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Deontología Biológica

Índice del Libro

Capítulo 2. La Ciencia y la fundamentación de la Ética: La pluralidad humana

A. Ruiz Retegui

a) La condición plural del hombre

En el capítulo precedente, sobre la fundamentación de la moralidad humana, aunque hemos hablado ocasionalmente de las tradiciones culturales, de la sociedad, etc., el objeto central de las consideraciones era el hombre tomado en general o, más exactamente, en universal; es decir hemos tratado de aquellas propiedades, cualidades y leyes que se encuentran en todos los hombres; por eso hemos tratado de asuntos esenciales -pertenecientes a la esencia-, y, por lo tanto, hablamos del hombre en singular porque en esa perspectiva la esencia humana es una.

Esto es en cierto modo lógico, pues un estudio intelectual que tiene la pretensión de explicar el fenómeno humano no puede ser un inventario de descripciones de casos concretos, sino una búsqueda de las leyes y propiedades universales que siendo la medida de los casos los trascienden. Tampoco la Ciencia se ocupa de los casos concretos individuales: su investigación se dirige a encontrar las leyes y determinaciones universales que permiten entender ordenadamente los hechos singulares. A la Física no le interesa si tal o cual objeto ha caído como consecuencia de su peso, por grande o importante que pueda ser su masa. La Física se interesa por las leyes universales, por ejemplo, la ley de la gravedad. Si hay cosas singulares interesantes para la Ciencia son aquellas que sirven como experimento y prueba de las leyes universales.

No obstante, el puro estudio esencial del hombre es insuficiente, porque cada uno es objeto, como hemos dicho, de un acto creador singular y explícito por parte de Dios, y por esto no puede ser considerado un simple caso de leyes generales. La dignidad absoluta de la persona humana, y la creación explícita de cada una en que esa dignidad se funda, exige ampliar nuestras consideraciones a las peculiaridades, absolutamente propias, que tiene la pluralidad humana.

Ciertamente la pluralidad humana permite establecer leyes universales y consideraciones generales válidas para todos los hombres: es posible la ciencia antropológica, en su sentido más amplio. Pero si detuviéramos nuestras consideraciones en este nivel nos veríamos abocados a riesgos gravísimos en la valoración de las personas. De hecho, afirmar que el hombre ha sido querido por sí mismo por parte de Dios no parece significar de inmediato que cada persona sea absolutamente digna: la posibilidad de separar el valor del hombre y el valor de cada persona es real y no ha sido infrecuente a largo de la historia, especialmente en el dominio del pensamiento abstracto y racionalista de los últimos siglos. La afirmación de que Dios ha querido al hombre por sí mismo podría entenderse en el sentido de que lo querido por sí mismo ha sido la especie humana, o el hombre en universal. En ese caso la persona, irreductible, singular e irrepetible, quedaría reducida a un caso, a un individuo de la especie humana. La situación sería parecida al caso de una obra literaria extraordinariamente valiosa, con ediciones de miles de ejemplares. El valor de cada uno de esos ejemplares, aunque depende y participa del valor de la creación literaria en cuestión, no se identifica con él. Esa creación artística existe evidentemente sólo en esos ejemplares, y si todos se destruyen la obra literaria se pierde. No obstante, sin que suponga ningún desprecio para ella, de algunos ejemplares puede prescindirse. Más aún, si por valorarla tanto se la quiere presentar cuidadosamente impresa, los ejemplares con detalles defectuosos se destruyen. No faltan ejemplos, en los últimos siglos, de ideologías que han triturado personas humanas precisamente a título de amor al hombre. Por supuesto que la ambición y la ferocidad humana han violado muchas veces en la historia la dignidad de las personas: lo paradójico es que las más crueles violaciones de la historia reciente hayan tenido lugar en nombre de amor a la humanidad. Lógicamente, cuanto más en abstracto y en universal se considere al hombre, tanto menos será valorada la persona singular y mayor será el riesgo de esas violaciones. De hecho, la experiencia demuestra que las más fuertes violaciones de la dignidad personal han tenido lugar en el seno de sociedades dominadas por ideologías colectivistas y universalizantes. En este sentido, el cientifismo es uno de los mayores riesgos.

Por esto, una consideración de lo humano que pretenda hacer justicia a la persona debe tomar en cuenta que la "pluralidad humana tiene el doble carácter de igualdad y distinción". Si los hombres no fueran iguales no tendría siquiera sentido hablar de pluralidad, y consecuentemente no sería posible ninguna ciencia antropológica: los hombres no podrían entenderse, no podrían explicar sus razones, sus conductas, sus proyectos, ante los demás con la pretensión de ser comprendidos. Pero si los hombres no fueran distintos, no tendría sentido hablar de dignidad absoluta de la persona: bastaría hablar de individuos, es decir, de casos concretos de humanidad. La distinción irreductible entre persona e individuo se expresa en lenguaje ordinario en la distinción entre las preguntas por el qué es y por el quién es. El qué es se responde con una enumeración de cualidades o propiedades universales, es decir, de notas que se pueden encontrar en otras personas, y que por eso se expresan con nombres comunes. El quién es se refiere a la irrepetible realidad personal y es cuestión que sólo puede responderse por el nombre propio o similares. Cuando tratamos de explicar discursivamente quién es una persona determinada, es decir, cuando tratamos de darla a conocer, nos vemos enseguida diciendo propiedades y cualidades que inevitablemente pueden estar presentes en muchas otras personas, y por esto permanecemos en el terreno del qué es, sin acceder nunca a decir quién es. Por tupida que podamos hacer la malla de cualidades con que busquemos expresar a la persona, ésta se nos escapa siempre. Hay una distinción insalvable entre el saber qué es alguien y saber quién es. El jefe de personal de una gran empresa puede estar muy documentado sobre qué es cada uno de sus obreros, pero sólo quien trata personalmente a alguien puede saber quién es, aunque no tenga un conocimiento tan pormenorizado de sus propiedades. El contacto directo en la conducta y la conversación con la persona singular es absolutamente insustituible por el más completo "informe personal".

