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Comentarios al Código de Ética y Deontología Médica

Índice del Libro

Capítulo II: Principios generales

Artículo 4.1. La profesión médica está al servicio del hombre y de la sociedad. En consecuencia, respetar la vida humana y la dignidad de la persona y el cuidado de la salud del individuo y de la comunidad, son los deberes primordiales del médico.

Este artículo contiene una doctrina densa y abundante, hasta el punto de que se puede afirmar que en él se recapitulan los grandes principios de toda la Deontología. Para poner orden en el comentario que sigue, convendrá analizar sucesivamente los siguientes cinco puntos:

1. El carácter de servicio que se atribuye a la profesión médica.

2. Las dimensiones individual y social de la vocación médica.

3. El respeto como actitud ética fundamental del médico.

4. Los destinatarios primarios de ese respeto: la vida humana y la peculiar dignidad del hombre, especialmente del hombre enfermo.

5. El deber de cuidar la salud, tanto a nivel individual como comunitario.

1. El trabajo profesional del médico es un servicio.

La Medicina dispone hoy de un increíble poder para manipular al hombre. En el contexto deontológico, sin embargo, el médico renuncia a ser un dominador de sus semejantes y se establece entre ellos como un servidor. Su empleo del tiempo, su vida familiar, sus diversiones o su descanso, ceden ante las necesidades de sus enfermos, con el fin de estar disponible para cuidar de su salud. Este compromiso de servir aparece en muchos textos deontológicos fundamentales: "Prometo solemnemente consagrar mi vida al servicio de la humanidad" (Declaración de Ginebra); "El médico debe, en todos los tipos de práctica médica, empeñarse en ofrecer su servicio profesional con competencia, plena independencia técnica y moral, con compasión y respeto por la dignidad del hombre" (Código de Londres); "Es privilegio del médico practicar la Medicina en servicio de la humanidad" (Declaración de Tokio).

El servicio del médico consiste ordinariamente en la conjunción de disponibilidad, competencia y respeto, con la que acude en ayuda de quien le necesite; en ocasiones extraordinarias, ha de ser también altruismo que lleva incluso a arriesgar la propia vida para rescatar la del prójimo. Esta disposición jamás puede degenerar en servilismo, es decir, en una sumisión ciega a las órdenes de otros, ya se trate de los titulares del poder político, de los burócratas de la administración sanitaria, de los ricos, o de los pacientes que piensan que el médico es un técnico cualificado que ejecuta los encargos que se le ordenan.

El servicio que el médico presta al enfermo reconoce que paciente y médico poseen la misma e idéntica dignidad, e incluye necesariamente la ciencia y la conciencia de un hombre libre que, por vocación y voluntariamente, sirve a sus semejantes, a los que respeta y que se respeta a sí mismo.

2. Las dimensiones individual y social del servicio médico.

Aunque las obligaciones sociales del médico se tratan en los artículos 5.1 y 5.2, conviene señalar aquí que el médico no puede limitar su atención a los pacientes individuales: tiene que asumir también ciertas responsabilidades sociales. En la inmensa mayoría de los países avanzados, los profesionales de la Medicina, sean las que fueren sus convicciones políticas y sociales, han hecho posible, con su participación, el fenómeno de la socialización de la Medicina. La profesión médica se ha puesto al servicio de la comunidad: lo están de modo particularmente intenso los médicos que trabajan en el área de la salud pública, los que ejercen en el primer nivel de la asistencia (Medicina familiar y comunitaria), y los que colaboran con la administración pública en la organización de la asistencia sanitaria. Aunque, paradójicamente, se ha dicho que la Medicina es demasiado importante para dejarla en manos de los médicos, conviene señalar que la Medicina, incluso en sus aspectos macroeconómicos y de planificación general, presenta problemas para cuya resolución acertada se necesitan conocimientos médicos específicos y el sentido moral que presta la ética profesional.

3. El respeto, actitud deontológica fundamental.

El artículo establece que el deber primordial del médico, del cual nacen todos los demás, es el respeto deontológico. éste incluye las manifestaciones, importantísimas, de la cortesía y la buena educación propias de la convivencia humana civilizada. Pero es mucho más, pues viene a ser como el sistema nervioso del organismo moral.

La calidad y la abundancia de la vida moral depende, en general, de la capacidad de captar y de responder a los valores morales. El respeto ético afina nuestra sensibilidad para percibirlos. Tomemos, por ejemplo, el valor del tiempo del paciente. Hay médicos que, por inadvertencia, quizá por arrogancia, piensan que el tiempo del enfermo carece de valor o que tiene un valor muy inferior al suyo propio. Estos médicos citan descuidadamente o a deshora a sus pacientes y les someten a esperas interminables: no se dan cuenta de que les están causando molestias, ansiedad o humillación. Las salas de espera de ciertas consultas son una muestra de zafiedad deontológica.

El respeto, además de órgano sensorial, es un sistema integrador de los estímulos morales, que selecciona los datos significativos de la realidad, los carga de sentido al aplicarles las normas deontológicas, y a su luz toma entonces una decisión. La capacidad de analizar, seleccionar e integrar esos datos depende, en gran medida, del estudio de la Deontología, de la capacidad de reflexionar sobre los motivos y las consecuencias de nuestras acciones profesionales. Hay médicos, y no son pocos, que guían su conducta por intuiciones o mimetismos casi automáticos, que son incapaces de dar una explicación racional de sus decisiones. Dar esa explicación es una manifestación de respeto.

