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Cultura de la vida en la sociedad contemporánea

Alejandro Navas García.
Departamento de Comunicación Pública, Facultad de Comunicación, Universidad de Navarra.
Conferencia pronunciada en Pamplona, el 27 de noviembre de 2001, en las XIII Jornadas de Bioética: "La cultura de la vida".
Publicado en "Reflexiones Académicas" (Universidad Diego Portales, Facultad de Ciencias de la Comunicación e Información), nº 14, 2002, pp. 141-167.

La perspectiva sociológica

Se me pide que aporte una perspectiva sociológica en relación con la cultura de la vida en nuestra sociedad. Además de agradecer la oportunidad de participar en un diálogo interdisciplinar como el propiciado por estas Jornadas, me parecía oportuno comenzar recordando de forma elemental los rasgos más característicos del quehacer sociológico, para que luego se entienda mejor lo que puede hacer esta forma de estudiar la realidad social aplicada al fenómeno de la vida.

La sociología se interesa por lo que ocurre cuando los seres humanos viven juntos, en sociedad. Partiendo de la suposición de que en ocasiones el todo es más que la suma de sus partes, se considera que la convivencia social da lugar a fenómenos y procesos que no tienen una explicación suficiente a partir de la mera personalidad de los individuos que intervienen en ellos. Pero como esa vida social es sumamente compleja, lo primero que debe hacer el sociólogo que se acerca a ella con ánimo de estudiarla es delimitar, acotar con la mayor precisión posible el ámbito de lo que pretende analizar. Una vez determinado el fenómeno que nos interesa, se buscará comprenderlo, captar su sentido, pues los actores humanos suelen dar un significado a su conducta, incluida la que les pone en relación con los demás miembros de la sociedad. Llegar a comprender esos fenómenos no es poco, pero, además, el sociólogo también busca explicar, es decir, encontrar las causas o factores que han influido en los fenómenos estudiados. Si esa explicación causal es lo suficientemente capaz, se puede articular en forma de hipótesis susceptible tal vez de convertirse después en teoría de alcance general. Y si hay suerte, incluso es posible que esa teoría tenga alguna capacidad predictiva y nos permita intuir lo que puede suceder en el futuro, aunque hay que adelantar que este ideal rara vez se alcanza. Como decía el político inglés, las predicciones son muy difíciles, de modo particular las que se refieren al futuro.

La sociología, como disciplina que pretende ser científica, subraya su carácter empírico, pues apoya su tarea en la observación y en la experimentación. Es claro que en las llamadas ciencias sociales resulta muy difícil experimentar para comprobar la validez de las hipótesis formuladas, por lo que hay que recurrir sobre todo a la observación de la vida misma en ese gran laboratorio que es la propia sociedad. Pero esto tampoco es siempre posible, tanto por la amplitud y complejidad de los fenómenos estudiados como por la dificultad de acceder a los protagonistas de la acción social, así que la principal fuente de los datos que maneja el sociólogo procede de la interrogación de los propios actores. Esa interrogación puede ser directa, adoptando diversas formas que cabe englobar básicamente en dos grandes tipos: cuantitativa –encuestas que preguntan por variables concretas y que luego se cuantifican– y cualitativa –entrevista en profundidad, grupo de discusión–, o indirecta, que acude, no ya a los mismos actores, sino a lo que otros han dicho o escrito sobre ellos. Esta segunda manera de acceder a los datos pone de relieve que la sociología es una disciplina de síntesis, que aprovecha las aportaciones de las más diversas ciencias o campos de estudio: historia, literatura, economía, derecho, etc.

Aplicando –bien que de modo rudimentario– esta metodología, me propongo formular algunas reflexiones suscitadas por la observación de nuestra realidad social. Para complementar esa visión, pediré la palabra a algunos testigos cualificados, que considero representativos del clima de opinión dominante.

Situación actual en relación con la vida

Todavía está muy cercano el fin del siglo pasado, que también era fin del milenio, y en circunstancias como ésta es convencional e inevitable hacer balance. Así, en los últimos meses han proliferado los análisis sobre la situación actual de nuestra cultura, y cabe afirmar que de la casi totalidad de esos comentarios se desprende un tono ambivalente. El siglo XX parece haber combinado los mayores extremos de civilización y de barbarie, en lo que tal vez no sea más que un simple reflejo de la condición del hombre, capaz de lo mejor y de lo peor. Occidente ha alcanzado unas cotas de desarrollo económico y de bienestar nunca vistas en la historia de la humanidad –disminución de la mortalidad infantil, asistencia sanitaria generalizada, prolongación de la esperanza de vida y notable incremento de su calidad–, junto con logros como el avance científico y tecnológico, la educación universal –y gratuita en buena medida–, la difusión de la democracia política, los derechos humanos, el reconocimiento de la libertad y el pluralismo, el aprecio por la dignidad humana, el mejoramiento de la situación de la mujer, etc. Pero las partidas que deben apuntarse en el debe no son menos imponentes: guerras mundiales, genocidios, limpieza étnica, holocausto, archipiélago Gulag, bomba atómica, armas químicas y biológicas, tortura, manipulación, totalitarismo, terrorismo, aborto masivo y –probablemente en breve– eutanasia, etc.

Ante el espectáculo de tanta violencia desatada, el hombre de la calle y, con él, los expertos se formulan algunos interrogantes: ¿Es la violencia algo genético, que está de modo necesario en nuestra naturaleza, o más bien de algo aprendido, adquirido al hilo del proceso de socialización o de la interacción social? ¿Somos hoy más o menos violentos que en el pasado? ¿Se respetan la vida y la dignidad humanas hoy más que antes? Seguramente no hay una respuesta neta y fácil a estas preguntas. En cualquier caso, los contrastes entre los logros de la civilización y las aberraciones de la barbarie resultan particularmente intensos, lo que podría explicar, al menos en parte, el malestar de fondo que nos invade. Ante los portentosos logros que nos ha conseguido el desarrollo científico y tecnológico, cabría exultar de satisfacción y orgullo, pero no nos sentimos del todo satisfechos. Hay conciencia de que algunos obstáculos, tal vez no del todo visibles, entorpecen el funcionamiento del maravilloso engranaje de nuestra cultura moderna, y esto ya antes del fatídico 11 de septiembre. Esta maquinaria, llamada a proporcionarnos una vida feliz, chirría en más de un sentido, a pesar del lubricante que los ingenieros sociales al servicio del Estado del bienestar se encargan de administrarle. Voy a intentar mostrar a continuación algunas de las raíces que, tal como lo veo, explican esta situación.

Raíces culturales que explican la suerte corrida por la vida en la sociedad actual

Para entender el tratamiento que nuestra sociedad da a la vida, será oportuno mencionar algunos de los rasgos más característicos de la cultura occidental contemporánea.

El hombre moderno, apoyado en los extraordinarios progresos de la ciencia y la tecnología, se considera emancipado de trabas seculares, que durante milenios incluso aherrojaron la existencia de las sociedades y de los hombres. La libertad se entiende ahora como emancipación, como ruptura con los más diversos tabúes. Es lícito, incluso deseable, probarlo todo, adentrarse por nuevos caminos a la búsqueda de experiencias distintas. Los valores del pasado dejan de merecer respeto. En general, todo lo tradicional se vuelve sospechoso, hay que innovar, ser original. El hombre ya no acepta tutelas de fuera, ya sea de la tradición, de la naturaleza o de la religión. Lo propio de este nuevo hombre, adulto y emancipado, es no aceptar más normas que las que él mismo se impone; si es que tiene sentido aceptar limitaciones, algo que no se tardará mucho en poner en duda. Por fin está en condiciones de erigirse en soberano de su propia existencia. Prometeo y Fausto pueden estar de enhorabuena, pues sus sueños están a punto de cumplirse.

El progreso, necesario e ilimitado, se convierte así en el gran mito de la modernidad. En cierto modo, ocupa ahora el lugar que tradicionalmente había correspondido al bien. Así, los calificativos ‘progresista’ y ‘bueno’ acaban identificándose. Y de modo correlativo, lo reaccionario es el mal en absoluto, sin paliativos. Nada puede detener ese progreso, cuyo sujeto es en última instancia el conjunto de la humanidad. "La historia del género humano en conjunto puede considerarse como la ejecución de un plan oculto de la naturaleza, en orden a realizar una constitución del Estado internamente perfecta y, para este fin, también externamente perfecta; ése es el único estado en el que la naturaleza puede desarrollar completamente sus disposiciones", declara Kant en tono tan solemne como ingenuo. La ‘astucia de la razón’ ocupa el lugar de Dios en el gobierno del mundo. Tocqueville escribe unos 50 años después, y como buen conocedor de los entresijos de la política, es menos ingenuo que Kant, pero en el prólogo de ‘La democracia en América’ también se refiere a esa gran revolución democrática que parece extenderse por encima de cualquier resistencia: "El desarrollo gradual de la igualdad de condiciones constituye, pues, un hecho providencial, con sus principales características: es universal, es duradero, escapa siempre a la potestad humana y todos los acontecimientos, así como todos los hombres, sirven a su desarrollo… Todo este libro ha sido escrito bajo una especie de terror religioso, sentimiento surgido en el ánimo del autor a la vista de esta revolución irresistible que desde hace tantos siglos marcha sobre todos los obstáculos, y que aún hoy vemos avanzar entre las ruinas a que da lugar".

