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Clonación humana y ética médica

Gonzalo Herranz, Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
Sesión en Jornada de Bioética, 4 de septiembre de 1999
Departamento de Humanidades Biomédicas, Universidad de Navarra.

Índice

A. Aplicaciones médicas

a1. La esterilidad no salvable por otras técnicas de reproducción asistida

a2. Tratamiento de ciertas enfermedades genéticas

B. Las aplicaciones de las técnicas de transferencia nuclear in vitro

C. La dureza final del debate

Introducción

Se ha debatido de clonación humana hasta la saciedad. La clonación de Dolly cogió de sorpresa a todo el mundo: nadie la esperaba. Pero la reacción fue viva y abundante. Se ha escrito ya demasiado. Se ha dicho casi todo cuanto puede decirse. Pero se ha decidido muy poco.

El debate se ha tenido, sobre todo, a nivel bioético, filosófico, político, teniendo al fondo, como es lógico, al hombre. Pero curiosamente no son muchas las reacciones desde el campo de la ética médica, la ética de las relaciones de los médicos con los enfermos.

En general, los médicos, siguiendo la estela de la AMM, se han limitado a imponer una moratoria. En Hamburgo, la 49 Asamblea, en noviembre 1997, confirmó la resolución del Consejo, de mayo en París, que ante la noticia de Dolly y la posibilidad de aplicar al hombre las técnicas de clonación, lo que plantea graves preocupaciones acerca de la dignidad del ser humano y la protección y seguridad genética, insta a todos los médicos y a todos los investigadores que se abstengan voluntariamente de participar en la clonación de seres humanos hasta que no se hayan contemplado los problemas científicos, éticos y legales por parte de médicos e investigadores y se puedan señalar los límites y controles necesarios.

Todo muy cauto y prudente. Han pasado ya dos años y nada ha cambiado.

El momento de hacer un par de aclaraciones básicas:

  1. Como la ética médica tiene que ver con el ejercicio de la medicina, lo que nos interesa aquí son, en principio, sólo las aplicaciones de las técnicas de clonación pudieran tener en la protección de la salud y en la curación de la enfermedad.

  2. He usado de propósito la expresión “técnicas de clonación”. ¿Por qué? Todos los que hayan seguido de cerca el debate sobre clonación, se han dado cuenta de que, muy pronto, se empezó a distinguir entre técnicas de clonación reproductiva (producir niños clonados) y técnicas de clonación investigacional o terapéutica (lo que ahora se denomina preferentemente técnica de transferencia nuclear). 

Así, hace ya dos años, el Grupo de Asesores sobre las Implicaciones Éticas de la Biotecnología, de la Comisión Europea, en su Opinión sobre los Aspectos éticos de las Técnicas de Clonación, afirma: 1.14. Debe trazarse una clara distinción entre clonación reproductiva que se propone el nacimiento de individuos idénticos [...], y la clonación no-reproductiva, limitada a la fase in-vitro.

Lo significativo de ese uso diferenciado no consiste sólo en servir al propósito técnico de distinguir entre dos territorios, biológicamente diversos, que quedan bien descritos con las denominaciones propuestas o sus variantes. Lo significativo está, sobre todo, en el designio de definir ambos territorios como dos universos éticos, dispares e inconexos: uno, la clonación reproductiva, que recibe una condena casi universal; y otro, la clonación no reproductiva, sobre el que se desea un vivo y empático debate ético a fin de fijar los límites de la experimentación in vitro con clones humanos y desarrollar las prometedoras aplicaciones de esos complejos celulares. 

El problema ético fundamental está lejos de ser claro: el punto de partida para ambos destinos (reproductivo y terapéutico) es el mismo, un clon humano. Una misma realidad biológica y humana parece cobrar significaciones éticas paradójicamente diversas según cual sea la intencionalidad, la subjetividad ética, de quien lo produce o de quien decide su destino. ¿Cómo es posible que una misma entidad biológica pueda ser una cosa y otra distinta a la vez?

¿Cómo se puede justificar que, si le llamamos embrión clónico para reproducción, la respuesta ética se ponga al rojo vivo y provoque un rechazo mayoritario, mientras que si le llamamos embrión clónico no-reproductivo, esa misma entidad se enfría éticamente, se amansa y se convierte en una realidad apetecible? Al parecer, el cultivo in vitro lo transmuta, lo disuelve en un mero agregado celular, sin unidad ni alma, en un repositorio de células madres dispersadas.