Por último, el respeto es el órgano efector de la conciencia moral: sus acciones son respuestas proporcionadas a los valores morales en juego, y tienen la riqueza de matices que da la familiaridad con el razonar deontológico. El respeto hace posible que la respuesta del médico a las exigencias éticas de su paciente sea una respuesta inteligente, un servicio que se presta a la dignidad humana de éste.

4. Los destinatarios primarios del respeto: la vida humana y la dignidad de la persona.

El artículo 4.1 señala al respeto estos dos objetos primarios bien definidos. Pero existen muchos otros importantes, aunque de menor rango, que son tratados en los Capítulos III a V del Código, que dan normas respectivamente sobre las relaciones del médico con sus pacientes, el secreto profesional, y la calidad de la atención médica; y, sobre todo el VI, que trata del respeto a la vida y a la dignidad de las personas. Interesa, en cambio, hacer unas pocas consideraciones sobre el respeto a la persona humana en la peculiar situación de encontrarse enferma.

En la tradición deontológica se ha visto siempre que la relación entre enfermo y médico es una relación asimétrica, en la que la debilidad se encuentra con el poder, el temor con la seguridad, la ignorancia con la ciencia. También se ha repetido mucho que es el encuentro de una confianza con una conciencia. En tiempos más cercanos, se viene afirmando que la tradicional actitud paternalista del médico ante su paciente está caducada histórica, psicológica y sociológicamente y debe ser sustituida por una relación de igual a igual, en la que dos seres humanos, dos conciencias autónomas, han de buscar un acuerdo.

Se siga la idea más tradicional o la más moderna, de hecho, la relación médico-enfermo ha de estar presidida por el respeto a la integridad de la persona. Ese respeto excluye toda manifestación de superioridad o arrogancia por parte del médico o del paciente.

Aunque el médico ocupa, de ordinario, una posición de autoridad, no puede tratar a sus enfermos como si fueran cosas, o animales, o seres humanos estúpidos. Ha de tener presente que su relación con el enfermo tiene un fin médico: curar la enfermedad, aliviar el sufrimiento, mejorar la salud, evitar la muerte. Ese es su legítimo campo de acción. Se abstendrá de invadir sin necesidad otras áreas de la existencia de su enfermo. La condición personal de éste obliga al médico a reconocerle como a alguien que es inteligente y libre: de ahí nace el deber del médico de informarle y de solicitar su consentimiento libre para los actos diagnósticos y terapéuticos, y de hacerlo de tal modo que el paciente comprenda sus explicaciones y sus consejos y pueda consentir con la madurez de un ser adulto moral y responsable.

En la relación médico-enfermo, el respeto por la integridad de la persona es recíproco: si prohíbe al médico imponer al enfermo algo contra la conciencia de éste, obliga también al paciente a no violar las convicciones científicas y morales de su médico. Si, en caso de una seria diferencia de opinión, no se llegara a una solución satisfactoria para ambas partes, el respeto mutuo llevará a suspender educadamente la relación médico-enfermo. Esa eventualidad lleva aparejadas algunas molestias y resquemores, que son el precio que han de pagar médico y paciente por seguir siendo personas que se respetan a sí mismas y respetan la libertad del otro.

5. El cuidado de la salud individual y comunitaria.

Aunque el médico ha de atender en primer lugar a las necesidades de salud de sus pacientes uno por uno (según el 4.3, ese deber se antepone a cualquier otra conveniencia), está simultáneamente obligado a cuidar de la salud de la comunidad, tal como se señala en el artículo 5.2.

Es muy importante que el médico tenga una noción ponderada de qué cosa sea la salud. Desde el punto de vista médico, la idea de salud que se desprende de la conocida definición de la OMS -la salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no simplemente la ausencia de malestar o enfermedad- sobrepasa amplia-mente las capacidades presentes y futuras de la Medicina. Quizá sea más aceptable -y también más práctica- la idea de que salud es vivir bien, aunque con limitaciones. El médico ha de esforzarse por disminuir la mala salud, los factores que la amenazan, por reducir en lo posible la intensidad y difusión de la enfermedad y sus efectos residuales: ha de poner en práctica las dimensiones preventiva y curativa de la Medicina, al tiempo que evita inducir males yatrogénicos y ayuda a crear un modo de vida social más sano. Conviene tener en cuenta que el Código confiere al cuidado de la salud comunitaria la misma dignidad que al respeto de la vida humana y de la dignidad personal de sus pacientes.

Artículo 4.2. El médico debe cuidar con la misma conciencia y solicitud a todos los pacientes, sin distinción por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social.

Este artículo recoge una vieja tradición deontológica. Hay testimonios muy antiguos y conmovedores que muestran cómo el médico no excluye a nadie de sus cuidados: no averigua previamente cuáles son las convicciones de sus pacientes, para atender a sus correligionarios y rechazar a los que no piensan como él. Aunque no han faltado en nuestro tiempo, coincidiendo con momentos de politización de la Medicina, momentos de eclipse de esta norma fundamental, tampoco nunca se ha afirmado con tanta fuerza esta idea como en los grandes textos deontológicos modernos. Dice así una de las cláusulas de la Declaración de Ginebra: "No permitiré que consideraciones de religión, nacionalidad, raza, política de partido o clase social se interpongan entre mi deber profesional y mi paciente". Y el artículo 1 de los Principios de ética Médica Europea proclama que "La vocación del médico consiste en defender la salud física y mental del hombre y en aliviar su sufrimiento en el respeto a la vida y a la dignidad de la persona humana, sin discriminación de edad, raza, religión, nacionalidad, condición social o ideología política o cualquier otra razón, tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra".