El motor del progreso es la ciencia, que persigue un conocimiento objetivo de las leyes que rigen el funcionamiento de la realidad física. El hombre clásico y medieval vivía en un mundo del que formaba parte como un ser natural más, aunque dotado de entendimiento y voluntad, de ‘logos’, lo que le servía para conocer esa realidad y destacarse de ella. Era microcosmos, compendio de todas las formas de ser presentes en la realidad, y, por designio divino, rey de la creación, que quedaba sometida a su gobierno. Así, no resulta extraño que una de las primeras tareas de Adán en el Paraíso consistiera en poner nombre a los animales. Dar el nombre implica dominio, pero también parentesco, familiaridad con aquello que nombramos.

Ese mundo, con el que el hombre se siente emparentado a pesar de trascenderlo en cierto modo, no es hermético, sino que se deja conocer. El hombre es su dueño, pero de alguna manera la realidad manda: es la medida o criterio de la verdad y del bien. La verdad consiste en la adecuación a la realidad, y portarse éticamente significa hacer justicia a la realidad, respetarla y tratarla como se merece. El ideal de una vida plena, lograda, consiste en la contemplación del orden del mundo y, después, de la misma esencia divina.

Esta armoniosa relación entre hombre y mundo se desbarata en el comienzo de la modernidad. La escisión de la realidad en dos ámbitos distintos y heterogéneos– pensemos, por ejemplo, en la ‘res cogitans’ y la ‘res extensa’ de Descartes–, entre los que no cabe una mediación natural –Descartes, que todavía es cristiano, resolverá el problema acudiendo a Dios–, permitirá cambiar radicalmente nuestra actitud frente a la naturaleza. El moderno ya no está para contemplaciones. El nuevo programa se encuentra claramente formulado en el ‘Novum Organon’ de Bacon, sin duda uno de los textos programáticos de la modernidad científica: "Disecar la naturaleza… vencerla mediante la acción para instaurar el Reino del Hombre… Podemos tanto cuanto sabemos". Y Hobbes, otro de los adalides de la modernidad, dirá que conocer algo es "saber lo que podemos hacer con ello cuando lo tenemos en nuestro poder".

La ciencia moderna sólo puede surgir en un humus cristiano, pues es precisamente el cristianismo quien desacraliza la naturaleza, que deja así de ser algo divino o de estar llena de dioses, para quedar reducida a la condición de simple criatura. Si ya no se le debe reverencia, es posible observarla e investigarla sin limitaciones. No sorprende entonces que fueran frailes franciscanos de Oxford o París los pioneros de la ciencia experimental en sentido moderno, pues su carisma religioso les hacía particularmente sensibles para todo lo relativo a la naturaleza. Y los grandes científicos que inauguran la etapa clásica de la ciencia moderna –Descartes, Galileo, Kepler, Newton– son profundamente cristianos y creen leer la voluntad de Dios escrita en el libro de la naturaleza mediante el inequívoco lenguaje de la matemática. Las siguientes etapas de esta singladura son bien conocidas: deísmo, agnosticismo, ateísmo e, incluso, antiteísmo.

La instauración del reino del hombre exige eliminar a Dios, competidor peligroso por la soberanía, y después del deísmo que caracteriza el s. XVIII, Haeckel puede proclamar solemnemente, como típico representante del positivista s. XIX, que "el mundo ha de tener presente que el descubrimiento más importante del siglo es éste: no existe lo sobrenatural". Y Swinburne declara lleno de entusiasmo en 1871: "¡Gloria al hombre en las alturas! Porque el hombre es el señor de todas las cosas".

Después de la crisis de fundamentos que atraviesan de modo particular la física y las matemáticas en el primer tercio del s. XX, las ciencias se vuelven más modestas en sus pretensiones cognoscitivas. Bohr expresa el nuevo estado de opinión al afirmar, por ejemplo, que "la física no averigua lo que es la naturaleza, sino que se limita a ocuparse de lo que se puede decir acerca de la naturaleza". La realidad parece imponer límites insalvables a su conocimiento exacto y objetivo, tal como lo pretendía la física clásica, pero esto no impide el desarrollo espectacular de la investigación orientada hacia el dominio tecnológico de la naturaleza. Interesa sobre todo la aplicación práctica de los nuevos conocimientos, lo que lleva a la ciencia y la tecnología al corazón de la economía y la política. Ahora las cuestiones que ocupan a los científicos tienen casi siempre amplísimas repercusiones económicas y políticas. Las inversiones necesarias para realizar la investigación alcanzan cifras descomunales, pero los beneficios que va a proporcionar la explotación comercial de esos descubrimientos son todavía mayores: hay negocio a la vista. La política se siente desbordada, y para intentar no perder comba ante el curso adoptado por los acontecimientos, se ve obligada a entregarse en manos de los expertos. Como declaraba recientemente el premio Nobel de Química, Richard Ernst, "la ciencia tiene la responsabilidad de mirar hacia el futuro y decir a la sociedad lo que debe hacer".

El primado de lo económico, característico de nuestra época, se da la mano con los intereses de científicos y técnicos para doblegar la resistencia que algunos gobiernos, todavía anclados en una visión tradicional del hombre y del bien común, intentan oponer tímidamente. Se consideraría inadmisible que un gobierno timorato pusiera trabas a esos desarrollos tan prometedores. En un mundo globalizado como el nuestro, esa política obstruccionista no llevaría más que a forzar la emigración de laboratorios y empresas. Se calcula que el volumen de negocio en el sector biotecnológico alcanzará en el año 2001 los 25.000 millones de dólares en Estados Unidos –donde hay unas 1.500 empresas dedicadas a esa actividad–, y unos 15.000 millones en el resto del mundo. Y esto no ha hecho más que empezar. Human Genoma Sciences (HGS), con sede en Maryland, es una de las empresas punteras en este sector. Su agresiva política se ve adecuadamente premiada por analistas y público, lo que la ha convertido en una de las estrellas de la bolsa. Durante la feria ‘Bio 2001’, organizada por la Biotechnology Industry Organization, (a la que pertenecen casi 1.000 empresas y centros de investigación de 33 países) y celebrada en el pasado junio en San Diego con la presencia de 14.000 participantes –empresas, laboratorios, universidades, etc.–, Jim Davis, Vicepresidente de HGS, exponía con toda claridad sus previsiones para el futuro inmediato: "Queremos todo, todos los genes y todas sus variaciones, todas las proteínas y todas sus variaciones, todas las funciones, todas las posibles aplicaciones, y esto para el ámbito mundial". Es revelador del modo de trabajar de esta empresa que cada uno de sus equipos de investigación tiene asociado un abogado experto en patentes, que se encarga de presentar las correspondientes solicitudes en cuanto se descubre algo digno de ser explotado comercialmente.

Los acontecimientos se suceden con rapidez: fecundación in vitro, ingeniería genética, avances médicos como el diagnóstico preimplantatorio, clonación, prolongación de la vida, etc. Y la alianza de disciplinas que hasta ahora habían trabajado por separado abre perspectivas prometedoras o terribles, según se mire. Escuchar a los nuevos profetas de la nanotecnología, las ciencias de la computación, la robótica o las neurociencias produce en una persona sensata tanto miedo como estupor. Watson, descubridor junto con Crick de la estructura helicoidal del ADN –lo que les valió el premio Nobel en 1962– decía hace unos meses que consideraba un imperativo ético no dejar en las manos de Dios el futuro del hombre. Los testimonios se podrían multiplicar, pero para no abandonar el distinguido club de los Nobel, cedo la palabra a uno de sus más conspicuos representantes, Harold Varmus, que obtuvo el de Medicina en 1989 por sus investigaciones sobre oncogenes, estuvo al frente del Instituto Nacional de Salud estadounidense durante seis años y en la actualidad dirige el Memorial Sloan–Kettering Cancer Center en Nueva York, uno de los centros más prestigiosos en la investigación y tratamiento del cáncer: "Las cuestiones éticas planteadas por la utilización de embriones humanos están ya resueltas. Muy pocos americanos se rompen ya la cabeza con este motivo. Actualmente se registra una tendencia a la aceptación creciente de estos nuevos desarrollos. Cuando la gente vea el pequeño puntito que consta de células sobrantes de la fecundación asistida y que, al igual que sucede con miles de embriones al año, está destinado a acabar en el cubo de la basura, se olvidará de la problemática… Considero una obligación moral usar los embriones humanos para la investigación".