Esta distinción entre el quién es y el qué es, tiende a difuminarse en el ámbito del pensamiento racionalista y universalizante. Sin embargo, esa distinción era la clave de la filosofía política clásica, donde la afirmación de la libertad personal se concebía ante todo como la capacidad para realizar "gestas" personales, acciones de suficiente amplitud como para mostrar a la persona en su singularidad irrepetible. La areté de los griegos -palabra que ha sido ambiguamente traducida por virtud- no era propiamente una cualidad moral positiva, sino algo previo: la fuerza humana personal para realizar gestas inéditas y así mostrar la propia excelencia personal. A esto apunta un cierto uso actual de la palabra héroe, en el sentido de protagonista -no necesariamente "heroico"- de una historia o novela que muestra su realidad única e irrepetible.

La persona humana no puede ser conocida adecuadamente a través de propiedades universales, porque esas propiedades son necesariamente parte, y la persona trasciende en su unidad a la suma de esas partes. La persona puede ser conocida, o con el trato personal, o a través de la narración de historias. Los informes objetivos dicen demasiado y a la vez demasiado poco: dicen demasiado qué es, pero nunca quién es. Por esto las personas se sienten vulneradas -y lo son realmente- cuando se les aplican de modo automático leyes generales; en cambio "todas las penas pueden soportarse si las ponemos en una historia o contamos una historia sobre ellas" (Isak Dinesen).

El conocimiento de la persona se sustrae así a la ley general de nuestro conocimiento científico especulativo, que es siempre un intento por desanudar los numerosos cabos de cualidades que se mezclan en el caso de la existencia personal.

El ámbito donde la persona se encuentra más firmemente asentada sobre su fundamento ontológico -y no sólo su origen empírico- es el hogar, donde se sabe querida por sí misma, y no por sus cualidades y logros, que, por grandes que fueran, la harían sustituible por otra: el único terreno firme para su existencia es el ámbito del amor. Sólo en ese ámbito puede hundir sus raíces la existencia personal y extraer energías para su vida propia, libre e inédita. Las leyes y determinaciones universales, por justas y equitativas que sean, no pueden por sí solas constituir un espacio adecuado para la vida personal, no pueden ser más que determinaciones de frontera para la vida. Lógicamente, en la medida en que las leyes sean más pormenorizadas y determinantes, fuerzan la homogenización de las conductas personales, dificultando, o quizá impidiendo, la realización de lo que tienen de más propio. La pluralidad humana se nos presenta así como la extraña pluralidad de seres únicos e irrepetibles.

b) Creación y generación en el origen de cada persona

Las paradójicas características que tiene la pluralidad humana reclama un fundamento. Aquí, como en el caso de la fundamentación de la dignidad absoluta de la persona, lo que se trata de fundamentar es ya percibido en la experiencia humana inmediata. Pero esa realidad -la dignidad de la persona, o la pluralidad humana en el caso que nos ocupa- presenta tales caracteres paradójicos -dignidad absoluta de la persona en su evidente contingencia, pluralidad de seres únicos- que reclama una explicación que la haga intelectualmente coherente. Por supuesto, la peculiar pluralidad humana o la dignidad absoluta de la persona pueden afirmarse con base en la experiencia inmediata y ser situadas como fundamento para una reflexión filosófica sobre la Política o la Ética: reflexiones de ese tipo son la filosofía política griega o la ética kantiana. Sin embargo, las ideas tienen su lógica, y si no se consigue hacer intelectualmente coherentes esas paradojas, antes o después, uno de los términos de esas paradojas será negado por el otro. Así, la dignidad absoluta de la persona quedó negada en el ámbito del pensamiento racionalista hegeliano y en sus derivados. Análogamente, el derecho natural moderno prescinde de las peculiaridades de la persona, y confía exclusivamente a las leyes universales la tarea de construir una sociedad justa, de tipo cientifista: se pretende una construcción de la sociedad justa y humana según el modelo de las ciencias positivas.

Aquí nos interesa no partir de la peculiar pluralidad humana para, desde ella, elaborar una construcción intelectual sobre la sociedad humana, sino detectar lo más precisamente posible los fundamentos de esa pluralidad para hacerla intelectualmente coherente y equilibrada, en primer lugar, y también para ulteriormente derivar consecuencias de ese fundamento, pues, como veremos, la comprensión del fundamento de la peculiar pluralidad humana es extraordinariamente fecundo para la compresión de otros fenómenos humanos de amplio alcance.

El fundamento de la pluralidad humana es la composición de la creación y generación que tiene lugar en el origen concreto de cada persona.

La afirmación de la tradición doctrinal cristiana sobre la creación directa del alma de cada hombre por parte de Dios presenta no pocos problemas especulativos, pero su significación religiosa y antropológica es clara y decisiva: cada persona responde a un acto de creación explícito, a una llamada singular y única por parte de Dios, y, por tanto, tiene un destino personal de relación con el Amor Creador que, de ningún modo, puede ser subsumido en un destino universal colectivo. Si es creada explícitamente por Dios, la persona humana es un todo de sentido, es decir, la vida de la persona no puede entenderse adecuadamente integrándola totalmente en una unidad de sentido superior. La persona humana, aunque sea parte del mundo, es un todo, y nunca se le hará justicia si es vista como parte de un todo, o momento de la historia colectiva o abstracción de una sociedad, o un caso de leyes científicas universales. La razón que el pensamiento cristiano ha dado para afirmar que la felicidad definitiva a que aspira la persona -cada persona- es la relación directa con Dios, sin mediaciones, es precisamente el hecho de que su alma ha sido creada directa e inmediatamente por Dios.

