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El principio de autonomía: una nueva perspectiva

Enrique H. Prat.
Conferencia de clausura del Máster en Bioética, Pamplona, 23-V-2009.

A fines del pasado mes de enero la elite económica mundial reunida en Davos con motivo de la asamblea anual del World Economic Forum esperaba con gran expectación el mensaje del Fundador y Presidente de dicho Forum, el Sr. Klaus Schwab. Estaba claro que tenía que referirse a la actual crisis económica y financiera. Lo más sorprendente fue su propuesta de seguir el modelo deontológico del estamento médico y elaborar un código deontológico hipocrático para empresarios. La idea ha sorprendido especialmente a los médicos, porque precisamente cuando ellos están permitiendo que se echen por la borda los principios hipocráticos de su tradición deontológica, el estamento profesional de empresarios intenta adoptarlos nada menos que para superar una crisis económica global de magnitudes hasta ahora desconocidas.

Hans Martin Sass, que, por su estrecha relación con la Georgetown University - cuna de la Bioética -, fue un importador principal de la Bioética americana a Europa decía con satisfacción en 1992 que en la relación médico-paciente se había superado definitivamente el paternalismo y la ética médica moderna había transformado la máxima hipocrática “aegroti salus suprema lex” en “aegroti voluntas suprema lex”1, es decir ya no es la salud del enfermo la ley suprema sino la voluntad del enfermo.

La bioética ha desarrollado una ética médica que rompe con la tradición multisecular hipocrática. Su punto de partida son cuatro principios fundamentales: el principio de autonomía, el principio de beneficencia, el principio de no maleficencia y el principio de justicia. Esta cuadriga de principios se gestó en la década de los 70, en los Estados Unidos, y es el fundamento de la nueva disciplina biomedical ethics, después llamada ya simplemente bioethics.

En efecto, desde 1979 en que se publica la primera edición de Principles of biomedical ethics de Beauchamp y Childress estos principios han alcanzado en amplios ámbitos de la bioética el rango si no de dogma al menos de presupuesto incuestionable. Lo verdaderamente nuevo en esta concepción de la ética médica, en contraste con la tradición hipocrática, no es realmente la acentuación del principio de autonomía, que es considerado como el más importante de los cuatro, sino el planteamiento utilitarista de esta nueva disciplina. Los cuatro principios se encuentran ya, de hecho, en el corpus hippocraticum. Pero en el nuevo contexto utilitarista esos principios ya no son lo que eran en el contexto hipocrático. Aunque existen otras concepciones de la bioética, p.e. la así llamada bioética personalista, hay que decir que la utilitarista, también llamada principialista, es la que ha dominado el ámbito académico en los últimos decenios.

Efectivamente en el corpus hippocraticum no se enuncia el principio de autonomía, pero lo que impregna esta ética multisecular es el respeto de la dignidad del hombre. Y la dignidad del hombre se fundamenta en su libertad y por tanto en su autonomía y autodeterminación, pero no como las entiende el principialismo, sino más bien en el sentido de la tradición aristotélica, de la capacidad de optar por el bien. Una autonomía no acorde con la razón, no razonable, deja de ser autonomía y pasa a ser heteronomía. Este es también el sentido de la definición kantiana de autonomía como autolegislación de la razón2. Es decir, el de autonomía es igualmente un principio hipocrático, pero no en clave utilitarista.

Pero el planteamiento de la bioética de los principios no ha llovido del cielo por sorpresa, sino que es un producto de la modernidad que, en el ámbito anglosajón, en el que predomina la concepción liberal-individualista del hombre, provoca una mutación del ideal de autonomía kantiano en un derecho radical de autodeterminación.

Los planteamientos éticos de la modernidad son los así llamados de la tercera persona. Es decir, aquellos en los que el sujeto de la reflexión ética se sitúa fuera de la acción y la contempla, sin implicarse en ella, para buscar criterios generales que sirvan para enjuiciarla. Son los planteamientos como el deontológico de Kant, el utilitarista de Bentham y el de la ética del discurso de Habermas o Rawls. La rama dominante de la bioética se constituye como ética de la tercera persona que integra elementos de los tres planteamientos.