Hay que plantearse honestamente si llamando a las cosas con nombres diferentes las cambiamos en su ser, mutamos su realidad según la etiqueta que le adherimos. Ayer, en el telediario, se dio la noticia de un cosechero de La Mancha que marcaba sus vinos con la etiqueta de Rioja. Pero la etiqueta no cambiaba el vino. Lo denunciaron y la Guardia Civil le incautó el vino y las etiquetas. Aquí pasa algo parecido a lo hecho por el cosechero. Con Julieta hay que preguntarse ¿Qué hay en un nombre? No es la primera vez que, en Bioética, hemos de enfrentarnos a esta pregunta.

Como veremos, la cuestión es una distinción importante. Crear un niño clonado es una ofensa a Dios y al hombre, pero, una vez creada, esa criatura tiene toda la dignidad humana y el mismo derecho a la vida que el nieto del Rey. Al menos, no hemos rematado un error con otro. Pero los expertos de las Comisiones de Bioética nos han prohibido rectificar el error: hemos de dejar morir y no permitir que viva. 

Crear un embrión humano clónico para disecarlo en fase de blastocisto, separar el disco embrionario de la vesícula trofoblástica, para subcultivarlo y convertirlo en generador de células troncales es crear un embrión humano con el propósito deliberado de matarlo como ser humano, degradándolo a la condición de mero cultivo celular. Pero los expertos de las Comisiones de Bioética nos dicen que adelante, que por ese camino podemos conseguir verdaderas maravillas.

Pero no conviene adelantar juicios tan fuertes. Tratemos, de momento, a la vista de las aclaraciones precedentes de hacer una lista de posibles aplicaciones médicas de las técnicas de clonación.

A. Por un lado, tenemos las aplicaciones médicas de la clonación reproductiva, mediante transferencia de núcleos de células somáticas. Se la ha propuesto para remediar:

  • a1. la esterilidad no salvable por otras técnicas de reproducción asistida;

  • a2. ciertas enfermedades genéticas, en concreto las debidas al genoma extranuclear, las enfermedades causadas por defectos del DNA mitocondrial.

B. Por otro, las aplicaciones de las técnicas de transferencia nuclear in vitro, que básicamente consisten en la explotación de blastocistos para la producción de células madre embrionarias.

A. Aplicaciones médicas

a1. La esterilidad no salvable por otras técnicas de reproducción asistida

Ya está dicho que la clonación reproductiva recibió una condena fuerte y universal. Pero en el tiempo en que vivimos, tan refractario al absoluto moral, tan pronto como la UNESCO, el Vaticano, el Consejo de Europa, la OMS, el CNC de Francia, y muchos más condenaron la clonación reproductiva, no faltaron voces que dijeron que no se puede llevar la condena al extremo de hacerla absoluta y sin excepciones. 

El NBAC, en sus recomendaciones de 1997, señalaba que, a pesar de todos los pesares (miedo a los daños que pudieran sufrir los niños clónicos, preocupación por el deterioro de la condición de ser padre y de la vida familiar, temor a las malformaciones y defectos que pueden inducirse por las técnicas de transferencia de núcleos de células somáticas, eugenismo, trastorno de valores sociales), no se puede limitar la capacidad de elección de los individuos, ni la libertad de investigación, ni la posibilidad de abrir nuevos territorios a la indagación científica. Sobre todo, la clonación por transferencia nuclear podría ser la única puerta que queda abierta a algunos individuos para reproducirse, por lo que tendrían que ser muy grandes los beneficios sociales derivados de la prohibición para que esta prevaleciera sobre la libertad de esos mismos individuos para tomar una decisión privada que tanto significa para ellos.

Strong ha tomado el asunto en sus manos y ha argüido, partiendo de la preeminencia del principio de autonomía, que, si se pudiera garantizar que los niños clónicos no corren riesgos genéticos de malformación o vida corta, si son iguales a los otros niños, no había inconveniente alguno para producirlos a fin de dar descendencia a parejas heterosexuales estériles que quisieran reproducirse así en vez acudir a otras técnicas alternativas de reproducción asistida. Con tal de que la pareja así lo decidiera, si encuentran a una donante de ovocitos, si determinan quien de los dos, o los dos, donarán el núcleo somático que ha de ser transferido y si encuentran a un médico que quiera colaborar, no hay razón ética alguna para prohibírselo, ni debería haber leyes que se lo impidieran.

