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Deontología Biológica

Índice del Libro

Capítulo 4. Aspectos deontológicos del universitario

F. Ponz

a) Introducción

Además de considerar los principios éticos que deben presidir la actuación profesional del biólogo en sus diversas dedicaciones específicas, parece conveniente tener en cuenta algunos otros de carácter más general, que se derivan de la condición concreta de ser una persona formada en una Universidad, es decir, de ser un universitario.

Los años de actividad intelectual y de convivencia humana transcurridos durante los estudios de una carrera, el modo de ser del ambiente y de la vida entera de una Universidad, dejan un poso que se manifiesta en rasgos difíciles de describir, que configuran en conjunto lo que se ha dado en llamar estilo, talante o espíritu universitario, algo no bien definible, pero fácilmente apreciable, que permite descubrir a quien ha cursado estudios superiores. Son rasgos de carácter intelectual y cultural en amplio sentido, que contribuyen a configurar la propia personalidad y que deben reflejarse en la conducta, poseen trascendencia ética.

Es sin duda motivo de satisfacción observar que durante los últimos decenios ha sido más amplia la personalidad entre los diferentes estratos sociales, en buena parte por la encomiable labor de los centros educativos, que ha producido un creciente acceso de toda clase de personas a los diversos niveles de enseñanza, incluido el de la Universidad. Hay, además, múltiples y variadas instituciones que están interesadas en procurar la elevación del nivel cultural de la sociedad, a lo que también contribuyen, a su modo, los diferentes medios de comunicación, prensa, radio, televisión, etc. Todo esto ha conseguido atenuar los exagerados contrastes que se daban en otras épocas según el ambiente familiar de procedencia y el nivel educativo que a cada uno le había sido posible alcanzar. No obstante, esa atenuación, la Universidad sigue dejando huella en quien acude a sus aulas, una huella que se reconoce en el particular desarrollo de diversas cualidades que confieren especiales responsabilidades.

Estas cualidades del talante universitario pueden encontrarse por supuesto presentes en cualquier persona, porque pertenecen al ámbito de la personalidad humana. Lo que sucede es que en la Universidad se pueden ejercitar más intensamente. Pero hay que dejar bien claro, desde el principio, que ni son exclusivas del que ha estudiado en la Universidad, ni se dan necesariamente en todo los que han adquirido grados académicos superiores, pues no resultan infrecuentes los casos refractarios e impermeables al influjo de la Universidad.

Parece obvio, efectivamente, que la incorporación del espíritu universitario dependerá de muchas circunstancias personales y, en especial, del grado de inserción, comunicabilidad, sensibilidad y apertura con que se participe personalmente en la vida de la Universidad. Y también será dependiente, por otra parte, de cómo se entienda en la corporación Académica la función propia de la Universidad.

Por lo que se refiere a este último punto, hay general coincidencia en considerar que la Universidad debe ocuparse de la enseñanza superior y de la investigación científica. Y que en el aspecto docente se ha de tender a una transmisión dinámica de saberes, que despierte la participación activa y creadora del estudiante, de modo que al terminar la carrera haya adquirido un bagaje suficiente de los conocimientos básicos y específicos correspondientes a su especialidad, imprescindible para el ejercicio de su futura actividad profesional, así como hábitos de estudio, de trabajo intelectual, capacidad para el manejo de las fuentes, y cierta familiaridad con la adecuada metodología.

Las mayores diferencias aparecen al tratar del papel de la Universidad en la educación humana de los alumnos, en la responsabilidad que le pueda corresponder a la hora de arbitrar medios que favorezcan el integral desarrollo de la personalidad del estudiante, el interés por las diversas manifestaciones de la cultura, la estimación de los valores del espíritu. Las discrepancias surgen cuando se trata de si la Universidad se ha de ocupar de algo más que de preparar al estudiante para el ejercicio "técnico" de su futura profesión; y, en caso de dar respuesta afirmativa, ante el concepto del hombre y de la vida que habría de informar esa actividad.

Entre las posturas extremas del "profesionalista", que sólo quiere atender a los conocimientos "técnicos" para la futura profesión, y la del que pone todo su esfuerzo en fomentar la educación de la persona, en formar personas cultivadas, con escasa dedicación a los conocimientos profesionales, caben muchas gradaciones. En todo caso, de la solución que una Universidad adopte dependerá en buena parte el talante universitario que se adquiera. Resulta claro que si la Universidad está dominada por una idea pragmática y "profesionalista", en la que todo se ordena a la adquisición de conocimientos "utilitarios" para la profesión y cualquier otra actividad es tachada de pérdida de tiempo, será difícil que se adquiera espíritu universitario y en su lugar se dará salida hacia la sociedad a un "producto" todo lo cualificado que se quiera, que quizá será capaz de dar solución a las cuestiones técnicas que se le planteen, como podría hacerlo un robot altamente programado, pero que tendrá muy probablemente escaso criterio y personalidad, ignorando las cuestiones de mayor trascendencia para su propia vida y la de sus semejantes.

