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La protección de la debilidad. Un valor ético fundamental en medicina

Gonzalo Herranz. Grupo de Trabajo de Bioética, Universidad de Navarra
Ponencia en la International Right to Life Federation pro-life Conference
Palma de Mallorca, 12 a 14 de febrero, 1988

Quiero lo primero dar las gracias a la Federación Internacional Derecho a la Vida, a la Federación Española de Asociaciones ProVida y a Mallorca ProVida por haberme invitado a participar en esta Reunión. Que mi gratitud es sincera es obvio, pues pasar unas horas junto a tan buenos amigos como Aznar, Casini, Dorenbos, Ferragut, Schepens, Sherwin, la Dra Voltas y Willke es un regalo extraordinario. Gracias.

Introducción

Mi charla de hoy quiere ser una llamada de atención ante el peligro creciente que en nuestra sociedad contemporánea están corriendo los débiles. Se ha dicho que el elemento más fecundo y positivo, tanto del progreso de la sociedad como de la educación de cada ser humano, consiste en comprender que los débiles son muy importantes. Los momentos más brillantes de la historia son aquellos en los que los hombres se empeñaron en poner en práctica la generosa convicción de que todos somos maravillosamente iguales, irrepetibles, dotados de una dignidad singular. No es fácil vivir esta doctrina, que siempre ha encontrado resistencia a ser aceptada. Pero, por desgracia, asistimos en nuestros días a un rápido deterioro de lo que ha costado tantos siglos conquistar y afirmar. Hoy y en muchas partes, los débiles llevan las de perder. Ser débil era en la tradición deontológica médica título suficiente para hacerse acreedor a una protección privilegiada; ahora, en el ambiente enrarecido de la nueva ética libertaria e individualista, puede ser el estigma que marca para la destrucción programada.

Estamos reunidos aquí porque en el tiempo presente muchos médicos, traicionando su vocación de protectores de la vida humana, tratan de racionalizar la eliminación de los débiles por medio de formas cada vez más sofisticadas de aborto o con sistemas racionalizados de aplicar las distintas formas de eutanasia a distintos tipos de ancianos o deficientes.

A esa fría pasión destructora, hemos de oponer el mensaje del respeto a la vida y, más específicamente, a la vida debilitada, como valor ético fundamental en Medicina. Ese es el objeto de mi charla. Trataré primero de mostrarles cómo en Medicina respetar la vida está unido de forma indisoluble a la aceptación de la vulnerabilidad esencial del hombre, a su fragilidad. Pasaré a continuación a mostrar algunos ejemplos de cómo es escarnecido, en la Medicina del presente, el respeto a los débiles. Y concluiré con algunas consideraciones sobre cómo reconstruir el respeto médico a los débiles.

El respeto médico es un respeto al ser humano débil

Hoy se habla mucho del respeto como elemento nuclear de la Ética biomédica. Si se revisan los documentos en los que ha ido cristalizando la Deontología médica posterior a la Declaración de Ginebra, se descubre fácilmente que al respeto se le asigna una posición central en la conducta moral del médico. En Códigos y Declaraciones se habla una y otra vez de él: de respetar los secretos confiados al médico con ocasión de su encuentro con los pacientes; se habla de manifestar el máximo respeto hacia la vida humana desde el momento de la concepción y de respetar la integridad personal del enfermo. Incluso se habla del respeto a los maestros.