A la vez, es evidente que en el origen concreto de cada ser humano se encuentra la generación por parte de sus padres. Creación y generación han de ser entendidos como peculiar e íntimamente unidas en el origen de la persona. Esta peculiar unión entre creación y generación, estrechamente relacionada con la condición somático-espiritual del hombre, con su mundanidad y con su pluralidad, no es fácilmente inteligible. La forma más fácil de explicar la composición entre creación del alma y generación es afirmar que Dios crea el alma mientras los padres engendran el cuerpo. Pero esta explicación resulta intelectualmente satisfactoria de inmediato sólo si se acepta un esquema dualista del hombre, es decir, si se lo concibe como compuesto de dos substancias: el alma creada por Dios y el cuerpo engendrado por los padres. El esquema dualista, quizá por la facilidad de su comprensión, hizo fortuna en la historia intelectual de occidente y su cadencia fue la equiparación progresiva del cuerpo a la máquina y paralelamente la negación del espíritu. Como consecuencia, la consideración del hombre tomó cada vez más el carácter de un conocimiento científico positivo que, como ya hemos dicho, es de naturaleza universalizante y, por tanto, desconocedor de la dignidad absoluta de la persona. Pero ese dualismo no se compagina ni con nuestra experiencia personal, ni con la enseñanza tradicional de la antropología cristiana. De hecho, la cuestión fundamental de la antropología cristiana fue el problema de compaginar la unidad sustancial del hombre -el hombre es una sola "cosa"- y la espiritualidad, y por tanto la inmortalidad, del alma.

La afirmación de la unidad de la persona nos obliga a entender que creación y generación se componen de un modo más íntimo del expresado según el esquema dualista. Sea cual sea la solución especulativa que se dé a la armonización entre unidad de la persona, creación y generación, su sentido es inequívoco: los padres, que engendran al hijo, y Dios colaboran de un modo singular -sin parangón ni semejanza en el mundo- en el dar vida a la nueva persona. En términos del pensamiento clásico y cristiano puede decirse que los padres disponen mediante los actos generativos la materia cuya forma sustancial, es decir, su determinación radical, humana, mediante un acto creativo por parte de Dios. No es que Dios cree una sustancia espiritual que se una a la sustancia material engendrada por los padres. El término propio de la creación es la persona, y la misma persona es el término de la generación. Pero Dios la crea por su dimensión espiritual, mientras los padres la engendran por su dimensión somática: lo creado por Dios y lo engendrado por los padres es el mismo ser. Podría decirse que los padres disponen la materia cuya forma propia es el alma creada directamente por Dios, de modo que verdaderamente causan materialmente el alma. Por esto, la generación humana se denomina pro-creación y puede decirse con propiedad, no metafóricamente, que los padres participan del poder creador de Dios.

Evidentemente la Ciencia puede dar cuenta del proceso de generación, pero no puede dar cuenta de la creación, ni, por tanto, de la dignidad absoluta de la persona. Esto no es de extrañar porque, como sabemos, la consideración científica supone una reducción metodológica del objeto que se estudia.

c) Relación entre persona e individuo

En cuanto engendrado por sus padres, la persona humana participa con ellos en la condición humana, es decir, tiene su misma naturaleza en sentido específico, y, por tanto, es susceptible de ser considerado un individuo de la especie humana, en el que se cumplen las leyes universales de la esencia del hombre. De este modo es medido por esas leyes y su existencia puede considerarse regulada por las consideraciones generales de la antropología. En cuanto resultado de un acto creador, la persona trasciende su condición de individuo de la especie y se constituye en un ser único, inédito, irrepetible y dotado de dignidad absoluta: es un bien absoluto.

Todo el misterio de la condición humana radica en la tensión entre esos dos polos: su condición de individuo y su condición personal.

Por ser individuo de la especie, el hombre singular es un trozo de naturaleza. La generación, que materialmente está regulada por leyes comunes al resto del mundo material, ha constituido su unidad orgánica con unos elementos que antes estaban dispersos por el mundo y que volverían a estarlo después de la muerte. Si la persona fuese sólo engendrada y no creada, podría considerarse como un momento, singular pero transitorio, de la corriente vital o dinámica que atraviesa toda la materia. El hombre, al pertenecer a la cadena de las generaciones, no es sólo individuo de especie, sino que está incluido en los procesos materiales transidos de las fuerzas que mueven la materia. No rara vez las personas experimentamos también psicológicamente nuestra pertenencia a una especie de caos tumultuoso de fuerzas telúricas de pasiones y fuerzas vitales ciegas que se encuentran en el devenir del mundo. Nos experimentamos materia entre materia, pero no sólo materia física, sino materia transida de energías, como un punto en que se condensan las energías del caos tumultuoso de fuerzas y pasiones ciegas e interpersonales. Lo que Nietzsche llamó dionisíaco tiene su ocasión o su apoyo en esta dimensión nuestra. También el llamado "ecologismo" extremo, que propugna la total inmersión del hombre en la naturaleza, tiene este mismo punto de soporte.

Pero la persona no es sólo engendrada, no es sólo un punto de turbulencia, transitoriamente estable, en el río vital del universo. Nietzsche era coherente: si se niega a Dios lo dionisíaco, pasional, irracional, ha de ser lo dominante, más aun, lo único.

Por ser resultado de una llamada del Amor Creador, la persona se constituye en un todo, en una unidad perfectamente diferenciada, llamada a una relación directa con el Dios personal. La condición personal, resultado de su condición de criatura, evita que el hombre singular caiga en el caos indiferenciado de una corriente vital ciega, y lo hace connatural con la respuesta libre, clara, lúcida: lo constituye en sujeto de responsabilidad indeclinable ante el Amor Creador. Esta dimensión no coincide exactamente con lo "apolíneo" nietzscheano, porque Nietzsche no podía entender bien la condición personal, desde su perspectiva crispada y polémicamente atea.

Quizá nadie como R.M. Rilke en sus "Elegías de Duino" ha expresado la fuerza de esa tensión entre el caos y la claridad personal, entre las fuerzas elementales de la pasión vital y la libertad personal del amor, entre la pertenencia al "dios-río de la sangre" y la llamada de la "clara estrella", entre la naturaleza bruta y la persona.