Se pregunta Strong: ¿qué pesa más: la libertad reproductiva de las parejas infértiles para tener hijos clónicos, o los argumentos, religiosos o seculares, contra la clonación? De un modo muy moderno, deja de lado los argumentos religiosos, sin dar las razones de por qué lo hace, y se centra en los seculares: la carencia de unicidad genética, el daño psicológico de no ser único ni original, la maquinización de la reproducción que la clonación supone, que hace de los niños productos fabricados conforme a normas específicas, o los trastornos de la vida familiar que pueden crear los hijos clonados.
Es muy difícil, en un clima cultural dominado por los ídolos de la privacidad reproductiva y de la dignidad-eficacia de fecundación in vitro y su combinatoria, refutar que la clonación reproductiva no sea un modo excelente de participar en la creación de personas humanas muy deseadas y queridas como hijos de uno mismo. El hijo clonado, como todo hijo artificial, trae consigo una enorme carga sentimental: hay una épica del hijo artificial, que no es sólo científica, sino sociológica, pues él, y sólo él, es capaz de perpetuar los propios genes, de gratificar la virilidad y la feminidad demostrada por la capacidad de tener hijos propios, de salvar matrimonios que estaban a punto de romperse. La clonación abre la oportunidad de criar y educar unos hijos que no hubieran podido existir sino a través de ella y puede ser decisivo como afirmación de amor mutuo de los esposos. 

Todo esto es difícil de refutar frente a quien tiene una visión mecanicista y eficientista de la transmisión de la vida humana o frente a quienes desean mostrar actitudes moderadas y que se encuentran más cómodos en la indeterminación y aplazamiento de las decisiones. 

Pero la batalla suelen ganarla los decididos. El artículo de Strong fue seguido en poco tiempo por otro de Murphy en el que se pregunta quién, en virtud de los argumentos de Strong, tiene derecho a la clonación reproductiva. Yo no sé si la réplica de Murphy es una sincera proclama a favor de un uso libertario de la clonación o constituye un argumento ad absurdum de lo irracional de ella. Dice Murphy que la tesis de Strong es esta: si la clonación fuera segura, debería ser accesible, tanto ética como legalmente, a aquellas parejas infértiles que así lo decidieran. Pero los argumentos de Strong son aplicables, letra por letra, a las parejas homosexuales, pues éstas son incapaces de tener un hijo genéticamente relacionado. Y, en último término, porque los argumentos de Strong validan la clonación por transferencia nuclear más allá de la situación de infertilidad que él estudia: Murphy, usando los argumentos de Strong, es capaz de convencer, a quien admita las premisas de libertad reproductiva y deseo de tener un hijo genéticamente relacionado, de que la clonación reproductiva puede ser utilizada por quien quiera aplicársela.

Por ejemplo, ¿por qué no van a poder tener un hijo clonado quienes son fértiles? No hay argumentos sólidos para negárselo: pues, un niño clonado producido para una pareja fértil no es más ni menos individuo que el clonado para una pareja infértil, ni será más o menos cosificado simplemente por nacer para una pareja fértil que para otra que no lo es, ni son más susceptibles a abusos de padres autoritarios. Admitidas las premisas de Strong, no hay manera de demostrar que las parejas infértiles tienen más méritos para tener un hijo clonado que las que son fértiles. 

Con los mismos argumentos habla a favor de clonar hijos a parejas del mismo sexo. Pues dejadas a su propia dinámica, las parejas homosexuales son biológicamente infértiles. Pero nada les prohíbe desear tener hijos genéticamente relacionados. Los han conseguido a través de la adopción, por inseminación artificial, por fivet, mediante maternidad de alquiler. Cierto que las parejas homosexuales formadas por mujeres tienen la ventaja de poder gestar un hijo si una de ellas así lo desea, que puede ser un hijo propio o formado por fecundación de un ovocito de la compañera. Esta infertilidad situacional de las parejas homosexuales puede también remediarse mediante la clonación. Incluso Murphy llega a decir que, con la argumentación de Strong, no tienen menos título moral a la clonación reproductiva que las heterosexuales.

