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Responsabilidad deontológica ante el paciente de Alzheimer

Gonzalo Herranz, Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
Intervención en el Simposio “Ética, aspectos legales y cuidados paliativos”
Organizado por la Conferencia Nacional de Alzheimer
Pamplona, sábado, 8 de noviembre de 1997, 17:30. Hotel Iruña Park, Sala A.

Saludos y agradecimiento

Introducción

Me corresponde hablar de la responsabilidad deontológica ante el paciente de Alzheimer. Así pues, la primera pregunta podría ser: ¿qué dicen los Códigos de ética y deontología sobre el particular?

Para empezar, habría que señalar que, como era de esperar, ningún código hace referencia específica a una deontología propia de la enfermedad de Alzheimer. Esa es la conclusión que se extrae al examinar los Códigos de ética y deontología médica vigentes en cuarenta países de Europa, las Américas y Oceanía. En ellos se tratan, sin embargo, algunas ideas que nos pueden ayudar a fijar la extensión y la intensidad de los deberes del médico hacia el paciente de Alzheimer.

Son tres normas que, de modo más o menos explícito, articulan los términos de la responsabilidad deontológica ante los pacientes de Alzheimer:

la primera es el mandato de no-discriminación;

la segunda es la norma de proporcionalidad entre respeto médico y debilidad;

la tercera es el canon de la conformidad terapéutica.

Estas tres normas deontológicas tienen mucho que ver con el principio bioético de justicia. Yo prefiero considerarlas como manifestaciones de la virtud médica de la justicia.

1. El mandato de no discriminar

En 1948, la Asociación Médica Mundial promulgó su fundamental Declaración de Ginebra. El texto de hace 50 años decía: “no permitiré que consideraciones de religión, nacionalidad, de raza, de partido o de clase social se interpongan entre mi deber y mi paciente”. El paso del tiempo la ha mejorado. El texto vigente hoy, de 1994, dice: “no permitiré que consideraciones de afiliación política, clase social, credo, edad, enfermedad o incapacidad, nacionalidad, origen étnico, raza, sexo u orientación sexual se interpongan entre mis deberes y mi paciente”.

A partir de 1948 y con rara unanimidad, todos los códigos han acogido, más o menos literalmente, ese deber tan humano pero, a veces, tan difícil de cumplir, de abstenerse el médico de toda discriminación ante sus enfermos.

Nos conciernen de modo directo dos de esos criterios de no discriminación:

No permitiré que consideraciones de edad se interpongan entre mis deberes y mi paciente. Así pues, el tener diez, cincuenta o noventa años es un dato éticamente irrelevante: no se puede separar a los enfermos en categorías diferentes de respeto ético vinculadas a la edad. Los seres humanos de todas las edades son igualmente dignos y significativos éticamente.

No permitiré que consideraciones de enfermedad o incapacidad se interpongan entre mis deberes y mi paciente. La demencia puede empobrecer la función cerebral y agostar la capacidad de florecimiento de la personalidad de mi paciente, pero ninguna enfermedad o incapacidad, pueden crear en mí repugnancia ética o mermar el respeto ético que a él le debo.

El médico que vive la virtud de la justicia aspira a tratar a todos sus pacientes según un principio de equidad, que es independiente de la edad que tiene o de la enfermedad que padece. Más aún, tiene el convencimiento, a la vez teórico y operativo, de que el cuidado de todos, incluidas las víctimas de la demencia de Alzheimer, es parte de lo que la sociedad exige al médico, de lo que el médico ha de contribuir a la construcción de una comunidad justa y libre de discriminaciones. Esto significa que el médico ha de tener y de manifestar el mismo interés por un Alzheimer que por un niño, que ha de explorar tan diligentemente al uno como al otro, que no puede dejarse llevar de la inhibición, del desaliento, del pesimismo que tan fácilmente evoca la combinación de senilidad y demencia. Así pues, deontológicamente todos los seres humanos son igualmente dignos, todos igualmente respetables. A cada uno ha de dársele lo suyo.

