Encerrado en la cárcel de Reading ―ya había perdido su libertad, nombre y riqueza― le quedaba a Oscar Wilde aún algo precioso: sus dos hijos. De improviso, le fueron retirados por la ley. Cayó entonces de rodillas, agachó la cabeza, y lloró: «El cuerpo de un niño es como el cuerpo del Señor: no soy digno de ninguno».
Vuelvo a leer De Profundis, la larga carta que compuso en sus últimos meses de prisión. Ha sido, en momentos precisos, una carta de redención, una crítica al sistema carcelario, una carta de amor. Ha sido también una tregua con el corazón roto e inmenso del mundo, un tratado estético para los artistas, un clamor a Dios desde lo profundo. Vuelvo a leer De Profundis con la Semana Santa aún fresca, frente a un Cristo, Varón de Dolores, y sus noventa páginas me llegan como una meditación. Una meditación que, en palabras de Oscar Wilde ―en esta breve adaptación condensada― reza:
La humildad es lo último que me queda, y lo mejor: el descubrimiento final, el punto de partida de un nuevo camino. Me ha venido del interior, y sé por eso que ha llegado a tiempo. Si me hubieran hablado de ella, la habría apartado; si me la hubieran traído, la habría rechazado. Como yo la encontré, quiero conservarla. Tengo que conservarla. No se puede comprar la humildad sin antes cederlo todo, y hoy es ella lo único que contiene los elementos de una vida nueva para mí.
Así, he encontrado que el alma puede alcanzar su revelación más perfecta en lo que estaba orientado a profanar o destruir. La cama de tabla, la comida asquerosa, las sogas que hay que deshacer hasta que las yemas de los dedos se acorchan, los oficios serviles con los que empieza y termina cada día, las órdenes brutales, el espantoso traje que hace grotesco el dolor, el silencio, la soledad, la vergüenza: todas y cada una de estas cosas las tengo que transformar en experiencia espiritual. No hay una sola degradación del cuerpo que no deba tratar de convertir en espiritualización del alma. Como Cristo.
Cristo está con los poetas, tiene de manera insuperable esa imaginación y simpatía. Para mí sigue habiendo algo casi increíble en la idea de un joven galileo que imagina poder llevar sobre sus hombros la carga del mundo entero: los pecados de Nerón, los niños de las fábricas, los ladrones, los encarcelados, los proscritos, los que enmudecen bajo la opresión y cuyo silencio sólo oye Dios. No sólo lo imagina sino que lo logra: todos los que se acercan a Él, aunque quizá no se inclinen ante un altar o sacerdote, sienten que la fealdad de sus pecados desaparece y la belleza de su dolor se les revela. La vida de Cristo es muestra de qué tan enteramente pueden Dolor y Belleza ser una sola cosa.
Para el artista por completo humano, la expresión es el único modo de concebir la vida: lo mudo está muerto. Cristo, sin embargo, tomó también por reino suyo el mundo de lo que no se expresa. Su deseo fue ser, para los que no habían encontrado palabra, una trompeta con que llamar al Cielo. Y sintiendo, como un artista, que una idea no tiene ningún valor hasta que se encarna, se hace imagen. Él hace de sí mismo la imagen del Varón de Dolores, y como tal ha fascinado y dominado el Arte como ningún dios griego lo consiguió jamás.
Cristo es justamente como una obra de arte. No es que realmente enseñe nada, sino que por entrar en su presencia uno llega a ser algo. Nos dice que todo momento debe ser hermoso, que el alma debe estar siempre dispuesta para la venida del Novio, siempre esperando la voz del Amante. Él vio que el amor era ese secreto perdido del mundo que los sabios venían buscando: únicamente a través del sufrimiento y el amor puede uno acercarse al corazón del leproso o a los pies de Dios. El amor es un sacramento que se habría de recibir de rodillas.
Lo que tengo ante mí es mi pasado. He de conseguir mirarlo con otros ojos, hacer que el mundo, no, que Dios lo mire con otros ojos. El momento del arrepentimiento es el momento de la iniciación, el medio para alterar el propio pasado. Los griegos lo tuvieron por imposible. A menudo dicen en sus aforismos: «Ni los dioses pueden alterar el pasado». Cristo mostró que el pecador más vulgar podía hacerlo. Que era justo lo que podía hacer. El momento en el que el hijo pródigo se hincó de rodillas y lloró, realmente transformó las prostitutas, el cuidado de los cerdos y el hambre de algarrobas en los episodios santos de su vida. A la mayoría de la gente le cuesta trabajo captar la idea. Me atrevería a decir que hay que ir a la cárcel para entenderla. Si es así, quizá merezca la pena ir a la cárcel.
Sé que este sistema penitenciario está absolutamente equivocado. Daría cualquier cosa por poder alterarlo cuando salga. Pretendo intentarlo. Pero sé también que no hay cárcel en el mundo que el Amor no pueda asaltar.
Oscar Wilde fue liberado en mayo de 1897 y murió tres años después. Ya han contado libros y películas los vaivenes, caídas y angustias que vivió tras salir de la cárcel. Por mi parte, imagino los últimos años de mi poeta irlandés cómo los anhelaba él en su carta: fuera le estarían esperando muchas cosas hermosas, desde su hermano viento y su hermana lluvia hasta los escaparates de las grandes ciudades y el mar reparador de los antiguos griegos. En verdad, Oscar, lo dijiste; Él hizo el mundo para ti tanto como para cualquier otro, pues quien pueda mirar su hermosura y compartir su dolor, y comprender algo del prodigio de ambos, se ha acercado al secreto de Dios.