Incluso, Murphy especula con la posibilidad de introducir, mediante transferencia de genes, algunos genes del otro miembro de la pareja homosexual (los que determinan el color de los ojos o del pelo), para así conseguir que la dotación genética del hijo producido por transferencia nuclear tenga genes de ambos, esto es, tenga dos progenitores genéticos, no uno sólo. Ya no estaríamos entonces delante de un clon propiamente dicho, de un gemelo genético del donante de un único y exclusivo núcleo transferido, sino delante de alguien que comparte genes con dos progenitores de un mismo sexo. 
Todo esto muestra de modo palmario como ha calado en mucha gente el reduccionismo genético: somos genes, estamos contenidos en nuestros genes, el parentesco genético es nuestra forma básica de relación humana. Este reduccionismo es un modo nuevo de ver la vida, condicionado por la cultura tecnológica, por la idea de que es en la tecnología donde hemos de encontrar solución a los más graves problemas humanos. 

¿Cómo enjuiciar, desde el punto de vista de la ética médica, el tratamiento, mediante clonación, de la esterilidad no salvable por las otras técnicas de reproducción asistida?

Es esta una pregunta que pone a prueba de modo muy fuerte un tema fundamental de los fines y de los límites de la Medicina. No se trata de hacer una vez más la crítica del imperativo tecnológico (puedo hacer lo que quiera con tal de que sea posible hacerlo). Tampoco se trata de decir que lo único que hace falta para justificar éticamente una acción es desearla ardientemente y disponer de dinero para comprarla.

En el fondo, la historia de la reproducción clónica viene a decirnos que no existe lo éticamente condenable. Es un clima moral, en buena parte creado por los cultivadores de la Bioética de sello norteamericano, pero que encuentra seguidores por todas partes, con su énfasis en la autonomía, en el rechazo de los límites, en no contradecir a nadie, a admitir excepciones a toda regla. 

Esto crea una situación ética indeterminada: nada es intrínsecamente bueno o malo, sino sólo aceptable o inaceptable, y eso sólo coyunturalmente. La argumentación moral no se basa en razones morales objetivas y permanentes, sino en argumentos oportunistas, situacionales. De modo paradigmático lo dice la National Bioethics Advisory Commission en su documento de junio de 1997: “La Comisión concluye que en este momento es moralmente inaceptable que alguien, en el sector público o privado, ya sea en el laboratorio o en la clínica, intente crear un niño usando la técnica de clonación por transferencia de núcleos de células somáticas. La Comisión alcanzó un consenso sobre este punto porque la información ahora disponible indica que la técnica no es lo bastante segura para usarla en el hombre en este momento. En efecto, la Comisión cree que intentar crear un niño usando esta tecnología particular sería una violación de importantes obligaciones éticas, pues implican riesgos inaceptables para el feto o el niño potencial. Además de estas preocupaciones de seguridad, se han identificado algunas preocupaciones éticas que requieren una deliberación pública más extensa y cuidadosa antes de que se pueda autorizar esta tecnología”. 

Se trata no de una condena, sino de una moratoria, que debe ser recogida por la legislación. Pues se añade que “es un punto crítico que esa legislación incluya una cláusula ‘de puesta de sol’, para estar seguros de que el Congreso revise el problema dentro de un tiempo especificado (de tres a cinco años) a fin de decidir si tal prohibición siga siendo necesaria”.

Bajo una apariencia de serenidad y prudencia se oculta la indeterminación del juicio, el temor a prohibir, la falsa seguridad de que las cosas se resolverán no por el debate a fondo, sino por la gestión administrativa: porque, para la posibilidad de que no se prohibiera la clonación reproductiva por ley, o si esa ley se derogara, el uso de las técnicas de transferencia nuclear para crear un niño debería ir precedido de ensayos clínicos que estuvieran sometidos a la doble protección de un comité de revisión ética y del consentimiento informado, compatibles uno y otro con las normas vigentes sobre protección de los sujetos humanos.

Se advierte en todo esto la herencia del Informe Warnock: la resistencia a plantearse en serio cual sea el estatuto ético del embrión, para salir por la tangente de la regulación administrativa. La ética es sustituida por el papeleo y la gestión. Todo es posible para quien se empeña en conseguir algo porque lo desea ardientemente y es capaz de pagar los gastos.

a2. Tratamiento de ciertas enfermedades genéticas

Pasemos a tratar del segundo punto. La técnica de clonación por transferencia de núcleos de células somáticas se presenta como una prometedora vía terapéutica para tratar ciertas enfermedades genéticas: en concreto las debidas al genoma extranuclear, las enfermedades causadas por defectos del DNA mitocondrial.

