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Compasivamente eliminados

Gonzalo Herranz.
Publicado en La Razón (Madrid), 17 de marzo de 2007.

Inmaculada Echevarría ha muerto. No puedo evaluar su caso, tanto por falta de datos clínicos, como por exceso de información mediática, inevitablemente cargada de improvisación y sentimiento. Con los pocos datos disponibles, podría argüirse que estamos ante un caso de eutanasia o ante una legítima suspensión de tratamiento fútil. Ha habido estos días y entre personas razonables una patente división de opiniones.

La sociedad española se ve así enfrentada una vez más al debate en torno a la legalización de la eutanasia. Antes de ponernos a él, convendría esperar a que se disipe la sacudida emocional que esta muerte ha causado. Es, pues, el momento de estudiar críticamente, incisivamente, cosas importantes para aquel debate: qué es la eutanasia, cuáles los fines y los límites de la medicina, qué queremos decir con las palabras que usamos, cuáles los componentes intelectuales y morales de la compasión médica.

Hay que aprovechar esta oportunidad. Porque la capacidad de una sociedad de resistir dosis repetidas de casos dramáticos y extremosos es limitada. Llevamos ya unos cuantos (Ramón Sampedro, Jorge León, Madeleine Z, ahora Inmaculada Echevarría), todos ellos activados por los activistas de la muerte digna, programados para adormecer el buen juicio y convertirnos en gente enternecida.

Conozco bien el movimiento pro-eutanasia. Me asombra su capacidad casi mágica de trucar el lenguaje, de desdibujar conceptos, de dramatizar casos, de hacer de profetas de una humanidad emancipada. No invocan ya el dolor físico para la muerte compasiva, pues la medicina paliativa les ha ganado esa batalla. Quieren liberarnos del abuso tecnológico, como si la futilidad médica no estuviera fuertemente prohibida.

Su bandera hoy es la eutanasia para no vivir dependiendo de otros, para la fatiga existencial, la soledad abandonada, o ser carga para los demás. No tienen razón en ninguna de estas propuestas. Hemos de agradecerles, sin embargo, que nos recuerden que o dejamos de ser una sociedad de egoístas, o vamos a una sociedad cruel en la que los débiles serán compasivamente eliminados.

Comentario al caso de Inmaculada Echevarría.

Antonio Pardo.
Resumen enviado a Europa Press, 16-III-07.

En el Departamento se dirigió hace tiempo una tesis sobre los cuidados a pacientes graves, y cuándo implantarlos o retirarlos.

La conclusión a que llegó es a unas reglas sencillas que se entienden con facilidad y son prácticas.

Lo primero es que el tratamiento médico sea útil para algo. Lo que no sirve para nada no hay por qué aplicarlo.

Lo segundo es que ese tratamiento útil sea llevadero para el paciente, es decir, que no le resulte desproporcionadamente molesto o insoportable por razones de cualquier tipo.

Y, en tercer lugar, que no sea desproporcionadamente caro (esto, lógicamente, varía con el sitio donde se está, o la capacidad económica del paciente; de todos modos, es lo último que hay que considerar y no suele ser el problema).

Por lo segundo, un paciente puede negarse razonablemente a aceptar un tratamiento que, para el poco beneficio que le va a reportar, le supone muchas molestias (por ejemplo). Y esto, aunque se vaya a morir inmediatamente si el tratamiento no se instaura (es una cuestión que ya trataron los moralistas de la escuela de Salamanca en el siglo XVI a propósito de la obligación de comer).

Eso es distinto a afirmar que se tiene derecho a rechazar el tratamiento, así, en general: sólo está en nuestra mano de modo éticamente correcto rechazar cosas que no aportan casi nada y dan, sobre todo, molestias añadidas.

El caso de Inmaculada es raro: se acuerda de que le resulta insoportable vivir después de diez años enferma, en una institución famosa por sus cuidados a enfermos crónicos. Todo apunta a que los miembros de la sociedad Derecho a morir dignamente la han convencido de que quiera morir, aunque supongo que será difícil de probar. Sería delito de inducción al suicidio.

Creo que, por la situación médica que se veía en los reportajes, la enferma no parecía sufrir especialmente: sonreía, hablaba y se comunicaba bien, leía y pasaba por sí misma las páginas de un libro ... pero, de todos modos, sin haber hablado con ella, no se puede saber si realmente la situación le resultaba insoportable.

Si fuera así, el respirador, que es un parche a su problema, produciría más desventajas que beneficios, con lo que, o bien no se debió poner, o se puede quitar (éticamente es lo mismo).

Eutanasia es provocar deliberadamente la muerte del paciente: no parece el caso. Todo el tiempo se ha estado hablando de retirar un tratamiento, sin que haya habido voluntad de matar por parte del equipo asistencial (aunque los superiores de la Orden de San Juan de Dios se han negado a que se hiciera en su hospital, pues sería una traición contra el espíritu de la Orden: lo lógico en ellos sería haber estado al pie del cañón con cuidados paliativos, que incluyen hacer ver el sentido de la vida a este tipo de pacientes que quieren morir).

En suma: se ha embrollado la cuestión, vistiendo la retirada de unos cuidados poco útiles y quizá insoportables (?) de que somos dueños de nuestra vida y otras falsedades en esa línea.

Siempre se juega con estos casos límite y zonas grises que no están demasiado claras para fomentar la opinión a favor de la eutanasia.

O sea que, aunque los principios están claros, no está claro qué ha pasado con esa pobre mujer y qué tipo de influencia ha tenido sobre ella la asociación por el derecho a morir dignamente.

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