¿En qué consiste ese respeto ético impuesto por la deontología profesional del médico? Aunque es mucho, y bastante dispar, lo que después de Kant se ha dicho sobre el respeto en Ética filosófica, para simplificar las cosas y como punto de partida, podemos aceptar que el respeto más congruente con el Ethos de la Medicina es una actitud moral básica del médico que percibe, integra y responde a los valores morales encerrados en las personas y en sus circunstancias. La abundancia y la calidad de la vida moral del médico depende de su capacidad de percibir valores éticos, pero sólo el médico que cultiva el respeto tiene su sensibilidad y su juicio moral suficientemente afinados. Por el contrario, la carencia de respeto nos vuelve rudos o ciegos para los problemas éticos de la Medicina. Además, el respeto nos impide deformar la realidad y hacer cálculos caprichosos acerca de lo que valen los demás: nos cura de la tentación de manipular y dominar a los pacientes. El respeto, por último, nos permite responder con acciones proporcionadas a las exigencias éticas de los enfermos, no porque ellos puedan imponernos tales respuestas por la fuerza, sino porque el médico respetuoso se inclina con toda dignidad ante el valor que reconoce en los otros, en un gesto pleno de inteligencia y profesionalidad. En la tradición hipocrática, el respeto es de naturaleza puramente ética y nada o muy poco tiene que ver con la legalista sumisión ante la autonomía del paciente de la que hoy se escribe tanto.

El genuino respeto a la vida humana impulsa al médico, en primer lugar, a ser experto en percibirla bajo las pleomórficas apariencias en que se le presenta, a descubrirla en el sano y en el enfermo, en el anciano y el paciente terminal lo mismo que en el niño, en el embrión no menos que en el adulto en la cumbre de su plenitud. En todos los casos, tiene delante vidas humanas, disfrutadas por seres humanos, todos los cuales son, con independencia de sus derechos legales, suprema e igualmente valiosos. Lo que a esos seres humanos les pueda faltar de tamaño, de riqueza intelectual, de hermosura, de plenitud física, todo eso, incluidas todas sus deficiencias y minusvalías, es suplido por el médico con su respeto.

Esta es una constante del trabajo del médico. Este no tiene que vérselas con los sanos. A él van los enfermos, los disminuidos, los que viven la crisis temerosa de estar perdiendo su vigor, sus facultades o su vida. El médico está siempre rodeado de dolor, de deficiencia, de incapacidad. Su respeto a la vida es respeto a la vida doliente. Lo suyo propiamente es ser curador y protector de la debilidad.

Esta idea está bien clara para el médico que sigue la tradición hipocrática. El respeto a todos los pacientes sin distinción fue incluido en la Declaración de Ginebra justamente en una cláusula de inagotable contenido ético: la que consagra el principio de no-discriminación, en virtud del cual el médico no puede permitir que su servicio al paciente pueda verse interferido por consideraciones de credo, raza, condición social, sexo, edad o convicciones políticas de sus pacientes, y se compromete a prestar a todos ellos por igual una asistencia competente.

Pero la realidad parece desmentir que los médicos estén dispuestos a cumplir un mandamiento tan elevado, pues no son pocos los que lo quebrantan con cinismo o lo consideran de una altura moral inasequible. Por eso, conviene insistir en que la prohibición de discriminar es un precepto absoluto, que incluye a todos los seres humanos sin excepción. Dicho de otro modo, el derecho a la vida y a la salud es el mismo para todos, es poseído por el simple hecho de ser hombre. El médico no discrimina. No se somete al hombre fuerte porque éste tenga poder para exigir su derecho a ser respetado, o se desentiende del hombre débil porque carece de fuerza y de derechos. A todos atiende y sirve por igual, no porque sea un activista del igualitarismo político o social, sino porque renuncia, ante la fragilidad que en todos, ricos y pobres, crea la enfermedad, a sacar ventaja de su posición de poder ante ellos.

Para quienes luchamos por el respeto a la vida, la letra y el espíritu de las Declaraciones de derechos humanos y de las Cartas de derechos de los enfermos están claros y no admiten atenuaciones. Consideramos inética la conducta de aquellos médicos que seleccionan a sus pacientes, que discriminan entre ellos, que aceptan a unos y rechazan a otros, que a unos cuidan y a otros abandonan. La tradición ética admite, sin embargo, no excepciones, sino prioridades dentro de la regla de no discriminar. Una, por ejemplo, es la creada por la situación de urgencia. El médico ha de atender antes al caso urgente, al más necesitado de ayuda. Pero esa es una razón técnica, pues en cuanto a la estimación de su dignidad, todos los pacientes son igualmente dignos. Otra es la que ordena a los pacientes según una escala de debilidad, para prestar un cuidado más atento y solícito al que aparece más gravemente dañado por la enfermedad.