Pero la relación entre esos dos polos no es de oposición, y quizá aquí está el más grave error de apreciación del genial poeta. No es una dialéctica entre el bien y el mal, entre lo "escondido y culpable" y lo "claro e inocente" porque generación y creación no se componen dialécticamente. No son los momentos negativo y positivo de una dialéctica que dé origen al hombre. En el hombre no se mezclan materia mala, obra de la negatividad, y espíritu bueno, creación del Dios Amor. Esas resonancias dualistas son una tentación constante, pero no son cristianas. La creación, que es llamada de la persona a Dios, es una bendición divina sobre la generación que la convierte en procreación. Más aun, toda la realidad del mundo es resultado del designio divino de crear al hombre; porque el hombre es la única criatura de este mundo que ha sido querida por sí misma, todas las demás criaturas, todo el flujo vital que traspasa el universo depende, es fruto, del designio divino que llama a las personas.

La llamada creadora no accede a una materia extraña. Los padres engendran, tienen esa capacidad porque Dios se la ha concedido en vista de su designio creador. Por esto, aunque los padres dispongan, en virtud de su capacidad generativa una materia que antes estuvo dispersa, la persona engendrada es toda ella creada, es decir, toda ella, en todas sus dimensiones, es resultado de una llamada y por eso todas las dimensiones humanas están intrínsecamente dirigidas a Dios.

Las consecuencias de esta peculiar composición entre creación y generación son amplísimas, y aquí sólo podemos apuntar esquemáticamente algunas.

d) La doble trascendencia de la persona, a Dios y al mundo

Si la existencia personal humana es resultado de una llamada creadora del Amor divino, es decir, si la persona es fruto de una llamada creadora que le constituye desde la nada, lo primero que, en orden de naturaleza, tiene el hombre es su apertura a Dios. De esta apertura se siguen todos los demás elementos y están marcados por ella. La visión creacionista nos lleva pues a superar una manera de ver las cosas que es muy conforme con nuestro modo de conocer, que tiende a captar, en primer lugar, los entes concretos y sólo posteriormente detecta, como accesorias, las afecciones relativas. No es que el hombre, ya constituido por unos elementos esenciales y sustanciales, sea afectado por una llamada. La llamada no accede a un ser ya constituido, sino que lo constituye desde la nada. Por eso la apertura a Dios es lo primero y más íntimo a él y no algo que acceda a una supuesta intimidad subsistente en sí misma. Cuando San Agustín escribió que "Dios es más íntimo a mí que yo mismo" no estaba haciendo una metáfora piadosa, sino que apuntaba a algo radicalmente decisivo de la antropología derivada de la creación. Lo mismo afirmaron los medievales cuando decían que el ser humano recibe el ser por el alma, es decir, por la apertura a Dios, y, en general, que la substancia recibe el ser por la forma. Esta realidad, a pesar de la claridad e importancia de su significado, es muy difícil de ilustrar con ejemplos de nuestra experiencia. La razón de esta dificultad es que, sólo cuando el cognoscente es la sabiduría creadora y sólo cuando el amante es el Amor Creador, el acto de conocimiento y el acto de amor creadores preceden, porque causan, lo conocido y lo amado. En cambio, nuestras relaciones de conocimiento y amor presuponen siempre un objeto inteligible y bueno que preexiste, por eso es tan difícil pensar -y mucho más difícil imaginar- que sea una llamada la que constituye a la criatura. Quizá podría ilustrarse con realidades accidentales, como, por ejemplo, el torbellino que se origina en un fluido cuando es absorbido. El torbellino no es "algo" sino afección del fluido en cuestión. Pero si consideramos imaginativamente el torbellino como un "algo", entonces es claro que todo él es constituido y depende de la absorción, de modo que la dirección hacia el punto de atracción -el sumidero, por ejemplo- es lo que tiene la primacía en todo lo que es.

La criatura tiene pues una estructura en la que lo fundamental es su relación a Dios. Ciertamente esa relación se compone con otros aspectos, porque la criatura no es una relación pura, sino que tiene aspectos de ser en sí misma. Pero todos esos aspectos dependen de la llamada creadora, es decir, de la relación de finalidad o de finalización a Dios. La Filosofía tradicional afirma que la causa final es la causa de la causalidad de todas las causas. Esta afirmación, que tiene su significado directo en la operación de un agente, se transcribe exactamente en el resultado de la operación cuando el que obra es Dios Creador, que mide plenamente, desde su determinación más radical, la realidad creada.

Por esto puede decirse que, como afirmaba San Agustín, las criaturas existen como verdaderas, porque Dios las conoce, porque son fruto de la sabiduría creadora, y existen como buenas porque son fruto de la llamada del Amor Creador. El Amor Creador y la Sabiduría Creadora son la medida de toda la realidad creada. Por eso la criatura es ante todo apariencia ante Dios: No es que la mirada de Dios penetre hasta la intimidad sustancial de la criatura, sino que es la mirada la que constituye a la criatura. En consecuencia, la aceptación de la criatura de que hablábamos al tratar del fundamento creacionista de la moral es fundamentalmente un dejarse mirar y un dejarse querer. No es lo mismo ser mirados o ser queridos que dejarse mirar o dejarse querer. Lo primero es algo propio de quien mira o quiere, y sólo algo pasivo en el objeto. Dejarse querer o dejarse conocer supone, como bien sabemos por la experiencia, un no echarse atrás, y por eso requiere una postura activa. Esa es la actividad más plena y propia de la criatura: aceptar la mirada de la Sabiduría Creadora y la benevolencia del Amor Creador. Con una expresión más inmediata a nuestra experiencia, esa actitud podría denominarse confianza, fe y amor.

La criatura humana tiene, pues, una trascendencia fundamental que no es mera apertura a lo universal, sino primaria y fundamentalmente a Dios. Esa trascendencia no se expresa en términos de conocimiento o deseo especulativos, sino en términos de entrega y confianza. La vida humana, en su sentido radical es -ha de ser- una vida de fe.

