material-comentarios-codigo-capitulo3

Comentarios al Código de Ética y Deontología Médica

Índice del Libro

Capítulo III: Relaciones del médico con sus pacientes

Es este uno de los Capítulos de más rico contenido del Código. Entender que la Medicina es un servicio ha sido siempre uno de los modos más acertados de dar contenido ético a la función del médico. Ante el hombre que sufre, cuya dignidad queda amenazada por la enfermedad, el médico podría adoptar una actitud de superioridad, ya que él tiene la ciencia y el poder. Pero el respeto deontológico obliga a ver en cada paciente a un ser humano cuyo valor moral es inconmensurable. Por eso, servirle es la actitud proporcionada a la dignidad que habita en él.

Se enumeran en los artículos de este Capítulo algunos rasgos éticos que han de marcar las relaciones de los médicos con sus pacientes. En primer lugar, el de respetar la libertad del paciente para elegir médico. Establecida la relación médico-paciente, el médico queda obligado a respetar las convicciones, la integridad personal y el cuerpo del paciente; a no abandonarle, dando la necesaria continuidad a su servicio; a informarle, para que pueda asumir su papel de persona madura y responsable en las decisiones que le conciernen; a decirle la verdad con delicadeza y circunspección. Además, el médico ha de certificar verazmente lo que convenga para proteger los derechos de sus pacientes. El médico, por último, se compromete a ofrecer siempre a sus pacientes un trato personal y un ambiente digno, y a redactar y conservar las correspondientes historias clínicas.

Artículo 7. La eficacia de la asistencia médica exige una plena relación de confianza entre médico y enfermo. Ello presupone el respeto al derecho del enfermo a elegir o cambiar de médico o de centro sanitario. Individualmente, el médico ha de facilitar el ejercicio de este derecho, y corporativamente procurarán armonizarlo con las previsiones y necesidades derivadas de la ordenación sanitaria.

Este artículo se abre con la afirmación de que la confianza es condición de la eficacia. Y añade que, esa confianza no puede darse sin la libertad de elección del médico por su paciente, libertad que es uno de los derechos del enfermo. Termina el artículo señalando que, tanto a nivel individual como corporativo, los médicos deberán abogar siempre en favor del derecho del paciente a la libre elección.

1. La confianza, condición de la eficacia.

Es una necesidad psicológica que el paciente deposite su confianza en el médico. Ningún momento de la relación médico-enfermo puede realizarse plenamente sin que exista esa confianza: la necesita el enfermo para decidirse a acudir al médico, para relatarle los problemas más o menos íntimos que le afectan, para aceptar los consejos y medidas terapéuticas, y para volver de nuevo al médico. La falta de confianza es causa deontológica suficiente para suspender esa relación.

2. La libertad de elección, derecho del paciente.

El médico debe respetar y hacer respetar la libertad de elección. Es natural que la libertad de elección estuviera presente, nominalmente al menos, en el ejercicio liberal de la Medicina. Que lo está en el de la Medicina pública lo reconocen todas las legislaciones verdaderamente progresistas. De hecho, la necesidad de garantizar esa libertad de elección es una razón importante para la coexistencia de la Medicina pública y la Medicina privada. La Ley 14/1986 General de Sanidad, reconoce este principio en su artículo 10, 13, al incluir entre los derechos que todos pueden invocar ante las administraciones públicas sanitarias el de "elegir médico y los demás sanitarios titulados de acuerdo con las condiciones contempladas en esta Ley, en las disposiciones que se dicten para su desarrollo y en las que regulen el trabajo sanitario en los Centros de Salud". Aunque, en la práctica, apenas hay ocasión de ejercer este derecho -incluso en la atención primaria encuentra muchas limitaciones geográficas y funcionales- no deja de ser positivo que haya recibido una sanción legal.

La libre elección es más una aspiración que una realidad plena, pues experimenta en muchas circunstancias limitaciones insoslayables. En las áreas rurales poco pobladas o donde, de modo permanente o estacional, las comunicaciones son difíciles, es ilusorio pensar en acudir a un médico diferente del que atiende el lugar. Y, el que vive en las grandes ciudades no siempre consigue ser atendido en un plazo razonable por el médico de su elección.

Por otra parte, la libertad de elección ya no tiene hoy muchas veces por objeto principal, como antes, al médico en persona, sino a las instituciones donde se practica la Medicina. Entre las transformaciones socioculturales que ha experimentado la Medicina contemporánea se cuenta el fenómeno de la progresiva irrelevancia de la personalidad del médico y la creciente importancia que la gente concede a las instituciones. Mucha gente no va ahora a ver al Doctor Z, sino que va al Hospital Y o a la Clínica X, o porque confían más en la tecnología y en los equipos humanos anónimos pero eficientes, o porque ha sido ganada por la publicidad de los éxitos alcanzados en tal o cual establecimiento de cuidados. O, al contrario, expresa su deseo de no ser llevado a tal institución, porque la tiene en bajo concepto. Esa preferencia o esa condena afectan, sin distinción, a todos los médicos que trabajan en esos centros.

En el fondo, la libertad de elección consiste quizá menos en acudir al médico libremente elegido, que en rechazar al médico en el que se ha perdido la confianza. El paciente debe tener siempre la posibilidad de cambiar de médico. Y, aunque verse rechazado por un paciente al que ha servido con lealtad y abnegación puede ser tremendamente doloroso para el médico, éste, tal como lo señala el artículo 7, ha de facilitarle el cambio. La ingratitud se cuenta entre los gajes del oficio. Nunca se mostrará ofendido el médico cuando el paciente exprese su decisión de abandonarle ni le presionará para retenerle. Conviene, a este propósito, tener en cuenta lo dicho sobre la cesión de elementos de la historia clínica en el artículo 15.5. Esos sinsabores son poca cosa en comparación con las limitaciones que supondría una Medicina rígidamente militarizada, en la que faltaran estas libertades básicas.

Artículo 8.1. En el ejercicio de su profesión, el médico respetará las convicciones del enfermo o sus allegados y se abstendrá de imponerle las propias.

Este artículo recoge el espíritu y en buena parte la letra del artículo 3º de los Principios de ética Médica Europea que dice así: "El médico, en el ejercicio de su profesión, se abstendrá de imponer a su paciente sus opiniones personales, filosóficas, morales o políticas".

1. El respeto ético hacia las convicciones de los demás se ha de manifestar de modos diferentes en distintas situaciones. El médico deberá estar atento a los signos externos con que sus pacientes muestran esas convicciones. Algunos prefieren hacer patente indirectamente, con gestos no verbales, que desean que sus convicciones sean tenidas en cuenta, aunque prefieren no hablar de ellas con médicos o enfermeras. Otras veces, el médico no tiene por qué indagar sobre las convicciones de su paciente, pues presume legítimamente que son irrelevantes, tal como ocurre en la mayoría de las revisiones ambulatorias de rutina, vacunaciones, atención de enfermedades agudas de corta duración y ningún riesgo, situaciones todas ellas que afectan epidérmicamente a la existencia del paciente.

En otras ocasiones, el respeto exige, por el contrario, indagar cuáles son las convicciones religiosas o filosóficas del paciente, pues sólo conociéndolas podrá el médico respetarlas. Tal conocimiento no podrá influir negativamente en la calidad de la atención médica, pues el médico se prohíbe discriminar entre sus pacientes en razón de tales convicciones (ver artículo 4.2). Por el contrario, ese conocimiento ha de promover un enriquecimiento humano de la relación médico-paciente. El médico debe reconocer que la gente desea ser fiel a sus propias creencias y tradiciones y que le gusta que se las tengan en cuenta. En consecuencia, el médico se abstendrá, en la medida de lo humanamente posible, de aplicar o aconsejar tratamientos que contradigan esas convicciones, y cumplir así su deber moral de no violentar la conciencia de su paciente y de respetar las limitaciones que le impone su credo religioso o sus tradiciones culturales. Le ofrecerá las alternativas de tratamiento que, aunque no ideales, no repugnen a su conciencia profesional. Si las exigencias del paciente sobrepasaran los límites de lo que, en conciencia, el médico considera racional, deberá darse por terminada la relación médico-paciente, pues hay razón suficiente para ello (ver artículo 9). Ni el médico puede hacer más por respetar a su paciente, ni éste puede obligar al médico a violentar sus propias convicciones, científicas o de conciencia. El médico tiene derecho a objetar científicamente o en conciencia a las demandas irracionales o antihumanas de sus pacientes.