Parece por tanto más adecuado que la Universidad trate de proporcionar a la sociedad hombres que no sólo estén profesionalmente bien preparados, sino que sean a la vez personas cultivadas, con criterio, de mente abierta, capaces de hacer un recto uso de su profesión en servicio de los hombres y de participar libre y responsablemente en las diversas actividades de la convivencia social. Cuando se valoran estos objetivos y la Universidad no se desentiende de su misión educativa en el ámbito humano y espiritual, encuentra medios para estimular el desarrollo de la personalidad, despertar el interés hacia muy diversos temas de importancia para el hombre, avivar la iniciativa cultural y crear un ambiente apropiado para que surja con natural espontaneidad en cada uno el espíritu universitario. Desde el punto de vista ético, no cabe duda de que la Universidad, como institución educativa debe contribuir cuanto sea posible a que el estudiante llegue a ser un hombre de criterio, consciente de sus responsabilidades.

Por otra parte, hoy quizá más que en otros tiempos hacen falta en la sociedad hombres que tengan bien arraigados los rasgos propios del universitario. En la sociedad de nuestros días, como consecuencia del progreso científico y técnico, de la complejidad y alto nivel de interdependencia que se da entre diferentes sectores, se observan fuertes tendencias a la despersonalización, a la consideración del hombre como cosa, como número, elemento de una máquina, de una masa, de un colectivo de comportamiento global. Los grandes sistemas, las macroestructuras, los supuestos grandes objetivos colectivos, aprisionan, constriñen o aún desprecian al hombre singular, dando lugar a una contaminación ideológica y psíquica que asfixia al hombre en términos mucho más graves que la contaminación por factores físicos o químicos. Ante estas circunstancias, resulta vital para la sociedad que la Universidad sea capaz de exaltar la educación del hombre en cuanto hombre, de enaltecer y hacer que se desplieguen al máximo todos los valores inherentes a la persona humana, incluidos, desde luego, los principios éticos orientadores de su conducta moral. Hay que devolver al hombre la plena conciencia de su dignidad, su condición de ser señor de la Naturaleza, a la vez que el hondo sentido de responsabilidad para ejercer libremente ese señorío conforme a las más altas miras y en servicio de los demás hombres. Esto habría de ser el núcleo constitutivo e informador del espíritu universitario, que ninguna Universidad debería desatender. Si la Universidad hace lo más posible por avivar y fortalecer ese espíritu aportará a la sociedad una contribución de sumo valor, en la que difícilmente, podría ser sustituida.

b) Rasgos del universitario

Si el núcleo del espíritu universitario, como se acaba de decir, se fundamenta en una recta y comprometida consideración de la dignidad del hombre, que lleva a afrontar las responsabilidades consiguientes, la posesión de ese espíritu se debería manifestar en un conjunto de rasgos que descubren -o deberían descubrir- a quien ha salido de una Universidad. Intentar describirlos, de una forma ordenada, no deja de ser un atrevimiento condenado al fracaso. No obstante, en lo que sigue se va a correr ese riesgo, en la seguridad de que se echarán en falta otros aspectos importantes y de que, como ya se dijo, ni esos rasgos son exclusivos de los universitarios, ni se pueden apreciar en todos éstos. Es de esperar, sin embargo, que sean suficientemente ilustrativos para delinear algunas características éticas que se tiene derecho a esperar de quien se ha formado en una Universidad.

Cultivo del espíritu, interés por los valores culturales

El universitario posee una amplia capacidad de interés libre de utilitarismos, una gran "curiosidad" intelectual, que es de suyo prácticamente universal, sólo limitada por la imposibilidad humana de satisfacerla, que obliga a seleccionar determinadas áreas para cultivarlas más a fondo. Con todo, este hábito intelectual le lleva a la adquisición de cierto grado de conocimiento de muchos aspectos del saber humano, a contemplar con gozo las diversas manifestaciones de la creación artística, a interesarse por la historia del hombre, por su modo de pensar, por su significación, por su futuro. Considera todas estas cuestiones como valores culturales muy estimables que le gustaría poder alcanzar, que merecen su atención. Es lógico que cada uno se sienta atraído por unas manifestaciones de la cultura más que por otras, pero en principio todas le parecen de interés, con todas sintoniza y cualquiera de ellas produce en su espíritu más o menos intensas resonancias. El universitario resulta así ser, aunque en grado muy variable, un hombre cultivado, culto, en quien las cosas no resbalan, sino que son objeto de reflexión. Es una persona que es capaz de conversar sobre una amplia gama de temas de interés humano y de plantear interrogantes profundos porque tiene el hábito de considerar con hondura la realidad, de pensar en las diversas cuestiones.

