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Otra postal del covid

«Salvar una vida o salvar otra. Como el dilema de Philippa Foot. Ya saben,
el del tren que si va por una vía atropellará a una persona pero si va por la
otra atropella a cinco. ¿Por dónde debes desviar el tranvía?»
 

Teo Peñarroja

Por Teo Peñarroja
Antiguo alumno de Filosofía y Periodismo de la Universidad de Navarra. 
Actualmente, periodista de la revista Nuestro Tiempo.

Otra postal del covid

Mi madre había vuelto contenta —es un decir, en los tiempos que corren no hay alegría completa— del hospital el otro día. El motivo era un señor mayor con un cáncer avanzado. Ingresó con una complicación y había que trasladarlo a la UCI. Además, había que darle un tratamiento del que no disponían en el hospital, que es más bien modesto; el hombre debía trasladarse a otro centro más grande. Comienza la gestión. Llama a uno de los hospitales grandes. No hay sitio para él: todo es coronavirus. Llama a otro; tampoco. Levanta el teléfono incluso para un tercer hospital. Tienen dos camas libres en la UCI, pero no quieren ingresar a ese hombre.

—Entiéndelo —le decían, más o menos, yo no lo escuché, al otro lado de la línea— con esa edad y con un cáncer no podemos traerlo aquí, estaría quitándole el sitio a alguien más joven y con más proyección.

Salvar una vida o salvar otra. Como el dilema de Philippa Foot. Ya saben, el del tren que si va por una vía atropellará a una persona pero si va por la otra atropella a cinco. ¿Por dónde debes desviar el tranvía? Parecía que nunca íbamos a vivir algo así, ¿verdad? Que nunca nos iba a pasar como a Spiderman, cuando el Duende Verde le obliga a escoger entre salvar a Mary Jane o a un vagón lleno de niños.

El plan B para este paciente oncológico es dejarlo morir en su casa. Al fin y al cabo es un incurable, no importa mucho que la palme antes o después. Pero mi madre insiste. Mi madre, como todas las madres o quizá más que las demás, no lo sé, tiene un cierto don de profecía. En los momentos más importantes de mi vida siempre ha sabido lo que quiero o lo que necesito antes que yo mismo. Recuerdo, por ejemplo, el día en que dijo como si tal cosa: «Tú quieres ir a Navarra». Y así era, pero yo lo supe al escucharlo en sus labios. Como tantas otras cosas. Algo parecido debió de pasarle a la persona que estaba al otro lado del teléfono. Más que la explicación —que a pesar de ser un paciente oncológico lleva años con el tratamiento y una vida plena y feliz, que puede durar mucho tiempo aún— lo que convence a la otra mujer, estoy seguro, es la seguridad con que mi madre dice:

—Todavía no es su hora.

Ella lo dice así, de pasada. Si lo digo yo suena como un diálogo de película de Antena3 a la hora de comer. Pero instalada en su voz, la frase es de una naturalidad pasmosa, como si hubiera dicho: «Hay que comprar pan». Así que acceden a ingresar al hombre.

***

Son las once de la noche. En casa ya hemos cenado todos cuando se oye el portazo. Mi madre acaba de llegar del hospital. Hace dos meses que viene muy cansada porque pelear contra el virus es una jodienda, sobre todo psicológica. Pero hoy viene fresca como una rosa, casi diría que la alegría completa sí existe, al fin y al cabo. Mientras moja un dinosaurus en el café con leche levanta la vista y dice:

—¿Te acuerdas del señor al que ingresamos el otro día?

Yo sí me acuerdo, claro.

—Ya ha salido de la UCI. Me ha llamado su médico para contármelo. Está bien y vuelve a casa. Todavía le quedan muchos años por delante.

Me da una alegría muy grande, aunque no conozco al caballero.

—Y él nunca sabrá que si no fuera por ti estaría muerto, ¿no?

—No —dice ella, con su naturalidad imponente—, pero qué más da.

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