Cualesquiera que sean las opiniones del médico, éste no puede ignorar el importante papel que la religión y la tradición cultural desempeñan en la adaptación del paciente a la enfermedad y en la aceptación del sufrimiento y la muerte. Por humanidad y tolerancia, debe el médico acceder a todo lo razonable que, en respeto de sus creencias, le pida el paciente. Entre otras razones, porque ese respeto es un derecho del paciente. Tiene también el paciente derecho a recibir asistencia religiosa, tal como ha sido reconocido en casi todas las Cartas de Derechos de los pacientes hospitalizados, que siguen en este punto a la Declaración de Lisboa de la Asociación Médica Mundial (1981), una de cuyas cláusulas dice: "El paciente tiene derecho a recibir o rechazar la asistencia espiritual y moral, incluida la ayuda de un ministro de su propia religión". Curiosamente, ese derecho no figura entre los que recoge el artículo 10 de la vigente Ley 14/1986 General de Sanidad.

2. La abstención del médico de imponer las propias convicciones. El médico no puede valerse de su posición para influir abusivamente sobre las convicciones de sus pacientes, ya sea burlándose de ellas, ya tratando de imponerle las propias con un proselitismo poco respetuoso con la libertad ajena. Lo que aquí se manda es, en primer lugar, excluir la manipulación ideológica, el engaño, el abuso mental. Igual que en el resto de la sociedad, hay entre los médicos algunos individuos fanatizados. El médico renunciará a cualquier procedimiento, por sutil que sea, con el que dé a entender a su paciente que la atención que va a recibir dependerá de su sometimiento a ciertas directrices ideológicas o de conducta impuestas por el médico. No se debe olvidar que también puede ocurrir lo contrario: que ciertos enfermos poderosos y manipuladores traten de dominar ideológicamente al médico.

Esto no excluye que el médico, después de pulsar la actitud del paciente y con un respeto "religioso" para su libertad, no pueda tener, al margen de su relación profesional y aun dentro de ella, si el paciente lo acepta o lo desea, una conversación en la que traten de asuntos personales.

Artículo 8.2. El médico actuará siempre con corrección, respetando con delicadeza la intimidad de su paciente.

Tiene una larga tradición la obligación del trato delicado. Aparece ya en las cláusulas del Juramento hipocrático ("Ejerceré siempre mi arte con pureza y santidad" y "En cualquier casa en que entrare... me abstendré de toda injusticia o engaño, y de acciones eróticas sobre los cuerpos de hombres o mujeres, libres o esclavos").

1. La primera manifestación del trato correcto del médico es ser comprensivo. El buen médico debe tener una tolerancia muy amplia hacia sus enfermos, pues algunas dolencias trastornan, muy profundamente a veces, el carácter de los pacientes, que se vuelven impertinentes, farragosos, agresivos o desconfiados. La ilimitada capacidad de desobediencia que algunos enfermos muestran hacia las órdenes del médico, o su huida hacia formas marginales o folclóricas de tratamiento, pueden llegar a agotar la paciencia del médico. El médico debe armarse entonces de mucha comprensión y capacidad de disculpa. Y cuando ya no pueda ceder más, porque la salud del enfermo o la dignidad de la Medicina así lo requieren, procurará, con firmeza y sin herir, mostrar a sus pacientes cuáles son las condiciones mínimas que les impone para seguir atendiéndoles.

2. No es necesario repetir aquí lo dicho, al comentar el artículo 4.1, sobre los contenidos del respeto deontológico. El médico está obligado a tratar educadamente a sus enfermos, cumpliendo con las normas y costumbres que, en cada momento y en cada sociedad, expresan el respeto mutuo. Las manifestaciones de la corrección médica son múltiples. Unas, aunque materiales, son importantes: la dignidad y limpieza del consultorio (ver artículo 14), el cumplimiento puntual del horario de las visitas o consultas (ver artículo 4), el modo de vestir y de cuidar las apariencias. Otras son más personales o varían en relación con tradiciones locales, con la edad del médico y la del paciente, la existencia de relaciones extraprofesionales de amistad o parentesco. Tratarse de usted o tutearse, llamarse por el nombre de pila o por el apellido, son detalles de relieve, pues manifiestan la noción que uno tiene del otro. Forma parte importante de este deber de educación correcta contestar a las preguntas del paciente y responder a sus llamadas telefónicas o a sus cartas.

3. De modo especial, el médico ha de respetar la intimidad de su paciente. El médico no puede invadir en vano el mundo íntimo, privado, de su paciente. No puede abusar de la confianza que el paciente deposita en él para entrar a saco en su biografía personal y convertir la anamnesis en ocasión de satisfacer una curiosidad morbosa. Es inético utilizar la consulta para sonsacar del paciente información sobre sus zozobras y flaquezas, sus conflictos familiares, empresariales o económicos, o sus problemas sexuales, cuando todo ello es irrelevante para la orientación médica del caso. Y es gravemente imprudente registrar esa información por escrito.

La inviolabilidad del mundo privado personal y familiar no es sólo uno de los derechos fundamentales de la persona, garantizado por el artículo 18.1 de la Constitución, sino que concuerda también con el precepto deontológico de no hacer daño. Una sola razón autoriza al médico a acceder a la intimidad del paciente: conocerla para diagnosticarle y tratarle con competencia profesional y con sensibilidad humana (ver el artículo 8.1). Es aquí de plena aplicación el principio ético de la parsimonia, es decir, la regla de limitarse a hacer todo y sólo lo que es necesario. La idea está muy bien expresada en el artículo 9 del Código de Deontología francés: "En la medida compatible con la eficacia de sus cuidados, y sin descuidar su deber de asistencia moral, el médico debe limitar sus prescripciones y sus acciones a lo que es necesario". Hay pacientes desinhibidos, exhibicionistas, que quieren aprovechar el encuentro con el médico para relatar historias y chismes médicamente irrelevantes: hay que hacerles callar.

4. Hay también una obligación deontológica de respetar el cuerpo de la persona enferma que figura en todos los Códigos deontológicos modernos. En tiempos recientes, se han enriquecido de modo extraordinario la filosofía y la teología de la corporalidad humana, con la consecuencia de que el cuerpo humano se ha revalorizado como substrato y símbolo de la persona.

El respeto a la persona y a su cuerpo adquiere en la relación médico-enfermo una significación muy particular e impone unas cautelas específicas. Mientras dura la exploración física o cualquier otra intervención diagnóstica o terapéutica, el paciente abdica de su dominio personal sobre su cuerpo y se aviene a convertirlo en un objeto sobre el que el médico aplica sus gestos profesionales. En el acto de desnudarse, el paciente manifiesta su transitoria renuncia a la dignidad humana y acepta que el médico lo convierta en una realidad objetiva que es evaluada científicamente. Es obvio que de este trato se excluye toda intención erótica: la inspección visual del médico nunca es un ejercicio de voyeurismo, ni la palpación tiene nada que ver con la caricia. El paciente no ofrece su cuerpo para la gratificación erótica del médico, ni el médico puede aprovechar la situación para abusar sexualmente de su paciente. Y la razón de ello no radica sólo en la prohibición moral general de abstenerse de relaciones sexuales ilícitas: en el contexto de la relación médico-enfermo, cualquier abuso erótico del médico sobre el cuerpo de su paciente es, además de una impúdica indecencia, una grave injusticia. Siempre, en el acto de exploración física del enfermo y como medida de precaución, debe estar presente una tercera persona (una enfermera, otro médico, un familiar del paciente), para cumplir con la norma de elemental prudencia de evitar situaciones enojosas: el médico está obligado a protegerse contra sus propias debilidades y contra las fantasías o la malevolencia de algunos pacientes. Esa precaución es más necesaria en algunas situaciones como son la exploración genital, la consulta psiquiátrica cuando la intensidad de la relación terapéutica pueda activar deseos o necesidades sexuales, o cuando se hayan observado signos de insinuación sexual por parte del o de la paciente. En efecto, el paciente puede aprovechar las circunstancias particulares de la consulta o la visita del médico para inducirle a una relación sexual. La norma deontológica de abstenerse de relaciones sexuales con los pacientes es absoluta. La condena firme de tal corrupción se hace tanto por razones éticas como por razones estrictamente profesionales, cual es el deterioro de la calidad asistencial que se produce en esa situación falsificadora de los fines de la Medicina.