En 1995, antes de que Dolly naciera, Rubenstein y col. publicaron un trabajo que provocó un interés tardío. Se trataba de un estudio, muy minucioso en su vertiente biológica y muy detallado en sus consideraciones éticas, en el que se proponían romper la prohibición de la vigente terapia génica de la línea germinal por medio de una propuesta nueva: la de curar enfermedades mitocondriales mediante la transferencia nuclear ovocitaria in vitro, una técnica que denominaban IVONT. 

El trabajo incluía una puesta al día sobre los conocimientos sobre la estructura y funciones del DNA mitocondrial y de las enfermedades derivadas de las alteraciones hereditarias que el DNA mitocondrial puede sufrir. Lo innovador era la propuesta de un protocolo para tratar el síndrome MELAS, que combina una encefalopatía mitocondrial, con acidosis láctica y episodios que simulan crisis apoplécticas. El protocolo exigía la certeza del diagnóstico, el consejo genético, la evaluación de la donante de ovocitos, la sincronización de los ciclos menstruales de la paciente y la donante para asegurar la maduración ovocitaria, la extracción microquirúrgica del núcleo del ovocito de la paciente y su escrupuloso lavado para eliminar totalmente las mitocondrias anormales, la enucleación del ovocito receptor y su renucleación con el núcleo libre de mitocondrias de la paciente, fecundación in vitro con semen del marido de la paciente, cultivo in vitro del zigoto, diagnóstico preimplantatorio para comprobar ausencia de mutación en el DNA mitocondrial, análisis genético de la criatura tanto antes como después del nacimiento.

El protocolo se inspira en trabajos experimentales para tratar un modelo de enfermedad mitocondrial en ratones. Precisamente, por ello añade unas posibilidades técnicas de gran refinamiento, con sus problemas éticos anexos. Existen, varias formas de realizar la transferencia nuclear en el ratón, que tienen la ventaja de realizarse no en el ovocito, sino ya en el zigoto o en una fase de unos pocos blastómeros. 

A diferencia de lo que ocurre en el hombre, en el ratón hay singamia, es decir, los dos pronúcleos se fusionan en uno, en un sincarion. Ese núcleo se extrae del zigoto con mitocondrias anormales. Con la misma pipeta se perfora la membrana del zigoto cuyo citoplasma contiene mitocondrias normales: se transfiere el núcleo y entonces se desvía la pipeta para captar en ella el sincarion nativo del zigoto donante de citoplasma sano. La tasa de éxitos no es muy alta, pues la micropipeta ha de ser de suficiente calibre para captar los sincaria. Pero tiene la ventaja de que la fecundación y la activación están ya en marcha: ya no se depende de que se fecunden o no los ovocitos tratados con transferencia nuclear. 

En el ratón puede aplicarse una técnica menos traumática, que consiste en aspirar con una micropipeta una zona de citoplasma del zigoto cercano a donde están los pronúcleos. Esa yema de citoplasma nucleado, cuya membrana plasmática se sella espontáneamente, se coloca bajo la pelúcida de un ovocito donante previamente enucleado, y se provoca la fusión celular con un pulso eléctrico o con virus Sendai. Esta variante técnica es de mayor rendimiento que la anterior, pero conlleva la transferencia de mitocondrias anormales.

Es también posible tomar el núcleo de un blastómero del embrión que ha heredado la enfermedad mitocondrial e implantarlo en un ovocito sano enucleado.  

¿Qué decir del proyecto IVONT?

Helen Watt ha ofrecido una crítica afilada del proyecto. Señala para empezar un punto decisivo y que está muy necesitado de aclaramiento. Viene a decir que los que practican las técnicas de reproducción asistida, lo mismo que los que experimentan con embriones, han hecho suya una frase muy interesante –recuerdo que está en el Informe Warnock– que dice: “el embrión humano es una forma de vida humana que merece una cierta medida de respeto”. Todos podríamos apoyar esa proposición. Pero sería poco prudente hacerlo sin que nos aclaráramos sobre cuál es, en realidad, esa medida. 
Podríamos aceptarla si se reconociera que el embrión merece la medida de respeto que se concede a los otros seres humanos, a cualquier organismo humano, pues el ser humano es el mismo individuo que el organismo humano, que ese organismo humano comienza con la fecundación, que la dignidad humana es un atributo de todo ser humano. Pero la IVONT implica que ha de llevarse a cabo, para aumentar su eficacia, después de la fecundación. Los materiales de partida son ya zigotos o embriones algo más avanzados en su desarrollo. Un embrión proporciona el núcleo (con los genes recibidos de ambos progenitores) y el otro embrión aporta su citoplasma enucleado, con mitocondrias sanas. Eso significa que se crean deliberadamente dos individuos sin que se tenga intención de respetar su expectativa de vida. Al contrario, uno de esos embriones es creado para sacrificarlo a la utilidad de ciertos adultos humanos: los progenitores que encargan un hijo sano y el técnico científico que colabora en construirlo. Si la cosa va bien nacerá un niño creado con piezas de dos embriones precursores. 