Así pues, al situarse ante sus enfermos, el médico rechaza todo factor de discriminación, tanto externo y objetivo (religión, raza, nacionalidad, estrato económico o social, etc.), como interno y subjetivo (los sentimientos que el paciente le inspire o la enfermedad que aquél padece), y se obliga a cuidar de todos ellos con la debida ciencia y conciencia. No hace esto el médico porque sea un pacifista comprometido, un cosmopolita ecléctico, o porque carezca de convicciones. Lo hace porque la calidad de su asistencia le obliga a mostrarse ecuánime, a dominar sus sentimientos, a mantener un distanciamiento emocional que le permita actuar con serenidad y prudencia, porque sólo así podrá prestar los cuidados debidos. Permitir que se interpongan entre él y su paciente fobias y antipatías, o, por el contrario, un exceso de compasión y ternura, puede desvirtuar su trabajo.

La esencia de este deber de no discriminar consiste en que el médico, una vez iniciada la relación terapéutica, asista a todos sus pacientes con la misma competencia técnica, la misma calidad científica y la misma seriedad profesional. No puede dar pie a que ningún paciente pueda sentirse despreciado en razón de alguno de sus rasgos personales. Sería ilusorio, a la vista de las diferencias de carácter y capacidad expresiva de médicos y pacientes, pretender que toda relación médico-paciente tenga la misma cordialidad y la misma temperatura afectiva. Basta con que tengan, como se señala arriba y no es poco, la misma calidad científica y la misma competencia responsable.

El cumplimiento de este precepto queda facilitado cuando el paciente disfruta de la libertad de elegir a su médico, lo mismo que cuando el médico puede rehusar, fuera de caso de urgencia, la atención de un paciente, porque considera que falta la confianza necesaria (Véase artículo 9). La gente tiene derecho a escoger según sus preferencias y a relacionarse de acuerdo con sus afinidades, sus convicciones o su religión. Por esta razón, la libre elección es un principio básico de la práctica médica.

Artículo 4.3. La principal lealtad del médico es la que debe a su paciente y la salud de éste ha de anteponerse a cualquier otra conveniencia.

Se formula aquí uno de los principios de la ética médica: el principio de beneficencia, que proporciona mucha luz para el juicio moral del médico. En él se dan la mano la actitud deontologista (el médico siempre está obligado a buscar el bien del enfermo), y la actitud consecuencialista (hemos de producir con nuestras acciones el mayor beneficio posible).

La base de la relación médico-enfermo es el convencimiento que reina entre todos de que es bueno ir al médico, pues se da por descontado que éste tiene un interés dominante: la curación del enfermo, la preservación de su salud. Aunque médico y paciente puedan tener intereses encontrados en cualquier otro campo de la actividad humana, todo el mundo debe estar seguro de que el médico se portará lealmente y no aprovechará su relación con el paciente para beneficio propio y daño del enfermo.

El paciente ha de tener ocasión de manifestar sus intereses, de expresar su voluntad acerca de los puntos que considera significativos para él en su relación con el médico. En la inmensa mayoría de los encuentros entre médico y paciente, la voluntad de éste es obvia y no necesita ser formulada: viene en busca de alivio y curación. ése es su interés único y deja, confiadamente y sin limitaciones, en manos del médico la tarea de decidir por qué medios ha de alcanzarse. En otras ocasiones, el paciente impone que se respeten sus convicciones personales o religiosas, lo cual puede condicionar la actuación del médico (véase a este respecto el comentario al artículo 8.1 del Código).

La lealtad médica consiste en respetar a cada enfermo en sus propias peculiaridades; en mantener la continuidad de los cuidados hasta el final; en acudir a las llamadas, a veces intempestivas, de los pacientes o de sus familiares; en proponer, o aceptar, la consulta con otro colega cuando lo dictan las circunstancias; en retirarse cuando las facultades físicas o mentales del médico comienzan a decaer y aconsejar entonces a los pacientes que acudan a otro colega competente. La lealtad está en no ceder a la tentación del abuso de prescripción y obtener así beneficios económicos marginales, con visitas innecesarias, operaciones superfluas o cualquier otro tipo de explotación disimulada. La lealtad está en comunicar al paciente, con prudencia y circunspección, la verdad de su situación y pronóstico; en no impacientarse ante la desobediencia del paciente, y en ayudarle, cuantas veces sea necesario, a modificar su conducta.

Pero la lealtad al paciente no obliga al médico a someterse a sus peticiones abusivas. Ocurre, a veces, que, para obtener alguna ventaja injusta, el paciente presiona al médico para que le extienda recetas, certificados, bajas laborales o cosas similares, que pueden suponer un fraude a terceros. El médico no puede acceder a certificar una enfermedad inexistente, a declarar inepto para un trabajo a quien no lo es, o a evaluar exageradamente una lesión corporal compensable. El médico rechazará con firmeza a esas demandas abusivas y se negará a ser cómplice con el enfermo en contra de la empresa, la institución de seguros o la Administración pública. La lealtad al enfermo y la protección de sus intereses tienen un límite: el de lo ilegal, lo abusivo o lo indecoroso.