¿Qué pasa cuando el médico excluye a un paciente de Alzheimer de un tratamiento? Pueden pasar varias cosas. Puede el médico incurrir en una cruda injusticia, si niega la intervención por el mero hecho de que el paciente es un anciano demente. Esa injusticia ocurre cuando el médico no se interesa o no trata a un paciente de Alzheimer con una neumonía causada por gérmenes sensibles a un antibiótico disponible. Pero no es injusto y obra con corrección deontológica cuando omite una intervención, no porque desprecie al paciente y le tenga por indigno de ella, sino porque, por razones biológicas serias, sabe que tal intervención es inútil. Pues no desconoce que el hombre o la mujer, el niño o el anciano, siendo éticamente igual de dignos, son biológicamente diferentes. Como bien dice el Código de Ética Médica de la Asociación Médica Americana, la edad y, para nuestro caso, la enfermedad de Alzheimer pueden actuar como criterios para hacer juicios sobre la indicación terapéutica. Pero hay que cuidar mucho de que esos criterios sean genuinamente médicos. Si son criterios no-médicos que crean una desigualdad de oportunidades médicamente no justificada, entonces son instrumento inaceptable de la injusticia y la discriminación.

Pero la justicia médica no consiste sólo en justicia distributiva, en ecuanimidad terapéutica. Hay en la vocación médica, en la ética médica, un segundo elemento esencial que impone, más allá de la justicia, una especie de opción preferencial por los más débiles: el deber de cuidarlos con especial dedicación y esmero. Dice con mucha valentía ética el artículo 34 del Código Deontológico de la Enfermería Española: “En el establecimiento de programas de promoción de la salud y en el reparto de los recursos disponibles, la Enfermera se guiará por el principio de justicia social de dar más al más necesitado”. Y concluye con intrepidez: “Los conceptos de justicia social son algo más que paternalismo”.

2. La proporcionalidad entre respeto ético y debilidad humana

No somos capaces, de momento, de prevenir ni de curar la enfermedad de Alzheimer, pero podemos aliviarla. Es, por tanto y de momento, mucho más asunto de la medicina paliativa, que de la curativa.

La pregunta inevitable dice: ¿cómo justificar éticamente una medicina que no cura y que, en ocasiones, ante el Alzheimer avanzado, nos deja en la duda de que consuele o alivie? ¿Cómo justificar una medicina que muchas veces va dirigida, tanto o más que a tratar al paciente, a dar apoyo moral a quienes cuidan de él?

Curiosamente, los códigos de ética médica de 29 de los 40 países estudiados imponen taxativamente la medicina paliativa como una obligación inexcusable. Son los códigos más modernos, los de quince años para acá. En los restantes casos, es decir, en los códigos más antiguos, se establece el deber de no abandonar al paciente. Sólo el código de la Real Sociedad Holandesa de Médicos se abstiene de referirse a la asistencia al paciente incurable.

La medicina de paliación y consuelo emerge, a mi modo de ver, de un componente básico de la ética del médico: el respeto y el cuidado típicamente médico por la debilidad humana extrema. El médico no puede desentenderse de las víctimas de la enfermedad incurable, del enfermo desahuciado. En cierto modo, ha pasado ya el tiempo en que se podía decir: Ya no hay nada que hacer.

La razón es patente: la Medicina y el médico están para los débiles. Es esta una idea madre, un principio fecundo, que está tanto en la raíz antropológica de la Medicina, como en el impulso para, y en el avance de, la ciencia médica. La presencia de los débiles ha sido el impulso permanente para despertar en muchos la vocación profesional de médico o de enfermera; es el estímulo social que empuja a tratar de mejorar la asistencia que prestamos; será cada vez más el acicate que mueve a investigar las causas y los remedios de la enfermedad.

En la tradición deontológica cristiana —no se puede decir hipocrática, pues el respeto y cuidado del incurable era algo totalmente extraño a la medicina precristiana— ser débil es título suficiente para recibir protección y respeto. La relación médico/paciente-incurable presupone el reconocimiento de la fragilidad esencial del hombre: del deterioro del cuerpo, de los síntomas que humillan, de la situación de total dependencia, de lo inevitable y próximo de la muerte (o, a veces y paradójicamte, de su lejanía a veces exasperante).

Ante el enfermo de Alzheimer hay que resolver un enigma: el de descubrir y reconocer, bajo una apariencia tan empobrecida y debilitada, todo el valor de un ser humano. La demencia eclipsa la dignidad precedente del hombre o la mujer que es su víctima. Y destruye también el proyecto de ancianidad noble con que cada uno de nosotros sueña.