Pero la idea de preocuparse por la medida de respeto de la que es acreedor el embrión es asunto que sólo parece preocuparnos a unos pocos tipos, un tanto quijotescos. Son embriones de una o unas pocas células, que, en frase mil veces repetida, no tienen rostro humano, ni manos, ni pies, ni cerebro, ni vivencias ni recuerdos. Watt nos dice que a esto se ha de responder que no se trata de guiarse por el sentimiento: por si el embrión nos es visualmente familiar, si interactúa socialmente con nosotros, si nos atrae emocionalmente. Pero un embrión es siempre un ser humano abierto al futuro, que es el mismo individuo que el ser humano en el que se convierte con el paso del tiempo, que tiene un interés sustantivo en realizarse en la plenitud de su humanidad.

Tomar este embrión y despojarlo de su núcleo para que sirva de receptáculo a otro núcleo que tiene una dotación genética preferida a la suya propia es destruir una realidad viviente dotada de un futuro que le es robado. Es un ejercicio de poder abusivo: desecharlo como una cáscara vacía. Es, lo he dicho ya alguna vez, como encender un puro con un billete de cien dólares.

Los médicos hemos de curar las enfermedades, pero no a ese precio.

B. Las aplicaciones de las técnicas de transferencia nuclear in vitro

Las aplicaciones de las técnicas de transferencia nuclear in vitro básicamente consisten en la explotación de blastocistos para la producción de células madre embrionarias.

Con franqueza digna de agradecer, la página de Geron en Internet nos informa que las células madre humanas pluripotentes se derivan bien de blastocistos humanos fecundados in vitro (a través de un procedimiento de laboratorio patentado en los Estados Unidos), bien de material fetal obtenido de abortos terminados médicamente. El origen, si no éticamente irreprochable, ha sido administrativamente correcto, pues los blastocistos y el tejido fetal se han donado en las condiciones exigidas por la etiqueta bioética: con consentimiento informado de las donantes, previa aprobación por un comité de ética de investigación.

La información pasa a detallar las sorprendentes propiedades de las células madre humanas pluripotentes (su pluripotencia, su capacidad de autorrenovación en estado indiferenciado, su maravillosa capacidad de expresar telomerasa que las hace perpetuamente jóvenes y su eficiencia en el mantenimiento de una replicación sin tacha de su DNA que le permite mantenerse libres de errores genéticos.

Lo que se espera de estas células no es sólo utilizarlas como fuente de células que pueden dar origen a una infinidad de cepas celulares disponibles para repoblar órganos gastados por la edad o destruidos por las enfermedades. Lo que interesa más que nada es que nos ayuden a descubrir los secretos de la reprogramación. La lección habrá que aprenderla sobre todo en el citoplasma del ovocito, pero una vez descubierto el mecanismo, ya no hará falta clonación ni andar almacenando células: se podrá, eso creen los científicos de Geron, conferir al citoplasma de cualquier célula somática la capacidad de reprogramarse y recomponer inteligentemente los desperfectos estructurales de los órganos. Entonces será posible evitar que crezcan los números rojos en la cuenta de nuestros órganos: podremos siempre ingresar en la cuenta del cerebro, del corazón, del cartílago articular, de los islotes pancreáticos, células nuevas para compensar las perdidas. 

Las promesas de la técnica son consideradas fabulosas. Cierto que la página de Geron en la red tiene más intenciones promocionales que científicas. Pero la propaganda está hecha de modo muy inteligente: destinada a la población doliente de la gran nación americana, infunde esperanza en la ciencia, al tiempo que describe el panorama desolador de la enfermedad: cinco millones de pacientes con insuficiencia cardiaca congestiva, millón y medio de casos anuales de infarto de miocardio, medio millón de apoplejías por año, más de un millón de aquejados de enfermedad de Parkinson, más de cuatro millones con el mal de Alzheimer, un número indeterminado de parapléjicos y tetrapléjicos, más de millón y medio de diabéticos insulino-dependientes, 16 millones de víctimas de la osteoartritis, un número creciente de pacientes que han de recibir trasplantes de precursores hematopoyéticos, más los quemados.