Pero la trascendencia del hombre no se agota con lo que hemos dicho hasta ahora, porque hasta aquí hemos considerado la llamada creadora como si fuera simple. En realidad, como estamos viendo en este capítulo, la llamada creadora se compone con la generación. Esto quiere decir que la llamada que fundamenta la apertura y radical trascendencia de la persona, incluye en sí misma también una mediación terrena. Por esto la apertura radical del hombre a Dios -y el consecuente deber de amarle- es inseparable y fundamenta una apertura de la persona al mundo. La apertura al mundo, es decir, a las personas y a través de ellas a las demás criaturas, no es lo definitivo ni puede entenderse por sí misma, pero sí es muy directamente experimentable. Lógicamente, cuando se prescinde de la creación por parte de Dios, se prescinde también de la trascendencia hacia Dios y queda sólo la trascendencia hacia los demás, y por eso ha llegado a afirmarse que en "este mundo... ser y apariencia coinciden". Esta afirmación no es una simple negación de la sustancialidad de los objetos, y por supuesto, no ha sido expresada desde el desconocimiento de la existencia de apariencias engañosas. Más bien es la afirmación hecha desde la observación atenta del carácter relacional de la realidad y especialmente de la persona humana: afirmación que tiene el desenfoque de considerar que la apariencia mundana es la definitiva, pero que tiene el acierto de apuntar una consecuencia directa de la peculiar creación de la persona humana.

Del mismo modo que la creación se compone con la generación, la apertura a Dios se compone con la apertura a los demás y al mundo. En el Evangelio afirma Jesús que el primer y mayor mandamiento es el del amor a Dios, pero inmediatamente añade un "segundo" mandamiento "semejante" al primero. Al llamarlo "segundo" lo distingue del primero, pero su afirmación inmediata y la declaración de su semejanza expresan su vinculación a él. El fundamento de la exigencia del amor al prójimo no se explica primariamente por una semejanza entre el hombre y Dios, en virtud la cual el hombre debe querer lo que Dios quiere y como Dios lo quiere. La razón está más hondamente enraizada en los fundamentos ontológicos de la persona: la trascendencia de la persona es consecuencia también de un amor creatural, pues la generación procreativa está íntimamente unida con la llamada creadora. Por esto el hombre no quiere a los demás de la misma manera que puede o debe querer, por ejemplo, a los ángeles: y por esto mismo, en el Decálogo el precepto del amor a los padres que engendran a la persona está situado en cuarto lugar, como intermedio entre los preceptos que expresan los deberes de la apertura a Dios y los preceptos que expresan los deberes de la apertura al mundo.

Por eso el deber del amor a los demás incluye también el deber de la confianza en los otros. Aquí no se trata de una exigencia de pura generosidad, sino de responder a un componente mundano de la llamada creadora. La desconfianza en las personas no es inmoral únicamente porque viole un precepto, o porque vaya en contra de una exigencia psicológica de la existencia humana, sino porque supone una negación de uno de los fundamentos ontológicos -no ciertamente el primario y fundante, pero sí vinculado indisolublemente a él- de la propia persona.

Las discusiones entre personalismo y comunitarismo, cuando se plantean como una disyuntiva, resultan estrambóticas, inhumanas y abstractas porque ignoran que la llamada creadora que constituye a la persona en tal persona, es también fundamento de la pluralidad humana, precisamente en virtud de su composición con la generación.

La apertura de la persona al mundo, en el sentido de que la persona tiene una relación con el mundo que precede a su dimensión de sustancialidad, es fácilmente rastreable en la experiencia vital.

Quizás la más decisiva manifestación de esta realidad es el fenómeno, ya apuntado, de que el hombre se hace máximamente autotrasparente en el seno de la experiencia ética, lo cual quiere decir que no se capta en su verdad de un modo "objetivo" sino consectariamente al conocimiento moral de su acción en el mundo.

Pero es toda la existencia humana, toda la vida, la que refleja esta situación. La persona puede ser conocida en su singularidad en trance de acción, lo cual quiere decir que propiamente no nos conocemos, sino que somos conocidos. La doctrina griega del daimon personal que los demás pueden ver, pero que permanece oculto siempre a nuestra mirada, no es más que la expresión de la experiencia universal de que los demás que conviven con nosotros, contemplan nuestras acciones y escuchan nuestros discursos, nos conocen mejor que nosotros mismos. No es que poseamos un ser personal que se muestra "ligeramente" a los demás a través de medios expresivos sometidos a la propia voluntad. Cuando alguien afirma que no consigue darse a conocer o no consigue dar a conocer la riqueza de su vida a los demás que le están cerca, sencillamente se está engañando. Ante los que conviven con nosotros y son testigos de nuestra vida, estamos al descubierto, porque nuestro ser-apariencia-ante-Dios tiene un reflejo, no ciertamente exhaustivo y plenamente adecuado, pero sí intrínseco, en nuestra apariencia ante los demás. Cosa distinta es que uno no consiga dar a conocer un mensaje que haya recibido y trate de transmitir a los demás. Entonces sí puede ser acertada la queja al no saber explicarse. Pero cuando se trata de una doctrina de vida, el camino de la transmisión ya no debe ser el confiar en técnicas de expresión, sino el de la asimilación vital, y ese camino, para los que contemplan la vida, es infalible: ahí ser y apariencia coinciden de suyo, aunque también ahí la persona pueda distorsionarse, como ante Dios, para no dejarse conocer. Pero entonces se está violentando.

Evidentemente, cuando la relación con Dios desaparece de la perspectiva, la condición personal ya no se fundamenta en la creación y es confiada totalmente a la pluralidad humana: al conocimiento y a la relación con los demás. Aquí hemos llegado a consecuencias lógicas de significado pavoroso: la condición personal es dada por la sociedad. Se entiende entonces que quien no ha sido visto ni nombrado por un nombre propio por los demás hombres, no sea considerado persona. El aborto o el infanticidio entonces pueden ser justificados. Esta actitud, aunque sea criminal, es comprensible cuando se prescinde de la creación. Tiene un cierto fundamento que es el hecho de que la condición personal está intrínsecamente unida al "ser mirado". Por eso, incluso en una perspectiva más recta, la cultura humana distinguió y castigó de formas muy distintas el homicidio de quien ya ha aparecido ante los hombres -que se denominó asesinato- y el homicidio de quien aún no había aparecido o sólo hubiera nacido: así el aborto o el infanticidio estaban penados mucho más levemente que el homicidio de una persona madura.

e) Naturaleza e historia: cultura y educación

Por su íntima composición con la creación, la procreación humana tiene un alcance que va mucho más allá que la mera causalidad física o biológica. El Amor Creador no es sólo el causante del origen temporal de la existencia de la persona, sino su constante fundamento. El Amor Creador no causa el hacerse de la persona, sino a la persona misma. Por esto, aunque la generación humana pueda estudiarse en su facticidad histórica concreta, su alcance y significado humano no puede reducirse al de un suceso definitivamente encerrado en su pasado histórico: de algún modo la procreación humana ha de tener un alcance temporal más amplio.