En cambio, la ética médica había sido hasta el siglo pasado una ética de médicos, elaborada en primera persona. El que reflexiona es el propio médico ante su quehacer profesional. Ninguna otra profesión desde la antigüedad se ha ocupado con tanta intensidad de su identidad moral como los médicos. Nadie como ellos ha sabido compaginar el cultivo de su arte o de su ciencia con lo que me gusta llamar el cultivo de la conciencia. Y han hecho excelente ética de la primera persona, ética de virtudes por excelencia. No es extraño que entre los grandes médicos haya grandes filósofos como Karl Jaspers, Heinrich Schipperges, Gregorio Marañón, Viktor Frankl, Pedro Laín Entralgo, Juan Bautista Torelló, Edmund D. Pellegrino o Gonzalo Herranz.

No es fácil dar una explicación puramente académica al hecho de que ante el esfuerzo de la profesión médica por defender su perfil deontológico y ante lo prominente de sus exponentes principales, esta ética de primera persona elaborada por médicos para médicos esté cada vez más en manos de filósofos, profesionales de bioética con poca competencia médica, a los que les resulta no imposible, pero si más difícil reflexionar en primera persona sobre las acciones médicas y la transforman en una ética de tercera persona, con todos los inconvenientes prácticos. Sin embargo, es un hecho que hoy la bioética está liderando la ética médica.

Volviendo a los principios, en bioética el principio de autonomía se entiende más bien negativamente, es decir no como la capacidad de autodeterminación acorde a la razón, sino como la facultad de decidir sin coerción ninguna y por tanto también de nadie. Durante treinta años la bioética se ha ocupado de modo preferente de este principio, que, como ya se decía antes, en el contexto de una concepción del hombre liberal individualista, se convierte en una autonomía radical en dos sentidos: la libertad se convierte en arbitrariedad y lo que es sólo un derecho acaba en obligación del individuo de autodeterminarse.

Tan sólo a los veinte años de los inicios de la bioética, en los EEUU se ha empezado a poner en tela de juicio esta concepción radical del principio de autonomía que entre tanto, en muchos países, ha sido recogida en la regulación legal de la relación médico-enfermo3. Pero es un hecho que la relación médico-paciente ha abandonado el tradicional modelo paternalista, en el que, si se quiere, está anclada la ética hipocrática, optando por un modelo contractual en el que el médico asume más bien el perfil de experto prestador de servicios mientras que el paciente adquiere las características propias del cliente o al menos algunas.

En este contexto sociológico la bioética ha contemplado el principio de autonomía desde la perspectiva del médico y formulado el deber de respetar el derecho sacrosanto del enfermo de autodeterminarse: “voluntas aegroti suprema lex”. Se trata de definir los deberes del médico: ¿Cómo debe informar al enfermo, para que éste pueda ejercer su derecho de autodeterminación? ¿Qué le está prohibido hacer al médico, para no influir “demasiado” en la decisión del enfermo? ¿Qué obligación tiene el médico de conocer la voluntad del paciente, o en su caso, de conseguir que éste exprese su voluntad? ¿Bajo qué supuestos le estaría permitido al médico negarse a ejecutar la voluntad del paciente?

En el contexto de la ética hipocrática no tenía mucho sentido hablar de la perspectiva del enfermo, ya que el médico asume toda la responsabilidad y los deberes. En un paradigma contractual la cosa cambia y se hace necesario reconsiderar esa relación y enfocar el principio de autonomía desde la perspectiva del paciente. Llama sin embargo la atención que la bioética, al proponer el modelo contractual como el adecuado al principio de autonomía, sólo hable de los derechos del paciente y obligaciones del médico y no de las obligaciones de aquel. Una buena teoría ética de la autonomía debería incluir esta otra perspectiva.

