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Lo cañí como método anticapitalista

Ana Sánchez-Reig

Ana Sánchez-Reig, alumna de Literatura y Escritura Creativa (LEC), pone a
prueba la cultura pop occidental: el fast-food mercantil de espectáculos ha
llegado a parasitar la cultura de nuestros pueblos.
 

Lo cañí como método anticapitalista

Rosalía lo está petando. Desde sus premios y actuaciones en MTV, y su aparición arrolladora en los Grammys Latinos, parece que la muchacha no hace más que subir. Tanto, parece, que hasta se nos ha subido un poco demasiado. 

En Estados Unidos ahora están livin’ con ella, más ahora que es bff con Kylie Jenner y se pasa (previamente al fin del mundo) la vida en su casa, mientras que aquí nos encontramos divididos en dos frentes tan beligerantes que casi parecen los defensores y detractores de la última película de Star Wars. Después están los que pasan del tema, por supuesto, pero la verdad, qué sosez de gente. 

Esto me ha llevado a una pequeña, pero fuerte obsesión. Y es el “por qué”. Sí, por qué triunfan este tipo de artistas, estas versiones locales pero globales de productos culturales. Estos productos, que, a primera vista, y si no se miran mucho tiempo, parecen realmente «cañís». 

Hagamos primero un rápido estudio de campo de lo que significa ser cañí. En la RAE lo encontramos definido como «perteneciente o de la raza gitana». Podríamos entenderlo como un producto cultural consumido por un grupo concreto, si lo traemos al caso. Así que quienes entenderán mejor la obra serán los que comparten vivencias y experiencias. Por ejemplo: alguien que ha vivido con el Cigala sonando en la radio de su casa, bailando flamenco en la fiesta de cumpleaños de la prima, entenderá mejor la referencialidad y disfrutará reconociéndose en la canción. Un payo, quizás no tanto. 

Esto no quita que, aún así, hay productos denominados «glocales». Versiones palatables de una sociedad distinta, adaptadas al gusto del desconocedor. Esa fantasía de cultura, lejana pero comprensible, un orientalismo globalizado, que idealiza esas culturas que pretende comprender. Como los restaurantes asiáticos en Occidente. Como irte un fin de semana a Praga y comprar en H&M. Es una especie de importación cultural, y no es novedad. Tampoco la hemos inventado nosotros.

Estados Unidos es el rey de la importación cultural. Siendo una cultura fundamentada en la inmigración, la nación se basa en iconos creados a partir de tradiciones ajenas, véase Santa Claus. Su país se ha construido en los «glocalismos».  Es tan prominente que fueron sus sociólogos los que acuñaron y politizaron el concepto de «apropiación cultural» (James O. Young).

 

“Jumping forn Nafarreria fountain in San Fermin, Iruñea”, 2007 (fragmento)
Author: Viajar24h.com
. Source

Es una cultura fascinada por las otras, España incluida. Solo hay que hacer un repaso histórico: Hemingway retrató los Sanfermines y los catapultó al mercado global, y ahora hasta los australianos vienen a lanzarse de las fuentes. O los cocineros que han recreado tapas navarras para que ahora paellas con chorizo broten en los pasillos de Wallmart. Sin ir más lejos, hay que ver lo risas que fue la última comedia de Cameron Diaz y Tom Cruise (Noche y día), en la que se colaban en un encierro taurino por las calles de Cádiz. O los toros caníbales de Mentes criminales: sin fronteras

Podemos entender entonces la nueva fascinación de los “gringos” con Rosalía.

Por otro lado, estudiemos un poco a nuestra querida España. Nosotros, aunque no lo creamos, somos consumidores de importación, pero además a lo bestia. Nuestras carteleras están llenas de palabros en inglés, actores de nombres de difícil pronunciación y paisajes desconocidos. Nos sorprendemos cuando el protagonista se llama Juan y vive en Vallecas. El exitazo de Paquita Salas lo demuestra. 

Pero, serendipias aparte, no hay que olvidar nuestro maravilloso mantra de «el cine español es una mierda». Nos fascinan, de vez en cuando, las películas choriceras, pero en nuestro imaginario, las buenas películas son las de Scarlett Johansson. Aunque estemos sedientos de vernos reflejados en la pantalla, fantaseamos en voz de doblaje

Las fantasías viajeras tienen un encanto de sirena,
pero no hay que olvidar que bajo las aguas no
encontraremos comprensión, sino la mano del mercado.

Y es que el mercado cinematográfico está dominado por completo por Hollywood. La capacidad de colonizar todo el mercado global hace que las producciones locales pierdan brillo, se empequeñecen ante el festival de luz y tecnicolor que es la producción media estadounidense. Somos consumidores de cine extranjero, música extranjera y, en general, arte extranjero. 