Hoy el aprecio por la debilidad pasa por un momento bajo. La profesión médica, nacida precisamente como respuesta llena de humanidad ante la vulnerabilidad del hombre, parece desinteresarse del dolor y la minusvalía de los débiles y se deja arrastrar a la alianza con los poderosos.

El desprecio de los débiles

Muchos médicos han decidido aliarse con los poderosos y han dejado de respetar a todos por igual. Para justificar su conducta poco respetuosa, necesitan disfrazarla de respetabilidad. Hace ya más de ochenta años, Chesterton escribía con su sagacidad característica que, en el mundo moderno, la Ciencia sirve para muchas cosas, pero una de las principales es proporcionar palabras largas para cubrir los errores de los ricos. Esas palabras largas -Chesterton ponía el ejemplo de que si es un rico el que roba no es un ladrón, sino una víctima de la cleptomanía- esas palabras largas tienen una apariencia respetable. Son palabras que todos conocemos, tales como calidad de vida, salud para todos o imperativo tecnológico, todas biensonantes, modernas, de noble cuna académica, hasta que se descubre que están sirviendo de tapadera a negocios inhumanos.

La aplicación radical del concepto de calidad de vida lleva, por ejemplo, a la desesperada conclusión de que hay vidas carentes de calidad y tan sobrecargadas de debilidad, que no merecen la pena de ser vividas y, en consecuencia, han de eliminarse.

La noción de salud como estado de perfecto bienestar físico, psíquico y social al que todos deben aspirar lleva a considerar como un fracaso el vivir con limitaciones, que es la única salud verdadera y real alcanzable en este mundo. En consecuencia, las deficiencias irreversibles, los trastornos irreparables convierten a los débiles en chatarra humana, cuya reparación es un despilfarro inútil y cuya aparición hay que impedir a toda costa. Así se abre camino a la eutanasia de los deficientes.

El imperativo tecnológico se está erigiendo en un fin en sí mismo, aunque las aplicaciones de las técnicas nuevas sirvan a veces sólo para humillar o destruir seres humanos.

Son muchos los médicos que se han puesto al servicio de los poderosos para perjuicio de los débiles. Se han aliado con los padres fértiles para eliminar mediante el aborto o el infanticidio neonatal a los hijos deficientes o con la moderna e incurable debilidad de no ser deseados. Se han aliado con los padres infértiles para crearles un hijo ardientemente deseado mediante las técnicas de reproducción asistida. No importa que el precio sea una hecatombe de hermanitos embrionarios, sacrificados como si no tuvieran un destino personal en el Cosmos. Esterilizan a las muchachas deficientes para expropiarlas forzosamente de la posibilidad de ser madres, la más noble capacidad humana que todavía retenían y reducirlas así a la condición de objetos sexuales a disposición del primer agresor. En conclusión: algunos médicos se han convertido en agentes al servicio de los fuertes para expropiar a los débiles de su resto de dignidad humana.

Veamos en tres ejemplos significativos cómo actúan estos médicos.

El primero nos alerta ante el riesgo de que, bajo la apariencia de un proyecto biomédico de vanguardia, los trasplantes de células y órganos embriofetales, se oculta un retroceso a una nueva forma de canibalismo. La cosa empezó al ver los efectos producidos por ciertas neuronas fetales implantadas en el cerebro de ratas seniles: los viejos animales parecían recordar mejor y aprender más rápidamente. ¡Eso abre el camino para tratar a millones de ancianos con demencia senil! Otras neuronas fetales son capaces de reconectar los cabos del nervio óptico seccionado: exagerando mucho la cosa, se dijo que así se podrá devolver la vista a algunos ciegos. Para tratar ciertas enfermedades de la sangre, es más ventajoso inmunológicamente trasplantar tejido hematopoyético del hígado fetal que trasplantar médula ósea de adulto. Se nos asegura que los tejidos embriofetales remediarán muchas enfermedades y serán más importantes en Medicina que los antibióticos o los psicofármacos.