La autonomía, la autodeterminación es una prerrogativa de la persona. El enfermo es persona, es decir un individuo racional, con una dignidad inconmensurable. Pero el hombre, y también el enfermo, es un ser relacional, social, que se encuentra en diálogo con otros muchos seres en su entorno. El “yo” presupone un “tú”. Pero sobre todo un “tú”, al que reconoce y quiere y de quien el “yo” es reconocido y querido; ya que querer y ser querido son necesidades primarias de toda persona. Cada individuo va adquiriendo su perfil e identidad en un proceso continuo, dialogal con su entorno. Sería ingenuo pensar que el entorno no ejercita influencia en él. Así como también sería poco razonable no escuchar el consejo benevolente y a veces también, por otras razones, el malevolente.

La dimensión relacional es especialmente importante en el enfermo, que es un ser que sufre y necesita ayuda, especialmente del médico. Pero también necesita los cuidados corporales y espirituales de las enfermeras, de un capellán y, en todo caso, del entorno familiar. La verdadera autonomía, la autodeterminación se realiza por tanto en un contexto emocional que se declina mejor en primera persona del plural: “nosotros hemos pensado”, “nosotros queremos”, y en ese nosotros se incluyen en diferente medida de integración todo el entorno relacional del enfermo. La autonomía en la soledad radical de un individuo que se aísla de su entorno es contraria a la razón y por tanto sería heteronomía.

Se plantea por tanto la cuestión de si el concepto de autonomía de la bioética es compatible con las dimensiones antropológicas del hombre que acabo de esbozar. No son pocos los que piensan que no es compatible y que esta autonomía radical desborda ampliamente las posibilidades reales en las que se encuentran no pocos pacientes e incluso los sanos. Como ha destacado Charles Taylor4 ha sido el individualismo radical de la modernidad, el que, construyendo un nuevo Olimpo de la razón, ha obligado al hombre a plantearse individualmente el problema de su identidad, que hasta entonces era una cuestión social. Lo nuevo en la sociedad moderna es que el individuo, dejado en soledad con su razón, además de tener que encontrar por sí solo una identidad original, se ve obligado a luchar para que los demás se la reconozcan. Por tanto hay que dar la razón a MacIntyre cuando afirma, en la misma línea que Taylor y otros muchos, que mientras en los tiempos premodernos la identidad se deducía de las categorías y principios establecidos e inherentes a la misma estructura social que eran reconocidos por todos, en la sociedad moderna con “la democratización de todas las estructuras y del yo (self), éste ya no tiene ningún contenido social necesario y queda desprovisto de una identidad social que necesita”5. Hay por tanto abundantes razones para pensar que esta concepción de la autonomía es inhumana.

Al aplicar esa concepción de autonomía al enfermo en concreto hay que tener en cuenta que en la medicina de hoy el concepto del paciente también está en crisis. Cuando en la medicina se da entrada a tratamientos y operaciones quirúrgicas encaminadas a permitir nuevos estilos de vida, o cambiar la identidad somática del paciente, entonces los clásicos fines de la medicina, curar, aliviar y consolar se difuminan y la racionalidad médica, basada en el principio de beneficencia y no maleficencia, se transforma en una racionalidad económica contractual de prestación de servicios. De tal forma que tenemos hoy dos tipos de pacientes, el enfermo y el cliente. Pero estos dos tipos de pacientes no se dan en forma pura, sino que en cada relación médico-paciente pueden darse ambos tipos, lo que complica la cuestión. Este tema está siendo objeto de estudio por muchas instituciones. Lo que está cada vez más claro es que la ética médica tiene que tener más en cuenta la ética del paciente y la bioética debería contemplar el principio de autonomía desde la perspectiva del enfermo.

El principio de autonomía se ha formulado y contemplado en la bioética siempre desde la perspectiva del médico y no se ha entrado a indagar lo que supone al paciente ese derecho de autodeterminación, que visto desde la perspectiva del médico se convierte de hecho para el paciente en una obligación a autodeterminarse. Porque lo que se espera del paciente es que se determine; y de ese modo le quita al médico la responsabilidad moral y sobre todo la jurídica.