La obligación de respetar el cuerpo es tanto mayor cuanto más inerme es el paciente. Si el paciente es incapaz de cuidar de sí mismo, como cuando, por ejemplo, está bajo los efectos de la anestesia general, yace inconsciente en una unidad de cuidados intensivos, o no puede moverse en la cama, la obligación de respetarle se extiende y se agudiza. El respeto no sólo obliga entonces a proteger su pudor, sino que también ha de tutelarse su integridad corporal. Las úlceras de decúbito o los dolores derivados de la mala posición de partes del cuerpo durante la anestesia son un índice claro de poco respeto por el cuerpo.

5. Hay también un deber de no entrometerse en la esfera íntima de los asuntos familiares o sociales del paciente. La mucha confianza depositada por un paciente o por una familia entera en su médico puede llevarles a convertirle en su consejero en cuestiones que, con frecuencia, nada tienen que ver con la competencia profesional específica que da el estudio y la práctica de la Medicina. Puede entonces el médico verse desempeñando dos funciones diferentes: la de médico, por una parte, y la de amigo y consejero familiar, por otra. Nada hay que objetar a ello, si el médico cuida de mantener una estricta separación entre esas dos funciones, de modo que siempre uno y otros puedan distinguir cuándo está actuando como médico y cuándo lo hace como amigo.

La prohibición de inmiscuirse en asuntos familiares y profesionales incluye dos tipos de acciones. Por un lado, el médico debe abstenerse de instrumentalizar la confianza de que goza para tomar partido en los conflictos de familia, interponiendo su influencia para ventaja de unos y perjuicio de otros, especialmente si para ello aduce razones, o sinrazones, médicas. Por otra parte, debe abstenerse de indagar, por curiosidad gratuita o malsana, para obtener información que podría utilizar en ventaja propia, en los asuntos familiares o profesionales de su paciente.

Artículo 9. Cuando el médico acepta atender a un paciente, se compromete a asegurarle la continuidad de sus servicios, que podrá suspender si llegara al convencimiento de no existir hacia él la necesaria confianza. Advertirá entonces de ello al enfermo o a sus familiares y facilitará que otro médico, al cual transmitirá la información oportuna, se haga cargo del paciente.

La continuidad es un elemento natural de la ordinaria relación médico-enfermo y una de sus manifestaciones más genuinas. El médico responde a la libre elección del enfermo o a la imposición legal o reglamentaria de atenderle con un compromiso de prestarle los cuidados oportunos durante el tiempo necesario. El paciente, por lo común, ni desea andar cambiando de médico ni desea que se lo cambien.

La relación médico-enfermo debe ser duradera, a pesar de los avatares de la enfermedad. El artículo señala que la obligación de continuar los cuidados se establece ya en el mismo inicio de la relación terapéutica. Tal compromiso se contrae en el momento de recibir al paciente en el consultorio o de acudir a atenderle a su domicilio. El médico puede rehusar recibir a un enfermo por falta de tiempo y deberá entonces aconsejarle que acuda a otro colega. Hará lo mismo si, en su primer encuentro con el paciente, estimara que no está capacitado para atenderle con la necesaria competencia. Pero el médico no puede abandonar unilateralmente a sus pacientes mientras están necesitados de su atención. Y cuando la enfermedad u otras circunstancias de fuerza mayor le impidan hacerlo, está obligado a encontrar un colega que le sustituya. En concreto, los Principios de ética Médica Europea dicen en su artículo 34 que "el médico que acepta atender a un paciente, se compromete a garantizar la continuidad de su asistencia y, de ser necesario, solicitará la ayuda de médicos ayudantes, suplentes o asociados de competencia adecuada".

La continuidad de los cuidados es, pues, una obligación seria que el médico no puede suspender por iniciativa propia a no ser que tenga sólidas razones. Este artículo se refiere a una de ellas: la pérdida de la mínima confianza que debe existir en toda relación médico-enfermo, cual ocurre cuando el paciente no coopera en el tratamiento, o cuando acude a otro colega para ser atendido por el mismo problema, o cuando se produce un desacuerdo irreductible ante las medidas que deben tomarse.

Es más difícil suspender la relación médico-enfermo que iniciarla. Pero nunca esa suspensión puede ser una ruptura violenta o irreversible, o tener la apariencia de un abandono. Cuando la ruptura sea inevitable, el médico, para precaverse contra posibles acciones legales, enviará con suficiente antelación una carta a su paciente, en la que le manifestará que seguirá prestándole sus servicios durante un plazo determinado, mientras el paciente pueda encontrar otro colega que le atienda. Se ofrecerá a reanudar la relación si desaparecieran las causas que motivaron la ruptura. No parece necesario que en esa carta exponga las causas que le mueven a suspender la relación, pero, si lo hace, las razones no pueden ser ni tan generales que parezcan gratuitas, ni tan específicas que resulten ofensivas y puedan servir para iniciar una querella. El médico queda obligado a facilitar al colega elegido por el paciente la información oportuna (antecedentes clínicos, datos analíticos, tratamientos aplicados) para que su colega pueda proseguir la atención de aquél.

Artículo 10. Si el paciente, debidamente informado, no accediera a someterse a un examen o tratamiento que el médico considerase necesario, o si exigiera del médico un procedimiento que éste, por razones científicas o éticas, juzga inadecuado o inaceptable, el médico queda dispensado de su obligación de asistencia.

Este artículo desarrolla algunos aspectos implícitos en el artículo precedente. En concreto establece la conducta que debe seguir el médico cuando se produce un desacuerdo irreductible entre él y el paciente. Tal desacuerdo puede nacer del rechazo del paciente, ya sea por razones económicas, religiosas o de simple opinión, al plan diagnóstico o al tratamiento propuesto por el médico; o porque el médico rechaza como inaceptable la demanda del paciente (por ejemplo, un certificado de complacencia, una baja laboral injustificada, o un aborto).

Son varios los factores sociales que favorecen ese desacuerdo, cuya frecuencia será probablemente mayor en el futuro: el creciente pluralismo ético de la sociedad; la mentalidad consumista difundida entre mayor número de pacientes, que tiende a crear la noción de Medicina "a la carta"; el protagonismo creciente de los enfermos en la toma de decisiones clínicas, que irá incrementándose a medida que crezca la cultura sanitaria divulgada a través de los medios de comunicación; y, finalmente, la desconfianza creada por la denuncia de ciertos abusos, reales o imaginados, de médicos que han procedido a practicar análisis o tratamientos sin conocimiento del paciente.

