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La Biología frente a la Ética y el Derecho. Avances técnicos y reflexión bioética en biomedicina

Gonzalo Herranz, Grupo de Trabajo de Bioética, Universidad de Navarra
Disertación en el acto de presentación del libro coordinado por el Prof. Caballero Harriet
San Sebastián, 1988.

Lógicamente, lo primero que he de hacer es agradecer al Prof. Caballero Harriet su invitación a decir unas palabras en este acto de presentación del libro “La Biología frente a la Ética y el Derecho”, que recopila las conferencias dictadas aquí durante el Curso de Verano del año pasado. Es muy halagador que a uno le confíen esta especie de padrinazgo, que lleva aneja la oportunidad de pasar unas horas en Donostia, gozando de la conversación amistosa y convivial, en la que los de aquí sois maestros.

Mi propósito de esta tarde es muy sencillo. Quiero ayudar a vender el libro, sembrando en la mente de los que me escuchan una idea: que ante la cosa bioética no cabe la neutralidad. Los tópicos de la Bioética de hoy nos conciernen directamente a cada uno. No los podemos eludir, si queremos de verdad llevar una vida moral. Hemos de pensar sinceramente acerca de la significación ética de los avances científicos, en particular sobre los de la Medicina, porque nos tocan muy de cerca. Me parece que no exagero si afirmo que abdica de un deber moral serio quien rehúsa interesarse de modo permanente por las cuestiones bioéticas.

Ya sé que está introducción puede parecer exigente y alarmista. Todos tenemos hacia el progreso científico una lógica predisposición favorable, incluso entusiasta. Nos hace vivir muy bien y nos proporciona constantemente nuevos motivos de asombro: cuando alguien nos muestra un nuevo modelo de ordenador personal, ante cuyas prestaciones casi increíbles hemos de frotarnos los ojos. O cuando leemos algo acerca de la revolución que se prepara gracias a los continuos descubrimientos sobre superconductores, una revolución que quita el sueño por igual a los investigadores y a los capitanes de empresa; o cuando nos hablan del diseño de nuevas vacunas mediante ingeniería genética, tan astutamente aplicada que uno, si no tuviera otras cosas que hacer, podría quedarse sonriendo de admiración horas y horas, sorprendido de cómo el ingenio humano ha sabido buscarle las vueltas a los linfocitos y los está domesticando. Todas estas cosas nos hacen vibrar y sentirnos afortunados de haber nacido a tiempo de presenciarlas. Una de las razones para querer seguir viviendo y perderle el miedo a la vejez es el convencimiento de que, a un paso, a la vuelta de la esquina del tiempo en que vivimos, nos encontraremos con nuevos portentos y maravillas que la ciencia, el hada madrina de nuestra época, habrá hecho brotar con su varita mágica. Son ya muy pocos los que conservan todavía la nostalgia del tiempo pasado. Hace años que no oigo hablar a nadie de las “cosas de antes de la guerra”. Somos una inmensa mayoría los que miramos confiadamente adelante y que vivimos con esa actitud típicamente optimista de esperar que todo irá mejor, que el futuro nos reserva muchas buenaventuras.

Pero también sabemos que hay algunas razones para pensar que no todo es de color rosa. Ese mismo progreso, tan eficaz y sorprendente, nos da algunos sustos. Nos sacuden de vez en cuando noticias que debilitan nuestra habitual y justificada confianza en el progreso científico. Un día nos enteramos de que los neurocirujanos se han puesto en muchos sitios a trasplantar células nerviosas embrionarias en el cerebro de seres humanos, sin que esta decisión tenga una base científica sólidamente comprobada. Los protagonistas de estos avances, los reporteros que los entrevistan y el público general no ocultan su júbilo y no parece afectarles mucho que alguien comunique que las células trasplantadas a un animal de laboratorio han dado origen a masas de tejido que crece de modo incontrolado y que amenazan muy en serio la vida del receptor. Otro día, nos enteramos de que, ante la necesidad de hacer lo que sea para aliviar la angustia causada por la evolución fatal del SIDA, algunos gobiernos o agencias públicas han derogado los requisitos de seguridad que se exigen a los medicamentos o vacunas antes de ser administrados al hombre, con lo que se incurre en riesgos que no han podido ser calculados. Noticias como estas pueden leerse cada semana en las revistas científicas. Y los periódicos que todos leemos nos hablan también de la inseguridad de ciertos tipos de centrales nucleares, o de la contaminación de los alimentos por aditivos y conservadores que dañan nuestras células o causan cáncer, o de las críticas que, desde sectores ecologistas, nos recuerdan que los problemas de degradación del medio siguen como la sombra al cuerpo a toda utilización más activa de los recursos naturales.