¿Y esto qué quiere decir? Que nuestro paladar tampoco está tan acostumbrado a lo cañí. Fabricar cultura es caro, y si solo los va a consumir un público pequeño, sale poco rentable. Por eso, la distribución tiende a ser inmovilista, y a apostar por lo que funciona, para de vez en cuando arriesgar.

Rosalía ha casado estos dos mundos. Siendo El Mal Querer una fusión flamenca con pop, rap y trap, trayendo algo de frescura a un género que de por sí tiende a repetirse. No es algo exclusivo a ella, otros tantos artistas lo han hecho antes, pero ella ha sido la que mayor proyección internacional ha tenido. Con el salto que dio después al reguetón y posteriormente, al indie americano con James Bay, ya parece que ha conquistado las américas.

Es cierto que en este salto hay un cierto aire poco genuino. Con el éxito suele llegar la comercialización, y con eso, una mayor separación con el «aura» que nos encandiló en un principio. Este fenómeno lo describió ya en su momento Walter Benjamin, uno de los pensadores más influyentes del siglo XX. 

«[…] la reproducción mecánica saca el objeto reproducido del ámbito de la tradición. Al multiplicar las copias,
la presencia única queda sustituida por la presencia masiva. Y la reproducción, al poder adaptarse a las
situaciones del receptor, multiplica la presencia de la reproducción»

Él nunca vivió internet y la capacidad de difusión de hoy en día. Escribió con la fotografía y el cine en mente, pero sin duda podemos establecer un paralelo al día de hoy. La producción masiva muchas veces trata de apelar al mayor público posible, por lo que pocas veces se siente personal. Rosalía enseguida se adaptó al mercado estadounidense, se codeó con su farándula y se «glocalizó». 

Traigamos al caso otro ejemplo: en mi pueblo se adora a Carmen Amaya. La bailaora gitana tenía casa allí, y estaba enamoriscada de la Costa Brava. Para quien no lo sepa, esta mujer tenía muchísimo duende y es una de las bailaoras más conocida en el mundo. En España era conocida, pero se consagró como icono flamenco una vez dio el salto a Estados Unidos. Apareció en numerosas películas de Hollywood, se le dedicó un artículo en la revista Life y hasta se dice que el presidente Roosvelt se había encandilado con su arte.

Pero los americanos, cuando la consagraron, no sabían lo que se les venía encima. Aceptó hacer las Américas, sí, pero acompañada de toda su familia. Y es conocida la vez que la lió parda en uno de los hoteles más icónicos de Nueva York. Y es que la moza, en uno de sus paseos por las avenidas neoyorkinas, se compró dos o tres kilos de sardinas. Acto seguido, volvió al hotel Waldorf Astoria y, ni corta ni perezosa, se cargó las dos mesillas de noche, parapetó un hornillo con el somier, y se frió las sardinas con sus primos. Transformaron uno de los hoteles más caros y pijos de la ciudad en el camping de ViñaRock en media hora, fácil. Se dice que el edificio entero se llenó del olor a pescado, y que causó mucha impresión entre la clientela posh del hotel. Esta anécdota la inmortalizó Eduardo Arroyo, pintor vinculado al pop art, fallecido el año pasado, en su famosa obra “Carmen Amaya fríe sardinas en el Waldorf Astoria” (1988).

Este acto encapsula perfectamente la regurgitación que hace lo “cañí” del arte burgués. Carmen Amaya eludía las escuelas, las corrientes, enseñanzas y categorizaciones, en el escenario desprendía una libertad asalvajada que sangraba de su vida, y la pretensión de compartimentarla en la mercantilización era una idea hasta risible. 

En esto vemos que el conservarse fiel a uno mismo está unido necesariamente a conservarse en tu entorno. Lo idiosincrático repele a la reproducción mercantil, y debemos mantenernos a la búsqueda de arte propio. Las fantasías viajeras tienen un encanto de sirena, pero no hay que olvidar que bajo las aguas no encontraremos comprensión, sino la mano del mercado. 

Por eso quiero cerrar con una recomendación folklórica: Rodrigo Cuevas es un músico, compositor, cantante y estudioso de los distintos estilos regionales que hace un poco lo que hizo Rosalía, pero en gallego. Y qué queréis que os diga, tengo una debilidad por Galicia, por lo que no puede dejar de gustarme. Es un poco el icono de este artículo. 

Pero no os quedéis solo con Rodrigo. Buscad, que hoy por hoy hay medios. Es necesario, en un mundo lleno de hydroflasks, redescubrir el botijo.

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