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Esta semana contamos con la colaboración de Javier Garralda Arana, estudiante de 4º del Grado en Filosofía. En su artículo reflexiona acerca de la situación económica y política global y las relaciones internacionales.

La globalización es un hecho. Puede gustar más o menos, pero las migraciones humanas son un fenómeno natural e inevitable. De igual forma que ocurre con otras especies, los desplazamientos de particulares se dan en la nuestra por razones de escasez, especies 'invasoras' o similares. Muy rara vez sucede como fenómeno étnico (salvo contadas y notorias excepciones, como la del pueblo hebreo, el romaní o el saharaui) y no parece descabellado afirmar que la vida sedentaria resulta infinitamente más cómoda que el nomadismo. El ser humano, como es sabido, nace en África; ahora bien, no cabe hablar de una sino de varias especies originarias. Además del homo sapiens, el neandertal y el hombre de Denisova participaron también en la constitución del ser humano, jugando un rol decisivo en el fenotipo caucásico y han respectivamente. Es más, tal y como se muestra en el brillante ensayo Sapiens, de animales a dioses, del historiador israelí Yuval Noah Harari, los rasgos occidentales (piel blanca, pelo y ojos claros) son propiamente neandertales; mientras que asiáticos y austro-melanesios tienen más que ver con los denisovanos. Sorprendentemente, aun siendo especies distintas, su genética era tan similar que fueron capaces de engendrar una descendencia fértil común (a la manera del perro y el lobo). A luz de los hechos, hablar de ‘género humano' nos acerca más a la realidad de lo que somos: una única y diversa especie animal igualmente subordinada a sus categorías taxonómicas.

Decía al principio que la globalización es un hecho y, pese a las voces discordantes, no creo que haya fracasado. Las relaciones entre distintas comunidades se dieron desde que el primer hombre se arrastró del barro. Salta a la vista que la constitución de Estados y la organización de la especie en territorios ha sido y es beneficiosa. Diré más, es imperativa, no solo para evitar el homo homini lupus, sino para otorgar un estatus ontológico propio al espíritu de las culturas (en alemán, volkgeist, 'espíritu del pueblo'). Una cultura no necesita de un Estado propio para ser reconocida. La creencia contraria ha conducido en no pocas ocasiones a la confrontación de grupos humanos, guerras y genocidios. No solo son desgracias políticas o territoriales, son crisis intelectuales y distorsiones en lo que significa ser humano. Así, no cabe hablar de un único emplazamiento donde se diera la supuesta primera civilización. Más bien, se contempla que, así como en Mesopotamia, la llanura indogangética, Mesoamérica o incluso el Golfo de Ghana fueron núcleos de población donde germinó la civilización de un modo más o menos sincrónico. Lo que a la larga dio lugar a una cierta estabilidad política que más tarde se abriría al comercio y las relaciones con otros pueblos.

No parece razonable, por tanto, retrotraerse hasta orígenes remotos y reivindicar con ello la identidad de la propia comunidad como radicalmente distinta del resto. No creo en absoluto que la integración de diversas culturas haya fracasado; creo, de hecho, que, como antaño, sigue en desarrollo. Los Estados son necesarios en la medida en que minimizan la naturaleza de todos contra todos, pero de nada sirven si su mantenimiento supone un aumento cuantitativo y cualitativo de esa misma violencia. Me explico: las comunidades políticas son cooriginarias a la especie humana, y el Estado liberal moderno en el que vivimos supone una forma de armonizar la convivencia de los diversos. Un optimismo ilustrado en defensa del cosmopolitismo que quedó embarrado por los desvaríos de un idealismo decimonónico. Tras las desgracias políticas del siglo XX, Europa se sumió en un pozo de miseria del que no levantó cabeza hasta el acuerdo de libre comercio de carbón y acero (1951). La conformación del Benelux fue otro impulso determinante y culminó la fundación de la Unión Europea en 1993. Desde entonces, el continente históricamente más belicoso no ha padecido ningún conflicto armado particularmente significativo dentro de sus fronteras hasta el reciente 2022. Su economía e índice de desarrollo humano creció exponencialmente, las fronteras internas de Europa se abrieron y se facilitó el comercio y tránsito de seres humanos entre culturas hermanas. Tal fue su éxito que durante un breve periodo de tiempo otros territorios tomaron ejemplo, aunque no con los mismos resultados: la Unión Africana en 2002, la Unión de Naciones Suramericanas en 2008, los BRICS en el 2009…