En efecto, si lo que constituye al hombre en persona se ha compuesto con una mediación terrena, la apertura del hombre a los demás ha de ser profundamente significativa para su propio ser personal. La persona no es constituida únicamente por una llamada creadora, sino también por la generación que es principio de la pluralidad humana. Por esto la condición plural del hombre es decisiva para la constitución de la persona. Decisiva no en el sentido de exclusividad, porque, repitámoslo, lo que constituye a la criatura humana en persona de dignidad absoluta es la creación directa por parte de Dios. Pero sí es decisiva, porque la pluralidad tiene su principio en la generación, y la generación está intrínsecamente unida con esa creación. La creación ha contado con la pluralidad, y por esto para cumplir su designio necesita de ella. Esto no se expresa sólo en el acto concreto de la generación, sino en toda la historia de la vida personal. Así, por ejemplo, el hombre es naturalmente racional, y el fundamento de su racionalidad es la creación, pero del mismo modo que la llamada creadora de Dios "pasó" a través de la mediación de los padres, para el cumplimiento de su racionalidad natural, la persona necesita de la mediación de los demás hombres.

En el siglo XVIII J.J. Rousseau observó que la racionalidad humana no es natural porque depende del lenguaje que es evidentemente cultural e histórico. Esto es una falacia porque "natural" e "histórico" no se contraponen, sino que se reclaman mutuamente: lo natural en el hombre no es simplemente lo innato. Ya la Filosofía clásica había afirmado que el conocimiento de los primeros principios era natural pero no innato, porque precisaba el encuentro del hombre con el mundo.

Esto resulta perceptible para una mirada atenta al proceso temporal que lleva del nacimiento a la maduración humana de la persona. La Psicología moderna ha tratado de detectar y expresar el carácter decisivo de la primera época de la vida del niño fuera del claustro materno. La madre no da sólo el pertrechamiento físico para vivir, no sólo alimenta y defiende la vida física de su hijo. Con su cariño y protección, amor y fortaleza, da, en el ámbito creado por su regazo, la lección más importante quizá que necesitamos los hombres para afrontar la vida con confianza. Es la lección de la unidad entre ser -facticidad, fuerza bruta- y sentido -amor, bien-. La persona que accede al mundo se encuentra en una multiplicidad de hechos que resulta caótica, y que, por eso, causa miedo, y retrae. El miedo del niño a la oscuridad es una expresión del miedo a lo ininteligible, a lo caótico. El recurso a la protección materna es la búsqueda de un ámbito donde las cosas se aclaran y se encuentra protección ante la amenaza de la facticidad ciega. Quizá es de ese modo como la persona tiene, de modo implícito, el primer y más fundamental conocimiento de que el mundo al que ha sido lanzado no es un caos de fuerzas brutas donde triunfa el más fuerte, sino un ámbito donde la bondad, la rectitud, el amor, están, en última instancia, unidos con el poder más decisivo sobre el curso de los hechos. De esta manera el regazo materno, que se extiende al ámbito del hogar, es la primera manifestación de Dios en la vida de la persona, de Dios que es a la vez poderoso y bueno. Sólo con ese convencimiento íntimo -más fuerte que el intelectual, y que no puede ser sustituido por las explicaciones intelectuales más rigurosas- puede afrontarse la tarea de vivir en un mundo donde bondad y hechos brutos sólo accidentalmente coinciden. Si no tuviéramos la convicción de que al final "el bien acabará triunfando" es decir, si no tuviéramos una fe primordial de que el fundamento de todo es el Dios bueno y poderoso, no podríamos vivir como personas, porque sería despojar de todo su sentido el actual bueno. Esto no es utilitarismo, ni un planteamiento moral egoísta, sino el fundamento de un actuar con sentido. También la actividad del científico se apoya en esa convicción fundamental de que la multiplicidad caótica de fenómenos que observamos en el mundo debe tener un orden, un sentido inteligible. Como afirmaba Einstein lo más admirable es que el mundo tenga un orden que nosotros podemos conocer. Sin esa convicción fundamental, la ruda facticidad, la dureza de los hechos y de la maldad humana, nos hundiría en el absurdo y en la desesperación. En el ámbito del amor materno, que en los primeros meses de nuestra vida experimentamos como indiscutiblemente fuerte, aprendemos que el mundo es bueno. Sólo así podremos soportar las maldades que sin duda encontraremos en el futuro. La madre con su cariño y fortaleza introduce a la persona en el mundo que por creación divina es humano, es su casa. Es natural al hombre encontrarse en el mundo como en casa propia, pero eso no lo alcanza si no es por la mediación materna o algún sustituto adecuado.

Lo natural, es decir, lo que el hombre ha de ser según el designio de la Sabiduría Creadora, reclama intrínsecamente lo histórico o cultural, que es mediación de los demás hombres. Dicho en pocas palabras, para ser lo que es, la persona necesita de la pluralidad.

Aquí radica la grandeza antropológica de la educación y de la cultura. Al mismo tiempo, esto nos da la clave para advertir la magnitud de sus riesgos. El derecho de los padres a la educación de los hijos no tiene su fundamento en una determinada escuela de pensamiento social, sino en la propia condición natural del hombre. No es un mero enunciado público o político, sino ontológico. Sus consecuencias habrán de expresarse en el Derecho y en la ordenación social, pero ha de basarse en la propia condición plural del hombre, y en la peculiaridad de su origen.