Pero, ¿qué tienen que ver las células madre con la clonación?

Las revistas nos están trayendo noticias sorprendentes cada semana. Cambiar cerebro por sangre: aplicaciones clínicas de la investigación sobre células madre en Neurobiología y Hematología. Así se titula un sorprendente comentario editorial del BMJ, del pasado agosto. Nos habla de cosas hace unos años increíbles: Unos investigadores aislaron del cerebro de ratones células madre neurales que pudieron mantener en cultivos indefinidamente: cambiando las condiciones de cultivo, las células madre se diferenciaban a neuronas de muchos subtipos, a oligodendrocitos y a astrocitos. Cuando las células madre neurales se inyectaban a ratones que habían sido sometidos a irradiación subletal, se diferenciaban a células hematopoyéticas de todas las variedades, incluidos linfocitos B y T, tal como lo mostraban los marcadores genéticos que permitían distinguir las células trasplantadas. Y, en un experimento inverso, se encontraron que, en ratones inyectados con células hematopoyéticas marcadas, aparecían descendientes de estas células con todos los rasgos de la microglía, astrocitos fibrosos de la sustancia blanca, astrocitos protoplasmáticos de la corteza cerebral y también elementos de la estirpe neuronal en la región subependimaria. 

Entre las células madre de increíble potencialidad del organismo adulto que hay que aprender a aislar, cultivar y diferenciar, y las no menos increíbles posibilidades del xenotrasplante celular, no parece que sea necesario seguir sacrificando embriones humanos sobrantes o creando embriones clónicos para hacer progresar la ciencia de las células madre.

Porque, en fin de cuentas, si la clonación significa algo en relación con el trasplante de células madre, significa limitación. Hace algún tiempo escribí que “Hay, en el proceso de clonación, algo de narcisismo, si no perverso, sí extremoso. Y ello no sólo en la vertiente reproductiva (hacer de sí mismo una copia genéticamente idéntica), sino también en la vertiente ‘terapéutica’, de las técnicas de transferencia nuclear que buscan la producción de preciadas reservas de células madres”.

Se afirma que, si se creara un embrión, copia genética del donante nuclear, y se lo cultivara in vitro dentro del límite de 14 días, tolerado por muchas legislaciones, se producirían diferentes tipos de células madre, a partir de las que podrían generarse reservas de células de diferentes tejidos y órganos que, trasplantadas al clonante, serían perfectamente toleradas, como corresponde a células que le son propias. 

¿Para quién serán de utilidad esas colecciones celulares derivadas de un clon derivado de un individuo? Irremediablemente sólo para ese mismo individuo; para nadie más. 

La potencialidad benéfica de este tipo de investigación queda así muy restringida. En el laboratorio, se podrán investigar las condiciones de cultivo, estudiar los mecanismos de inducción, expansión y modulación de esas células madre. Pero, a la hora de la verdad terapéutica, en la fase clínica, el valor de esas células será extremadamente limitado. Las técnicas de transferencia nuclear serán de aplicación rigurosamente individual, quedarán cerradas en una especie de solipsismo terapéutico. Su costo económico, aunque se perfeccionen las técnicas, será forzosamente muy elevado, prohibitivo para la gran mayoría. Será siempre un tratamiento elitista, que sólo los muy poderosos serán capaces de costearse.

Aquí se aplica, como anillo al dedo, un principio de política de investigación, que Juan Pablo II formuló con extraordinaria fuerza y lucidez, en Redemptor hominis, al invitar a todos a hacerse estas preguntas decisivas ante cada avance tecnológico: “¿Este progreso, cuyo autor y fautor es el hombre, hace la vida del hombre sobre la tierra, en todos sus aspectos ‘más humana’?; ¿la hace más ‘digna del hombre’?” No puede dudarse que, bajo muchos aspectos, la haga así. No obstante, esta pregunta ha de plantearse obstinadamente en lo que se refiere a lo verdaderamente esencial: si el hombre, en cuanto hombre, en el contexto de este progreso se hace de veras mejor, es decir, más maduro espiritualmente, más consciente de la dignidad de su humanidad, más responsable, más abierto a los demás, particularmente a los más necesitados y a los más débiles, más disponible a dar y a prestar ayuda a todos.
Pienso que la clonación así llamada “terapéutica”, por su cerrazón a estos valores humanos, debería ser declarada una empresa vana. Hay muchos otros objetivos prioritarios para la investigación biomédica.