Ante cada nuevo descubrimiento o aplicación se repite el mismo proceso por parte de la opinión pública: rechazo horrorizado, rechazo sin horror –la situación empieza a ‘normalizarse’–, reconocimiento de la importancia del asunto –los profetas de este nuevo mundo son expertos en el manejo de los mecanismos configuradores de la opinión pública–, curiosidad e interés por el asunto –que merece ser estudiado a fondo–, aceptación para algunos casos excepcionales y rigurosamente determinados, generalización de hecho, legalización, aceptación pacífica. El hombre muestra así una notable capacidad para acostumbrarse y dar por buena la conducta aparentemente más insólita o aberrante, con tal de que se repita con la frecuencia necesaria.

Aunque parezca imparable, este proceso no es un mero paseo triunfal, y numerosas voces se elevan para denunciar su carácter inhumano y señalar que no todo lo que se puede hacer se debe hacer, de acuerdo con las exigencias de una ética natural, que postula el respeto a la realidad como uno de sus principios fundamentales. Aquí no nos las tenemos que ver únicamente con los representantes de las religiones tradicionales en general y del cristianismo en particular –es obligado pensar en Juan Pablo II y su incansable cruzada a favor de una cultura de la vida que contrarreste el creciente imperio de la cultura de la muerte–. No faltan los testimonios de destacados miembros de la misma comunidad científica, que han conservado un mínimo de lucidez, que les permite advertir los males causados por esos genios que tan alegremente han dejado escapar de la botella y que ahora quisieran, con una mezcla de decepción y nostalgia, volver a someter, en un empeño tan encomiable como imposible. Por ejemplo, ahí está el venerable Erwin Chargaff, uno de los padres de la investigación genética, que ante la evolución de su disciplina y desde la atalaya de sus 96 años, no acierta más que a formular, desconcertado, una pregunta: "¿Por qué?" En una entrevista realizada en junio pasado manifestaba que "vivimos en una época terrible, nada más que por el hecho de que sea necesario hablar de estas cosas. Se impone la tesis de que lo que no está expresamente prohibido, debe permitirse de modo automático… Tal vez me he convertido en un reaccionario, pero hace ya tiempo que pienso que la biología molecular se ha desmadrado y hace cosas de las que no se puede responsabilizar. La ciencia comete hoy auténticos crímenes… La ciencia natural se ha convertido en parte de la economía de mercado". Ian Vilmut, el autor de la clonación de la oveja Dolly, también ha asumido el papel de aprendiz de brujo arrepentido y no se cansa de llamar la atención de la opinión pública sobre los peligros de la clonación. Rudolf Jaenisch, uno de los fundadores de la transgenética, declaraba por las mismas fechas que Chargaff que se dedicaba ahora a releer ‘Un mundo feliz’, de A. Huxley y ‘1984’, de G. Orwell. "Es increíble lo que esos dos autores supieron intuir. Asombra ver lo real que se han vuelto tantas de sus previsiones", concluía más bien asustado.

Pero al día de hoy parece que nadie es capaz de detener el avance de esa lógica del descubrimiento y de su aplicación, que lleva a que todo lo que se concibe en la teoría y pueda desarrollarse en la práctica deba ser experimentado y, en su caso, explotado y generalizado. Andrew Grove, jefe de Intel, lo dice sin ambages: "Tengo una regla corroborada por más de 30 años dedicados a la alta tecnología. Es muy simple: lo que puede hacerse, se hará. Igual que ocurre con la fuerza natural, es imposible detener la tecnología. Encuentra la manera de abrirse paso independientemente de los obstáculos que la gente ponga en su camino". Pero el filósofo del derecho Reinhard Merkel va todavía más allá: "Ya no nos limitamos a preguntar lo que es factible técnicamente. Ahora nos preguntamos más bien qué es lo que queremos, lo que deseamos. Y esto es únicamente decisión nuestra. La tecnología nos abre posibilidades, pero no nos dice los caminos que debemos recorrer". Si los fines no están claros y los medios se vuelven cada vez más poderosos e incluso autónomos, el futuro se torna arriesgado y amenazador. Ray Kurzweil, uno de los científicos cognitivos más destacados de la actualidad, da por supuesto que, en un plazo breve, y al hilo de la conjunción de las revoluciones computacional, genética y nanotécnica, podremos conectar cerebros humanos y ordenadores –algo que considera "sensato, deseable e inevitable"–, lo que producirá unos híbridos tal vez algo repulsivos para nuestros actuales cánones estéticos, pero mucho más capaces. Ya se ha dado, por ejemplo, la implantación de un transmisor en el cerebro de un tetrapléjico, que tiene el ratón en la pantalla de un ordenador. Para tranquilizar los espíritus más pusilánimes –el tono de Kurzweil puede ser iluminado, pero también conciliador–, nos recuerda que esas inteligencias habrán sido obtenidas a partir de la inteligencia biológica del hombre, es decir, del pensamiento humano, que se refleja luego en nuestras tecnologías. Si tuviéramos una idea del término de esa evolución o, al menos, de lo que aletea como objetivo en la mente de sus promotores, podríamos emitir un juicio, aprobatorio o condenatorio. Pero lo peor de esos delirios tecnológicos se encuentra en las palabras con las que Kurzweil termina su exposición: "Creo que tenemos la capacidad de configurar ese destino de acuerdo con nuestros valores, tan pronto como consigamos ponernos de acuerdo en el contenido de esos valores". Goethe escribió que cuando el objetivo no está claro, el camino se hace mucho más largo, incluso errático. La situación aún se agrava más si, una vez perdido el rumbo y presa de la consiguiente agitación, se pisa a fondo el acelerador para aumentar la velocidad. Ante el espectáculo que científicos, empresarios y políticos nos están ofreciendo con sus planes delirantes, me temo que en los próximos decenios nuestra sociedad se expone a dar tumbos considerables antes de que, escarmentada, vuelva en razón.

El control de la muerte

Hemos visto a grandes rasgos cómo el moderno se ha embarcado en una arriesgada aventura, sin regatear medios y esfuerzos, para intentar controlar todo lo relativo al origen de la vida y a la determinación de sus características. La lógica de la situación, que es en buena medida la lógica del poder –que siempre tiende a expandirse–, exigía que pronto se dirigiera la atención también a la muerte. Sin duda que la muerte es el poder supremo, al que todos están sometidos, pero si no es factible –al menos de entrada– escapar por completo a su hegemonía, sí cabe dar algunos pasos para aflojar su dominio sobre nosotros.

De una parte, se intenta ganar tiempo y prolongar la vida, para retrasar todo lo posible la enojosa comparecencia ante su tribunal. Animoso y emprendedor como suele ser, el moderno se lanza a esta tarea con entusiasmo y optimismo. Como reflejo de este estado de ánimo voy a citar a Tom Kirkwood, que fue el primer catedrático británico de Gerontología y trabaja en la actualidad en el National Institute for Medical Research en Londres. No deja de ser significativo que fuera el encargado de pronunciar este año las prestigiosas Reith Lectures, que dedicó justamente a las perspectivas que ofrece la geriatría. El núcleo de su mensaje, transido de optimismo, es bien simple: no estamos programados para la muerte, sino para la supervivencia. De entrada, vamos a proponernos alcanzar una esperanza de vida en torno a los 120 años, aunque esto no sería más que el primer paso. Habrá tanto tiempo disponible, que llenarlo puede constituir un auténtico problema, por lo que Kirkwood insiste en la necesidad de planear y preparar adecuadamente ese prolongado futuro que nos espera a la vuelta de la esquina. Esta advertencia no está de más; Woody Allen dirigía recientemente una carta abierta a Craig Venter, el Presidente de Celera, en la que le decía que no quería hacerse inmortal a través de sus obras o en los corazones de sus compatriotas, sino que le gustaría seguir viviendo sencillamente en su apartamento como hasta ahora. No sé si esta perspectiva resultaría atractiva. Ante el reciente estreno de su última película, conviene recordar que ha manifestado en más de una ocasión que realiza de modo regular una película al año porque si no, no sabría en qué emplear su tiempo. ¿Es deseable, tanto para él como para los espectadores, que pudiéramos asistir en su momento al estreno de su película número cien? Tiene razón Kirkwood cuando se preocupa por la manera de llenar de contenido todos esos años que se supone vamos a tener disponibles…

De otra parte, y en contradicción solo aparente con la anterior, se acorta la vida de aquellas personas que reúnen –o dejan de reunir, según se mire– determinadas condiciones. No es sorprendente que la eutanasia aparezca en escena a estas alturas del drama. Diversas circunstancias explican, en mi opinión, tanto el actual debate en torno a su legalización como su creciente aplicación en la práctica.