Hay, en todo esto, en los beneficios incalculables y en los riesgos inevitables, motivos suficientes para un interés permanente y también para una razonable inquietud. Por eso, quisiera esta tarde invitar a todos a asumir ante el progreso biomédico una actitud no recelosa, pero sí serena y crítica.

La razón es ésta:  La Biomedicina se ha hecho increíblemente poderosa. Los médicos disponen hoy de un poder del que no estamos del todo advertidos. No me refiero sólo a los médicos que trabajan en los centros mundialmente famosos, donde se aplican las tecnologías mas arriesgadas y audaces. Aquí y ahora, en cualquier consulta de médico rural, en cualquier ambulatorio de la Seguridad Social, en cualquier servicio de urgencias, los médicos disponen de un poder fabuloso.

Es curiosa la propensión que tenemos a pensar que la Bioética tiene que ver sólo con lo espectacular e innovador, con lo que nos cuentan la televisión y la prensa sedientas de sensacionalismo cuando nos hablan de la magia de los trasplantes, o de la capacidad de los médicos de producir seres humanos en el laboratorio para destinarlos a vivir, para sacrificarlos en aras de la investigación o para seleccionarlos mediante la aplicación de sondas génicas. Pero no nos hablan de que un médico de ambulatorio que atiende a un simulador puede actuar de modos muy diferentes: puede soltarle una filípica y humillarle, despidiéndole con cajas destempladas, porque piensa que eso es todo lo que se merece un parásito social; puede seguirle la corriente y ordenar su ingreso en el hospital, pues está convencido de que ante esos desdichados no cabe otra actitud que la de hacerse cómplice de su debilidad, ya que es inútil querer curarlos; o puede, finalmente, interesarse por las causas personales, familiares o sociales de la conducta atípica del simulador y, con una paciencia infinita movilizar los recursos médicos y extramédicos para tratar de ponerles remedio. Está claro: el médico puede mucho. No hace falta pensar mucho para imaginar cuán diferentes tipos de sociedad resultarían de aplicar sistemáticamente la conducta de estos tres médicos, cuán diferente el coraje moral de los hombres.

La consulta de un médico, la de cualquier médico, es un lugar donde se toman decisiones de enorme envergadura personal, donde a los seres humanos se les puede aupar para que asuman sus responsabilidades o se les puede entumecer la conciencia por medio de los psicofármacos, capaces de apagar la ansiedad y las emociones demasiado vivas a costa de reducir a un nivel casi vegetativo la vida interior.

El poder del médico se acrecienta con el progreso, pero el progreso en sí mismo, y a pesar de su nombre, es ambiguo. ¿Por qué es ambiguo lo que llamamos progreso? El año pasado, en un Congreso médico celebrado en un país escandinavo, un teólogo luterano fue invitado a ofrecer a los neurocirujanos asistentes unas consideraciones éticas sobre el tratamiento prenatal de los fetos con anomalías del desarrollo del sistema nervioso. Empezó su conferencia recordando unas palabras pronunciadas por el Presidente Kennedy: “Si alguien pregunta por qué queremos ir a la luna, la respuesta es sencilla: porque podemos. No hace falta ninguna otra”. Estas palabras, a los ojos de nuestro teólogo, representan la culminación de un proceso iniciado 300 años antes, cuando Francis Bacon declaró que, gracias a la nueva lógica, la razón humana alcanzaba su mayoría de edad. La razón quedaba emancipada para emprender por propia cuenta el mejoramiento del mundo y el despliegue de su poder sobre la naturaleza. Para Bacon, la caída de Adán había supuesto la pérdida tanto de su estado de inocencia original como de su dominio sobre la creación. La vida de la humanidad desde entonces, pensaba el canciller de Jacobo I de Inglaterra, es la historia de los intentos de reparar esas dos tremendas pérdidas: la de la inocencia mediante la religión, la del dominio del mundo con la ayuda de las ciencias y los oficios.