Artículo 4.4. El médico nunca perjudicará intencionadamente al enfermo ni le atenderá de manera negligente; y evitará cualquier demora injustificada en su asistencia.

Este artículo, en su primera parte, introduce en el Código el principio ético de la no-maleficencia, que es presentado en dos formas complementarias: como precepto positivo de no causar daño malévolo y como condena de la conducta negligente. En su segunda parte, añade que el tiempo del paciente posee significación ética y ha de ser respetado.

1. La abstención de toda conducta perjudicial o negligente.

El médico no puede dañar a sus pacientes. Es éste un deber de primer rango, que aparece ya en la ética médica en su primer momento hipocrático ("...en cuanto a las enfermedades, te atendrás a dos cosas: a ayudar, pero, lo primero, a no hacer daño"). De ahí nació la expresión "primum non nocere". Y cuando el dañar sea inevitable, tendrá siempre que estar justificado por la esperanza fundada de obtener un beneficio mayor para el paciente. Dice el Código Internacional de ética médica: "Cuando el médico administrare cuidados profesionales que pudieran debilitar la condición física o mental de su paciente, lo hará sólo para beneficio de éste".

En primer lugar, el médico ha de abstenerse de infligir daño doloso, malévolo, deliberado, que puede llegar a ser una acción criminal, con el agravante de que el médico abusa de su posición de confianza para perjudicar o eliminar a un paciente. Una conducta así jamás puede ser tolerada, aunque sus autores la califiquen, subjetivamente, de compasiva o virtuosa. Son éticamente injustificables acciones tales como realizar experimentos sobre seres humanos sin su consentimiento, en especial si son peligrosos; o matar a un enfermo, aunque fuera por compasión; o torturar a un enemigo, por razones políticas. La maldad de esos actos no queda anulada por el afán de saber y obtener datos científicos interesantes, por contar el médico con la complicidad de los familiares, ni por la implantación de ciertos ideales políticos.

En segundo lugar, el médico está obligado a evitar o, al menos, a reducir diligentemente el daño derivado de su actuación profesional; es decir, procurará prevenir en lo posible el daño yatrogénico, a evitar que el remedio sea peor que la enfermedad. Muchos médicos tienden a pensar que la patología yatrogénica es un acompañante inexorable, de la actividad médica. Pero esa actitud puede llegar a ser irresponsable: la prevención del daño yatrogénico es una obligación deontológica.

En tercer lugar, el médico deberá proteger a su paciente de los daños y perjuicios que le puedan causar otros o que pueda causarse a sí mismo. Dice la Declaración de la Comisión Central de Deontología sobre libertad de prescripción, de noviembre de 1984: "El médico deberá ser impermeable a las influencias que puedan perjudicar a sus pacientes, provengan ya del propio interés o comodidad del médico, de las imposiciones administrativas, de las presiones familiares o ambientales o de una exigencia desacertada del propio enfermo". De estas palabras se deduce que los médicos deben actuar como abogados de sus enfermos para que no sean perjudicados en sus derechos.

En cuarto lugar, queda prohibida en el médico la conducta negligente. La noción de negligencia hace referencia a la falta de diligencia, a no poner en práctica por descuido los conocimientos y habilidades debidos que el médico posee y que son necesarios para impedir un daño evitable. Desde el punto de vista del derecho penal y civil, la negligencia es un elemento muy importante de las conductas imprudentes culposas o dañosas del médico, presente en muchos juicios por mala práctica. Desde el punto de vista ético, la negligencia consiste en descuidar el deber de proporcionar el cuidado debido al enfermo, independientemente de que se cause o no un daño importante al paciente. El Código prohíbe la atención negligente, la cual, por cansancio o por falta de aplicación y diligencia, no es infrecuente. Esto no puede llevar al médico a justificarse a sí mismo o al colega negligente con la coartada de que un descuido lo tiene cualquiera. Debe pensar que los comportamientos negligentes se dan en quienes andan distraídos, o siguen la línea de mínimo esfuerzo, o tienden a olvidar que están tratando con vidas humanas, con seres humanos, y no con animales o con cosas.

2. Impone este artículo la obligación de no demorar injustificadamente la asistencia al enfermo. El valor ético de la prontitud en la respuesta del médico en situaciones de urgencia es tratado en el artículo siguiente. En la relación médico-paciente ordinaria, la puntualidad del médico no es sólo una manifestación de cortesía y buena educación: lo es también de respeto ético. Es inevitable que en la vida del médico haya imprevistos, llamadas urgentes, pacientes que necesitan mucho más tiempo del calculado, intervenciones que se complican. Pero esas circunstancias ocasionales no justifican el descuido sistemático de la puntualidad a las citas concertadas, o el retraso en enviar los informes a enfermos o colegas.

El médico debe ser sensible al valor del tiempo de los demás. El retraso en atender una visita ambulatoria puede ser suficiente para provocar una pequeña catástrofe en la rutina diaria de un ama de casa. La sala de espera llena no es hoy ya signo de prestigio y de clientela numerosa, sino de descuido o incompetencia en coordinar las citas con los pacientes. Cuando un médico se retrasa en el horario que ha señalado, tanto en el consultorio como en las visitas domiciliarias, debería pedir disculpas y dar una explicación razonable de la demora.