Desde la perspectiva del paciente lo que se plantea es en qué medida una persona enferma está en condiciones de tomar por su cuenta una decisión que afecta a su salud. La cuestión es importante ya que su voluntad –acertada o no– una vez expresada formalmente, y no corregida, obliga legalmente al médico, y sólo el mismo enfermo puede revocarla.

¿Pero, qué es decidir con autonomía? Autonomía no es arbitrariedad. Una persona actúa autónomamente cuando opta libremente por lo que moralmente debe optar, es decir sigue el dictado de su recta razón. Precisamente por tratarse de su razón, si ésta es recta actúa autónomamente. Si decide mal, será porque no actúa según la recta razón. Ésta estará de algún motivo viciada, y el sujeto ya no sigue lo que dicta su recta razón. Tarde o temprano se dará cuenta que no es lo que de verdad hubiera querido: no es autónomo, sino heterónomo. Claro está, tampoco es autónomo el que, contra lo que le dicta su recta o viciada razón, se ve forzado a optar por lo que no quiere. Es frecuente entre nosotros los mortales –sanos o enfermos– que después de haber decidido y de haber actuado nos demos cuenta de que la decisión y la acción estaban equivocadas, y que hemos actuado precipitadamente, quizás obcecados por afectos poco ordenados por la razón. La decisión no estuvo bien pensada, no fue un producto de la recta razón, que acosada por emociones y afectos no pudo cumplir su misión. Decimos entonces: “estaba obcecado”, “me dejé influir”, “no era yo”. Son juicios que expresan heteronomía.

El enfermo está muy vertido hacia sí mismo; es natural. Por lo general está bajo la influencia de un cierto shock, y sufre con dolor físico o psíquico. Es dudoso que en esas condiciones pueda, por sí sólo, lograr la distancia necesaria sobre la materia que debe juzgar, como para hacerlo correctamente, libre de aprensiones, temores y angustias más o menos perturbadoras. Asistir a este enfermo en su toma de decisión, e incluso en algunos casos tomarla por él, no es una falta de respeto a la dignidad de su persona, sino un humanitario deber de caridad. Por lo general el enfermo prudente y sabio agradece sinceramente esa asistencia.

A la luz de estos datos nos preguntamos: ¿qué sentido tiene que en tantos hospitales europeos y americanos se pida al enfermo que después de haber leído la lista de los posibles efectos secundarios firme largos pliegos en los que confirma que quiere la medicación ofrecida? Si la autonomía se reduce al consentimiento informado y éste se logra de la forma descrita, esa autonomía es una farsa indigna. Digo indigna porque lo que se consigue con esta modalidad formal de realizar el derecho de autodeterminación del paciente es poco más que un pretexto para traspasarle a él la responsabilidad moral del acto médico.

Volviendo a la perspectiva del paciente: ¿Cómo debe comportarse una persona responsable, en caso de enfermedad más o menos grave? De hecho, la respuesta no la da la bioética sino la ética de las virtudes. Permítanme que ponga especialmente énfasis en la tesis de que la bioética necesita de la ética de las virtudes para convertirse en una disciplina verdaderamente práctica. El capítulo de las virtudes, que estaba perfectamente integrado en la ética médica de la tradición hipocrática, no aparece en los planteamientos bioéticos.

En relación con el ejercicio de la autonomía del paciente hay que hacer especial referencia a la virtud de la prudencia, que en algunos idiomas y también en castellano traducen como sabiduría. La prudencia es como es sabido la virtud que perfecciona la razón práctica y se define como el actuar según la recta razón (recta ratio agibilium). Es una virtud primordial para todo el mundo, y no menos para el enfermo, especialmente en las situaciones más críticas.

Como ha descrito Santo Tomás de Aquino el acto de la virtud de la prudencia es triple: consilium, iudicium et imperium. En primer lugar, el consejo. Me parece que este es el elemento clave para que el enfermo pueda tomar una decisión autónoma prudente.