Ante tantas promesas, los embriones y fetos humanos son vistos por algunos como prometedores bancos de tejidos y órganos para trasplante, pero muy pocos se han preguntado por las consecuencias éticas de la explotación utilitarista de esos seres humanos. Las nuevas aplicaciones exigen una alta calidad para los materiales que emplea. No se trata simplemente de revolver en el cubo donde se echan los fetos abortados y escoger los de mejor apariencia para aprovechar sus células o sus extractos. Se necesita material vivo e intacto procedente de neonatos inservibles o rechazados. De momento, les está tocando el turno a los anencéfalos. Los que hasta hace poco eran tenidos por los candidatos más cualificados para el aborto de tercer trimestre, son ahora cuidadosamente dados a luz y trasladados directamente de la sala de partos al quirófano -como carecen de cerebro, no hace falta anestesiarlos-, para proceder a su desguace en vivo y extraerles el hígado, el corazón y los riñones. No hay otro remedio que proceder así, pues, aunque parezca cruel, no conviene esperar a que mueran, ya que su agonía más o menos larga reduciría la calidad de los órganos.

Pero, de todas formas, anencéfalos hay muy pocos. Por eso, se proyecta ahora concebir fetos para abortarlos. Así se hará posible producir fetos a la medida, que tienen ventajas innegables sobre los fetos a granel que ofrecen los fetos abortados en una clínica cualquiera. Una noticia, publicada el pasado agosto en el Wall Street Journal, decía: “Una mujer, cuyo padre padece de insuficiencia renal, ha pedido ser inseminada artificialmente con el semen paterno para abortar el feto en el tercer trimestre y donar los riñones de éste a su padre. Los médicos creen que la compatibilidad de los tejidos sería casi perfecta”.

Vemos cómo el imperativo tecnológico transforma a algunos científicos en dioses menores. Amplifica su poder y, con él, su capacidad de error moral. Los exalta hasta colocarlos entre los habitantes del Olimpo pagano, pero les asigna un puesto de Saturno, que obtenía su fuerza devorando a sus propios hijos.

El segundo ejemplo nos es, por desgracia, más familiar. Nuestro Secretario ejecutivo, William Sherwin nos ha invitado a intervenir enérgicamente en el tema. La Mifepristona, la “RU 486”, no es solo un arma química que aniquila al embrión humano, como la ha denominado acertadamente Philippe Schepens, ni solo un teratógeno o un fármaco con efectos indeseados sobre la salud física de la mujer, ni una forma de aborto que reduce casi a cero el trauma psicológico de pasar por un quirófano. El aborto inducido con Mifepristona además de matar al embrión, le profana, le degrada a la condición negativa de producto de desecho y le homologa con la materia fecal. Del mismo modo que un laxante es capaz de aligerar de su contenido al intestino perezoso, la nueva píldora permitirá liberar al útero gestante del embrión que crece en él. Desconectado de la madre por un eficiente mecanismo de competitividad molecular entre antihormona y hormona y exprimido fuera del útero gracias a la acción de una prostaglandina, el embrión termina su breve existencia en la red de alcantarillado. De este modo, la transmisión de la vida humana, esa suprema participación del poder creador de Dios por la que el hombre es hecho capaz de concrear otros hombres, queda convertida en una operación banal, del mismo rango fisiológico, psicológico y moral que la micción o la defecación. No soy capaz de decidir cuál de las dos afrentas de la RU 486 es mayor: si la aniquilación del embrión o la degradación de la maternidad.