Pero las optimistas previsiones de Bacon han resultado fallidas. Hay sobradas pruebas de ello: basta con considerar la subordinación de la Ciencia a los poderosos de este mundo, cómo la Ciencia ha puesto en manos de unos pocos un inmenso poder, por ejemplo, de la energía nuclear. No está lo malo en que los científicos hayan logrado la liberación de la energía atómica. Lo preocupante es que hayan cooperado a un plan que ha hecho que sean sólo unos pocos los dueños de la situación. Y aunque en estos días esos pocos están dando señales de buena voluntad y hayan acordado desmantelar parte del arsenal nuclear, sigue siendo cierto que la inmensa mayoría de la gente prefiere, para vivir tranquila, olvidarse de la magnitud de la amenaza del holocausto nuclear que pesa sobre todos nosotros. La Ciencia se ha hecho cómplice de los poderosos y, con ello, está en riesgo constante de traicionar su vocación de inocencia.

A mi modo de ver, para dar una explicación de la ceguera del progreso científico para los valores morales podemos partir de la frase de Bacon citada antes. Él habla de la doble pérdida del Paraíso: el extravío de la inocencia y la amisión del dominio sobre la naturaleza. Cada una tiene su remedio específico: una, la religión y la otra, la ciencia. Pero es evidente que Bacon y los que le sucedieron en el cultivo y aplicación de las ciencias se preocuparon casi exclusivamente de recobrar el dominio sobre las cosas. Han estado los científicos tan absorbidos por su trabajo de desmontar, analizar y recombinar, que no les ha quedado tiempo para cooperar en la recuperación de la inocencia. En otras palabras, al descuidar la tarea primordial de aprender a no hacer daño, que eso es lo que quiere decir inocencia, la capacidad de juicio moral de muchos cultivadores de la ciencia se ha atrofiado. Pero, entonces y en proporción directa a ese descuido, la aventura de dominar la naturaleza va dejando de ser una ventaja unívoca y se convierte en algo ambiguo, en un árbol que da frutos dulces y amargos.

No es fácil convencer a colegas muy inteligentes de que las ciencias naturales sin la guía de la Ética van a la deriva, se desplazan sin rumbo, porque es imposible que nadie pueda navegar a ninguna parte si se guía por la proa de su propia embarcación. No son muchos los científicos que se preguntan con insistencia por el sentido último de las cosas que hacen y que aplican, que se hayan acostumbrado a tener un sincero diálogo interior sobre el significado de sus empresas o que busquen la compañía de quienes puedan infectarles el desasosiego necesario para mantener despierta y fina su conciencia. Son más los que declaran que su credo es la ciencia, pero, al parecer, su fe no es más ilustrada que la del carbonero. Están elemental e ingenuamente persuadidos de que, en el siglo XX, la ciencia ha ganado la partida a la religión en todos los campos en que se han enfrentado. Si se trata de hacer milagros, nos dicen, ahí están tantas enfermedades vencidas; ahí la genuina multiplicación de los panes que es la revolución verde; ahí la maravilla de la informática. Si el propósito de la religión –prosiguen– era reunir a todos los hombres en una comunión y fundirlos en una unidad, ahí están, entre tantos productos del progreso, las agencias de noticias o de viajes que han convertido al mundo en un pañuelo, o la CocaCola o los cientos de millones de telespectadores que tienen ahora mismo los ojos fijos en la pequeña pantalla viendo los partidos del Campeonato Europeo de Fútbol.

Sus argumentos son irrefutables. Y, sin embargo, lo verdaderamente importante es saber si la ciencia es mejor que la religión a la hora de prepararnos para llevar una vida humana, esto es, una vida moral, más intensa y abundante, no relegada al fondo de la mente, sino presente en todas nuestras relaciones con las cosas o con las personas.