Antes he aludido al primado de lo económico, característico de nuestra sociedad actual. En este sentido confluyen la innegable crisis del Estado del bienestar –las arcas públicas, sobrecargadas, ya no dan de sí como para atender tantas prestaciones, a las que por otra parte nadie quiere renunciar– y algunas consecuencias de la prolongación de la esperanza de vida y del consiguiente envejecimiento demográfico que experimentan las sociedades modernas (hace unos días se ha hecho público que Japón es ya el primer país del mundo en el que los mayores de 65 años superan en número a los menores de 15 años). Faltan jóvenes para mantener a los mayores, y estos últimos, si bien disfrutan de una prolongada tercera edad, al final acaban por enfermar y sufrir achaques variados, que requieren costosos tratamientos –intervenciones quirúrgicas, hospitalización, medicación, revisiones, etc.–. Si acortáramos ese tramo final de sus vidas, lograríamos un ahorro considerable, tanto de dinero como de trabajo, pues es sabido que los ancianos en fase terminal suelen dar mucho que hacer. Cualquier política que tienda a reducir costes puede contar de antemano con la aprobación de esta sociedad en la que la economía es la ley suprema, y la ‘racionalización’, uno de sus principales imperativos.

Ya he mencionado antes que nuestra cultura científica y progresista cree poder prescindir de Dios: el horizonte pierde su dimensión trascendente, sobrenatural, y se limita a lo mundano. Si la salvación eterna deja de interesar, lo que ahora reclama nuestros cuidados es la salud. Su definición, tal como la formula la OMS, no tiene desperdicio: completo bienestar físico, psíquico y social. Se entiende que alcanzarla se convierta en un exigente programa de vida. Como el nivel de riqueza y bienestar que hemos conseguido es muy elevado, quedan disponibles mucho tiempo y energías para dedicarlos al cuidado y la reparación del cuerpo. Es el mundo de la ‘fitness’, las dietas, el gimnasio, el ‘lifting’, el solario, etc. Importa sentirse a gusto, ‘to feel good’, y surge toda una industria que se va a encargar de ofrecer los servicios correspondientes. Y si en el pasado ese tipo de preocupación parecía algo propio de las mujeres, los varones han recuperado deprisa el tiempo perdido y ya se han integrado por completo en la dinámica. Basta echar un vistazo a cualquier ejemplar de una revista como ‘Men’s Health’ –23 ediciones en el mundo, con una difusión total de 3,2 millones de ejemplares– para advertir las dimensiones de este fenómeno. El hedonismo casi nunca aparece en solitario, sino que suele establecer una interesada alianza con la violencia y la crueldad, como sabíamos ya antes de que el marqués de Sade se encargara de recordarlo. Si todo el horizonte de deseo o expectativas se reduce al logro del máximo placer, los demás serán vistos como peligrosos competidores por el disfrute de placeres escasos, pues al contrario de lo que pensaba Marcuse, esto no es Jauja, por lo que no hay lugar para la satisfacción universal. Se hace preciso renunciar o, al menos, postergar la revolución sexual con su cortejo de promesas de felicidad para todos ya, de forma inmediata, pues la bonanza económica y el optimismo de los años sesenta, portavoces de una inminente sociedad de la abundancia, no tienen visos de reaparecer a corto plazo. La dinámica de la búsqueda del placer a toda costa presenta, además, algunos rasgos perversos, ya que la mera reiteración tiende a cansar. Mantener simplemente –que no incrementar, no somos avariciosos– el grado de disfrute exige aumentar la dosis, y en ese proceso enseguida encontramos insalvables límites físicos. Se hace inevitable, por tanto, buscar nuevas modalidades de placer, y no se tardará en descubrir que el sufrimiento –ajeno, por lo general– puede ser una fuente de excitantes sensaciones. Nietzsche ya advirtió que contemplar el sufrimiento ajeno causa un gran placer, pero que todavía resulta más placentero hacer sufrir a otros. Aplicando una lógica puramente egoísta, no hay por qué respetar a nadie. Y la introducción de alguna cláusula que lleve a limitar el placer –por ejemplo, prohibiendo aquellos tipos de placer que exigen dañar a terceros– llevaría, aplicada con rigor hasta el final, a la anulación del propio planteamiento hedonista.

La enfermedad y el dolor, el sufrimiento y la muerte son en este contexto la encarnación del mal, lo que no debería existir en absoluto. Incluso se considerará muestra de mal gusto o mala educación hablar de ellos. La muerte tiende a desaparecer de la vida social, se torna invisible. Ahora, la gente rara vez muere en su casa, rodeado de los suyos. Nuestros niños y jóvenes apenas tienen contacto con ella, no han visto a un muerto de cerca. No se soporta el sufrimiento y cuando a pesar de los notables avances de la medicina paliativa no se consigue eliminar, la solución extrema es eliminar al propio sujeto que sufre. Muerto el perro, se acabó la rabia, por decirlo con el refrán popular.

Los clásicos concebían la existencia humana como una tarea que se nos encomendaba, ya sea por parte de la naturaleza –todavía resuena en nuestros oídos el "llega a ser el que eres" de Píndaro– o por Dios. La vida se percibía como un don, que nos correspondía hacer fructificar. El éxito no estaba asegurado de antemano, y de ahí el carácter dramático de la condición humana: un mal uso de la libertad podía llevarnos al desastre, al rechazo de Dios y a la adhesión a alguna cosa creada, finita, incapaz por tanto de colmar nuestras ansias de plenitud. La incertidumbre acerca del tiempo disponible para llevar a cabo la tarea daba una particular emoción a la aventura de vivir.

El moderno, por el contrario, pretende convertirse en el único señor de su vida y de su destino. Si la propia historia adopta un curso insatisfactorio, decepcionante, una posible reacción será entonces ponerle fin. Como muy bien supo ver Wittgenstein, "si se aprueba el suicidio, entonces todo estará permitido". Cuando la vida se considera un bien del que su dueño puede disponer a voluntad y, de modo paralelo, la sociedad deja de reprobar la práctica del suicidio, se abre la puerta de par en par a la generalización de la eutanasia, que en su primera fase se practicará como suicidio asistido. Lo que en un principio se considera un derecho –de los pacientes incurables o en fase terminal– se convertirá pronto en un deber –de las familias, personal sanitario y autoridades–, que será impuesto, incluso contra su voluntad, a los que, encontrándose en los supuestos tipificados por la ley, no tienen la capacidad o la voluntad de pedirlo.

Cuando una sociedad deja de proteger la vida, en todos sus estadios, se embrutece y se corrompe. En el caso del suicidio, como ya señaló Kant, el propio sujeto se degrada, al considerarse a sí mismo como un simple medio. Lo propio de la dignidad humana radica para Kant en el hecho de que el hombre nunca sea visto, tanto por sí mismo como por los demás, como mero instrumento, sino siempre como un fin –en sí y para sí–. La dignidad humana aparece para los clásicos inseparablemente unida a la espontaneidad natural. Cuando los que deberían estar especialmente predispuestos para la protección y el cuidado –familia, médicos, gobernantes– son precisamente los que hacen matar a los mayores o enfermos –y la lógica de la situación exige de nuevo que el círculo de los candidatos se vaya ampliando de forma inexorable: enfermos psíquicos, jóvenes, etc.–, la vida social adquiere un carácter siniestro e inquietante. Por decirlo en términos kantianos, se da una recaída desde el estado de civilización al estado de naturaleza. Es la ley de la selva, es decir, la ley del más fuerte, pues es sabido que cuando no hay ley, se impone el más fuerte. El estado de derecho, del que nos sentimos con motivo tan orgullosos, parecía haber dejado atrás esta manera primitiva de resolver el problema del orden social, pero ya se ve que siempre podemos volver a situaciones pretéritas aparentemente superadas. Después del estado de derecho es lo mismo que antes de él. Somos, sin duda, más refinados que nuestros antepasados, pero no menos brutales. En cuanto se escarba un poco en esa fachada de civilización y buenas maneras, se aprecia un fondo de crueldad insospechada.