El enfermo se encuentra normalmente arropado en dos ámbitos relacionales: el entorno familiar y el entorno médico-sanitario. Ambos entornos son fundamentales para sus decisiones y para obtener buenos consejos. En el entorno familiar encontrará el apoyo emocional adecuado, el consejo certero de quien bien le quiere y ayuda para superar situaciones dolorosas y difíciles. El entorno médico-sanitario se ocupa principalmente de la atención médica y de cuidados, que normalmente trasciende del ámbito puramente técnico al emocional, fomentando la confianza y dando consuelo y esperanza. El enfermo prudente sabrá dejarse asesorar en estos entornos. En su decisión sabrá integrar la competencia médica, sanitaria y emocional de su familia, del médico y del personal de enfermería. Uexküll y Wesiak lo han puesto de manifiesto en su famoso Manual de Medicina Psicosomática: “La relación del enfermo con las personas en su entorno, con su familia, el círculo de sus amigos y colegas de profesión es parte integrante de su personalidad. La calidad de esta relación es determinante de su bienestar y su salud. … Estas relaciones son decisivas en el proceso de restaurar la salud, pero también para ayudar al enfermo a decidir con autonomía”6. Se hace aquí referencia a algo más que al simple hecho de que nadie decide conscientemente o inconscientemente sólo. La dimensión social de la persona conlleva la obligación moral de tener en cuenta el entorno en las decisiones. Esto vale para cualquier persona, sana o enferma, pero sobre todo cuando la capacidad de decisión está reducida. Es un hecho de experiencia general, pero en especial del trabajo clínico, que el enfermo con mermadas facultades físicas y/o psíquicas necesita especialmente la ayuda de su familia, de sus amigos, del personal médico y de enfermería para realizar aquella autonomía de la que es capaz. Sería en tal situación sumamente imprudente, por parte del enfermo, no dejarse ayudar, solamente por no dejarse influir. Igualmente sería inhumano en tales situaciones no prestar al enfermo necesitado con la delicadeza y empatía propias de cada caso, la asistencia que necesita.

En concreto ¿cuáles son las decisiones que debe tomar el enfermo prudente? Permítanme que haga aquí una distinción entre autonomía de primer orden y de segundo orden. La primera se refiere a decisiones de medidas concretas a realizar: tomar un medicamento, dejarse dar una inyección, incluso decidir una medicación o un tratamiento. De segundo orden son las decisiones que se toman sobre el modo de tomar las decisiones de primer orden. Estas pueden ser diversas, pero la fundamental es decidir en qué médico depositar la confianza, y una vez lograda esa confianza poner en sus manos las decisiones de primer orden. Esto no quiere decir que se renuncia a la información sobre la evolución de la enfermedad, el tratamiento y la medicación, que es crucial para mantener la confianza que permita depositar las decisiones de primer orden en manos del médico. Mientras las decisiones de primer orden se deben tomar sobre la marcha, según lo exige la situación, las de orden superior son disposiciones bien maduradas, estables y a largo plazo, que son expresión de la identidad de la persona.

El paciente prudente tomará en primer lugar una decisión de segundo orden con la ayuda y asesoramiento de las personas de confianza de su entorno familiar y de su entorno médico sanitario. Siendo una decisión que de algún modo afecta a la salud del enfermo, no puede ser tomada ligeramente. Si la decisión está bien tomada y la confianza en el equipo médico se mantiene, el enfermo se ahorra las molestias de tener que controlar todas las sugerencias de tratamiento y mantendrá su autonomía de forma muy eficaz. ¿Tiene que tomar el paciente también las decisiones de primer orden? Está claro que sin su asentimiento no puede haber tratamiento, pero el consentimiento para todas las decisiones de primer orden que haya que tomar puede estar ya implícito en una decisión de segundo orden.