Por fortuna, las cosas van cambiando para bien en los últimos años. La Ética –de la mano de los científicos seriamente preocupados por sus responsabilidades morales, y también de algunos teólogos, de algunos filósofos y de algunos juristas– ha conseguido colarse en los laboratorios de las Universidades y en los departamentos de investigación de las Industrias, en los hospitales y en los gabinetes de Sociología, en los Ministerios y en las Fundaciones que financian la investigación.

Pero el diálogo entre unos y otros no parece fácil. Son pocos los científicos y son pocos los teólogos, filósofos y juristas, son pocos en general quienes tienen a flor de piel la preocupación por la discusión de los problemas bioéticos. Veámoslo con un ejemplo recientísimo y revelador.

De vez en cuando, en la última página del British Medical Journal aparece un artículo de la serie Scientifically Speaking que firma Bernard Dixon. En el último que he leído, Dixon comentaba lo ocurrido en un Simposio Internacional celebrado en Zurich sobre Seguridad en Biotecnología. El Simposio reunía a científicos y filósofos para estudiar juntos algunos asuntos de interés público, de esos que suelen escapar con demasiada facilidad a la atención de los expertos de mente estrecha.

El Simposio, en opinión de Dixon, fue un rotundo fracaso. Los filósofos hablaron de filosofía y no consiguieron expresarse en un lenguaje familiar para los biólogos, mientras que éstos hablaron, con la infinita capacidad para los detalles pequeños que les caracteriza, de la contaminación de los biorreactores, de las medidas de seguridad en los laboratorios de experimentación con DNA recombinante y de cosas por el estilo. Pero, al parecer, no se produjo el deseado encuentro de unos con otros ni se llegó al diálogo sobre los aspectos éticos del problema, como era el propósito que había inspirado la reunión. Se refiere Dixon al asombro provocado por la comunicación de un grupo alemán sobre los factores que gobiernan la virulencia de la Escherichia coli. En un trabajo fascinante, han revelado como estos gérmenes, habitantes ordinarios y pacíficos de nuestro organismo y del de muchos otros animales, se vuelven rabiosamente agresivos y causan enfermedades muy serias cuando coinciden ciertos factores de patogenicidad mediados por genes. Los investigadores del grupo de Würzburg revelaron que habían conseguido clonar algunos de esos genes y logrado, además, gracias a las precisas herramientas con que hoy cuentan los biólogos moleculares, convertir en virulentas cepas inocuas de E. coli. La cosa parece funcionar de maravilla.

Este hallazgo abre el camino para que los hombres de laboratorio puedan producir gérmenes terriblemente agresivos e, incluso, añadirles genes productores de toxinas mortíferas. Pues bien, lo que sorprendió a Dixon es que, ante este asombroso, y alarmante, descubrimiento, nadie en Zurich tocó a rebato. No se oyó ni una palabra en el curso de las discusiones del Simposio ni se escribió una línea en las Actas publicadas acerca de las posibles consecuencias de esta investigación para el odioso negocio de la guerra biológica. Nadie allí parecía preocupado por una amenaza, en comparación de la cual son una chapuza de aficionados las bombas cargadas de Yersinia pestis, el agente productor de la peste bubónica, que los laboratorios de guerra biológica prepararon en los años 60.

Este ejemplo nos muestra la disociación alarmante que existe entre la capacidad de dominar la naturaleza que tienen algunos magos de la manipulación genética y su rudimentaria preocupación por recuperar la inocencia, por limitar su capacidad de hacer daño. Este ejemplo muestra, además, cuán frecuente es entre los científicos el olvido, probablemente no intencionado, de los valores éticos.