El trabajo en equipo obliga a extremar la puntualidad. Así lo exige una correcta relación de colegialidad, pero, sobre todo, la eficiencia del grupo frente al paciente. El retraso de uno hace perder tiempo a muchos: el rendimiento colectivo se deteriora y nacen tensiones en la relación mutua. Una operación quirúrgica retrasada por comodidad o capricho del cirujano causa perjuicios económicos (ocupación inútil del quirófano, pérdida de rendimiento laboral de enfermeras, ayudantes y anestesista); tensiones psicológicas en todos ellos, con el riesgo potencial de daño para el paciente; y en éste y en su familia, ansiedad gratuita. Los superiores jerárquicos, los directores de equipos han de ser ejemplares en este aspecto.

La demora en la atención puede llegar a causar daño grave a los enfermos, en particular cuando hay necesidad de consultar con otros especialistas y se suman así los retrasos. El médico responsable debe poner la máxima diligencia en evaluar el grado de urgencia del caso y darlo a conocer a los colegas consultados. No es tolerable que se produzcan retrasos en cadena en asuntos que los médicos deberían haber tomado en serio desde el primer momento.

Artículo 4.5. Todo médico, cualquiera que sea su especialidad o la modalidad de su ejercicio, debe prestar ayuda de urgencia al enfermo o al accidentado.

Señala este artículo la conducta que debe seguir el médico en las situaciones de urgencia. Se pueden considerar, con respecto a la prestación de servicios médicos de urgencia, dos situaciones generales diferentes: una, la del médico regularmente establecido que es llamado para atender a un paciente que necesita con urgencia sus cuidados; la otra, la del médico que fortuitamente se encuentra en un escenario (un accidente de tráfico, un episodio de enfermedad que acontece de modo repentino en un medio de transporte o en la calle) en el que alguien necesita atención médica urgente.

1. En la primera situación, está claro que el médico debe prestar atención lo más inmediata posible al enfermo o al lesionado, aun a costa de abandonar el trabajo que tiene entre manos. Lógicamente, el médico podrá indagar si el mensaje que le llega traduce una situación real de urgencia o si es fruto de la ansiedad o del capricho. Tras esa rápida pero diligente averiguación, y formada su conciencia acerca del caso, deberá decidir su conducta. Como es fácil de comprender, no son infrecuentes los conflictos éticos en las situaciones de urgencia.

La llamada de urgencia al médico es a menudo objeto de abuso. Aparte de las situaciones disculpables, nacidas de la ignorancia o el temor, la vía urgente es utilizada muchas veces por comodidad, para evitarse la espera más o menos larga que impone la vía ordinaria. Algunos pacientes piensan que, ya que pagan puntualmente sus cuotas, tienen derecho a ser atendidos sin demora, y que pueden ejercer un dominio más o menos disimulado sobre el tiempo del médico.

No le faltan al médico, por su lado, razones, aparte de los abusos citados, para desestimar, o para retrasar su respuesta a no pocas llamadas de urgencia: la atención de otros pacientes que le necesitan, la experiencia de llamadas previas inútiles, el cansancio, las horas intempestivas, el clima desapacible, la distancia que ha de recorrer. Todas esas circunstancias pueden hacer muy difícil la decisión del médico, en especial cuando no ha sido el médico en persona quien ha recibido la llamada y no es posible ya hacer las aclaraciones pertinentes. En caso de duda, lo que ha de hacer el médico está muy claro: la urgencia debe ser atendida por el médico que ha sido llamado o por un colega que le sustituya. No exime de responsabilidad al médico el invocar un malentendido.

La obligación de atender en caso de urgencia tiene, aparte de su dimensión ética, el carácter de norma legal, en el caso de que el médico sea funcionario público. Incurre en delito de denegación de auxilio, de acuerdo con el artículo 371 del Código Penal, el médico "funcionario público que, requerido por un particular a prestar algún servicio a que esté obligado por razón de su cargo para evitar un delito u otro mal, se abstuviere de prestarlo sin causa justificada". Conviene tener en cuenta que, a efectos de la legislación penal, el concepto de funcionario es muy amplio, pues el artículo 119 del Código Penal dice que "Se considera funcionario público todo el que por disposición inmediata de la ley o por nombramiento de la autoridad competente participe del ejercicio de funciones públicas", por lo que en este concepto se pueden incluir los médicos que ocupan plazas en servicios o instituciones públicas, municipales, provinciales o autonómicas, los que trabajan en el Insalud, los médicos de las fuerzas armadas, etc.

2. Cuando la situación de urgencia sucede en circunstancias en las que el médico no está ejerciendo su trabajo (está de vacaciones, de viaje, o pasa por la calle) y alguien reclama a viva voz la ayuda de un médico, éste debe darse a conocer: no puede rehuir su deber moral de asistir. No puede invocar para abstenerse que su especialidad no le capacita para prestar los cuidados específicos que necesita el paciente, pues el artículo 4.5 especifica que el deber se impone al médico "cualquiera que sea su especialidad o la modalidad de su ejercicio". Al parecer se supone que la competencia y la destreza de cualquier médico para atender en primeros auxilios o para movilizar los mecanismos de obtención de ayuda urgente deberían ser, siempre y en todo caso, superiores a las de cualquier otra persona ajena a la profesión. Una consecuencia clara de esta obligación deontológica es que todo médico debe recibir en el curso de sus estudios, y mantener después actualizada, una formación mínima pero adecuada en medicina de urgencia y primeros auxilios.