El médico debe informar al paciente de las razones por las que no puede permitirse acceder a sus deseos. Si, después de una razonable discusión, no es posible llegar a un acuerdo, procederán a suspender la relación de un modo correcto y educado. A diferencia de lo señalado en el artículo anterior, y en virtud de la especial naturaleza de la ruptura de la relación médico-paciente aquí contemplada, el médico queda libre para decidir en conciencia si presta o no ayuda al enfermo en la búsqueda de un colega que quiera acceder a sus pretensiones. Obviamente, no está obligado a hacerlo. Ni podrá moralmente hacerlo, si para él tal ayuda equivale a una cooperación al mal. Está muy difundida, sin embargo, la idea de que, en caso de producirse un desacuerdo por razones morales (por ejemplo, sobre un aborto), el médico está obligado a indicar a la paciente qué otro colega lo puede practicar. En la Declaración de Oslo, la A.M.M. dice: "Si el médico estima que sus convicciones no le permiten aconsejar o practicar un aborto, puede retirarse del caso siempre que se asegure que un colega competente sigue prestando asistencia médica". Esta norma fue establecida tiempo atrás, para el entonces llamado aborto terapéutico, porque se tenía la idea, hoy superada, de que, en ciertas circunstancias muy graves y excepcionales, era necesario practicar el aborto para salvar la vida de la madre. Esa norma es abusiva e irrespetuosa para la conciencia del médico, pues éste no puede vivir una doble moral y juzgar que lo que se prohíbe moralmente a sí mismo por considerarlo una grave infracción deontológica, puede ser lícitamente practicado por otros colegas de moral más relajada.

Ver también, sobre la deontología de la suspensión de cuidados, los artículos 27.1 (desacuerdo en materias de reproducción y aborto) y 6 (huelga médica).

Artículo 11.1. Los pacientes tienen derecho a recibir información sobre el diagnóstico, pronóstico y posibilidades terapéuticas de su enfermedad; y el médico debe esforzarse en facilitársela con las palabras más adecuadas.

Se impone aquí al médico el deber de informar a su paciente de lo más significativo de su enfermedad, como respuesta lógica al derecho de éste a saber sobre la naturaleza de los síntomas, las medidas diagnósticas que son del caso, los resultados favorables e indeseados que cabe esperar del tratamiento, y el pronóstico. Se trata no sólo de informar al paciente, para aliviar su ansiedad, sino de hacerlo de modo que participe en la tarea de tomar decisiones.

Consagra este artículo uno de los progresos más sustanciales de la ética médica contemporánea: el acceso del paciente a la condición de persona moral, libre y responsable, capaz de asumir conscientemente su enfermedad y su tratamiento, aceptándolo, rehusándolo o escogiendo, cuando es posible, entre las distintas opciones que se le ofrecen. Es deber del médico ayudar al paciente a sopesar riesgos y beneficios y a decidir de modo maduro, consciente y responsable.

La madurez moral del paciente es fuente de muchos de sus derechos. Los apartados 5 y 6 del artículo 10 de la Ley General de Sanidad incluyen entre los derechos de todos, en la Medicina pública lo mismo que en la privada, el de "que se le dé en términos comprensibles, a él y a sus familiares o allegados, información completa, verbal y escrita, sobre su proceso, incluyendo diagnóstico, pronóstico y alternativas de tratamiento" y el de "la libre elección entre las opciones que le presente el responsable médico de su caso". Puede el enfermo renunciar a ese derecho, y el médico deberá respetar, mientras sea razonable, el deseo de ignorar del paciente, que es muchas veces prueba de confianza en la competencia y honradez del doctor. Pero, directamente o por medio de algún allegado, el médico hará saber al paciente lo que éste no pueda éticamente ignorar.

La información ha de darse con las palabras más adecuadas: ha de ser sencilla y comprensible, esto es, adaptada a cada paciente, prestando atención a lo que tiene importancia para el médico y también, y no menos, a lo que preocupa al paciente. Ha de ser delicada para no dañar, por su forma o su contenido, al enfermo. Es incompetente el médico que, al informar, confunde al paciente o lo deja más ansioso. Conviene no emplear tecnicismos, que en el pasado pudieron servir como recurso paternalista o medio de sugestión. Conviene que el ejercicio del deber de informar no asuma un sesgo defensivo, legalista. Por el contrario, ha de desarrollarse en una atmósfera rica en humanidad. De ello trata también el artículo 11.4.

Artículo 11.2. Cuando las medidas propuestas supongan un riesgo importante para el paciente, el médico proporcionará información suficiente y ponderada, a fin de obtener el consentimiento imprescindible para practicarlas.

En la mayor parte de las ocasiones, es suficiente el consentimiento oral del enfermo al plan que le propone el médico. Si el plan terapéutico no entraña riesgos apreciables, ni siquiera es necesario aludir al consentimiento: éste se supone tácitamente concedido por el paciente por el mero hecho de haber acudido al médico.

Pero si las medidas propuestas por el médico, ya sean exploraciones diagnósticas, ya intervenciones terapéuticas, conllevaran riesgos de consideración, el médico está obligado a informar sobre ellos, sobre el modo de prevenirlos o tratarlos, y si existen otras medidas alternativas posibles. Una vez que el paciente acepta el plan propuesto, el médico recogerá por escrito su consentimiento. El documento, firmado por el paciente, no debería ser demasiado general. En muchas instituciones hospitalarias se suele ofrecer a la firma del paciente una hoja en la que éste concede su autorización para todo género de intervenciones diagnósticas o terapéuticas que los médicos juzguen necesarias para tratar su proceso, incluido su consentimiento para practicar la autopsia o para incluirle en un protocolo experimental. Un documento así es una especie de cheque en blanco que falsifica la verdadera naturaleza ética del consentimiento informado. Tampoco ese documento debería ser demasiado detallado. No deberá incluir una relación pormenorizada de todas las posibles complicaciones, incluidas las más infrecuentes y trágicas. Algunos médicos dan a leer a sus pacientes antes de la firma del consentimiento folletos con información exhaustiva sobre su enfermedad y su tratamiento. Ese modo de proceder busca más la seguridad del médico frente a cualquier litigio por mala práctica, que la sincera, pero compasiva y prudente, información exigida en este artículo.

Es también necesario recoger por escrito el rechazo del paciente al tratamiento propuesto, en especial cuando ese rechazo no ha llegado a romper la relación médico-enfermo.

Artículo 11.3. Si el enfermo no estuviese en condiciones de prestar su consentimiento a la actuación médica, por ser menor de edad, estar incapacitado o por la urgencia de la situación, y resultare imposible obtener el consentimiento de su familia o representante legal, el médico podrá y deberá prestar los cuidados que le dicte su conciencia profesional.

Señala este artículo las excepciones al consentimiento informado del paciente: la incapacidad para consentir, por lo que ha de buscarse una autorización vicaria, y la situación de urgencia que obliga al médico a actuar sin ese requisito ordinario.

En primer lugar, se especifican las circunstancias en que, por no estar el paciente en condiciones de conceder su consentimiento, hay que solicitarlo de sus allegados más próximos o de su representante legal: la pérdida transitoria de la conciencia (traumatizados y comatosos, por ejemplo), la pérdida de la capacidad de juzgar (pero no los trastornos afectivos o neuróticos), la deficiencia mental, la edad infantil. La regla ética para la obtención del consentimiento se superpone a las normas legales y sigue los criterios de proximidad y responsabilidad que gobiernan el consentimiento sustituido. Hay, sin embargo, algunas peculiaridades del consentimiento ético en Medicina. Así, por ejemplo, en la práctica médica pediátrica se afirma cada vez más la costumbre de informar al niño sobre los inconvenientes, molestias y resultados del tratamiento que va a recibir y lograr así su colaboración. Esa información al niño no descarga al médico de la obligación de solicitar, de los padres o tutor, el consentimiento para tratar al menor de edad. El artículo 12 de la Constitución española señala que los españoles son mayores de edad a los dieciocho años. En el Reino Unido, se ha introducido una chocante excepción a la rígida obligación de obtener el consentimiento de los padres para tratar a los hijos de menos de 16 años (límite de la minoría de edad): la administración de anticonceptivos o la práctica de abortos a chicas de menos de 16 años, cuando éstas se oponen a que se informe a los padres.