No se trata, en absoluto, de que el universitario lo sepa todo de cualquier cosa, pues ni siquiera puede saberlo todo del campo a que se dedica. Lo que importa es que además de procurar adquirir dominio en su especialidad, consciente de cuanto de ella ignora, quiera poseer formación básica suficiente acerca de las grandes cuestiones que dan luz, orientación y sentido a la vida del hombre y tenga su ánimo despierto y sensible ante las diversas expresiones del espíritu humano que configuran la cultura.

Hábito de estudio

Los años universitarios generan el hábito de querer conocer a fondo los temas acerca de los que se ha de formar opinión. La metodología propia de la Universidad se basa en estudiar los datos de un problema, reflexionar sobre sus distintos aspectos, analizar con ponderación los pros y los contras de las posibles soluciones. La respuesta a una cuestión nueva no se debe improvisar, sino que ha de ser antes estudiada y para eso se precisa disponer de la información imprescindible.

Por poco que se haya tenido acceso a la bibliografía científica, se ha adquirido el convencimiento de que sobre cualquier materia se ha pensado y escrito mucho, por lo que antes de pretender descubrir o aportar algo original es más honrado y provechoso acudir con sencillez y estudiosidad a las abundantes publicaciones existentes, porque en otros casos se corre el riesgo de descubrir lo que ya se sabía, cuando no de caer en el error o el disparate.

El universitario es además consciente de que no suele resultar fácil descubrir la verdad y penetrarla desde el primer intento; sabe que ésta le rehúye: se la atisba un momento y luego desaparece, como si la verdad se quisiera escabullir; conoce que ha de insistir una y otra vez, dar vueltas a las cuestiones, hasta hacerse con la verdad. Por esto, el universitario no se deja llevar por la improvisación, por la ligereza; ni se deja someter a planteamientos que presenten estas características; desconfía de quien abusa del golpe de vista, sabe que ha de defenderse de las primeras impresiones, y que antes de establecer un juicio de valor necesita estudiar con trabajo el asunto, conocer bien los datos, ponderar las razones en uno y otro sentido, atender a los diversos aspectos del problema, a las diferentes partes que entran en conflicto en una situación.

Rigor crítico

La actitud crítica, la capacidad de discernimiento, el hábito de análisis, es otra cualidad indudable del universitario, quizá una de las más destacadas. Le lleva a discriminar entre la verdad y el error con apariencia de verdad; entre la afirmación bien fundamentada y la gratuita o no avalada suficientemente. Descubre con agudeza el sofisma, el engaño. Esta actitud habitual le defiende entre el "slogan", le protege frente al deslumbramiento, le permite rechazar con firmeza aquello que entiende equivocado, no aceptar algo como verdad por el mero hecho de que se le repita con machacona insistencia; hace que no ceda ante el argumento de una autoridad que no merece su confianza y que no dé por buena una solución ni una conducta por el simple hecho de que está avalada por la simple aceptación mayoritaria. Somete todo a reflexión, a estudio, sopesa los razonamientos, gusta conocer los argumentos a favor y en contra; antes de aceptar una proposición, necesita saber bien de qué se trata y adquirir un convencimiento suficiente.

Por este motivo, el auténtico universitario es difícilmente manipulable, se resiste a cualquier intento de manejo, de instrumentalización; no se deja influir -y menos arrastrar- porque sea mayor o menor el número de quienes han adoptado una determinada postura; no es apto para ser llevado y traído en rebaño de un lado para otro. De aquí que se le tache en ocasiones de "rebelde".

Humildad intelectual

Ciertamente, el hábito de rigor crítico, de análisis personal de las cuestiones que se acaba de referir, puede llevar al universitario a una desviación fácil: a la valoración desmesurada del propio criterio, a no admitir nada que él no puede comprender, a menospreciar campos del saber lejanos al suyo; en breve, a la autosuficiencia intelectual o aun, si se quiere, a la soberbia intelectual.

Mas esta desviación no suele darse cuando hay finura de espíritu, cuando se tiene verdadera perspicacia. Porque el propio rigor científico conduce a hacer patentes las limitaciones personales, y aun la entera insuficiencia humana. Y así, el verdadero universitario suele poseer esa valiosa cualidad de la humildad intelectual, por la que se tiene muy presente la debilidad de lo que se conoce y la inmensidad de cuanto se ignora, y que de ordinario se acompaña de cierta inseguridad en sí mismo, de desconfianza en las propias apreciaciones, del deseo de contrastar opiniones y datos, de guardar respeto y estima a las honestas aportaciones de los demás, y sentir admiración por los avances que se logran en campos científicos ajenos, ante los cuales puede mostrarse en ocasiones como con una encantadora ingenuidad. Capta con creciente claridad la reducida y trabajosa capacidad de comprensión del hombre, su ignorancia abismal en tantas cosas, la infinidad de interrogantes que restan inasequibles. Y admite que pueda haber una realidad que se le escape, que no perciba, pero que adivina más alta y luminosa.