El tercer ejemplo quiere mostrar cómo la obsesión por aplicar los avances de la ciencia provoca en algunos médicos una intolerancia adquirida a la debilidad. El diagnóstico prenatal se está convirtiendo, gracias al cribado de los débiles, en un concurso de tiro sobre blanco movible, donde impera la regla de “apunta y dispara”. Esto se demuestra con claridad en el caso del diagnóstico prenatal del albinismo. Gracias a ingeniosos procedimientos de Genética bioquímica estamos conociendo cada día mejor las diferentes variedades de este trastorno. Al mismo tiempo, no dejan de mejorar los procedimientos, no menos ingeniosos, que permiten a los albinos adaptarse a su deficiencia, de modo que puedan llevar una vida normal y trabajar en empleos normales. Cierto que no podrán nunca descollar en ciertas actividades, pero parece que gracias, entre otras cosas, a su uso superior de la memoria, pueden alcanzar niveles sociales y económicos más altos que sus hermanos normalmente pigmentados. Pues bien, se ha puesto a punto un método para el diagnóstico prenatal del albinismo. Algunos genetistas clínicos no se resignan a que la nueva técnica se quede fuera de la panoplia del aborto eugénico. Y ya que es improbable que en los países occidentales de clima templado se llegue a aceptar la eliminación selectiva de los albinos, ofrecen el nuevo procedimiento a los países tropicales, donde los problemas socioculturales, oculares y cutáneos de los albinos se les antojan incompatibles con la dignidad debida a una vida humana.

La eliminación de los débiles parece haberse constituido en pasión dominante de algunos científicos. Creo que con la misma tenacidad debemos nosotros difundir nuestro mensaje de respeto a la debilidad.

La reconstrucción del respeto a los débiles: un programa para estudio

Es evidente que a los débiles tienen pocos amigos verdaderos y eso puede deberse a que hoy se reflexiona y se escribe muy poco sobre la dignidad de los débiles. Quizá sean muy pocas en el mundo las Escuelas de Medicina que dedican al menos una hora lectiva en algún rincón del currículum, a enseñar el significado ético de la debilidad. Interesa, por ello, desarrollar la teoría y la práctica del respeto a la debilidad, recoger ideas y experiencias sobre este tema y preparar, desde la perspectiva pro-vida, un paquete didáctico para enseñar a nuestros estudiantes y jóvenes graduados el respeto por la debilidad. Creo que será un instrumento educativo muy interesante y valioso.

Hay que explicar y enriquecer, por ejemplo, la doctrina contenida en Códigos y Declaraciones. Veamos un ejemplo. No parece muy oportuno, dicho sea entre paréntesis, invocar hoy y aquí la autoridad moral del Comité consultivo nacional francés para las ciencias de la vida y de la salud. William Sherwin nos ha pedido que escribamos al Presidente del Comité, el Profesor Jean Bernard, para reprocharle su desdichada decisión del Comité sobre la RU 486. Pues bien: en llamativo contraste con esa censurable Declaración, el Comité publicó en marzo de 1986 otra acerca de los experimentos sobre pacientes en estado vegetativo crónico. En ella, el Comité consultivo francés hace una firme defensa de los seres humanos enfermos y concede a su debilidad un alto valor ético. Dice entre otras cosas: “Los pacientes en estado de coma vegetativo crónico son seres humanos que tienen tanto más derecho al respeto debido a la persona humana cuanto que se encuentran en un estado de gran fragilidad. No podrán ser usados como un medio para el progreso científico, cualquiera que sea el interés o la importancia del experimento que no tenga por objeto el mejoramiento de su estado”. Está aquí expresado con precisión el concepto de la relación proporcional directa entre debilidad y respeto: a mayor debilidad en su paciente, el médico ha de responder con mayor dedicación, con asistencia más cuidadosa.