En segundo lugar, se señala que la urgencia verdadera dispensa de la obligación de obtener el consentimiento. El deber de poner los medios para salvar la vida o evitar daños graves e irreversibles se impone al médico por encima de cualquier otra consideración. Lo razonable es suponer que todos los que se encuentran en una situación de urgencia extrema desean seguir viviendo, por lo que puede presumirse más allá de toda duda razonable que darían su consentimiento al tratamiento. Esto se aplica a todos sin excepción, incluidos los que han intentado el suicidio. La experiencia demuestra que, en la gran mayoría de los casos, el que ha intentado suicidarse agradece la atención médica que le ha rescatado de la muerte. La obligación de tratar en la situación de urgencia no tiene sólo carácter ético: es una obligación legal, tal como se ha señalado al comentar el artículo 4.5.

En analogía con la situación de urgencia, señala el artículo que el médico procederá a tratar sin consentimiento cuando, tras haberlo buscado con diligencia y sin resultado de un allegado o del representante legal, la situación médica así lo exige. Esto puede ocurrir en diversas circunstancias: porque no ha sido posible hablar con quien debería dar el consentimiento, porque se produce un desacuerdo irreductible entre quienes han de decidir, porque habiendo obtenido el médico el consentimiento para una determinada intervención se ve obligado a sustituirla por otra, para la que no había pedido autorización. El artículo destaca la obligación del médico de seguir en tales circunstancias el dictamen de su conciencia, la cual marcará la intensidad y la dirección de su servicio al paciente.

Artículo 11.4. En principio, el médico comunicará al paciente el diagnóstico de su enfermedad y le informará con delicadeza, circunspección y sentido de la responsabilidad, del pronóstico más probable. Lo hará también al familiar o allegado más íntimo o a otra persona que el paciente haya designado para tal fin.

Trata este artículo de una importante obligación del médico: la de decir la verdad al paciente. Este deber aparece ya señalado en los artículos 11.1 y 11.2, como elemento esencial para la obtención del consentimiento informado. Pero se reitera aquí en el contexto del diagnóstico y el pronóstico de enfermedades serias o graves.

Un modo de respetar al paciente como persona es decirle la verdad. Eso forma parte de la relación ordinaria entre médico y enfermo. No se pueden excluir de la información debida extremos como el diagnóstico y la causa de la enfermedad, si fuera conocida; el pronóstico, en lo referente al restablecimiento de la salud o a las limitaciones permanentes que ésta cause en la capacidad laboral y de relación. El médico responderá a las preguntas que le haga el paciente, pues no es correcto engañarle o mantenerle en la incertidumbre acerca de cómo podrá evolucionar su dolencia. Responder a las preguntas razonables del paciente o de sus allegados es una obligación ética.

Esa información ordinaria debe darse con delicadeza, circunspección y sentido de la responsabilidad. La delicadeza alude a la obligación de decir la verdad sin herir: nada tiene que ver, pues, con el engaño benigno, manifestación de mal paternalismo, que prejuzga que el paciente es incapaz de asumir responsablemente su propio destino personal. La mentira, aunque sea piadosa, aparte de ser un desdoro ético en quien la dice, contribuye a empequeñecer moralmente al enfermo.

Trata también el artículo de quiénes pueden ser los destinatarios de esa información. En principio, es el paciente. A semejanza de lo que sucede con el consentimiento informado, pueden hacer las veces del enfermo otras personas, el familiar o allegado más próximo, o el destinatario que el mismo paciente haya designado con tal fin. También el paciente puede prohibir al médico que comunique esos datos a determinadas personas. El médico debe seguir en esto la voluntad del paciente.

Artículo 11.5. En beneficio del paciente puede ser oportuno no comunicarle inmediatamente un pronóstico muy grave, aunque esta actitud debe considerarse excepcional con el fin de salvaguardar el derecho del paciente a decidir sobre su futuro.

Decir la verdad requiere tener en cuenta las circunstancias de cada caso. Se ha dicho que la verdad médica es un fármaco de enorme potencia que hay que saber dosificar en el tiempo. A ello alude este artículo, cuando establece que, en ciertos casos, el médico debe esperar al momento oportuno para comunicar un pronóstico grave o fatal.

El médico que no atendiera a las circunstancias podría provocar el derrumbamiento moral del enfermo o de su familia con una verdad administrada de un golpe. Ha de determinar qué noticias ha de dar y cuándo. Habrá de añadir a la verdad sencilla y exacta un mensaje de esperanza, pues nada hay más falible que los tajantes pronósticos médicos a plazo fijo. No puede el médico olvidar que los pacientes tienen una increíble capacidad de adaptación a las limitaciones que impone la enfermedad. Y que la confianza para afrontar las duras pruebas que guarde el futuro asienta en buena parte en la seguridad de que el médico seguirá a su lado, no le abandonará en los momentos difíciles.

En el fondo, el artículo 11.5 viene a afirmar que no hay contradicción entre sinceridad y compasión verdadera. Los pacientes descubren, más o menos temprano, cuál es la dirección y el curso de su enfermedad: lo ven en la marcha de los síntomas y en los efectos del tratamiento, y también en la cara y los gestos del médico y de los familiares. El médico preferirá siempre decir la verdad, por respeto al paciente como persona. El Código considera que ese retraso en informar es algo excepcional. Privar al paciente de saber que su pronóstico es infausto a breve plazo es un abuso, un fracaso profesional, pues priva al paciente de su derecho a decidir sobre el importantísimo final de su vida. El médico sabrá con su experiencia elegir los momentos y las palabras para ir administrando las dosis de verdad que el paciente pueda asimilar en cada momento.

Artículo 12. Es derecho del paciente obtener un certificado o informe, emitido por el médico, relativo a su estado de salud o enfermedad, o sobre la asistencia que le ha prestado. El contenido del dictamen será auténtico y veraz y será entregado únicamente al paciente o a otra persona autorizada.

La función de certificar presupone en el médico el conocimiento de este artículo y de las regulaciones administrativas pertinentes contenidas en el Título VI de los EGOMC. Se establece en ellas que la OMC es el único organismo legitimado para editar y distribuir los impresos en que han de extenderse los Certificados, para fijar sus clases y su importe, para inspeccionar el uso que se hace de ellos y establecer el destino que se da a las cantidades recaudadas por la venta de los impresos.

Conviene señalar que, aunque el certificado médico oficial y el informe médico son de naturaleza y surten efectos jurídicos y administrativos diferentes, las obligaciones éticas del médico son las mismas en uno y otro caso.

1. El artículo 12 impone al médico la obligación de certificar. El ordenamiento jurídico establece, en efecto, que para adquirir o consolidar ciertos derechos, para obtener determinadas compensaciones económicas o para justificar la ausencia del trabajo, los pacientes presentarán ante terceros un testimonio médico, que dé fe de ciertos extremos. De esa obligación, legal o reglamentaria, que los interesados tienen de presentar una certificación médica, se deduce la obligación, legal y también deontológica, del médico de expedir las correspondientes certificaciones, pues, en caso contrario, el médico les causaría un perjuicio. La Ley General de Sanidad incluye entre los derechos de todos los usuarios ante las distintas administraciones públicas sanitarias, el de que "se les extienda certificado acreditativo de su estado de salud, cuando su exigencia se establezca por una disposición legal o reglamentaria" (Artículo 10, 8). El mismo derecho asiste a los pacientes que son atendidos en la Medicina privada. Sin embargo, el médico puede y debe negarse a extender un certificado cuando no tiene conocimiento directo del asunto sobre el que se le solicita testimonio, o cuando se le pide una certificación tendenciosa, porque oculta algún aspecto sustantivo de la realidad o porque trata de defraudar la fe pública.