Pero, muy a nuestro pesar, todo comienzo llega a su fin, ¿no? Tan pronto surgieron movimientos globalistas los nacionalismos volvieron a despertar para frenar el progreso y hermanamiento de los pueblos: el brexit, el procés, la toma del Capitolio … ¡Cuánto hemos vivido en tan poco tiempo! Para ser lo más imparcial posible, diré que no todos los nacionalismos son centrífugos; los chovinismos centrípetos no se quedan atrás. Tal es el último caso en EEUU, así como el auge de la extrema derecha en Europa, los indigenismos en Sudamérica, el paneslavismo que hay detrás de la invasión a Ucrania o el golpe de Estado talibán en Afganistán del que ya nadie habla.

Voy a hablar alto y claro: los nacionalismos, sean del tipo que sean, suponen una distorsión de la identidad humana. Esta fue, es, será y debería ser siempre el primero de todos los identitarismos. Los demás solo existen a posteriori y se derivan siempre se está. Como tal, son perfectamente prescindibles; si no suman, al menos que no resten. Esa es la razón por la que, al menos yo, estoy a priori en contra de cualquier separatismo. Creo que es contraintuitivo cerrarse en una interioridad que no es sino parte, quiera o no, de un mundo cada vez mayor. En último término, la naturaleza del nacionalismo y, en nuestro caso, del nacionalismo periférico en España, es profundamente xenófoba (aunque no necesariamente racista). Tanto así que, en un informe sobre la evolución de los delitos de odio en 2021 emitido por el Gobierno del Interior, la autonomía española que lidera el listado es el País Vasco con 11’92 por cada 100.000 habitantes; seguido por Navarra con 6’80. Si rastreamos las raíces del nacionalismo vasco, por ejemplo, nos encontraremos con los famosos 8 apellidos, el Rh negativo o la mayor frecuencia del grupo O. Algo similar, aunque no con la misma fuerza lo vemos en las costas del Mediterraneo, donde Valentí Almirall invoca a una suerte de ‘raza catalana’. En efecto, allí donde han pasado griegos, cartagineses, romanos, visigodos, musulmanes… Hablar de ‘raza’ por fin está mal visto en Europa, no se puede decir lo mismo de EEUU, pero no podemos olvidar que es ahí donde radica esta tipología de nacionalismo. La convivencia pasa, por tanto, por una integración y disolución de tipo sintético en un modus vivendi mayor en dimensiones y menor en determinaciones. No podemos pretender que los unos levanten un muro insalvable entre comunidades políticas previamente unidas y que los otros impidan su cruce en defensa de una supuesta cultura anclada en el pasado que hay que conservar. Son dos caras de la misma moneda, el comunitarismo. Aquel ideal que antepone el bien del grupo al del individuo, cuando el segundo es el ontológicamente anterior al primero; no hay colectividad sin individuo, pero sí individuo sin colectividad. El ‘nosotros’ se da a la vez en la práctica, pero como tal es una ficción. Será un mundo individual e individualista aquel que conforme un mundo global. Y no será ningún identitarismo porque este aísla al humano en grupos cerrados, que no permiten al individuo interactuar con otros más allá de los límites de su mundo. Tengo la convicción de que el futuro pasa por la conformación de entidades supranacionales, tratados de libre comercio y libre tránsito de personas y mercancías. Esto no es una postura optimista ni muchísimo menos. Los conflictos siguen y seguirán vigentes hasta el fin de los tiempos, la diferencia es que, con un poco de suerte, las pugnas serán entre particulares y no entre grupos, a modo de dialéctica. Es de eso de lo que parece tratar el mundo global, una realidad política multipolar que prioriza las alianzas, uniones y anexiones frente a los chovinismos aduaneros y los nacionalismos periféricos.


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