"¿Dónde está tu hermano?", pregunta Yahvé a Caín después de que éste cometiera su crimen. Somos responsables unos de otros, así lo exige la condición humana. Robert Spaemann lo formula de modo gráfico al decir que la persona humana –también la divina, cabría añadir– no puede darse en singular. Durante siglos, incluso milenios, el hecho de nacer o morir se vivía como algo natural, es decir, obedecía a una dinámica espontánea, ajena a la intervención del hombre. Con la práctica masiva del control de la natalidad, el aborto, la fecundación asistida –a las que pronto tal vez haya que añadir la clonación y la eugenesia, posibilitadas por los eventuales desarrollos de la ingeniería genética– y con la previsible difusión de la eutanasia, el nacimiento y la muerte quedarían sometidos en buena medida al control humano. La sociedad se parecerá entonces cada vez más a esos clubes o sociedades distinguidos, donde los miembros actuales eligen por cooptación a los candidatos que reúnen las condiciones establecidas. Los que no den la talla no llegarían a nacer, y los que dejen de darla por cualquier motivo –pues todavía estamos algo lejos del logro de la eterna juventud– serían liquidados –sin dolor, pero también sin piedad–. Se agudiza así la tendencia de nuestra cultura moderna a convertir lo que antes se consideraba como algo objetivo, independiente del hombre y fuera del alcance de su acción, en subjetivo, en algo sometido a su poder y objeto de una decisión o elección. Heinrich Böll, poco sospechoso de actuar como una marioneta teledirigida por el Vaticano, declaraba que prefería mil veces vivir en el peor mundo cristiano que en el mejor mundo pagano, ya que en el cristiano habría espacio para aquellos que no tendrían sitio en el pagano: lisiados, enfermos, ancianos y débiles en general. Y más que sitio, encontrarían amor, mientras que en el mundo pagano o ateo serían considerados inútiles y despreciables. En cierto modo, esa misma intuición late en las famosas palabras de Horkheimer –especialmente relevantes si se tiene en cuenta su filiación marxista– cuando reconocía que, en última instancia, el argumento decisivo contra el homicidio es de tipo religioso. Como es sabido, Australia es, junto con Holanda, uno de los países pioneros en la aplicación de la eutanasia, lo que atrae el interés de todo tipo de estudiosos. La Universidad de Newcastle, según se expone en un trabajo publicado por el ‘Medical Journal of Australia’, ha entrevistado a 683 médicos para conocer sus opiniones y lo que están haciendo a este respecto. Los datos son preocupantes, pues el 36% declara haber suministrado a pacientes terminales fuertes dosis de fármacos con intención de apresurar su muerte y aliviar los sufrimientos. Más de la mitad de estos médicos –el 20% de los entrevistados– reconoce que los pacientes no habían pedido que se adelantara su muerte. Los autores de esa investigación han comprobado que la religión del médico es un factor determinante a la hora de practicar o rechazar la eutanasia: los católicos son mucho menos partidarios de su aplicación.

El arte de la distinción

Toda cultura tiene un carácter complejo –resulta de una articulación de tecnologías, reglas y símbolos– y sistemático, al menos tendencialmente. Ni los individuos ni los pueblos pueden vivir fácilmente instalados en la contradicción o la incoherencia. Por supuesto que tampoco se da nunca una perfecta coherencia o acuerdo, tanto entre los principios supremos y todo el conjunto de valores, modelos, normas y pautas secundarios, como entre estos últimos y las conductas de los miembros del colectivo en cuestión. Una cierta tensión entre el deber ser y el ser parece connatural a la conducta humana. Y toda sociedad tiene que hacer frente de manera constante a la tarea de adecuar las normas a las cambiantes circunstancias históricas. Pero si resulta connatural al hombre tender a la coherencia, me parece que este rasgo caracteriza de modo particular el talante moderno, posiblemente por influencia de la ciencia, saber sistemático y riguroso.

Si esto es así, el moderno se enfrenta a la delicada pero inevitable tarea de intentar salvar la esquizofrenia cultural, que se deriva de la exaltación de la protección de la vida en el ámbito de los principios y de su atropello en la práctica. Los primeros ilustrados arremetieron con todas sus fuerzas contra tantas manifestaciones de hipocresía que era posible registrar en la vida del Antiguo Régimen. Ahora íbamos a ser auténticos, sinceros, claros. Pero si no queremos caer en el puro cinismo, y parece que todavía no hemos llegado a este punto, habrá que hacer delicados equilibrios para justificar esas flagrantes contradicciones entre lo que se proclama y lo que se hace en la práctica. Es dudoso que esta empresa pueda tener éxito, pero al menos se intenta salvar las apariencias, aunque no sea más que por algún tiempo. Voy a examinar ahora rápidamente algunos de los argumentos más utilizados en este intento de tranquilizar las conciencias pusilánimes, allí donde esta necesidad se percibe como un problema que hay que resolver, pues en ciertos casos esa inquietud ni se plantea, dándose así una actitud que efectivamente raya con el cinismo. (Craig Venter, al que ya he citado más arriba, afirmaba contundente en mayo pasado, en un discurso pronunciado en la celebración del fin de la carrera de una promoción de estudiantes de Medicina: "Las revoluciones no son hechas por borregos". Aquí habla alguien que no quiere perder mucho tiempo en debates éticos acerca de lo que se puede o no se puede hacer).

Cohonestar objetivos tan dispares e incluso contradictorios exige una particular sutileza en la aplicación del arte de la distinción. Lo que, para una consideración directa, ‘prima facie’, guiada por el sentido común del hombre de la calle, parece un dilema insoluble, se vuelve perfectamente conciliable una vez que la cuestión ha sido depositada en manos de los expertos –ya hemos visto antes que saber es poder–, maestros en la diferenciación de aspectos o matices.

Una primera estrategia consiste simplemente en negar la existencia del problema: no hay contradicción ni conflicto de intereses entre la industria biotecnológica y las exigencias de la religión o del simple humanismo. En todo caso, hay intelectuales amigos de enredar y atizar la polémica, pues al fin y al cabo viven de eso, y cuando no hay una crisis que reclame sus diagnósticos y propuestas de solución, tendrán que inventarla para defender su protagonismo. Ésta es la posición de Carl B. Feldbaum, Presidente de la Bio, tal como le exponía en el discurso de inauguración de la feria de San Diego a la que me he referido más arriba. El núcleo de su mensaje no puede ser más tranquilizador: los creyentes de todas las confesiones religiosas deberían mostrarse receptivos ante las nuevas posibilidades que abre el progreso biotecnológico, pues, al fin y al cabo, todos –religiones e industria– persiguen lo mismo: ayudar y sanar al hombre. "La ciencia es un método, no una fe, por lo que ambos no tienen por qué excluirse". Feldbaum se sorprende de que surjan malentendidos: "Quisiéramos decir a la humanidad: esperad y veréis lo que tenemos para vosotros. Vamos a mejorar vuestra vida, podéis estarnos agradecidos. Pero no todos los hombres nos lo agradecen. Muchos desconfían, algunos incluso se enfadan. Pero no estamos ante una reedición del estereotipado conflicto entre científicos y enemigos de las máquinas, sino ante una falta de confianza y de comunicación entre nuestra industria y los hombres de buena voluntad, que son en parte profundamente creyentes". Como todas las partes implicadas parecen tener una inmejorable voluntad –todo el mundo es bueno–, hay que confiar en que un diálogo sincero llevará necesariamente al acuerdo –incluso aunque no se haya leído a Habermas, podríamos añadir–. Así termina Feldbaum su intervención: "Señoras y señores, deseo que continuemos aquí este diálogo y que no se interrumpa nunca" (vemos aquí en acción a otra idea típicamente moderna, elemento central del paradigma evolucionista: todo se hace posible si se cuenta con el tiempo suficiente).

Pero como tal vez no todos podamos compartir la deliciosa ingenuidad del señor Feldbaum –me atengo a sus palabras y descarto otras hipótesis maliciosas–, es necesario pulsar otros registros argumentativos para intentar convencer a los reticentes. Una posibilidad que salta de inmediato a la vista, muy congruente con el positivismo inherente a la propia ciencia, consiste en plegarse a la inexorabilidad de los desarrollos científico y tecnológico: la ciencia como destino –incluso como maldición– al que es imposible escapar. Cabe recordar aquí el epitafio que el gran matemático Hilbert, testigo y protagonista de las convulsiones que agitaron a la física y la matemática en los comienzos del s. XX, hizo poner en su tumba: "Estamos obligados a conocer y conoceremos". Parece que no tenemos escapatoria posible.

