyen entre sus prácticas imposiciones que repugnan a la razón. Existen cultos degradados, contrarracionales, con exigencias que desbordan lo que, a juicio de hombres prudentes y tolerantes, puede concederse a la autonomía de las personas. Con frecuencia, la adhesión a tales prácticas, a causa de su carácter diferenciador frente al resto de la sociedad, adquiere a los ojos de los creyentes un valor decisivo, innegociable, que los fanatiza: y les priva de la capacidad de mudar sus convicciones gracias a una libre discusión.
Cuando lo reclamado por el paciente pugna con lo civilmente tolerable o carece de una mínima coherencia racional, se produce incompatibilidad entre la autonomía del paciente y la del médico y se llega a una situación de ruptura. Esta debería tomar siempre la forma de lo que me gusta llamar el disenso educado. No es conforme a una ética de respeto que el médico o el paciente añadan al desacuerdo el insulto. Tratando de la situación de incompatibilidad entre los puntos de vista de médico y paciente con respecto a las medicinas no ortodoxas, el Ethics Manual del American College of Physicians describe muy adecuadamente el talante moral del disenso educado: “El médico no deberá abandonar al paciente si éste elige probar el tratamiento no ortodoxo. Deberá aceptar tal decisión con paciencia y compasión, pero no podrá participar en tal tipo de tratamiento. También el médico es un agente moral. No se le puede exigir que viole su propia conciencia. No puede acceder a hacer cualquier cosa que desee el paciente, en particular cuando va en contra de las convicciones morales del médico”11.
La negativa del médico se basará unas veces en una objeción de ciencia: lo que solicita el paciente no es compatible con el estado del arte médico del momento. Otras veces, será resultado de una objeción de conciencia. En un caso u otro, es más conforme a la Ética del respeto dar una explicación fundada en razones antes de proceder a la despedida, en la que no debería faltar la invitación a volver si cambia de opinión.
Una difusión más amplia de las relaciones humanas basadas en el respeto y la creciente sensibilidad de médicos y enfermos para los problemas éticos traerá consigo una rehabilitación del médico como árbitro de las decisiones clínicas. La única respuesta válida, a mi parecer, ante los abusos, potenciales y reales, del autonomismo del paciente y del paternalismo del médico, es la conciencia bien formada y respetuosa del médico. Thomasma19 ha propuesto un nuevo modelo, el de la conciencia del médico, que refunde en una síntesis oportuna los elementos más auténticos y positivos de los dos modelos antitéticos de relación médico-enfermo, que incluye el saludable respeto para la ambigüedad moral, la tolerancia para todo lo que las creencias religiosas exigen y que sea compatible con la racionalidad humana.
Pero insisto, hay un límite para la tolerancia. Cuando la religiosidad falsificada, inauténtica, se hace agresora del respeto a la vida y de los valores más fundamentales del hombre, cuando por sí misma significa daño a otros, entonces se sobrepasa el nivel de lo tolerable y la creencia se vuelve fanatismo. Cuando se impide el acceso de un tratamiento salvador a alguien privado de autonomía, como son, por ejemplo, los casos, tantas veces comentados de la prohibición de transfundir sangre a menores por parte de los testigos de Jehová20 o de aplicar tratamientos ordinarios y que salvan de la vida que los seguidores de la Ciencia cristiana declaran incompatibles con la curación por la sola oración21, entonces el recurso a la intervención judicial está justificado para evitar la perpetración de una injusticia irreversible.
Para que la conciencia del médico pueda desempeñar el papel de árbitro sin que corra el riesgo de convertirse en una nueva forma de paternalismo, es preciso que el médico afine obstinadamente su sentido de lo justo, implícito en la tradición hipocrática del respeto a los demás22 y se dé cuenta de que su función arbitral implica una predisposición a considerar y reconsiderar la propia posición23. La reflexión profundizadora sobre los grandes principios que la Deontología médica (el deber fundamental de respetar la vida y la integridad personal de su paciente, el carácter científico de la Medicina, la convicción de que nunca los intereses de la sociedad o de la ciencia pueden prevalecer sobre los intereses del individuo) es el único camino para llegar a armonizar sus aparentes contradicciones.
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