En paralelo al delito de denegación de auxilio señalado más arriba, el Código Penal tipifica, en su artículo 489 bis, el delito de omisión del deber de socorro, en el que puede incurrir cualquier ciudadano y, con más razón, el médico, sea o no funcionario, que "no socorriere a una persona que se hallare desamparada y en peligro manifiesto y grave, cuando pudiere hacerlo sin riesgo propio ni de tercero... En la misma pena incurrirá el que, impedido de prestar socorro, no demandare con urgencia auxilio ajeno". En una sociedad civilizada, nadie, y menos el médico, puede pasar indiferente ante un ser humano cuya vida está en peligro sin prestarle la ayuda que necesita.

Artículo 4.6. En situaciones de catástrofe, epidemia o riesgo de muerte, el médico no puede abandonar a los enfermos, salvo que fuere obligado a hacerlo por la autoridad competente. Se presentará voluntariamente a colaborar en las tareas de auxilio.

Hay en la Historia de la Medicina muchas páginas que relatan el heroico comportamiento de muchos médicos que arriesgaron, y aun perdieron, su vida para salvar las de las víctimas de epidemias y catástrofes. Tampoco han faltado los médicos, entre ellos algunas figuras muy notorias, que prefirieron huir del peligro y poner su vida a salvo, traicionando su deber de cuidar a los enfermos y heridos. Este artículo impone al médico el ejercicio del altruismo cuando, al desempeñar su trabajo, se ve en el trance de arriesgar su vida y su seguridad. Esto ocurre con ocasión de epidemias muy peligrosas, para las que no se dispone de medios preventivos de eficacia probada, o durante y después de calamidades y catástrofes (accidentes masivos, inundaciones, terremotos). La norma que impone este artículo resulta de combinar la obligación de asistir en casos de urgencia, formulada en el artículo anterior, con el deber de continuidad de cuidados, establecido en el artículo 9 del Código.

Aunque la Medicina de catástrofes está adquiriendo el rango de subespecialidad médica, todos los médicos deberían tener un elemental conocimiento de cómo prestar auxilio en esas situaciones. Un elemento de ese conocimiento es reconocer que, tanto técnica como éticamente, la eficacia de la Medicina de catástrofes depende de la acertada programación y coordinación del socorro médico. Las iniciativas aisladas, por bien intencionadas que sean, pueden resultar inoperantes o perturbadoras. No debe el médico actuar por propia cuenta: ha de ofrecerse a colaborar en las tareas de auxilio y desempeñará las funciones que se le asignen. Esta subordinación a la autoridad médica competente se funda en el papel decisivo que la adecuada coordinación desempeña en la eficacia de los resultados, que depende de la rigurosa adhesión de todos a modos comprobados de búsqueda y traslado de las víctimas, y a protocolos eficaces de clasificación de los heridos, de prestación in situ de los primeros auxilios, y de evacuación ordenada hacia los hospitales próximos. Hay, por todo ello y en esas situaciones, una particular obligación de obedecer a la autoridad competente. Sólo en razón de una seria objeción de su conciencia profesional, podría el médico no aceptar la orden de la autoridad.

Artículo 5.1. El médico ha de ser consciente de sus deberes profesionales con la comunidad. Está obligado a procurar la mayor eficacia de su trabajo y un rendimiento óptimo de los medios que la sociedad pone a su disposición.

Las normas del Código se refieren, en su mayor parte, a las relaciones de los médicos con los pacientes individuales. Este artículo y el siguiente señalan las obligaciones deontológicas del médico para con la comunidad social. Son muchos los médicos que, individualistas en extremo, no se han preocupado de reflexionar acerca de las responsabilidades sociales de la profesión médica o de las suyas propias. La Deontología desaprueba esa actitud: El médico no puede permanecer ajeno a las dimensiones sociales de la Medicina ni tampoco a los efectos que sobre la salud ejerce el vivir en sociedad.

Nadie vive ni puede vivir separado de la sociedad. Cuanto más saludable sea ésta, tanto mejor será el nivel de salud de cada individuo. La convivencia social puede ser, según las circunstancias, un factor decisivo de promoción de salud o de provocación de enfermedad. Todo médico debe participar, en la medida de su competencia, de su especialidad y de la modalidad en que ejerce la profesión, en las medidas sociales que fomentan la salud, previenen la enfermedad, contribuyen a la educación sanitaria de la población, evalúan la eficacia del sistema sanitario y llaman la atención sobre las necesidades asistenciales.

¿Cuáles son, en concreto, esos deberes hacia la comunidad de los que ha de ser consciente el médico? ¿Cómo puede optimizar su trabajo y los medios de que dispone? La responsabilidad social del médico le llevará, en primer lugar, a procurar que todos puedan acceder a una atención médica de calidad. El médico tiene el deber moral de participar, personalmente o a través de sus organismos representativos (OMC, sindicatos médicos), en el estudio y ejecución de programas que busquen una distribución más justa de los recursos, a que el erario público financie adecuadamente los gastos de salud, a fin de que cada paciente y cada grupo especial de población (gestantes y neonatos, deficientes y ancianos, pobres y desplazados, por ejemplo) reciban, por razones de justicia distributiva o de subsidiariedad, la atención de salud que necesitan.