Criterio

Como resultado de la reflexión sobre las cosas y de profundizar en las cuestiones, se adquiere el criterio, como algo que se sedimenta con los años. Un criterio en cuya formación han intervenido múltiples elementos, pero que se ha hecho ya personal, está integrado en uno mismo. El criterio queda muy directamente incluido en la personalidad; es un elemento por el que se manifiesta el ser personal de cada uno. El "hombre de criterio" nunca es parte de masa, no es conformista, no se somete pasivamente, jamás será juguete de otros a modo de un "robot" programado. Cualquiera que sea el ambiente que le circunde, no se deja arrastrar por él, no navega en él a la deriva, ni en él naufraga, sino que adopta su rumbo personal. Si es preciso, va contra la corriente, e incluso crea a su alrededor un ámbito de influencia más o menos extenso, al que irradia su propio modo de entender las cosas.

Ser hombre de criterio -de recto criterio- es poseer un enfoque y una respuesta acertada ante las situaciones y problemas de mayor trascendencia, es ser capaz de encuadrar los hechos y las argumentaciones en unas coordenadas justas, es tener de las cosas una visión serena, ponderada, real.

En medio de la vorágine del vivir de hoy, en un mundo de tanta confusión, precipitación y desconcierto, en el que el engaño, el error o la simple afirmación infundada se proclaman y difunden con medios persuasivos de gran alcance y poder de penetración, resulta de suma importancia que el universitario incorpore con su afán de verdad, con su hábito reflexivo, pensante, ese buen criterio que es luz para uno mismo y para otros, que confiere fortaleza y asegura la autonomía y la libertad responsable, al enjuiciar un asunto o adoptar una decisión.

Actitud consecuente

Las cualidades hasta ahora referidas hacen que el universitario no adopte de ordinario postura sin cierta maduración del tema, que no sea fácil de convencer sin suficientes argumentos, que no se entregue a un razonamiento superficial ni admita a la ligera la autoridad de otro. Con frecuencia, los temperamentos pragmáticos e impulsivos tienen la impresión de encontrarse ante alguien excesivamente lento, demasiado vacilante y dubitativo, lo que les desespera un tanto. No obstante, una vez que un hombre cultivado ha adquirido suficiente convicción sobre algún punto, éste queda arraigado fuertemente en la mente, porque la luz que se ha encendido en su inteligencia ya no declina y la adhesión que se ha prestado a esa verdad descubierta es muy firme y estable.

Esto explica que cuando se está bien convencido intelectualmente de algo, no sea posible admitir el error sobre aquello; no se puede ceder ni por un equivocado deseo de complacer, ni por miedo a ser tachado de intransigente. Mucho menos comprensible sería mantener personalmente una postura en contra de lo que se sabe es verdadero. La solidez en las convicciones conduce así a ser lealmente consecuente con ellas, no sólo en la esfera de la adhesión intelectual, sino también a la hora de orientar la propia conducta.

Es cierto, sin embargo, que a veces el hombre, por la debilidad que le es propia, puede sentir el atractivo de intereses inferiores hasta el punto de que se nuble su inteligencia, se desdibuje lo que antes se veía con claridad y cerrando los ojos a la luz y haciendo oídos sordos a la voz de la conciencia, niegue con las obras lo que ya no puede negar con la mente. Esta concesión culpable, contraria a la ética, sobre todo si es suficientemente reiterada, despierta una tendencia a la justificación para hacer menos duro el contraste y la disociación entre lo que se entiende y lo que se hace. Por este camino, se puede llegar también a que se debilite o aún se borre aquella convicción tan firme. Pero suele ser frecuente, sobre todo si la formación intelectual del universitario ha sido auténtica, que esa contradicción en las obras, esa falta de consecuencia en la conducta, se reconozca como lo que es, como una claudicación de la voluntad, y no se admitan falsas justificaciones ni autoengaños; entonces suele también sentirse como un impulso interior que mueve a rectificar, a volver a la congruencia entre el pensamiento y la vida, a recobrar la rectitud ética.

Parece obvio decir que el hecho de ser consecuente con las propias convicciones no puede dar motivo para ser tachado de engreimiento ni de obstinación. Sería engreído quien no se fiara más que de sí mismo y despreciara las razones de otros por considerarlos muy inferiores a él. Sería obstinado quien no quisiera abrirse a otras razones, quien prefiriera mantener su parecer aún a costa de percibir que puede estar equivocado. Justamente, el buen universitario gusta de dar razón de lo que piensa y de que otros hagan lo mismo: cuando está firmemente convencido de algo, porque desea ayudar a salir del error a quienes entienden lo contrario; y cuando tiene una simple opinión sobre un tema, porque espera que al conocer lo que los demás piensan sobre el mismo asunto se hará más luz en su inteligencia.