Este argumento admite una variante política: si no lo hacemos nosotros, otros lo harán. Y esos otros –"ellos"– son gente sin escrúpulos, de la que no nos podemos fiar: comunistas desaprensivos, fundamentalistas de diverso pelaje, capitalistas sin corazón, etc. Si somos "nosotros", gente sensata y razonable, los que custodiamos esas técnicas, hay garantías de que serán utilizadas en beneficio de toda la humanidad. Es indudable que hay riesgos inevitables en el manejo de esas tecnologías, pero nuestros sistemas de seguridad son los más fiables del mundo, así que podemos dormir tranquilos. "Con nosotros podrá usted trabajar con fetos humanos sin ningún problema"; "la investigación genética rusa no conoce límites"; "no hay dinero, pero todo está permitido": con estos sencillos lemas intentan los científicos rusos atraer el interés de inversores extranjeros. "La ciencia rusa está completamente descuidada, nadie se preocupa seriamente de ella". Esta frase del biólogo y premio Nobel Ilja Metschnikow, enmarcada en un sencillo cuadro, preside el despacho del genetista Sergej Inge–Wetschtomow en San Petersburgo, y parece describir adecuadamente la situación actual, con la probable excepción de la física al servicio de los intereses militares. Efectivamente, comparado con las perspectivas que abre el descontrol de la investigación científica realizada en condiciones como las rusas, el panorama que nos pinta Feldbaum resulta casi idílico.

Si el desarrollo de las ciencias relacionadas con la vida adquiere el carácter de un destino inapelable, entonces no tiene sentido discutir, salvo que uno quiera simplemente perder el tiempo. Es la posición de André Rosenthal, investigador en genética y gerente de la filial de Schering ‘Metagen–Sociedad para la investigación genética’: "Tenemos que decidir si queremos una discusión escolástica o nuevas posibilidades terapéuticas", afirma en relación con el diagnóstico preimplantatorio y la clonación terapéutica. No todos pueden combinar con esa contundencia la doble condición de hombre de ciencia y de empresa.

En otros casos, se invoca precisamente la ignorancia para justificar comportamientos más que dudosos. He citado antes a H. Varmus, que pretende sencillamente dar por terminado el debate ético en torno a la utilización de embriones humanos para la investigación. Ya he advertido más arriba que renuncio a pensar mal, pero cuesta aceptar que un científico de su categoría pueda afirmar tranquilamente que "el debate sobre la dignidad humana y el respeto de la vida ha producido ya demasiada confusión. Entretanto, ni siquiera sabemos lo que es un embrión". A la pregunta sobre su definición de la vida, Varmus responde: "Hay muchas definiciones. No hay duda de que una célula vive, expresa vida. Pero cómo definimos a los organismos, ésa es otra cuestión". El entrevistador interviene: "Según esto, usted no ve un hombre en el óvulo fecundado". Respuesta: "Así es". Pregunta: "¿Cuándo sale el hombre del huevo?" Respuesta: "Cada uno lo juzga de manera diferente. No puede haber una respuesta correcta". Después de examinar diversas posibilidades –la fecundación, la anidación–, Varmus se pronuncia por aceptar la presencia de un ser humano cuando el embrión tiene ya células nerviosas, sistema circulatorio y es capaz de sobrevivir fuera del seno materno. "Veo este proceso de desarrollo como algo gradual. La individualidad completa se da en algún momento después del nacimiento. Pero todo esto no significa que se pueda sacrificar sencillamente un embrión por haber alcanzado determinada fase". Esta cláusula final restituye un toque de humanidad a su exposición previa, pero desde luego no se justifica desde el punto de vista de la lógica (aunque estamos dispuestos a perdonar de buen grado faltas de lógica, si contribuyen a salvar vidas humanas). Si nos atenemos de nuevo a lo escrito, sin escudriñar a la búsqueda de otras intenciones, hay que reconocer que el pronunciamiento ético –por llamarlo así– de Varmus resulta algo más comprensible cuando en otro momento de la entrevista alude a la estrecha conexión de la investigación con la industria y el comercio. "Aquí, en Sloan–Kettering, es difícil encontrar ciencia sin aplicación comercial". Topamos de nuevo con la hegemonía de la razón económica; mantener en funcionamiento instituciones como ésa –y, de paso, ganar algo de dinero, pues lo cortés no quita lo valiente y los científicos son también humanos– puede exigir sacrificar cierto número de embriones humanos en el altar de la rentabilidad comercial, pero gente como Varmus se muestra dispuesta a oficiar de sumo sacerdote sin mayores reparos. Aun a riesgo de parecer reiterativo, insisto en las fabulosas cifras de negocio que se manejan en este campo. No sorprende que ante sumas que alcanzan los miles de millones, en cualquier divisa que queramos emplear, hasta los principios aparentemente más firmes vacilen sin remedio. Qué no ocurrirá cuando, como es el caso tantas veces, ni siquiera hay principios sólidos, sino tan solo oportunismo acomodaticio. Y este fenómeno no es exclusivamente norteamericano. Como es sabido, el canciller alemán Schröder ha nombrado recientemente un Consejo Nacional de Ética, destinado oficialmente a asesorar al gobierno federal en la determinación de las políticas relacionadas con la vida, pero llamado de hecho a ofrecer una coartada que legitime la pretensión del canciller de revisar la restrictiva legislación alemana vigente y sustituirla por otra más ‘moderna’. El oportunista canciller alemán no tiene siquiera una determinada visión del asunto que se trataría de imponer; como ha señalado expresamente, su preocupación es primordialmente económica: tiene miedo de que una legislación severa ahuyente a las empresas y laboratorios hacia países más permisivos. El portavoz del grupo parlamentario opositor democristiano dirigió hace unos meses una pregunta al ejecutivo sobre la vinculación de los miembros de ese Consejo con empresas del sector, ya sea como propietarios, empleados o asesores: la pregunta ha quedado sin repuesta, al menos hasta el momento.

El afán de lucro no conoce límites, el sector biotecnológico no es a este respecto diferente a los demás, así que todo parece poco a estos voraces hombres de empresa. Estados Unidos es el país que marca el rumbo, como es sabido, pero hay otros que se han lanzado todavía con menos reparos a esta aventura científica y económica, como Inglaterra, Australia o Singapur. El Parlamento británico aprobó a finales del año pasado la clonación terapéutica, y desde ese momento las condiciones de la investigación en este ámbito no han hecho más que mejorar, lo que ha contribuido a consolidar el lugar puntero que Gran Bretaña ocupa en este campo dentro de Europa. Los representantes del sector registran con satisfacción que en la sociedad inglesa apenas hubo oposición contra la autorización de la clonación terapéutica, lo que se interpreta como una muestra más del tradicional pragmatismo anglosajón, pero lamentan en cambio que surgen protestas contra la experimentación de nuevos medicamentos en animales y contra el cultivo de plantas modificadas genéticamente y destinadas a la alimentación humana (la prensa sensacionalista, también típica del país, hablaba de ‘Frankenstein food’). Desinterés por la suerte de los humanos, preocupación por la de plantas y animales: tiempos de confusión. En estos días, recién estrenada la película sobre la primera novela de Harry Potter, y a punto de hacerlo la primera de la trilogía sobre El Señor de los Anillos, la opinión pública se ocupa de la narrativa épica, lo que hace oportuno citar a Tolkien. Luego de encontrarse de modo inesperado con lo que queda de la variopinta comunidad del anillo, y una vez que la desconfianza inicial ha dado paso a un diálogo amistoso, Éomer exclama admirado: "Es difícil estar seguro de algo entre tantas maravillas. Todo en este mundo está teniendo un aire extraño. Elfos y enanos recorren juntos nuestras tierras, y hay gente que habla con la Dama del Bosque y continúa con vida, y la Espada vuelve a una guerra que se interrumpió hace muchos años, antes de que los padres de nuestros padres cabalgaran en la Marca. ¿Cómo encontrar el camino recto en semejante época?

–Como siempre, dijo Aragorn. –El mal y el bien no han cambiado desde ayer, ni tienen un sentido para los elfos y enanos y otro para los hombres. Corresponde al hombre discernir entre ellos, tanto en el Bosque de Oro como en su propia casa".

Se puede entender que la industria vaya a lo suyo, que es maximizar el beneficio, de acuerdo con una lógica puramente económica. En cambio, cuesta más hacerse cargo de las razones que han llevado a la Iglesia de Escocia, después de haber reflexionado y debatido más de 30 años sobre el asunto –no hay que olvidar que el Sur de Escocia es uno de los focos de mayor actividad investigadora en el sector; la oveja Dolly no fue creada allí por casualidad– a "adoptar un camino propio dentro del mundo cristiano" y dar el visto bueno a la clonación terapéutica y desarrollos anejos.

Y ya que nos hemos aproximado al mundo cristiano, es pertinente señalar, prolongando la cita de Horkheimer, que la noción de dignidad humana ha surgido y se ha consolidado en un contexto cultural metafísico y cristiano. Está bien que el hombre sea considerado no sólo como fin para sí, sino también como fin en sí, tal como reclama Kant. Pero al final, su condición de absoluto únicamente resulta sostenible si procede de una vinculación originaria con el Absoluto, lo que justificará –como ha reconocido hasta hace bien poco la tradición occidental– atribuir carácter sagrado a esa dignidad humana. Al final nos encontramos con el hombre como imagen de Dios y con el misterio de la filiación divina.