Sigo pensando así. Más aún, tengo la sospecha que la insistencia en lograr que la investigación sobre embriones humanos obtenidos por trasferencia nuclear no sólo busca estudiar un fenómeno nuevo y sorprendente. Trata, sobre todo, de lograr que se puedan producir muchos embriones humanos en los que investigar que quedan excluidos de las normas legales y de las directrices éticas vigentes en muchos países del mundo. La investigación sobre embriones humanos sobrantes, obtenidos de gametos, en las clínicas de reproducción asistida está sometida a muchas restricciones: o está prohibida o exige la aprobación de los comités de ética de investigación o reclama la obtención de la autorización libre e informada de los progenitores de los embriones o incluso de los donantes de gametos.

La ética formalista de los Comités, elegantemente tibia, los hace capaces de aprobarlo todo. Padece, en el fondo, una terrible pérdida de perspectiva, al permitir producir embriones clónicos y, al igual que a los otros embriones, prohíbe experimentar sobre ellos más allá del día 14. Se da como buena la técnica y se considera perverso el producto, que ha de ser simplemente destruido. Los cientifistas dicen: dejadnos experimentar libremente, que el día 14 destruiremos con toda puntualidad los embriones que produzcamos. El buen sentido moral responde: no podéis jugar a demiurgos, es indecente crear así seres humanos para deshacerse de ellos con la aprobación de algunas leyes oportunistas, aprobadas por diputados mal aconsejados. 

C. La dureza final del debate

Imaginemos que se desarrollan líneas de células madre dotadas de formidables capacidades regenerativas a partir de blastocistos humanos. Se comercializan y entran a formar parte del estado del arte “oficial”, pues cuentan con apoyo de la industria biotecnológica y de muchas asociaciones científicas y profesionales.

¿Qué hace el médico, y qué el enfermo que quiere mantenerse fiel a la convicción de la sacralidad de la vida humana y que no quiere beneficiarse de los frutos de la investigación destructiva de embriones?

Es la hora de recordar algunas ideas éticas fundamentales, que andan un poco olvidadas.

Una es esta: los valores morales son más altos que los otros valores naturales. Vale más mantener el alma limpia que ser un genio, que rebosar de salud, que tener el mundo ecológicamente limpio, que la eficiencia científica. Una acción generosa, un acto de amor al prójimo vale más que batir un record olímpico: un acto de amor de Dios es más grande, más importante y más duradero (porque es eterno) que todas las obras de arte. El mal moral, una acción perversa, es peor que el dolor, la enfermedad, la muerte o que el Museo del Prado reducido a cenizas.

Los grandes, Platón, San Pablo, repetían que es mejor sufrir la injuria que hacerla. Eso de ganar el mundo y perder el alma es hoy una tentación muy real e inmediata.

Puede ser que nos encontremos un día en la necesidad de escoger entre recibir células madre inaceptables por su origen o sufrir una enfermedad larga y debilitante. Incluso de escoger entre morir o alargar la vida mediante repuestos celulares obtenidos de embriones obtenidos por transferencia de nuestros propios núcleos celulares. Uno siempre puede decir: no quiero sobrevivir a costa de dar muerte a otros, muy pequeños y débiles, sin apariencia humana, no hijos de padre y madre, sino producidos en el laboratorio, pero seres humanos al fin.

Puede ser que en el futuro se tenga por aceptable que unos usen y consuman seres humanos en beneficio propio. Será muy fácil hacerlo aceptable, pues es muy fácil redefinir las palabras, o usarlas con mucho desparpajo. Ya nadie habla hoy de preembriones: no hace falta, porque usar embriones humanos es tolerado por la comunidad científica, por muchos comités de ética de investigación, por bastantes teólogos y por algunas leyes. 

¿Serán llamados retrógrados los que renuncian a beneficios por delicadeza de conciencia? Quizá nos va a venir por la biotecnología la oportunidad de vivir más a fondo el evangelio: el que pierde la vida la ganará. Habrá que hacerlo con mucho amor y pidiendo que Dios dé luz a los equivocados.

La clonación pone así al médico ante un dilema: el de decidir si el embrión tan artificialmente producido es sólo células o es algo más que células. Y, de rechazo, nos devuelve la pregunta: nos hace preguntarnos si hay alguna diferencia ética significativa entre ser células o ser hombres. 

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