Amor a la libertad

No se puede ser consecuente con las propias ideas, si no se tienen ideas sobre las cosas. Pero quien es de verdad universitario ha ido adquiriendo criterio sobre muchas cuestiones, más firme en unas, menos seguro en otras. Y, sobre todo, no cambia de manera de pensar ante la lisonja, la simple amistad, ni la presión o amenaza exterior, no se deja comprar por ventajas ni halagos. Solamente cambia porque los datos y las razones que reciba, con la garantía que le merecen, le llevan a comprender que estaba equivocado, adquiriendo de este modo una nueva y más firme convicción.

Esto hace sin duda que el talante universitario confiera a quien lo posee una mayor independencia, ser mucho más celoso de la libertad y lo es tanto de la libertad propia, como de la ajena. Uno puede verse obligado por la coacción física o moral, por "presiones" a hacer lo que no quiere, pero sabe perfectamente que hay un ámbito íntimo y personal en el que nadie tiene posibilidad de irrumpir para forzarle contra su voluntad.

Se es tanto más libre cuanto con más claridad se descubre la verdad encerrada en los términos de una elección, cuanto más y mejor se conoce; y también, cuanto más se descubre lo engañoso de un atractivo falaz. Por otra parte, uno se deja llevar por otros tanto más fácilmente cuanto menos hábito crítico posee, cuanto menos acostumbrado está a reflexionar y decidir por sí mismo, cuanto más desarmado se halla para darse cuenta de la falsedad de unas razones, de la incongruencia de un planteamiento. A estas personas que han ejercitado poco o nada la agudeza intelectual, se las puede envolver con frases bonitas o sonoras, con unos pocos sofismas, con argumentos vacíos, aunque aparentes. Y de este modo, son manejados por unos y por otros, no son verdaderamente libres. Quien tiene espíritu universitario, se comporta en cambio de modo muy distinto, no se deja manejar ni engañar, es más dueño de sí mismo, se sabe independiente y no está dispuesto a que nadie doblegue su libertad, aun cuando esta actitud pueda acarrearle no pocos sacrificios. Actúa en realidad más como "persona", y cuando se entrega de lleno a un ideal lo hace en virtud de una decisión de su voluntad plenamente libre, porque algo verdaderamente le convence.

Respeto a los demás

El gran valor que se da al modo personal de entender las cuestiones, a la necesidad de adquirir personalmente convicciones, y el rechazo de cualquier acción que pretenda imponerse por la violencia, también impide la pretensión de forzar a los demás a que piensen como uno mismo. Se exige respeto para sí y se guarda también un delicado respeto a los demás.

Como antes ya se decía, el universitario se siente seguro de muy pocas cosas, es consciente de la debilidad de muchas de sus apreciaciones y no sólo no le importa, sino que gusta contrastar sus pareceres con los de otros para lograr un mayor enriquecimiento y aproximación a la verdad.

Por todo esto, al exponer a otros su opinión personal o aún al tratar de hacerles entender aquello de lo que está seguro, suele gustar de formas siempre respetuosas con las posturas diversas o antagónicas. No suele acudir a afirmaciones rotundas, directas, aplastantes, que no dejan lugar a la discrepancia, sino que prefiere presentar sus propias razones de modo insinuante, para que, poco a poco, el interlocutor las vaya entreviendo y llegue luego a comprenderlas sin sentirse ofuscado en ningún momento por exceso de luz. Se busca más sugerir que afirmar; ilustrar, más que dominar; se pretende facilitar que los otros descubran aspectos que no habían considerado o errores que antes estimaban verdades, mucho más que imponerse con argumentos apodícticos o de mera autoridad.

Será muy raro para un buen universitario entender que un parecer distinto del suyo sea absolutamente rechazable y mucho más extraño tenerlo como irracional. Siempre piensa que por equivocada que sea una afirmación, cuando es mantenida por una persona respetable se debe apoyar en algún fundamento, bajo algún aspecto ha de incluir la verdad o, quizás arranca de un error en el punto de partida que no se advierte. Y se esfuerza en comprender todas las razones del discrepante para darse cuenta de en qué aspectos juzga correctamente y en qué otros se equivocan. Sólo con esta actitud habrá mutua comunicación de pensamiento y uno y otro estarán en mejores condiciones de aceptar.

En consecuencia, el buen universitario no es un autoritario, cerrado en sus propias convicciones, sino que está siempre abierto a dialogar y comprender a quienes tienen otros modos de pensar, porque su disposición habitual es la de quien quiere enseñar y aprender, mejorar los propios conocimientos y ofrecerlos a otros para que puedan participar en ellos. Como resultado de este intercambio de opiniones abierto y sincero, presidido por el respeto a los demás, todos se enriquecen y se aproximan progresivamente a la verdad. No se trata de "salirse con la suya", de vencer o salir derrotado, sino de encontrar la verdad. Como consecuencia, unas veces se convencerá al otro, otras será uno mismo el convencido y también habrá casos en que los pareceres continúen discrepantes, pero con ganancia para la mutua comprensión y respeto.