La advertencia del alcance de la cultura para la configuración de la personalidad humana podría llevar a pensar, como afirmó Maquiavelo, que el sujeto humano es susceptible de recibir cualquier determinación cultural. Efectivamente, si se prescinde del designio de la Sabiduría Creadora, el hombre que nace podía ser considerado como un sustrato material indefinidamente flexible. La educación sería inevitablemente manipuladora.

Por el contrario, la visión del hombre como criatura llamada a través de la procreación nos conduce a una concepción de la educación como camino del cumplimiento de lo que el hombre es ya, pero no puede acabar de cumplir sin la mediación de la formación humana. Es la afirmación de un designio divino creador lo que nos permite distinguir la educación humanizante de la educación manipuladora. Esa distinción se apoya, en definitiva, sobre la admisión o no de una verdad sobre el hombre, a la que la educación serviría.

Que la educación es necesaria, ya lo hemos visto. El riesgo que implica la satisfacción de esa necesidad es hacer un planteamiento de la formación que, en vez de estar al servicio de lo que la persona es, trate de configurar personas según una idea directriz externa, es decir, no reconocida como presente de ninguna manera en el educando. Esto sucede cuando se niega la realidad de un designio creador, y, por tanto, cuando se niega la verdad del hombre que está ya presente en él. Pero el resultado puede ser parecido cuando, desde un ámbito de fe, se considera tan profunda la herida del pecado original que se deriva en una desconfianza en lo que la persona tiene de suyo, y se trata de asegurar la pretendida rectitud a fuerza de una determinación exacta de todos los actos. Este es el caso de esos formadores tan apasionados por una determinada ortodoxia que "sofocan a menudo a los hombres, en el apasionado intento de protegerlos. La carrera hacia sanciones o censuras cada vez más severas, hacia normas cada vez más particulares, la exasperada búsqueda de una reglamentación minuciosa de cualquier posible suceso, parece darles seguridad en sí mismos: pero tendrán hijos inhibidos, ignorantes o díscolos. La "seguridad antes que nada" es un lema anti-vital por excelencia" (J.B. Torelló).

Caso aparentemente contrario es el de aquellas personas que están tan inseguras de lo que deberían enseñar, que temen que cualquier actividad educadora resulte manipuladora para el desvalido niño que nace, y desearían que fuera él mismo quien realizara la elección.

He dicho: aparentemente contrario. En efecto, a pesar de la diferencia entre ambas posiciones, las dos coinciden en concebir la educación como un imponer violentamente desde fuera un conjunto de ideas y pautas de conducta que son extrañas al sujeto personal.

La inmensa proliferación de cursos de educación familiar o de formación para padres, junto con sus indudables méritos, suscitan siempre ciertas perplejidades: 'cómo es que fuimos formados por padres que no habían realizado semejantes cursos? Y si ahora se presentan tan imprescindibles que se llega a proponer -y a veces a realizar- el apartamiento de los hijos respecto de los padres, para confiarlos a instituciones especializadas para que sean educados por expertos, es ciertamente porque la educación ha pasado a ser una cuestión tan técnica como la elaboración de aparatos sofisticados por materias primas. Es decir, la educación es una inducción desde fuera, de algo que no está, de ningún modo, en el sujeto pasivo de ella.

En realidad, nuestra propia experiencia, la de los que fuimos educados por "no especialistas", es la mejor contraprueba de esa perspectiva. En una visión del hombre como criatura de Dios se reconoce que la persona tiene ya, como decían los clásicos, las "semillas de las virtudes", y entonces la educación tiene mucho en común con el cultivo. Por eso se comprende que para una mirada atenta como la de Platón, la educación era vista como un proceso de recuerdo, es decir, como un educir lo que estaba en la persona. Tal es el sentido de la educación liberal en sentido clásico. "La educación liberal es un ser humano cultivado. "Cultura" -del latín, cultura- significa primariamente agricultura: el cultivo del suelo y sus productos, cuidar el suelo, mejorar el suelo de acuerdo con su naturaleza. "Cultura" significa, en forma derivada, hoy en día, principalmente el cultivo de la mente, el cuidado y la mejora de las facultades nativas de la mente de acuerdo con la naturaleza de la mente. Así como el suelo necesita quienes lo cultiven, así la mente necesita maestro. Pero no es tan fácil encontrar maestros, como encontrar agricultores" (Leo Strauss).

La educación liberal clásica se apoya en la confianza de que la persona tiene ya en sí misma unas semillas que se deben desarrollar. La educación es pues un servicio a la verdad de la persona, es decir, a su naturaleza y a sus capacidades e inclinaciones naturales como persona.

El cientifismo, que parte, como sabemos, de la negación de los significados y finalidades naturales, lo primero que pretende en el ámbito de la formación es la eliminación de las finalidades naturales para quedarse exclusivamente con los componentes materiales y sus propiedades, entre las que podrían contarse las pasiones sensibles y psíquicas, para edificar con ellas el conjunto social, como se construyen los artefactos con las materias primas. La educación entonces tiende no a favorecer las "semillas de virtud" que se encuentran en las personas, si no a inducir las actitudes concretas que hagan a los individuos buenos elementos del "constructo" social.

El cientifismo ve con malos ojos la educación liberal en sentido clásico, porque ésta es justamente lo contrario: la educación liberal clásica es un reducto de la fe en la naturaleza del hombre, lo cual implica una confesión, al menos implícita, de la creación. Así la educación liberal clásica "exige la firmeza que implica la resolución de tomar las teorías en boga como meras opiniones, o de considerar las opiniones generalizadas como opiniones extremas que es probable que sean, por lo menos, tan erróneas como las opiniones más extrañas y menos populares. La educación liberal es una liberación de la vulgaridad" (Leo Strauss).