Al mismo tiempo, el médico se preocupará de eliminar el derroche en la prestación sanitaria. Debe tener una noción clara del alto rendimiento de muchas medidas preventivas y fomentar entre sus pacientes el abandono o la mitigación de los riesgos voluntarios para la salud. Tendrá presente que hoy el médico, en particular el médico general, es a la vez médico de sus pacientes y médico de poblaciones, por lo que deberá cumplir con eficiencia su papel de educador sanitario, que es uno de los modos más rentables de invertir el tiempo y los conocimientos del médico. Participará o promoverá programas epidemiológicos y preventivos científica, sociológica y éticamente bien fundados.

Y, finalmente, prestará siempre una atención cuidadosa, pero también crítica, a las medidas que tratan de limitar el gasto médico. Necesita el médico tener una conciencia viva del costo económico de la salud de la población y se esforzará por prestar atención a la relación costo/beneficio de sus intervenciones. El Código le impone la razonable obligación de hacer rendir al máximo los medios y los instrumentos de que dispone y que le han sido confiados. No es ético distinguir aquí entre Medicina pública y Medicina privada: en ambas hay que distribuir y hacer rendir los recursos disponibles. La libertad y la iniciativa individual del médico es un valor fundamental, pero no lo es menos su responsabilidad, también en lo económico. El médico ha de amar y practicar la justicia: ha de cuidar las instalaciones y recursos ajenos como si fueran propios.

No queda desvinculado el médico, mientras cumple sus obligaciones para con la comunidad, de su responsabilidad hacia sus pacientes individuales. A éstos debe su principal lealtad. En cualquier situación organizativa sigue vinculado por sus deberes deontológicos y por su conciencia profesional.

Artículo 5.2. Siendo el sistema sanitario el instrumento principal de la sociedad para la atención y promoción de la salud, los médicos han de velar para que en él se den los requisitos de calidad, suficiencia y mantenimiento de los principios éticos. Están obligados a denunciar sus deficiencias, en tanto puedan afectar a la correcta atención de los pacientes.

Hoy, en casi todas las sociedades avanzadas, el Estado proporciona a sus ciudadanos un servicio de salud más o menos completo, valiéndose del Seguro de Enfermedad para proporcionar atención médica a los ciudadanos y satisfacer así el derecho de todos a la protección de la salud (establecido, por ejemplo, en el artículo 42 de nuestra Constitución). La socialización de la Medicina ha sido uno de los grandes logros de la justicia social y la mayor gloria de la Medicina contemporánea. Es también un testimonio irrefutable de la responsabilidad social de los médicos. Este artículo nos habla de la deontología de la participación del médico en los sistemas sanitarios.

1. Requisitos éticos que se han de exigir al sistema sanitario.

En 1963, la Asociación Médica Mundial promulgó sus Doce Principios para la provisión de atención médica en cualquier sistema nacional de Salud, en los que estableció los requisitos éticos para que los médicos pudieran prestar su colaboración a los sistemas nacionales de salud. El mejor comentario que se puede hacer a la primera parte de este artículo es resumir el contenido de ese documento de la AMM, actualizado en 1983. Dice, entre otras cosas, lo siguiente:

-Todo sistema nacional de salud, al tiempo que proporciona los servicios médicos más modernos, deberá mostrar el máximo respeto por la libertad del médico y del paciente.

-Las condiciones de participación de los médicos deberán ser definidas de común acuerdo con los representantes de las organizaciones médicas.

-Todo sistema de atención de salud deberá permitir al paciente consultar con el médico de su preferencia, y al médico determinar los pacientes que desea atender.

-Todo sistema de atención de salud debe estar abierto a todos los médicos titulados.

-El médico debe ser libre para ejercer su profesión en el lugar que prefiera y de practicar la especialidad en la que es competente. La organización médica deberá prestar atención, sin embargo, a las deficiencias de distribución de los médicos por el país y tratar de subsanarlas, incentivando de modo apropiado a los médicos que van a trabajar en ellas.

-La profesión debe estar debidamente representada en los organismos oficiales relacionados con los problemas de salud y de enfermedad.

-El carácter confidencial de la relación médico-enfermo debe ser reconocido y respetado por todos los que participan en el tratamiento del paciente y en su control administrativo. Las autoridades deben respaldar también esta norma.

-Debe quedar garantizada la independencia moral, profesional y económica del médico.

-La autoridad encargada de la gestión económica debe pagar al médico una compensación adecuada, que no puede quedar determinada exclusivamente por la situación económica de aquélla ni por una decisión unilateral del gobierno.

-La inspección de los servicios médicos con el propósito de comprobar su calidad, su número o su costo, debe ser realizada sólo por médicos, y evaluarse según criterios locales o regionales, no según normas nacionales.

-En el mejor interés del enfermo, no se puede restringir el derecho del médico a prescribir el tratamiento que considere apropiado según los criterios médicos del momento.

-No se pondrán dificultades para que el médico pueda tomar parte en actividades cuyo propósito sea ampliar sus conocimientos y mejorar su rango profesional.

