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Nietzsche alguna vez dijo que «aquellos que eran vistos bailando, eran considerados locos por quienes no podían escuchar la música». Paula Brand Ludovic, bailarina y alumna de 1º del doble grado en Filosofía y Periodismo, nos presenta una reflexión sobre el ballet y su concepción a lo largo de la historia.


Poco se habla de lo bien que apreció Nietzsche la eminencia del baile. Estas palabras nos pueden conducir a la idea de que bailar no es para todos, al menos en el sentido de una práctica objetiva y universal; de ahí que su planteamiento vaya de la mano con su propia filosofía de entender el mundo mediante perspectivas e interpretaciones. Son «locos» aquellos que son capaces de bailar, quienes comprenden la verdadera naturaleza de un arte que no puede ni debe ser limitado a un mero movimiento al compás de notas musicales. Todo lo contrario, reducirlo de esa manera desestimaría una galería de arte que de él surge. Incluso al Nietzsche bailarín se le olvidó aclarar que hace falta mucho más que la música para entender esta locura.

Es precisamente el cómo y desde dónde miramos el baile lo que abre el camino a unirse a esos locos danzantes. Llegar a ser parte de ese museo es poder jugar con los pies, contar historias con el propio cuerpo, conmover con o sin un tutú de ballet.

Y es que la puesta en escena de una obra de ballet podría considerarse el gran banquete de las artes. Una trama dramática de entrante, cuerpos con vestuarios relucientes de plato principal y una orquesta de postre. Es un hecho para el espectador que, al ver por primera vez El Lago de los Cisnes, se quede absorto con los fuertes pies de la bailarina que soportan 32 fouettes, con la sincronía y piel blanca de los cisnes o con la música magistral de Tchaikovsky. Aún así, la conexión que se puede obtener con un ballet sobrepasa los límites de cualquier arte tangible. A veces, incluso sin escuchar la música, la danza nos ofrece más que placer estético: nos incomoda, nos duele, nos hace sentir.

Más que cualquier otra forma artística, el ballet desafía al lenguaje. Una escena de tres minutos puede decir más que una novela de quinientas páginas. La sujeción que se tiene con los gestos, la postura, el movimiento y la pantomima convierten un espectáculo en una literatura no escrita y única. Lo ejemplifica a la perfección la devastadora escena de la locura de Giselle al enterarse del engaño amoroso de Albretch. A pesar de que es una secuencia organizada y gobernada por la música, cada bailarina ofrece algo indudablemente suyo. Tanto la interpretación de Natalia Ossipova como la de Marianela Núñez son deslumbrantes, pero sus manierismos, expresiones y detalles crean una experiencia única con su cuerpo y nos hacen sentir de distintas maneras la demencia de Giselle. Un buen paralelismo con la locura a la que se refería Nietzsche.

De ahí la fuente principal de un arte como el ballet: el cuerpo humano. Desde sus inicios, el uso de las zapatillas de punta ha sido un eje de preguntas para las bailarinas. «¿Cómo lo haces?», «¿No te duele?», «¿Tus pies están tan mal como lo muestran en las películas?». Porque, efectivamente, es un hecho que sobrepasa la razón al hacer devenir ese esfuerzo en belleza. Pero esa apropiación del cuerpo y de los pies que hace el ballet viene acompañada de algo que puede ser igual de sorprendente y es la capacidad de que en el mismo cuerpo encontremos la forma y el contenido: la variedad de destrezas técnicas y la expresión simbólica de los sentimientos. Así es como entendemos no sólo ese arte del cuerpo en movimiento vestido con tutús brillantes y lleno de gracia, sino también del alma del personaje encarnada en ese cuerpo.

Por eso Hegel se unió a Nietzsche en su estudio del baile al manifestar que el ballet debe ser una correspondencia entre espíritu y apariencia. La pantomima y la transmisión de sentimientos es lo que puede “vivificar anímicamente en danza la fría obra escultórica apacible”. Ese es el desafío del lenguaje: comunicar de forma universal, a través de gestos, toda una narrativa que conmueve.

Las historias que se cuentan a lo largo de los dos o tres actos que componen un ballet dan paso a cientos de preguntas y sensaciones. En ellas podemos encontrar los más trágicos finales y también los más alegres. En los ballets se narran poéticamente paradojas de la vida, del destino, de los sueños, del amor, de la tristeza. Lo especial está en que, como audiencia, somos capaces de ser tocados por esos relatos e inclusive apropiarnos de ellos. Así sea para ver un clásico como Romeo y Julieta o seguir la tradición de Navidad con El Cascanueces, siempre evocan esa intriga e inquietud; disfrutamos de una unión de artes y amamos la locura de los bailarines.

Pero la música y el ballet nunca podríamos separarlos. Escuchamos a la perfección la música de Tchaikovsky al imaginar el cisne blanco. Para los bailarines, sus pasos deben responder a la precisión de las frases musicales, pues de allí deriva el conjunto de sus movimientos, al igual que del carácter de lo que quieren transmitir al público. Y es que, como espectadores, las melodías que escuchamos van de la mano con lo que vemos; ayudan a entender el drama, el suspenso, la calma y el devenir de la historia. Contienen una carga tan importante que nos puede provocar ganas de unirnos al ballet.

Tal vez lo que nos quería decir Nietzsche con su frase es que quedarnos como espectadores es no entender el baile. La entrada a la galería de arte que representa una obra de ballet no es mera exhibición, sino una invitación a formar parte de ella. Es percibir esas manifestaciones artísticas del baile, la poesía en movimiento, la música, el cuerpo, la literatura, los trajes y los gestos para encontrar lo nuestro. Un ballet nos toca si entendemos que más que algo de ver y escuchar, es algo que sentir y bailar. Nos contagia de fervor. Salimos bailando, con ganas de hacerlo siempre. Salimos siendo también locos.


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