En la relación médico-paciente hay una asimetría insalvable. El enfermo por lo general no es un experto en medicina y, por muy completa que sea la información que en cada caso recibe, no tiene la competencia médica que le permita tomar la decisión. En cambio, sí tiene la competencia para buscar y encontrar un médico en el que poner su confianza. Si esa decisión –de segundo orden– es acertada, podrá responder con toda tranquilidad a cualquier demanda de decisión de primer orden, con una ratificación de la decisión de segundo orden: “Usted tiene mi confianza, decida lo que es mejor.” Esta estructura decisional es fundamentalmente la misma que se da en cualquier relación profesional asimétrica, como la del abogado-cliente. Pero sólo en la relación médico-paciente se da la particularidad de que una parte pone su vida y su existencia en manos de la otra. Pero el paciente ejerce perfectamente su autonomía limitándose a tomar una decisión de segundo orden. Esto no quiere decir que se abandone absolutamente en manos del médico, sino que una vez que lo haya elegido y le haya dado a conocer sus gustos y preferencias, se pone en sus manos para que aquél sea el que decida sobre los medios más adecuados para llegar al fin elaborado conjuntamente. Por tanto, la comunicación entre el médico y el paciente debe seguir, ya que es la única manera de consolidar la confianza, sobre la que se basa la posibilidad de no intervenir en las decisiones de primer orden. Cuando el paciente no logra establecer una relación de confianza con el médico e interviene continuamente en las decisiones de primer orden asume muchos riesgos de equivocarse, por mucho que acuda a una segunda opinión.

¿Cuáles son los límites de la autonomía desde la perspectiva del paciente?

La legislación de la mayoría de los países otorga al enfermo con capacidad de decidir el derecho a rechazar una medicación, aun en el caso en que tal decisión sea contraria a la racionalidad médica, al sentido ético de la profesión médica y a la conciencia del médico. Desde la perspectiva del derecho positivo se afirma con insistencia (p.e. Birnbacher y Dabrock) que “ni la libertad de conciencia, ni la competencia médica y su código deontológico pueden justificar una limitación del derecho de autodeterminación del paciente”7. Esto es también válido cuando el rechazo lleva directamente a la muerte. El paciente se sabe protegido: el médico no está legitimado a hacer nada sin su consentimiento. Pero esto no implica en absoluto la licitud moral del rechazo del paciente. Esta cuestión normalmente la bioética la deja abierta. La racionalidad jurídica y la ética son distintas, como se pone de manifiesto en este caso.

Desde la perspectiva del paciente ¿qué supone la máxima “voluntas aegroti suprema lex”? ¿Le es lícito al enfermo pedir cualquier cosa y rechazar lo que quiera? Esta máxima, que va dirigida sólo al médico, no implica que éste tenga la obligación de cumplimentar cualquier deseo, aun en el caso que vaya en contra de su conciencia, porque p.e. sea dañino para la salud del enfermo. Para el enfermo supone que no se hará nada sin su consentimiento, pero no que tiene derecho a exigir el tratamiento que se le antoje. También el médico puede declinar tratar a un paciente, por motivos de conciencia, salvo que se trate de caso de urgencia.

El que opta por lo no razonable, sea consciente o inconscientemente, no es verdaderamente autónomo, tiene a lo sumo la ilusión de autodeterminarse, pero en el fondo es heterónomo. Si lo hace es porque no se da cuenta de que actúa en el error; si se diera cuenta no lo haría. En esto estriba la heteronomía. El primer principio fundamental de la moral “haz el bien y evita el mal” vige en primer lugar para uno mismo. No es ya de por sí razonable cualquier cosa que se nos ocurra. La cuestión fundamental que nos ayuda a resolver la ética es a distinguir entre el bien objetivo, verdadero y el bien sólo aparente, la apariencia de bien. Es el cometido principal de la ética de las virtudes. La acción virtuosa es siempre autónoma, la acción no virtuosa es heterónoma. Insisto en que la bioética como una ética de la tercera persona necesita siempre el complemento de la ética de las virtudes que es una ética de la primera persona y que no sólo nos dice lo que debemos hacer sino cómo conseguimos hacer lo que debemos.