El paciente de Alzheimer reclama del médico y de los allegados una relación interpersonal específica, que incluye tanto el cuidado técnico como, sobre todo, la presencia humana. Hay una expresión, res sacra miser, que expresa de modo magnífico lo especial del hombre en esta situación, pues traduce de maravilla la coexistencia de lo sagrado y digno de todo ser humano con la miseria causada por el deterioro psíquico y orgánico. Esa feliz expresión nos descubre al paciente como a alguien investido simultáneamente de nobleza y de indigencia, como a alguien que es inviolable, pero para cuyos males no tenemos otro remedio que la paliación y el acompañamiento.

Este es, en mi opinión, el fundamento ético de los cuidados paliativos, nunca inútiles, nunca injustificados económicamente. Hay en Medicina una proporcionalidad éticamente vinculante entre debilidad y deber de cuidar: a mayor debilidad, mayor deber. Lo expresó magníficamente el Comité Consultivo para la Ética de las Ciencias de la Vida y la Salud, de Francia, cuando, en 1986, en su Informe sobre las experimentaciones sobre enfermos en estado vegetativo crónico, dijo, en contra de la opinión de algunos, que “esos pacientes son seres humanos que tienen tanto más derecho al respeto debido a la persona humana cuanto que se encuentran en un estado de extrema fragilidad”.

Paso a tratar del tercer punto:

3. El canon de la conformidad terapéutica

La demencia es algo mucho más grave que los trastornos celulares, orgánicos y psíquicos en que se manifiesta. Por encima de todo eso, es una crisis de humanidad, una crisis definitiva que pone a prueba a la Medicina y a los médicos. El Alzheimer pone a prueba la ética médica, como lo demuestra, por una parte, la racionalización utilitarista del abandono del paciente.

Cierta ética utilitarista rechaza la sacralidad del enfermo incurable. En los pacientes de Alzheimer sólo ve su balance económico negativo, su inutilidad perturbadora. Es ciego para su dignidad humana, real aunque eclipsada, durante ese ocaso, largo y penosamente estéril, de la vida. La muerte eutanásica se presenta al utilitarista como la solución ideal, digna y compasiva, eficiente y pulcra, tanto para la precariedad y dependencia del paciente, como para la solicitud estéril y sin salida de los cuidadores.

Junto al peligro del abandono, está el del celo terapéutico. Éste rechaza la incurabilidad del enfermo desahuciado. Saliéndose de la vía recta del ensayo clínico, ejercita un activismo exasperado, voluntarista, ciego tanto al hecho palmario de la ruina biológica del paciente, como a los imperativos de la experimentación biomédica. Si respetar la vida significa aceptarla en su limitación y en su finitud, la obstinación testaruda es, en el fondo, una falta de respeto a las personas, un abuso caprichoso del título profesional.

Las posturas abandonista y encarnizada coinciden en dos cosas: en no comprender el valor de las intervenciones paliativas, y en ser refractarias a la esperanza de la investigación científica.

El médico necesita una especie de visión binocular que le permita integrar y superponer la imagen de precariedad biológica de un sistema lesionado más allá de toda posibilidad de arreglo, con la de un ser humano al que no se puede abandonar, al que hay que respetar y cuidar hasta el final. Esa doble visión es necesaria en el médico, pues lo exige su doble condición de cuidador de los hombres y de cultivador de la ciencia natural.

Pero la medicina no puede resignarse. Puede perder las batallas de unas vidas para las que no encuentra todavía el remedio sintomático, pero ganará la guerra de la medicina paliativa. Siempre se ha sentido estimulada por la presencia del sufrimiento para tratar de esclarecer las causas y mecanismos de la enfermedad y encontrarle remedio. La extensa demografía de la demencia de Alzheimer y la intensidad humana de la minusvalía que causa están promoviendo esfuerzos de investigación que han empezado ya a dar fruto. Está cada día más claro que es urgente para los enfermos que la sufren, y prioritario para la sociedad, desarrollar una política de investigación que, respetando la libertad de los investigadores, trate de ir por derecho a esclarecer los aspectos biológicos, preventivos, terapéuticos y humanitarios de la enfermedad y de los enfermos de Alzheimer. Aquí tiene la ética mucho que hacer, porque el paciente de Alzheimer, en cuanto sujeto de experimentación, nos obliga a revisar cuestiones medulares de la ética biomédica: hay que desarrollar mecanismos más seguros y, a la vez, más eficaces de sustitución del consentimiento informado, que nunca podrán prescindir de la rectitud ni de la responsabilidad del equipo investigador. De estas y otras cosas podremos tratar en el debate.

Muchas gracias.

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