Dije al principio que el propósito de mis palabras de esta tarde era invitar a todos a interesarnos por las implicaciones éticas de los avances científicos. Es esta una obligación moral, que no puede rehusarse. Sería mucho más cómodo para la gente –y mucho más irresponsable– confiar la solución de los problemas morales a los expertos: que lo mismo que se llama a un fontanero para reparar un grifo estropeado, pudiéramos encargar a los expertos que nos solucionaran los problemas éticos. Pero en Ética no hay expertos. Algunos nos dedicamos a leer y a reflexionar sobre lo que se escribe de historia de nuestras nociones éticas y de su fundamentación filosófica y teológica, o a analizar las soluciones que algunos proponen para tal complicado problema ético o para tal dilema. Pero las decisiones éticas ha de tomarlas cada uno. Mons. Escrivá de Balaguer insistía en que los consejeros espirituales, los expertos en cuestiones morales, deben dar consejos, informar y educar: pero han de respetar la conciencia de sus dirigidos, no pueden usurpar su libertad. “... el consejo –decía– no elimina la responsabilidad personal. Somos nosotros, cada uno, los que hemos de decidir al fin y habremos de dar cuenta a Dios de nuestras decisiones” (Conversaciones, 96). Nadie puede hipotecar su responsabilidad y su capacidad de tomar decisiones morales, fiado ciegamente en el consejo recibido.

Pues bien: lo mismo que en la vida espiritual, pasa en el mundo de la Bioética. Uno no puede transferir su responsabilidad personal a los expertos. Todos, si somos verdaderamente responsables, hemos de pasar por el trance, a veces fuerte, de tomar partido, de decidir los dilemas que se nos presentan. Cada uno ha de ser un agente moral activo en los campos de tensión ética, en los que le afectan directamente y en el diálogo público de las cuestiones en las que día a día se va decidiendo el destino de la humanidad. Por decirlo de otro modo: a la hora de tomar decisiones morales, de hacer juicios éticos, todos somos iguales, todos somos igualmente expertos, todos decisivamente importantes. No vale aquí decir a otro: hazte cargo de mi conciencia y decide por mí.

Esta es mi conclusión: todos debemos interesarnos por los problemas de la Bioética, en particular, por los que conciernen al hombre. Por ello hemos de congratularnos de que en los VI Cursos de Verano, que la Universidad del País Vasco organizó en San Sebastián el año pasado, figurara uno que llevaba por título “La Biología frente a la Ética y el Derecho”. Y gracias a que los Directores del Curso, la Profesora Ochoa Olascoaga y el Profesor Caballero Harriet, han conseguido reunir la mayor parte de las conferencias dictadas en él y han tenido el buen acuerdo de publicarlas, estamos ahora celebrándolo. Estoy seguro de que el esfuerzo que les ha costado ha merecido la pena. Porque es muy poco lo que, entre nosotros y de cosecha propia, se publica de Bioética. Estamos en una fase muy retrasada con respecto a lo que sucede en otros países. Es demasiado pobre y balbuciente la discusión ético-médica entre nosotros. Quizá se deba a que todavía los médicos piensan que eso de justificar racionalmente las decisiones que uno toma es cosa de curas o de filósofos. Quizá muchos se abstienen por temor a que se produzcan violentas situaciones de desacuerdo, porque todavía no somos capaces de practicar el desacuerdo educado. Sean cuales fueren las razones o las carencias de razón, eso hace más meritorio el gesto de Begoña Ochoa y de Fco. Javier Caballero de publicar “La Biología frente a la Ética y el Derecho”.

Les felicito calurosamente. Y mi amistad con ellos me lleva a reprocharles con todo afecto que no hayan incluido una síntesis de las discusiones que siguieron a las conferencias. Recuerdo que las y los estudiantes que participaron en el Curso hicieron preguntas muy atinadas. Hubieran quedado entonces patentes dos cosas: que no falta gente con sensibilidad ética y que quienes participamos en el Curso hicimos también patentes nuestras diferencias de opinión.

Pero, en fin: ahí está el libro, cumpliendo sus buenos oficios. Es, además de una buena fuente de datos, un repositorio de ideas que provocarán adhesiones o desacuerdos. Es también un testimonio de que hoy la Universidad no debe permanecer de espaldas a la Ética biomédica, una muestra esperanzada de que ha llegado el tiempo el tiempo de reavivar esa ocupación tan universitaria de contrastar opiniones, de practicar el diálogo interdisciplinar, sobre los problemas en los que se juegan las más graves decisiones de nuestro futuro.

Muchas gracias a todos.

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