El paciente prudente es consciente de que puede llegar una situación en la que no esté en condiciones físicas o psíquicas de manifestar su voluntad de forma razonable. Su declaración podría ser tomada como una expresión autónoma de su voluntad, que obligaría al médico a actuar en conformidad, pero por encontrarse en una situación física y psíquica crítica, no es realmente lo que él quiere. Nos preguntamos: ¿quién protege al paciente de sí mismo? La ley no le protege en ese caso, y tampoco el médico, que por si acaso tenderá a tomar en serio la declaración de voluntad, aun poco razonable, como si fuera verdaderamente la suya. El enfermo no es un demente y ningún médico se atreverá sin más a certificarle como tal. La prudencia llevará en este caso al paciente a designar a una persona de su confianza –por regla general algún miembro de la familia– con el que apalabrará todas sus declaraciones de voluntad e incluso, en su caso, dejará la decisión en las manos de este representante, mientras dure la situación crítica. El paciente prudente documentará por escrito quién es la persona que en tales circunstancias es su representante autorizado.

Desafortunadamente en nuestra sociedad individualista y atomizada cada vez hay más enfermos que no tienen a nadie en el que realmente confiar, y que las familias por desgracia cada vez están menos en condiciones de asumir su función más genuina de asistir, consolar, fortalecer a sus miembros en estado de enfermedad grave, ayudándoles a tomar decisiones y, en ocasiones, tomándolas por ellos. Aquí se ve una vez más que algo no va en nuestra sociedad. Por mucha solidaridad organizada que exista, la familia es insustituible: sólo ella podrá garantizar que el enfermo vea respetada su dignidad hasta el momento de la muerte.

Concluyo: Mi crítica a la concepción del principio de autonomía de la corriente dominante en Bioética es a su vez una llamada a seguir cultivando esta otra bioética que reúna las siguientes tres características:

1. Integre en su seno una ética médica fiel a una tradición de veinticuatro siglos, que no es una tradición anquilosada, sino que ha ido evolucionando con el progreso en el campo de la medicina.

2. Ponga en el centro de su reflexión la dignidad de la persona y por tanto también el deber incuestionable de respetar su libertad. Por eso será una bioética si se quiere personalista, pero nunca utilitarista.

3. Se apoye fuertemente en la ética de las virtudes.

Esta llamada no va dirigida a esta Universidad que a contracorriente está haciendo una bioética excelente, que desde el principio ha tenido esas tres características.

Siento la necesidad de aprovechar la ocasión que me brinda este acto para agradecer a esta Universidad la labor que ha realizado en beneficio de tantos otros centros desperdigados por todo el mundo. El Imabe-Institut es uno de ellos.

Notas


(1)  SASS H.M. “Informierte Zustimmung als Vorstufe zur Autonomie des Patienten”, Zentrum für Medizinische Ethik Bochum, 1992, 3.

(2)  KANT I. Reflexionen zur Metaphysik, Nr 6070 Akad.Ausgabe 18, 443.

(3)  CALLAHAN D. When Self-Determination Runs Amok, Hastings Center Report, March-April 1992, 52-55 y CALLAHAN D. Can the Moral Commons Survive Autonomy, Hastings Center Report, November-December 1996, 41 und CHILDRESS J.F. The Place of Autonomie in Bioethics, Hastings Center Report, Januar/Februar, 1990, 12.

(4)  TAYLOR Ch. “The malaise of the modernity”, 52-64; “Sources of the self”, Harvard University Press 1989, vers. alemana “Quellen des Selbst”, Suhrkamp, Frankfurt 1994; “Ursprünge des neuzeitlichen Selbst” in “Identität im Wandel”, Hrsg.Krzysztof Michalski et al., Klett-Cotta Verlag, 1995, 14.

(5)  MACINTYRE A. “After Virtue”, University of Notre Dame Press, 1981, cap. 3; versión alemana “Der Verlust der Tugend”, Campus, Frankfurt 1987, 52 - 55, 169 ss.

(6)  UEXKÜLL T.v. und WESIAK W. Wissenschaftstheorie: ein bio-psycho-soziales Modell, in Uexküll et al. Psychosomatische Medizin, Urban und Schwarzenberg, München, 1996, 44 ss.

(7)  BIRNBACHER D., DABROCK P. Wie sollten Ärzte mit Patientenverfügungen umgehen? Ein Vorschlag aus interdisziplinärer Sicht, Ethik Med 2007 19: 147.

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