2. En segundo lugar, el artículo 12 indica los temas sobre los que versa la certificación: el estado de salud o enfermedad del interesado o la asistencia médica que se le ha prestado. No parece prudente, sin embargo, expedir certificados en los que se hace constar que alguien goza de buena salud: el médico se limitará a señalar que no ha observado signos patológicos en cada uno de los sistemas que haya explorado. En lo relativo a la certificación de enfermedad, el médico señalará su naturaleza, los datos objetivos en que ha basado el diagnóstico y las circunstancias significativas -de evolución, tratamiento, económicas o de otro tipo- que sean necesarias para que el destinatario del certificado pueda disponer de los necesarios elementos de juicio. El médico certificará también acerca de los cuidados que ha prestado al paciente, enumerando con rigurosa precisión el número de visitas, la naturaleza de las exploraciones o intervenciones practicadas, los desplazamientos realizados, a fin de que se pueda evaluar el montante de las indemnizaciones que deberá recibir.

3. En tercer lugar, el artículo 12 señala que lo más importante en lo certificado es que sea auténtico y veraz. Auténtico significa aquí que esté autorizado, que haga fe pública. El médico ha de prestar atención a ciertos detalles formales del certificado (su nombre y número de colegiado, lugar y fecha real en que el documento es redactado, destinatario y efectos del documento, firma auténtica, letra manuscrita clara y legible). El texto, conciso y unívoco, ha de expresar lo estrictamente necesario y nada más. Es inadecuado el certificado que se limita a establecer los diagnósticos finales, que pueden ser puestos en duda por otros expertos. Un buen certificado describe los hallazgos clínicos o de autopsia, las alteraciones de la conducta, los resultados reales de las exploraciones realizadas, con precisión y detalle suficiente, para que puedan ser interpretados por otros expertos.

Certificar significa hacer cierto, conferir la calificación de verdadero a lo que se afirma. Al extender el certificado, el médico actúa como un notario, que da fe pública de lo que afirma. Goza, en su condición de experto, de la confianza de la sociedad. Es inético y vergonzoso abusar de ella y colocar la mentira en el lugar de la verdad. Es, además, una injusticia, pues su mentira causa ventajas indebidas a unos y, muchas veces, perjuicios gratuitos a otros. En determinadas circunstancias, la falsificación del certificado es también un delito, a tenor del artículo 311 del Código Penal: "El facultativo que librare certificado falso de enfermedad o lesión con el fin de eximir a una persona de algún servicio público será castigado con las penas de arresto mayor y multa de 30.000 a 60.000 pesetas".

No basta que el médico quiera decir la verdad. Es necesario que la investigue a conciencia, que compruebe cada uno de los datos que certifica. No puede hacer suposiciones, todo lo bienintencionadas y sinceras que se quiera, pero no son la verdad objetiva; ni todavía menos puede ocultar una parte significativa de la realidad. Debe distinguir claramente y sin ambigüedad entre lo que observa en el sujeto que tiene delante y lo que éste le pueda contar o relatar. Cuando no quedan nítidamente diferenciadas en un certificado qué cosas han sido comprobadas objetivamente por el médico y qué otras corresponden a lo que el solicitante del certificado experimenta subjetivamente o declara, el resultado inevitable es la confusión de quien ha de interpretar el contenido del certificado. Lo ideal sería que los certificados no contuvieran más que datos comprobados por el médico. El Código de Londres dice escuetamente: "El médico certificará sólo lo que haya comprobado personalmente".

4. La obligación de certificar verazmente queda confirmada por la penalización del certificado falso que establecen los EGOMC, que califican de falta grave "la emisión de informes o expedición de certificados con falta a la verdad" (artículo 64, 3. e). Está, pues prohibido, expedir certificados de complacencia o falsos. El certificado de complacencia es un reflejo del clima moral que afecta a una buena parte de la sociedad. Muchas personas de buena fe, pero mal informadas, se creen autorizadas a acceder a ciertas ventajas económicas o sociales a las que no tienen derecho (absentismo laboral o escolar, compensaciones económicas por lesiones o enfermedad, facilitación del divorcio, liberación de obligaciones) si presionan al médico para que desfigure la realidad que ha de certificar: proyectan sobre el médico su propia relajación moral y se sienten ofendidos si éste no se doblega ante sus pretensiones. Nunca el médico podrá suscribir deliberadamente un certificado falso. Tiene obligación de ayudar a su paciente para que acceda a todos los beneficios y exenciones que le correspondan en justicia, pero no cederá ante sus exigencias abusivas. Es inética la complicidad con el paciente para defraudar a un tercero.

Antes de poner su firma al certificado o al informe, el médico deberá releerlo atentamente: en un documento de tanta seriedad no es admisible la inclusión de datos analíticos ficticios, mentiras en la designación y número de los actos médicos realizados, deslices en el monto de los honorarios percibidos, y otras cosas por el estilo. Los jueces tienen derecho a interpretar que esas deformaciones de la verdad no son errores involuntarios, sino resultado de la falta de rectitud moral. Cada vez que un médico certifica en falso daña además el prestigio moral de todos los colegiados.

5. Al certificar, el médico cuidará del secreto profesional y de la seguridad de su paciente. Sólo el paciente, o quien haya sido autorizado por él, está titulado para solicitar y recibir el certificado. El médico no puede acceder a la petición de un cualquiera para que certifique sobre el estado de salud física o mental de uno de sus enfermos. Al redactar el certificado o informe, deberá tener presente el destino que se va a dar al documento que suscribe, destino que quedará expresamente señalado por medio de la fórmula usual "Y para que conste a tal o cual efecto". Además, el médico deberá advertir al peticionario de las posibles consecuencias adversas que pudiera acarrearle alguno de los datos que figuran en el certificado.

Consecuencia lógica del deber de confidencialidad es no entregar el certificado sino al que legítimamente lo ha solicitado. Si hubiera de enviarlo por correo o recadero, deberá tomar el médico las medidas para que la entrega del pliego correspondiente se haga al interesado en propia mano. Confiando en la inviolabilidad de las comunicaciones postales, podrá usar el correo certificado con acuse de recibo. Si el que solicitó el certificado estuviera imposibilitado para recogerlo, el médico, considerando prudentemente las circunstancias, podrá entregarlo a un pariente o allegado que considere suficientemente cualificado.

Artículo 13. El trabajo en equipo no impedirá que el paciente conozca cuál es el médico que asume la responsabilidad de su atención.

En la atención médica moderna, tanto la que se presta a pacientes ambulatorios como a los ingresados en el hospital, exige la participación de varios médicos dispersos o que forman equipo. Uno de ellos ha de asumir ante el paciente el papel de médico responsable. Ello responde a la necesidad tanto de coordinar la atención y de dirimir los conflictos que puedan surgir en el seno del equipo de cuidados, como de garantizar al paciente hospitalizado que pueda disfrutar del carácter personal de la atención médica. En sus relaciones con los pacientes, el médico debe huir del anonimato. Para él, todo paciente tiene nombre propio. El trabajo en equipo no puede diluir la responsabilidad personal de ningún médico, pero tampoco puede suplantar la figura del médico responsable que ha de dirigir y coordinar la atención al enfermo.

Los que dirigen los servicios hospitalarios deben velar para que se cumpla este deber deontológico, que es también una obligación legal. En efecto, todos los usuarios de los Servicios Públicos de Salud, de acuerdo con el artículo 10, 7, de la Ley 14/1986 General de Sanidad, tienen derecho "a que se le asigne un médico, cuyo nombre se le dará a conocer, que será su interlocutor principal con el equipo asistencial. En caso de ausencia, otro facultativo del equipo asumirá tal responsabilidad".

Artículo 14. El consultorio deberá ser acorde con el respeto debido al enfermo y contará con los medios adecuados para los fines a cumplir.

Este artículo marca los rasgos fundamentales que ha de tener el lugar al que acuden los pacientes para recibir atención médica: decoro, dotación técnica y ubicación.