Dar rienda suelta a la manipulación científico–tecnológica del organismo humano exigirá entonces romper las amarras con esa visión religiosa de hombre, y los planteamientos que se han propuesto expresamente este objetivo han abundado en los últimos años. Cito a título de ejemplo representativo, y por la notoriedad que ha alcanzado en la opinión pública, al biólogo Richard Dawkins. "Somos máquinas hechas para sobrevivir, robots programados ciegamente para conservar esas pequeñas moléculas egoístas que son conocidas de modo general como genes". Así comienza su libro El gen egoísta, publicado en 1976 y que se convirtió enseguida en un éxito mundial de ventas.

Pero quitarse la careta y hablar claro con el fin de sacudirse obsoletos prejuicios humanistas, al estilo de Dawkins, no está exento de complicaciones, pues uno se expone a enfrascarse en debates sin cuento o a tener que soportar molestas interpelaciones por parte de un sector del público que sigue cerrilmente aferrado a la visión tradicional de hombre. El propio Dawkins, que sabe divulgar con gran amenidad y es así invitado con frecuencia a programas de televisión o de radio, tuvo que escuchar recientemente en uno de esos programas cómo un oyente le preguntaba por teléfono cómo podía –Dawkins– despertarse cada mañana con la triste certeza de no ser más que un montón de genes egoístas en un mundo frío y sin Dios. Tener que afrontar una y otra vez interpelaciones de este tipo llega a resultar enojoso, y ya sabemos que los profetas de este nuevo reino transgenético no siempre están dispuestos a perder el tiempo con discusiones estériles –a sus ojos–, habiendo tanto que hacer. Casi ninguno de los portavoces de este paraíso científico, a cuyas puertas estamos llegando, se ha atrevido hasta el momento a poner en duda la bondad de los mecanismos democráticos a la hora de articular la opinión pública y adoptar decisiones relevantes para la sociedad, pero se adivina que algunos se sentirían más cómodos si pudieran adoptar por decreto las medidas que juzgan necesarias, sin pasar por la ventanilla de los debates estériles con interlocutores incompetentes. Asistimos entonces a una reedición del drama que supone para el experto –o para el visionario– tener que convivir con coetáneos, incluidos muchas veces los poderosos, que no se hacen cargo de lo que hay en juego y ponen así rémoras al progreso.

Si, por lo tanto, aceptamos de mejor o peor grado las reglas del juego democrático y pretendemos evitar un choque frontal con las convicciones predominantes, es preciso afinar en el arte de la distinción, a fin de homologar socialmente nuestras pretensiones. La estrategia es diáfana. Se trata de matizar, de establecer distinciones de forma que, sin romper el marco de referencia antropológico vigente en nuestra sociedad, sea factible legitimar las prácticas que queremos introducir. De acuerdo con el itinerario del acostumbramiento mencionada más arriba, una vez permitida una excepción, por mínima que sea, resultará muy sencillo generalizar ese caso, llegar al uso común e incluso al abuso. Las distinciones a las que se recurre tienen en ocasiones algún fundamento real, pero en otras serán meras construcciones retóricas. Enumero algunas de las más difundidas últimamente.

En el ámbito de la ética y la antropología se ha distinguido entre ‘hombre’ y ‘persona’, con una fundamentación que se remonta a Locke. Según esta tesis, no todos los hombres serían personas –que es lo realmente valioso y merecedor de respeto–. La condición personal se hace depender de la presencia actual de determinadas cualidades: memoria, conciencia de sí mismo, capacidad de razonar y de expresar y defender intereses, etc. Los que no puedan mostrar esos requisitos no serían acreedores al respeto que ordinariamente tributamos a las personas, y podrían ser preteridos o, en el límite, eliminados. Es claro que ese concepto de persona deja fuera a mucha gente, y no sólo a los enfermos terminales: bebés, durmientes, débiles mentales, etc. No sorprende que el debate sobre una propuesta tan contraria a nuestras intuiciones antropológicas y éticas más elementales haya adquirido en ocasiones tintes polémicos y personales. Peter Singer, uno de los pioneros en la defensa de este punto de vista, también se ha visto en situaciones similares a la de Dawkins, como cuando un paralítico en silla de ruedas se le acercó durante un programa televisivo para echarle en cara que con su argumentación estaba proponiendo en última instancia que se le matara, ya que se trataba de una vida sin valor. Es también de Singer la tesis de que un cerdo adulto puede ser más valioso que un bebé humano. Pero una vez más se comprueba que una cosa son las teorías y argumentos que uno defiende en textos y en el ámbito del debate y otra la vida misma. Recientemente ha enfermado –de una afección senil– la propia madre de Peter Singer, y su hijo, solícito, ha dispuesto que tres enfermeras se turnen a lo largo del día con el fin de que su madre esté bien atendida en todo momento. En una entrevista reciente alguien echó en cara a Singer lo incoherente de ese comportamiento, pues según sus propias tesis, su madre había quedado privada de la condición de persona y podría incluso ser liquidada sin problemas. La respuesta de Singer no pudo ser más elocuente: "Pienso que lo sucedido me ha abierto los ojos y ahora veo que estas situaciones resultan muy difíciles para quienes se ven afectados directamente. Todo esto es más difícil de lo que yo pensaba antes, pues las cosas son distintas cuando se trata de la propia madre". Verse afectado personalmente por la problemática en cuestión ayuda, sin duda, a enriquecer o incluso a modificar la simple consideración teórica del problema. Es lo que le ocurrió, hace unos años, a la estrecha colaboradora y esposa del presidente de una organización británica promotora de la eutanasia. La mujer enfermó de cáncer y, pasado poco tiempo, decidió… divorciarse. He expuesto antes diversas razones que pueden ayudar a la propagación de la eutanasia. Entre las circunstancias susceptibles de actuar como freno contra esa aparente tendencia imparable está, sin duda, el hecho de que los parlamentarios que, en cada país, tendrán que pronunciarse sobre los correspondientes proyectos de ley, pueden convertirse ellos mismos en sujetos pasivos de esa práctica, peligro que, por ejemplo, ya no se da cuando se legisla sobre el aborto. Se me puede reprochar que argumento ad hominem, pero en cierto modo todo argumento lo es, y de forma especial cuando se trata de cuestiones que tocan tan de cerca el núcleo de la vida humana.

En un ámbito más propiamente biológico o bioético, hacen fortuna actualmente otras distinciones. Por ejemplo, la que contrapone preembrión y embrión. Sólo el segundo merecería respeto, mientras que el primero –inexistente para los biólogos– estaría disponible para la investigación o la terapia. A su vez, también se habla de dos tipos se embrión: el que está en la probeta y el alojado en el seno materno. Sólo éste último sería titular de derechos. De igual modo, se distingue entre vida potencial y vida actual. Ya se ve que hay un interés por disponer arbitrariamente de la potencial. Otros hablan de ser humano y de vida humana, como realidades distintas. El ser humano, individuo concreto, merecería respeto, pero no así la vida humana (ya se entiende que el embrión queda englobado dentro de esta segunda categoría). De modo correlativo, se diferencia entre la dignidad del hombre y la dignidad de la vida humana. Parece que se trata de un mero ejercicio de logomaquia, pero la intención es clara: la dignidad de la vida humana, que no corresponde a un individuo concreto, deja a su sujeto en manos de eventuales manipuladores.

El recurso a la distinción también llega al campo jurídico. El concepto clave es aquí la ‘despenalización’. Se concede que determinadas conductas, que la tradición occidental siempre condenó, sigan considerándose delito. No siempre es posible –ni oportuno desde el punto de vista estratégico, pues exigiría demasiado tiempo y esfuerzo– cambiar de forma radical las mentalidades del pueblo y de los legisladores y jueces –colectivo, este último, clásicamente inficionado de un sospechoso tradicionalismo–. Basta con abrir la puerta, aunque no sea más que una pequeña rendija, a algunas excepciones: esas prácticas siguen considerándose delictivas –es decir, mantenemos nuestra escala de valores–, pero dejan de castigarse en determinados y excepcionales supuestos. El caso de necesidad ya estaba contemplado en los ordenamientos jurídicos tradicionales, por lo que nos es preciso inventar nada nuevo. La despenalización se convierte así en el primer paso del recorrido, en ocasiones, asombrosamente breve, que lleva a la legalización. No hay que olvidar que el código penal es un reflejo muy adecuado de la conciencia moral de una sociedad.

Pero, aunque prácticas que parecían criminales o inhumanas a nuestra tradición moral lleguen a legalizarse, no todos tienen el estómago suficiente como para asumir alegremente las nuevas pautas.