A veces, en el ámbito de la cultura de masas se alzan voces contra aquellos que se entregan decidida e intensamente a recibir formación bien determinada. Se les acusa de reprimidos o de voluntarios "menores de edad". En particular hoy es frecuente retraerse ante la entrega a dar o recibir educación profunda y bien determinada en el ámbito religioso y moral, y, sin embargo, se fomenta un abandono resuelto de la educación en otros aspectos humanos cuyos valores vigen sin discusión en la sociedad (así, por ejemplo, casi nadie duda si es bueno dar a los hijos una intensa formación científica, a pesar del gran poder configurador de la mentalidad que tiene esa formación, o, en determinados casos, permitir que se formen con una fuerte conciencia política determinada). Esto nos muestra que con esas reservas no se trata en realidad de descalificar la aceptación incondicionada de unos valores, sino de una situación de crisis de fe en los valores morales y religiosos como expresión de la verdad de la persona, que han sido sustituidos por los valores que la sociedad impone al constituirse en absoluto en la actividad educativa del científico. Esta transmutación de valores se manifiesta, a veces, en la seguridad y firmeza con que transmite la ciencia "admitida", y la simultánea reserva para hacer consideraciones éticas, aunque sea sobre aspectos en que se tratan aspectos muy graves del valor de la persona.

Lógicamente, cuando la crisis de valores es total, queda únicamente la valoración de la libertad. Pero la elevación de la libertad a valor supremo y el correspondiente ideal de educación para la libertad, dejan a la persona hundida en el escepticismo, porque no se reconoce ningún sentido absoluto. Los valores son, entonces, los creados por la propia libertad, que, por tanto, son tan precarios y contingentes como la decisión que les dio origen. La clave vuelve a ser el hecho de que la libertad no es propiamente un valor humano. Es algo más básico: la libertad es la condición para la realización humana de su verdad y, por tanto, de sus valores.

La tremenda proliferación del "pedagogismo" no es una moda cultural pasajera ni algo sin importancia. Se refiere a un aspecto tan fundamental de la condición humana que las diversas teorías de la educación son casi el epifenómeno, quizá el más eficaz y configurador, de las diversas concepciones de la naturaleza humana, de su dignidad personal, de su verdad y del carácter de la pluralidad.

f) Ley moral y conciencia

La condición personal del hombre lo hace un ser único e irrepetible. Pero, así como la creación no se opone sino que se compone con la generación, así también la condición personal no se opone a la condición de individuo de la especie humana. Más aun, como hemos visto, la propia condición personal incluye la dimensión de relación con otras personas.

Esta peculiaridad de la pluralidad humana es la que está en la base del fenómeno que ahora vamos a considerar, que es la naturaleza de las leyes que "miden" la condición personal.

En principio puede parecer paradójico que se hable de leyes que midan a las personas en cuanto tales. Unas tales leyes deberían ser normas universales que regularan los casos que se encuentran bajo ellas. Efectivamente existen estas leyes de la persona en cuanto tal. El que Dios cree a cada persona contando con la generación nos permite hablar de un proyecto divino sobre el hombre, en universal, pues en el designio creador divino, la vida humana de cada persona no ha sido querida aislada o independiente, sino vida de persona entre personas: "no es bueno que el hombre esté solo". Al crear individualmente a cada persona, Dios ama a esa persona con un "amor único", es decir, la ama "por su nombre". Pero al componer esa creación con la generación, Dios constituye al hombre en condición plural, ama a la familia humana de personas únicas y a la vez iguales. La "igualdad" de esos seres únicos que son las personas es ciertamente una igualdad sumamente peculiar. Su medida es la ley del hombre en cuanto tal.

Evidentemente, en cuanto ser material o en cuanto a los aspectos no personales, la persona humana es medida por leyes universales. Las leyes físicas o químicas regulan la realidad humana del mismo modo que regulan a los otros seres. En cuanto "pesada", la persona humana tiene una ley que la hace caso concreto de la ley de la gravedad.

La ley del hombre en cuanto tal, es decir, la que regula su comportamiento como persona y marca las exigencias de su ser personal es, como hemos mostrado en el capítulo precedente, la ley moral.

Ciertamente la ley moral es universal, pues expresa las exigencias del cumplimiento de la persona en su verdad según el designio creador. Pero esa ley no puede ser de una universalidad idéntica a la de, por ejemplo, las leyes físicas que miden inmediatamente los casos concretos. Esta es la peculiaridad de la ley moral que la distingue de cualquier otro tipo de leyes.

La ley moral regula a la persona a través de la conciencia, que es el órgano en que las leyes universales del hombre, en cuanto tal, se personalizan.

Personalizar las leyes morales no es únicamente interiorizarlas, como si la diferencia entre las leyes morales y las leyes físicas fuese únicamente que aquellas se cumplen con conocimiento. La personalización de la ley supone que la ley moral universalmente válida se expresa en exigencias que tienen tonalidades personales, y que pueden imperar actos concretos distintos.

Por supuesto, si consideramos las leyes morales negativas, es decir, aquellas que prohíben actos inhumanos, su contenido es unívoco y, aquí, personalización equivale prácticamente a interiorización. Pero el contenido de las leyes morales es más amplio que la mera prohibición de los actos malos. La ley moral es imperativa de los actos positivos de la virtud, y aquí el ejercicio de la virtud puede expresarse en actos distintos. Maximiliano Kolbe realizó un imperativo de caridad al ofrecer su vida por un padre de familia. Ese acto fue un heroísmo de caridad. Pero también pudo ser acto de caridad el dejarse sustituir. No pueden determinarse materialmente todas las exigencias positivas de las virtudes en actos concretos. Esa es la tarea de la conciencia. La conciencia personaliza la ley universal, y por eso puede decirse que la conciencia es el órgano de la vocación personal. Ahí, y no sólo en la llamada universal de las leyes morales, es donde resuena la llamada de Dios a cada persona en el curso de su vida.

Si la conciencia fuera sólo el órgano de la interiorización de la ley, su formación consistiría en el conocimiento teórico de las leyes universales y, quizá, en el fortalecimiento de la voluntad para cumplirlas. Pero el que la conciencia sea el órgano de la personalización de la ley implica que su formación necesite, además del suficiente conocimiento teórico de las normas morales universales, finura interior o connaturalidad con los valores morales y con el sentido de llamada concreta de Dios que tiene el deber moral. Esta connaturalidad se consigue con el trato frecuente y fiel con los valores morales y con la orientación de buenos maestros.

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