1. La práctica de la medicina requiere una instalación decorosa y digna. El lugar donde el médico entrevista y explora a sus pacientes, lo mismo que la sala de espera y las instalaciones higiénicas anexas, han de estar limpios y confortables. Con desdichada frecuencia, se descuidan detalles que, a los ojos de los enfermos, poseen una importancia muy grande: salas de espera de consultas o ambulatorios con asientos insuficientes e incómodos, publicaciones de entretenimiento de escasa calidad y miserable estado de conservación; aseos que no son acordes con un mínimo de dignidad humana.

Es condenable la conducta de los médicos que citan a los pacientes, muy frecuentemente en ayunas, para condenarlos después a una espera interminable: parece que han olvidado que una parte importante de la dignidad del consultorio es la puntualidad con que se atiende a los pacientes citados. Si alguna vez no fuera posible recibirles puntualmente, se les debe pedir disculpas.

2. Según cuál sea la especialidad practicada, los consultorios o ambulatorios varían notablemente entre sí. Pero todos ellos deberán estar equipados con el instrumental y medicamentos necesarios para atender a dos órdenes de servicios: para prestar una asistencia ordinaria de calidad y al día y para hacer frente a los incidentes y accidentes que se produzcan en el curso de las intervenciones, diagnósticas o terapéuticas, que allí se practican (ver los comentarios a los artículos 21.1 y 22.1).

El médico puede incurrir en falta profesional o en negligencia culpable si no tiene al alcance de la mano en el consultorio lo necesario para intervenir en casos de urgencia. No puede poner temerariamente a sus pacientes en situaciones de riesgo serio por tener mal equipado su consultorio o por carecer de la ayuda de personal competente. Fuera de casos de excepcional urgencia, el médico no puede llevar a cabo intervenciones ambulatorias, si no dispone de suficientes medios técnicos para realizarlas y para mantener después de ellas la vigilancia debida.

3. La ubicación del consultorio no es indiferente desde el punto de vista deontológico. Esté localizado en un domicilio particular, en un ambulatorio o en un hospital, el consultorio es, por principio, una instalación permanente, con una dirección fija y un horario bien definido. Por tanto, han de desaconsejarse los consultorios itinerantes. No es hoy admisible recibir a los pacientes en lugares tales como habitaciones de hotel, reboticas, locales arrendados por unos días, etc.

El consultorio del médico no debe estar demasiado próximo o coincidir con el lugar donde se ejercen determinadas actividades. Es una tradición deontológica la prohibición de situar un consultorio en la vecindad inmediata de locales comerciales que negocian en productos que son recetados o aconsejados por el médico. Entre esos locales comerciales se incluyen las farmacias, las tiendas de óptica y prótesis auditivas, de materiales ortopédicos, de alimentos dietéticos, y también los institutos de estética y fisioterapia, o cualquier otro establecimiento que se dedique a producir o a vender sustancias a las que se atribuye efectos preventivos o curativos (véase artículo 44.4).

Los médicos no podrán aprovechar la ocasión de trasladar de lugar su consultorio para hacerse publicidad: se limitarán a comunicarlo a sus colegas y a sus pacientes por medio de una carta circular, en la que señalarán la nueva dirección y el horario de consultas. Podrán también, previa autorización de la Comisión de Deontología del Colegio, insertar un anuncio al efecto en la prensa local.

Artículo 15.1. El acto médico quedará registrado en la correspondiente historia o ficha clínica. El médico tiene el deber, y también el derecho, de redactarla.

Este primer artículo sobre la historia clínica establece, por un lado, la necesidad de que el médico registre sus actos médicos en el correspondiente documento clínico. Y señala, por otro, que llevar la historia clínica no sólo es un deber: es también un derecho del médico. El médico goza de amplia libertad para decidir el formato (historia o ficha) y el contenido de ese importante documento.

La seriedad que deben tener sus encuentros con los pacientes sería razón suficiente para obligar al médico a abrir y mantener al día sus historias clínicas. Ninguna circunstancia le exime de ese deber, tanto más cuanto que el Código autoriza a los médicos a dar a sus protocolos clínicos la sencilla estructura de una ficha. La historia clínica es uno de los indicadores más fiables de la profesionalidad y de la competencia del médico, pues le permite revisar, en un momento, la naturaleza y evolución de las enfermedades de su paciente y, a cualquier otro médico, hacerse cargo y enjuiciar clínicamente un caso aún antes de examinarle personalmente. Esto es muy importante ahora en que muchos enfermos son atendidos, en el hospital o en el ambulatorio, por diferentes médicos.

La historia clínica tiene, además, un valor jurídico: convertida en prueba material por orden del juez, puede ser la mejor protección del médico contra las reclamaciones o litigios por mala práctica o, por el contrario, la más eficiente pieza condenatoria que se puede esgrimir contra el médico, pues es el testigo más objetivo de la calidad, o de la falta de calidad, del trabajo del médico. El juez puede ordenar el secuestro de una historia clínica o de un archivo cuando así lo exige el procedimiento judicial. Conviene señalar a este efecto que manipular o falsificar las historias, en cuanto documentos de potencial valor probatorio, constituye mala conducta profesional. En una reciente decisión de la Comisión de ética de la Asociación Médica Británica se dice lo siguiente: "El médico que hiciera en la historia clínica de un paciente una anotación a sabiendas de que es falsa o engañosa, o modificare una anotación previa añadiéndole, o sustituyéndola por información falsa, o suprimiere información verdadera con la intención de engañar, es culpable de falsificación deliberada de la historia clínica. Esa es una acción inética y el médico que actúa así será sometido, si el asunto es denunciado a la Comisión, a un expediente disciplinario".

Por eso, llevar al día la historia clínica es un derecho del médico, es decir, éste tiene derecho a obtenerla personalmente y a disponer del tiempo y de los medios necesarios para redactarla. La historia clínica es una muestra tangible de la competencia profesional de su autor. Es también un índice fiable del respeto que profesa a sus enfermos, respeto que queda materialmente manifestado en el formato del protocolo clínico, en su legibilidad y en el cuidado con que se conserva. Muchas historias clínicas, lo mismo en hospitales que en consultorios, son incompletas, están desordenadas, resultan difíciles de leer o ilegibles. Son, desde el punto de vista médico-legal, potencialmente desastrosas.

Para ser útil, la historia ha de ser: a) completa, con datos suficientes y sintéticos sobre la enfermedad actual y la anamnesis remota, con los hallazgos de la exploración física y de laboratorio, y con las razones que justifican el diagnóstico y el tratamiento; b) ordenada, es decir, que las anotaciones aparezcan en su orden sucesivo y debidamente fechadas, sin datos o papeles irrelevantes; c) que sea inteligible, es decir, que esté escrita en letra legible, en frases concisas y comprensibles; y d) que sea respetuosa, sin afirmaciones hirientes para el propio enfermo, para otros colegas, o para la institución o sus directores.

Artículo 15.2. El médico está obligado a conservar los protocolos clínicos y los elementos materiales del diagnóstico. En caso de no continuar con su conservación por transcurso del tiempo, podrá, previo conocimiento del paciente, destruir el material citado, sin perjuicio de lo que disponga la legislación especial.

1. Este artículo trata, en su primera parte, de la obligación de conservar las historias clínicas. El archivo del médico tiende a ocupar un volumen cada vez mayor, lo que crea problemas no sólo de espacio, sino también de manejo. Se plantea entonces un conflicto entre el interés por conservar, por razones asistenciales, científicas, histórico-médicas o jurídicas, y la necesidad de eliminar material de poco interés o ya obsoleto o inútil. Existe una obligación de conservar. Y por ella, el médico debe cuidar, personalmente o a través de la institución en que trabaja, de la seguridad física de su archivo, protegiéndolo contra los riesgos de robo, incendio, deterioro o violación del secreto.