Otro campo que hay que explorar, para probarlo todo y retener lo bueno, es el de la literatura de la minusvalía. Se han publicado últimamente, además de estudios duramente críticos sobre la marginación social de los minusválidos, un buen número de relatos testimoniales que tienen por protagonista al desaventajado físico, al enfermo terminal o a quienes cuidan de ellos. Algunas de esas biografías o autobiografías son como epopeyas de la fuerza de voluntad o cantos a las virtudes musculares, que han permitido a los héroes o heroínas heridos por la enfermedad triunfar sobre su propia debilidad a pesar de ella y contra ella; negándola, no haciéndola parte de su personalidad. No es siempre consoladora y generadora de esperanza esa literatura de superhombres. Pero no faltan narraciones verdaderamente humanas que cuentan, viven y salen adelante con sus limitaciones hombres y mujeres normales, de edad y nivel cultural diferentes, que han aprendido a vencer con ingenio, buen humor y ganas de vivir las dificultades cotidianas de la existencia deficiente, que revelan la cara amable y familiar de la debilidad. Después de leer esos escritos, uno queda todavía más firmemente convencido de que el mundo quedaría empobrecido en humanidad y compasión si de él desaparecieran nuestros hermanos más débiles.

Hace falta, por último, ofrecer una seria justificación filosófica del fenómeno de la fragilidad y de la minusvalía biológica del hombre, cuya presencia en esta vida es absolutamente inevitable y cuya aceptación es la más humana de las aventuras. Por mucho que progresen las técnicas de rehabilitación, por muy generosos que sean los presupuestos para los servicios de salud y prevención, por atenta que pueda ser la respuesta al derecho de todos a la salud, nunca todo eso junto podrá eliminar de la tierra la debilidad ni podrá abolir el sufrimiento, la enfermedad y la muerte. Es ilusorio pensar que el eslogan “Salud para todos” pueda cambiar la condición esencialmente débil y vulnerable del hombre, pues ser hombre equivale a aceptar como inevitable el dolor y la deficiencia. La vida de cada hombre, su destino humano, incluye la capacidad de sufrir y la aceptación de la limitación y el sufrimiento. Ante la inexorabilidad de la debilidad en el mundo, el médico se empeña en reducir el dolor, la angustia y las incapacidades de sus pacientes, a sabiendas de que nunca sabrá bastante para vencer por completo a sus enemigos. Aquí radica el núcleo humano de la Medicina. Tan exigente de ciencia y de competencia es la operación de aplicar las terapéuticas más modernas, casi milagrosas en su eficacia, como la de administrar cuidados paliativos, que requieren muchos conocimientos y el dominio de lo que yo creo que es lo más difícil del arte médico: saber decir a sus enfermos que el hombre está hecho para soportar las heridas que en su cuerpo y en su espíritu ante la enfermedad y el paso de los años, que la aceptación de esas limitaciones es parte del proceso de humanización. No se es verdaderamente humano si no se acepta un cierto grado de flaqueza en uno mismo y en los demás. Eso se nos exige como parte de cumplir con el deber de ser hombre.

Termino ya. Algún día se echarán las cuentas de lo que ha supuesto nuestro tiempo para el desarrollo de la Ciencia, de la Ciencia verdaderamente humana. Lewis Thomas, esa figura tan brillante y paradójica del pensamiento biológico americano, nos ha adelantado una parte reveladora de ese juicio. “Puede juzgarse una sociedad por el modo como trata a sus miembros más desgraciados, a los menos queridos, a los locos. Tal como están las cosas, nosotros vamos a ser tenidos por una cuadrilla bien triste. Ya es hora de enmendar nuestros yerros”.

Eso queremos nosotros: que nuestro mensaje de respeto a la vida suene de mil modos diferentes en los oídos de la gente, para que muchos enmienden sus errores. Con esta charla de hoy he querido decir simplemente esto: que pienso que muchos médicos basarían su conducta sobre el respeto a la vida si nosotros somos capaces de hacerles comprender la riqueza de valores profesionales, éticos y humanos que incluye la protección de la debilidad.

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