E incluso los que lo hacen, con más o menos entusiasmo, no consiguen evitar con frecuencia que la conciencia, enojoso mecanismo que se resiste a desaparecer, les indique que en el fondo no están actuando bien. Si no se está dispuesto a rectificar y recorrer el camino del hijo pródigo, siempre quedará el recurso de negarlo todo. Nietzsche, con su habitual lucidez, ya lo advirtió en su momento: "–He hecho esto, dice mi memoria. –No he podido haberlo hecho, dice mi orgullo, y no cede en su postura, implacable. Finalmente, la memoria se rinde".

Es sabido que las situaciones límite constituyen un magnífico laboratorio para observar el comportamiento humano en circunstancias que rara vez se dan en la vida ordinaria. Por eso, la actuación de la clase médica alemana bajo el régimen nazi aún continúa suministrando material para la reflexión y el debate en bioética, tanto por lo que cabe profundizar en el análisis de unos hechos tan excepcionales –y tan terribles–, como por el acceso a documentos hasta ahora clasificados, que van aportando nuevos datos. Me limito a citar aquí unas palabras de una médico, que trabajó unos años en uno de los campos de concentración, pronunciadas durante su interrogatorio en los juicios de Nuremberg: "En medio de la más profunda rutina, no se llegaba a perder la sensación de vivir en un entorno completamente extraordinario, de forma que absolutamente todo lo que ocurría aquí no contaba. Aun mientras se hacía todo eso, no se podía creer lo que se estaba haciendo. La cosa es que, si usted hace algo absolutamente increíble y es incapaz de creerlo, acaba no creyéndolo". Se trata de un mecanismo bien conocido por la psicología, del que todos tenemos alguna experiencia. Puede ocurrir que de manera más o menos premeditada, y tal vez no en virtud de una única y tremenda decisión, sino más bien a consecuencia de un encadenamiento de cesiones pequeñas, en cuestiones de detalle, uno se encuentre con las manos manchadas de sangre. Caer de repente en la cuenta, si es que se tiene un mínimo de capacidad reflexiva, puede revestir caracteres traumáticos. ¿Cómo es posible que uno, persona cumplidora y honesta, haya llegado a esta situación? Algo no funciona, está mal. Y como uno goza de ese reconocido estatuto de persona respetable, no puede ser que todos se engañen, así que sencillamente uno no ha podido hacer todo eso de lo que la conciencia le acusa. Se decreta que esas acciones no fueron cometidas y se encarga a la memoria que borre esos recuerdos molestos.

Otro argumento con el que se quieren justificar los desarrollos más extravagantes tiene que ver con la coherencia y el rigor lógico, tan apreciados por la modernidad. Se trata de la figura retórica que cabe denominar ‘del paso del Rubicón’. Una vez que se cedió en una ocasión y se nos vino encima la avalancha correspondiente –por ejemplo, la del aborto–, estaríamos obligados, por lógica, a ser coherentes, apretar los dientes y, aunque no nos guste, aceptar todo lo demás, pues no sería consecuente negar ahora lo que antes se concedió. Como es obvio, los adelantados de las nuevas conquistas que se nos pretende imponer se encargan de recordarnos con machacona insistencia la falta de lógica que supone aceptar una cosa y negar la otra, siendo ambas del mismo género, o siendo incluso la segunda una mera consecuencia de la primera. Saben que nuestra opinión pública es muy sensible a este tipo de argumentación y, como el boxeador que reitera sus golpes sobre una herida ya abierta, vuelven a la carga incansables. Es indudable que la coherencia es un valor, y los ilustrados del s. XVIII o los jóvenes del s. XX hacían bien en fustigar la hipocresía del Antiguo Régimen o de la sociedad capitalista, pero si resulta muy costoso rectificar y dar marcha atrás en situaciones que se han ido de las manos, como sería el caso del aborto en las sociedades occidentales –donde tampoco los partidos políticos de inspiración cristiana o humanista se atreven a ir contra el statu quo abortista cuando llegan al poder–, al menos nos podríamos permitir la excepción de ser incoherentes por una vez con el fin de no reincidir en el error y, de esta forma, salvar vidas humanas.

Es hora de terminar, y se podría estimar que he hablado más bien poco de la cultura de la vida, que era el tema tanto de las Jornadas como de mi ponencia. Reconozco que, en general, y también por tanto en lo relativo a la posición de la vida en la sociedad, resulta más fácil denunciar el mal que construir el bien. Sin embargo, espero que en este caso se me disculpe haber optado por la vía fácil, ya que encuentro muy difícil elaborar una cultura de la vida si antes no se termina de desenmascarar la cultura de la muerte. Una cultura de la vida parece que deberá serlo del respeto, del dejar ser, y éste es un talante que no encaja bien en el perfil del moderno, activo y dominador por esencia.

Después de haber entrado a saco en el conocimiento y consiguiente explotación del mundo físico y natural, el moderno no se ha detenido ante el mismo hombre. Todo lo que se ha podido hacer con plantas y animales es susceptible de aplicación también al ser humano –de hecho, gran parte de los desarrollos de manipulación genética o clonación, que originan ahora tanta polémica, llevan aplicándose decenios por los veterinarios a sus pacientes–. Al fin y al cabo, tal como nos dice una antropología reduccionista, entre el animal y el hombre no habría diferencias esenciales, pues el paradigma (neo)evolucionista ha igualado nuestras respectivas condiciones. Si el hombre procede del animal, según se afirma, no hay razón para que intente colocarse por encima de él. Éste es un argumento que encontramos, por ejemplo, en algunos planteamientos de la ecología profunda.

Podemos pedir al moderno que se detenga, recapacite y dé marcha atrás, pero este tipo de maniobra resulta de difícil implementación. La inercia arrastrada es elevada, y como habría mucho que cambiar –y no sólo en lo accidental–, ese giro radical se hace improbable. Otra opción consiste en mostrar las consecuencias perversas del rumbo adoptado, tanto las que padecemos ya como las que previsiblemente nos esperan en el futuro. Y, dicho sea de paso, los intelectuales en general y, por tanto, los académicos también, casi siempre han disfrutado con el papel de Casandra. La ventaja es que resulta fácil acertar, y si uno es capaz de ir más allá del narcisista ‘ya lo decía yo, pero el mundo no me hizo caso’, se suele presentar la oportunidad de aportar buenos argumentos para ayudar a orientar la acción social hacia un curso deseable. El giro adoptado por Jürgen Habermas ilustra bien esta situación. En su último libro, ‘Die Zukunft der menschlichen Natur. Auf dem Weg zu einer liberalen Eugenik?’, aparecido hace apenas unas semanas, el hasta ayer campeón del proyecto cultural ilustrado abandona su planteamiento meramente procedimental y pragmático para dar cabida a consideraciones realistas, que recuperan hasta cierto punto la idea de naturaleza humana –el mismo título del libro es bien elocuente–. Todo su afán es prevenir contra los peligros de un liberalismo eugenésico. Se comprueba una vez más que, en ocasiones, las cosas tienen primero que empeorar del todo para que puedan empezar a mejorar. ¿Tendrán otros la lucidez y la capacidad de rectificar que muestra aquí Habermas?

Es obligado debatir –aquí estamos con Habermas–, pero, no obstante, como ya señaló Aristóteles, hay límites que el discurso, el debate filosófico o político, no deberían traspasar. Ilustra esta tesis con el ejemplo del que razona a favor del asesinato de la propia madre. Ese tal, según el Estagirita, no merece argumentos, sino una reprensión. Los que intentan defender el respeto a la vida y a la dignidad humanas se encuentran con frecuencia en una tesitura similar a la del ejemplo aristotélico, y tener que formular razonamientos para la defensa de lo obvio y evidente puede llegar a resultar desesperante. Lo grave de este debate es que no se ventila dentro de las paredes del seminario universitario, donde se puede decir y defender cualquier postura, por extravagante que parezca: una vez terminada la sesión, se abandona el aula y los interlocutores reingresan en el mundo de la vida cotidiana. Por el contrario, aquí hay en acción una compleja maquinaria o alianza que integra a la misma ciencia, la economía y la política, y que se lleva por delante cada año tantos millones de vidas humanas como se cobró toda la Segunda Guerra Mundial.

Decían los clásicos que la virtud de la fortaleza, más que en impulsar a la realización de acciones difíciles o arriesgadas, estaba en la capacidad de resistir con entereza los ataques de la adversidad. A la vista de las fuerzas movilizadas por la cultura de la muerte, no hay que ser una Casandra especialmente competente para advertir que suena la hora de la resistencia. Además del ánimo templado, una mente lúcida y atenta, que sabe hacerse cargo de los bienes e intereses que hay en juego, es un requisito imprescindible para triunfar en esta confrontación, que promete ser duradera.

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