Un punto que el artículo no determina es el del plazo durante el cual deben conservarse los protocolos clínicos. Se suele señalar como mínimo el de cinco años, pero se deja a la prudencia del médico determinar ese plazo. Hoy se camina hacia el empleo, en los grandes hospitales y ambulatorios, pero también en la consulta del médico, de procedimientos de almacenamiento de datos que permiten conservar en un pequeño volumen gran cantidad de información escrita, e incluso gráfica, y de acceder a ella con rapidez, tales como el archivo en soporte óptico (microfilm) o informático (disquetes o cintas magnéticas). Son de aplicación aquí las normas dadas por la Asociación Médica Mundial en sus Postulados sobre el uso de ordenadores en Medicina, en los que impone el deber de cuidar escrupulosamente el secreto y la seguridad de la información guardada, y de oponerse a las legislaciones que puedan poner en peligro el secreto médico; declaran los Postulados que no se vulnera el secreto con ocasión de investigaciones científicas, auditorías administrativas o estudios similares, siempre que la información utilizada no identifique, directa o indirectamente, a los pacientes y señalan, finalmente, que los bancos de datos médicos no pueden estar conectados con otros bancos de datos.

2. En su segunda parte, el artículo trata del destino de las historias y de sus elementos materiales cuando, por muerte del paciente o por hacerse obsoleta la información, ésta ya no tiene interés. El problema puede ser agudo cuando falta espacio para conservar los protocolos clínicos completos. Una situación similar puede darse cuando el médico cesa en su trabajo por alguna razón (incapacidad o muerte, retiro voluntario o prolongada suspensión disciplinar): de esta eventualidad da cuenta el Artículo 20.

Artículo 15.3. Las historias clínicas se redactan y conservan para facilitar la asistencia del paciente. Se prohíbe cualquier otra finalidad, a no ser que se cumplan las reglas del secreto médico y se cuente con la autorización del médico y del paciente.

La finalidad prevalente de la historia clínica es asistencial: es un compendio de la biografía clínica del paciente y de las intervenciones del médico. éste no puede retener en su memoria todos los datos que necesita para evaluar cada situación y perdería un tiempo precioso si tuviera que interrogar al paciente para reconstruir con precisión algún aspecto de su enfermedad.

Cualquier utilización de las historias ajena a la estricta asistencia al paciente (administrativa, de control laboral, para prácticas de auditoría, por ejemplo) deberá cumplir dos condiciones: no dañar la confidencialidad y contar con el consentimiento libre e informado del médico y del paciente. En el Capítulo siguiente, sobre el secreto profesional del médico, se alude a la necesidad de mantener la más completa independencia y separación entre la información clínica y los datos administrativos y de control (artículo 17.2) y a la norma de que, por pertenecer las historias clínicas al ámbito asistencial, deberán estar bajo el control de un médico (artículo 19.2).

Se va generalizando el derecho del paciente, establecido ya por ley en algunos países, a retener en su poder la historia clínica o a obtener una copia de ella siempre que la solicite. Esto puede traer al médico algunas complicaciones derivadas de los comentarios que haya hecho en la historia y que pudieran ser considerados ofensivos por el paciente. Algunos médicos han optado, en esas circunstancias, por llevar dos historias clínicas: una con los datos objetivos y los elementos materiales del diagnóstico, que puede ser fácilmente comunicada al paciente; otra, que contiene las consideraciones y comentarios del médico, que son pro-piedad intelectual suya, y que no tienen por qué ser entregadas al paciente.

Artículo 15.4. El análisis científico y estadístico de los datos contenidos en las historias y la presentación de algunos casos concretos pueden proporcionar informaciones muy valiosas, por lo que su publicación es autorizable desde el punto de vista deontológico, con tal de que se respete el derecho de los pacientes a la intimidad.

Gran parte de la investigación biomédica, aunque no la más eficiente, se basa en el análisis retrospectivo (epidemiológico, clínico o histórico-médico) de un gran número de historias o en la presentación de casos de gran interés médico. Este artículo trata específicamente de las condiciones deontológicas para usar las historias clínicas con fines de investigación o publicación.

Reconocida la dignidad ética de la investigación biomédica, el artículo establece la norma específica de respetar la intimidad de los pacientes, cuidando el médico de que, en su publicación, sea imposible la identificación personal de los pacientes. Cuando se analizan archivos clínicos, los investigadores limitarán sus pesquisas exclusivamente a los aspectos concretos sobre los que verse su trabajo. Es muy conveniente también "anonimizar" las historias, eliminando los datos de identificación de los pacientes y sustituyéndolos por claves numéricas o de otro tipo. Al publicar esas investigaciones, se eliminará todo dato que pueda contribuir a identificar al paciente: no incluirán en la descripción de sus casos ni el nombre, las iniciales o el número de las correspondientes historias clínicas; no revelarán sino los datos científicamente relevantes; las fotografías de los pacientes no permitirán su identificación o, en caso contrario, sólo podrán publicarse si el paciente ha dado libremente su consentimiento. Estas reglas figuran entre las establecidas por el Comité Internacional de Editores de Revistas Médicas en sus Requisitos de uniformidad para manuscritos que se envían para publicar.

Artículo 15.5. El médico está obligado, a solicitud y en beneficio del enfermo, a proporcionar a otro colega los datos necesarios para completar el diagnóstico, así como a facilitarle el examen de las pruebas realizadas.

La responsabilidad del médico sobre su archivo es plena. Al médico le compete decidir si permite el acceso del paciente a la historia (aunque las legislaciones modernas reconocen al paciente el derecho de examinar su historia y obligar al médico a suprimir datos que el paciente considere impropios). Le compete determinar qué datos y qué elementos materiales del diagnóstico transmite al colega que atiende ahora al paciente.

A veces, el paciente pide al médico la historia que éste conserva en su archivo porque la necesita para obtener determinados beneficios o compensaciones económicas. Otras veces, son inspectores, jueces u otros médicos quienes las reclaman con los correspondientes fines específicos: control de prestaciones, administración de justicia, asistencia al paciente. El médico considerará cada caso en particular y actuará según las circunstancias. No podrá nunca obstruir la acción judicial ni causar dificultades o perjuicios a su paciente, pues en toda circunstancia le obliga el precepto de no causarle daño. La disposición ética del médico es estar abierto a cualquier cooperación que vaya en interés sanitario de sus enfermos.

Pueden a veces plantearse al médico conflictos en relación con la entrega de elementos materiales considerados valiosos (desde el punto de vista científico, documental, docente o jurídico) que le son reclamados por el paciente. Es legítima la aspiración del médico a retenerlos, pero nunca puede prevalecer su interés sobre el interés y el bienestar del enfermo. El médico podrá retener el original, si es suficiente una copia de los resultados analíticos o exploratorios o una reproducción (fotografía, xerocopia) de un documento gráfico. En caso contrario, deberá dejar en préstamo el material que necesita el paciente. Un patólogo, por ejemplo, no puede negarse a prestar para que los evalúe un colega los cortes histológicos representativos de una biopsia, pues su negativa a cederlos obligaría a practicar una nueva toma de tejido. Una vez estudiado ese material, deberá serle devuelto.

Según la tradición deontológica, el médico debe entregar al paciente los resultados de las pruebas diagnósticas aun cuando éste no pueda pagar los gastos y honorarios devengados por ellas, pues, si no lo hiciera, podría causarle un daño. Nunca el médico puede perjudicar a ningún paciente en ninguna circunstancia. El médico sabe que entre los pacientes que acuden a él no faltan algunos desaprensivos que, pudiendo hacerlo, se niegan a pagar sus honorarios. Es preferible ser burlado por un sinvergüenza que hacer daño a un hombre honrado. Aunque gracias a la socialización de la Medicina y a los sistemas de seguros privados, la situación aquí aludida es cada vez menos frecuente, esta conducta manifiesta de un modo muy diáfano que el ejercicio de la Medicina no es un negocio comercial, sino un servicio.

buscador-material-bioetica

 

widget-twitter