Nada más lejos de una conversación entre verdaderos universitarios que la discusión o disputa acalorada, violenta y vociferante, como si un razonamiento adquiera más poder de convicción por exponerlo a gritos o de un modo insultante o despreciativo para quien no lo admite. No se trata de intercambiar pareceres como se propinan los puñetazos en el boxeo, para vencer y anular al contrario. Por muy seguro que se esté de algo, no se puede convencer al otro por la fuerza. El único camino es procurar abrir la mente del otro a la verdad, llevarle, con respecto y afecto, a que descubra la debilidad de los apoyos en que basaba su parecer erróneo, conseguir que perciba las razones de la posición que antes rechazaba, hasta que la haga suya por sí mismo. Y todo esto sin que en ningún momento haya podido sentirse herido, sin ningún menoscabo de la dignidad personal.

El respeto a quien piensa de otro modo, el respeto a la libertad de los demás, no debe interpretarse como signo de debilidad de convicciones, como postura escéptica o relativista. Responde simplemente a la elevada consideración que se tiene de la libertad del hombre y al convencimiento de que la verdad jamás puede ser impuesta a la mente desde fuera, sino que para ser aceptada ha de ser antes contemplada, comprendida o al menos se han de dar motivos merecedores de suficiente confianza.

Sentido de la dignidad de la persona y de la convivencia social

El universitario que ha adquirido los hábitos intelectuales que se vienen considerando, se encuentra en excelentes condiciones para profundizar en el carácter personal del hombre y para actuar en consecuencia. De este modo se convierte en poderoso y tenaz defensor de la dignidad humana ante las fuertes tendencias que amenazan anegar al hombre, dejándolo sometido a impulsos ciegos que le superan por todas partes y le despersonalizan. Ante los riesgos de masificación, de colectivización, de que el hombre se vea reducido a la condición de número, sujeto pasivo e irresponsable, simple juguete del ambiente, de las circunstancias, de una pretendida fuerza ciega de la historia, resulta más que nunca necesario ahondar en el valor de la persona humana; valorar bien el hecho real de que el hombre es un ser inteligente y libre, responsable de sus actuaciones, con necesidades espirituales y materiales, con derechos y obligaciones; un ser que es sujeto de la historia, capaz de influir para bien o para mal en esa historia, de contribuir a que la sociedad sea mejor o menos buena, de hacer que las relaciones entre los hombres sean más o menos justas y gratas.

"Cuando se habla en general de la dignidad de la persona humana -dice Millán Puelles- no se piensa tan sólo en el valor de los hombres que actúan rectamente, sino en que todo hombre, por el hecho de ser una persona, tiene una categoría superior a la de cualquier ser irracional..." En consecuencia, hay un señorío del hombre sobre el mundo, un derecho a obtener de la naturaleza que le envuelve aquello que necesite, de modo que, mediante el trabajo, los seres naturales queden al servicio de la persona humana y pueda ésta cultivar más elevados valores, pueda el hombre "atender a las necesidades del espíritu".

Con su inteligencia, el hombre puede penetrar en el conocimiento de la naturaleza de las cosas, en su significación y finalidad, en su relación al Creador; puede vislumbrar a Dios, escucharle y entender mejor con su ayuda el sentido de la existencia humana, el destino último del hombre, su papel en el conjunto de la Creación, el tipo de relaciones que le unen a los demás hombres, todo un conjunto de realidades que son origen de derechos y deberes universales e irrenunciables. Cuanto más consciente es el hombre, cuanto más descubre su relación con Dios, sobre todo si su inteligencia está iluminada por la fe cristiana, alcanza mayor significación de su ser personal, puede ser más libre, menos dependiente de las circunstancias. Al saberse persona, no busca encubrirse en el anonimato, sino que afronta las situaciones y adopta decisiones personales, libres, definidas, encarándose con las responsabilidades consiguientes.

Pero, además, el hombre vive en sociedad, en unión de muchas otras personas como él, con las que establece múltiples interrelaciones. Y esto ocurre porque así corresponde a la naturaleza humana, para que todos puedan satisfacer sus necesidades materiales y aún más las del espíritu, ayudándose mutuamente, complementándose unos y otros conforme a sus diversas aptitudes y funciones. Cualquier miembro de la sociedad es, en cuanto persona, igualmente respetable; tiene la misma dignidad esencial, sin que esto signifique que todos posean las mismas cualidades o que todos merezcan la misma consideración por su conducta.

Es plenamente legítimo que la sociedad honre y otorgue premio a quien muestra un comportamiento ejemplar y destaca por su generosidad; como también lo es que imponga castigo a quien culpablemente lesiona los derechos ajenos. Pero no debe herir nunca la dignidad de nadie porque todos tienen derecho a que se les mire y respete como personas.

Este sentido profundo de la dignidad del hombre debe presidir la convivencia social y la configuración de la sociedad misma. Se vive en sociedad porque el hombre tiene una dimensión social, tiende a relacionarse, a comunicarse con los demás y desea dar a los demás y recibir de ellos. Y también, porque la cooperación humana resulta necesaria para la propia subsistencia, para la mejor y más ordenada utilización de los recursos, para disponer de los servicios convenientes, para que tenga lugar el espléndido desarrollo de los diversos saberes, de las Ciencias y de la Tecnología. La vida en sociedad reclama organización y diversificación de funciones, y supone un denso entretejido de interdependencias personales. Todo esto supone que se han de coordinar las actividades de unos y otros, deben armonizarse las voluntades de todos, para que cada uno pueda desarrollar una vida digna y se logren al propio tiempo los objetivos comunes, para que se consiga el bien particular de cada persona y el bien general de toda la sociedad. En caso de conflicto, como es razonable, el bien personal debe supeditarse al bien común. Pero, como aclara Millán Puelles, "el bien común no existe como algo independiente y separado de las mismas personas que conviven, sino como algo en lo que todas participan de un modo personal, igual que personalmente contribuyen a que este bien exista". Cada uno debe subordinar su bien privado al bien común y con esto no padece su dignidad personal porque "la sociedad es para la persona" y no al contrario; la sociedad está al servicio de la persona humana, es decir, ha de facilitar a cada una de las personas que la integran el bien común a todas ellas. La razón de que deba haber subordinación al bien común es precisamente que se ha de respetar la dignidad de todas las personas y no solamente la de unas pocas. El bien común tiene, desde luego, primacía sobre el bien privado, pero la sociedad debe servir a todas las personas.

Una mente cultivada, como cabe esperar sea la del universitario, ha de ser en principio más capaz de liberarse de la tendencia egoísta que sólo busca el bien particular; está en condiciones de apreciar mejor el superior valor del bien común, de apetecer ese bien más amplio y elevado, que de algún modo es a la vez bien para él mismo. El universitario, que ha adquirido los hábitos intelectuales, debe también ser más generoso y magnánimo; y más perspicaz para calibrar el alcance y la gravedad de los deberes para con el bien común, los que exige la justicia en los ámbitos individual y social. La nobleza, la lealtad, el espíritu de sacrificio, y tantas otras virtudes humanas, habrían de brillar más en él, precisamente por su mayor capacidad para estimar los más altos valores que encierran.

Es razonable, por esto, que el verdadero universitario cuide tantos aspectos que hacen más grata, amable y beneficiosa la convivencia social: el respeto a los demás, a sus derechos, a sus opiniones, a su libertad; el trato lleno de consideración, de delicadeza, de atención; el saber escuchar y esforzarse en comprender; el estar abierto a gustos distintos de los propios, a temas que a otros interesan; toda una amplia gama de cualidades que se suelen atribuir al hombre educado y correcto. Y no actúa así solamente por cuanto esto permite una coexistencia más cómoda, sino por el personal convencimiento de la dignidad de quienes le rodean, por la íntima consideración que éstos le merecen, porque los demás no le son indiferentes, sino que le importan, por humana fraternidad.

La convivencia social no es simplemente fruto de un orden procurado extrínsecamente, ni es algo aceptado como mera e ineludible forma de supervivencia, bajo una normativa ordenadora que intenta proteger la independencia y la paz, sino que ha de ser querida, ha de lograrse como resultado de una integración participativa de voluntades, que se manifiesta también en el interés de unos por otros, en la relación cordial, en el ánimo de colaboración, en la disposición para el trabajo en equipo, en el afán por complementarse unos con otros en busca de logros comunes más elevados.

Cuando el universitario tiene que mandar o dar indicaciones sobre algo, tiende a explicar las razones, a que se comprenda el porqué; desea convencer. No se impone -diría probablemente Álvaro D'Ors- por su "potestas" sino por su "auctoritas"; posee autoridad, pero no es autoritario. Por esto, prefiere contar con los demás, desea conocer su parecer, busca su cooperación. En la comunicación personal es sencillo, no gusta de distanciamientos ni de engaños.

Es importante conseguir que la Universidad constituya un modelo de convivencia social, que marque esa impronta en cuantos pasan por ella. El ambiente de las relaciones personales en las aulas, en los laboratorios, en los pasillos, cafeterías o bibliotecas, en el trabajo y en el esparcimiento, en las actividades deportivas o en cualesquiera otras, debe ser escuela viviente para el ejercicio de las virtudes de la convivencia, de modo que éstas sigan más tarde vigorosas y actuales, una vez que se esté definitivamente inserto en la sociedad.

Mentalidad de servicio

Una consecuencia de poseer un sentido suficientemente elevado de la dignidad de la persona humana es encontrar satisfacción en ayudar a los demás, sentir la alegría de servirles, descubrir esta nueva dimensión de la actividad humana que puede definirse, con palabras del Fundador de la Universidad de Navarra, como "mentalidad de servicio".

Es legítimo desarrollar la propia inteligencia, adquirir más cultura, adquirir algún dominio sobre la naturaleza, estar en condiciones de actuar con mayor grado de conocimiento, de libertad, de autonomía responsable. Con todo esto, no hay duda de que se puede conseguir vivir más intensamente como persona. Estos anhelos se ennoblecen considerablemente, cuando ese enriquecimiento espiritual permite de una parte adquirir más radical conciencia de cuanto Dios significa para el hombre y, de otra, se orienta hacia un servicio desinteresado a los demás, que contribuya a que la vida resulte más grata y a que la sociedad sea más justa y más amable.

Esta mentalidad de servicio, no se ha de ver, simplemente, como algo laudable y meritorio, sino que constituye un deber ético, erigido por la solidaridad y fraternidad humanas, que ha de poseer el universitario como un elemento de su espíritu, que incluye diversas manifestaciones:

a) En primer término -como algo que resulta básico y que puede servir muchas veces de contraste de autenticidad-, esmerarse en realizar el propio trabajo profesional, la función que cada uno desempeña dentro de la sociedad, de la manera más acabada que se pueda, lo mejor que sea posible. Supone el fiel cumplimiento de los deberes profesionales, el continuo afán por perfeccionar los propios conocimientos, el superarse en el ejercicio de la profesión, como medio primario de ofrecer a la sociedad, a los demás, un buen servicio.

b) Otro servicio, muy propio del universitario, y más si se dedica profesionalmente al cultivo de una Ciencia, es hacer a los demás partícipes de su saber personal, de sus hallazgos científicos, o aun de los interrogantes que se plantea ante determinadas cuestiones. Y así procura publicar los resultados de su labor de investigación, para que pasen a ser del dominio de todos, y se da con sencilla generosidad a los alumnos, discípulos o colaboradores, en una entrega intelectual abierta de efectos multiplicadores.

c) Se ha de mencionar también el servicio a la sociedad que se deriva de la posesión de sensibilidad social, del vivo sentido de la responsabilidad ante los asuntos de interés común, de la conciencia clara de que al universitario le atañen mayores deberes sociales justamente por tener mayores conocimientos y cultura, por haber podido adquirir más hondo sentido de la justicia.

d) El universitario ha de ser también sensible para prestar ayuda espiritual y material a los demás, para hacerles llegar los beneficios de la cultura, para que descubran en mayor grado su propia dignidad y sepan actuar en consecuencia. En todos los ambientes en los que convive, en el profesional, familiar y social, hay junto a él personas que necesitan de su generosidad, de su entrega a una siembra de verdad, de justicia, de amor y de paz.

e) Por otra parte, cuando en el ambiente se perciben corrientes embrutecedoras, o se lesionan derechos esenciales de las personas, la responsabilidad social impide el silencio, la pasividad o la indiferencia, reclama del universitario las actuaciones oportunas. No se puede dudar de que un universitario puede hacer mucho para despertar a otros de su letargo de pasividad y que debe estimular la iniciativa en servicio de tantas empresas generosas en bien de los hombres. De igual modo, esa misma responsabilidad debe incitar al interés por las cuestiones públicas y a la participación en la recta configuración de la sociedad.

A nadie escapa que la mentalidad de servicio requiere vencer en tantas ocasiones la comodidad y aceptar "complicarse la vida" en bien de muchos. Pero es una virtud muy propia del verdadero talante universitario. El servicio así entendido no rebaja, no esclaviza, sino que, por el contrario, enseñorea y ennoblece, por lo mismo que es libremente querido y generosamente practicado.

c) Responsabilidades del universitario ante la sociedad

Todas estas características éticas que contribuyen a configurar el talante universitario deben estar presentes, con naturalidad, en la vida de cualquier profesional procedentes de una Universidad, a modo de hábitos intelectuales que informan las más diversas manifestaciones de su quehacer diario: en los diferentes aspectos de su dedicación profesional, en su comportamiento como ciudadano, en todas sus relaciones en la sociedad y en su propia vida personal y familiar. La formación adquirida supone haber asimilado una consideración elevada de la dignidad de la persona y una profunda estimación de los valores más nobles del hombre. Todo esto representa a su vez más consciente responsabilidad ante uno mismo y ante los demás, que emana de la mayor claridad de convicciones, del conocimiento más pleno de la realidad.

El universitario ya inserto en la sociedad debe asumir en ella esa responsabilidad mayor: 1) siendo consecuente con la verdad; 2) cumpliendo con ejemplaridad los deberes que le competen como profesional y como hombre; 3) contribuyendo cuanto le sea posible, con generosidad y alteza de miras, en favor de la justicia, respeto, comprensión y concordia entre los hombres. Este modo de comportarse no sólo le viene exigido por la más alta educación que ha tenido oportunidad de recibir, sino también como algo que la sociedad tiene derecho a esperar del universitario, ya que esos niveles educativos, con el especial cultivo de la inteligencia que conllevan, son soportados en cierto modo por toda la sociedad para que aunque sólo sean seguidos por una parte de ella, reviertan en estimación de los valores del espíritu y logros científicos y culturales que a todos interesan.

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