La relaciones contractuales o estatutarias entre los ministerios de salud o servicios sociales y los médicos han evolucionado, en general, de modo poco satisfactorio. El texto de los Doce Principios revela cuán grande ha sido el deterioro que han sufrido esas relaciones. Por eso, el Código impone al médico el deber de perseverar en sus esfuerzos para que se den en el sistema sanitario los requisitos de calidad, suficiencia y ética exigibles.

2. La obligación ética de denunciar las deficiencias del sistema sanitario.

El médico debe desempeñar, en el campo de la asistencia sanitaria, el papel de conciencia social. Esto le obliga a denunciar las deficiencias técnicas y morales del sistema de salud. Al deber de denunciar se dedican también los artículos 22.1 y 22.2 del Código. Baste señalar aquí que la denuncia ha de hacerse con veracidad y sin exageraciones. El público y los pacientes individuales han de saber si sufren deficiencias importantes en los servicios que reciben, o si se dan descuidos en las políticas de prevención que puedan poner en peligro su salud. La denuncia médica deberá tener siempre un carácter positivo. Debe buscar la reparación de las deficiencias, nunca el vuelco del sistema sanitario. Toda denuncia debería ir acompañada de la propuesta de una solución, no utópica o imposible, sino practicable y realista.

Es interesante el empleo que se hace del plural "los médicos" en este artículo, que contrasta con el uso del singular que se hace prácticamente en el resto del articulado del Código. Esto apunta al carácter colectivo que en ocasiones ha de tener la denuncia y que encontrará su vehículo adecuado en acciones coordinadas de los médicos de un centro sanitario, de una sección colegial, de un Colegio o de la propia OMC. Una experiencia demasiado larga, por desgracia, muestra que las denuncias de los médicos no siempre son bien acogidas por los poderes públicos, que no sólo las desoyen o las desprecian, sino que, en ocasiones, toman represalias contra los denunciantes. Cuando la situación alcanza el nivel de lo intolerable, se plantea la posibilidad de la huelga médica, de cuya ética trata el siguiente artículo.

Artículo 6. En caso de huelga médica, el médico no queda eximido de sus obligaciones éticas hacia los pacientes a quienes deben asegurar los cuidados urgentes e inaplazables.

Puede suceder que las condiciones laborales de los médicos que realizan trabajo asistencial por cuenta ajena, en instituciones públicas o privadas, lleguen a hacerse insoportables, bien porque no disponen de los medios materiales para desarrollar su tarea de modo competente, bien porque las condiciones morales o retributivas a las que están sujetos sean incompatibles con la dignidad profesional. Muchas veces parece que el único modo de forzar una solución satisfactoria consiste en recurrir a la huelga. ésta, a pesar de ser un derecho garantizado por la Constitución, presenta en Medicina matices muy peculiares.

No hay unanimidad entre los médicos acerca de si hay razones éticas que justifiquen alguna vez la suspensión organizada de los servicios profesionales. Algunos médicos niegan que en Medicina pueda darse una huelga éticamente aceptable, porque conlleva necesariamente un deterioro, de consecuencias difíciles de calcular y de justificar, de la atención de los enfermos, y porque puede crear, cuando se endurece, un daño mayor que el que pretende aliviar. Jamás puede el médico a sabiendas causar un daño a los pacientes que le están confiados. Otros médicos sostienen que sólo es lícita la huelga que busca corregir las deficiencias graves que afectan al trabajo diagnóstico y terapéutico del médico, pues se trata de una acción que se emprende en favor de los pacientes, no en contra de ellos. Hay, por último, quienes piensan que tratar de mejorar una situación laboral o retributiva objetivamente insatisfactoria de los médicos constituye razón ética suficiente para acudir a la huelga.

Pero todos coinciden en aceptar que, en Medicina, la huelga nunca puede ser una acción reivindicativa que se aplica de modo absoluto y se lleva hasta sus últimas consecuencias. Por ello, tiende a convertirse más bien en un gesto simbólico. El deber deontológico de asegurar la atención de los pacientes graves y urgentes y la asistencia diagnóstica y terapéutica inaplazable, que se impone en este artículo, junto al cumplimiento de los servicios mínimos impuestos por el Gobierno tienden a diluir de tal manera la incomodidad social creada por la huelga de los médicos, que ésta resulta inoperante como medio de presión contra la Administración pública o contra los empresarios sanitarios: queda, en el mejor de los casos, reducida a un medio de dar publicidad a las deficiencias del sistema.

Una elocuente demostración de la debilidad intrínseca de la huelga de los médicos es el texto de las reglas deontológicas que el Consejo Superior de la Orden de los Médicos de Bélgica estableció como obligatorias en caso de huelga médica: "...Es admisible éticamente la organización de una suspensión colectiva de la actividad de los médicos con tal de que asegure:

1) a los enfermos ya atendidos, los tratamientos necesarios;

2) a todos, la asistencia que el médico juzgue indispensable según su conciencia".

Toda huelga conduce a una negociación entre las partes en conflicto. En Medicina, deberían existir mecanismos de arbitraje para prevenir el desarrollo de conflictos, dotados de tal autoridad moral y competencia técnica, que sus resoluciones se impusieran por la fuerza de la razón. Tanto los sindicatos médicos o los promotores de la huelga, como los empresarios (Ministerio de Sanidad, entidades de seguros, hospitales privados) están moralmente obligados, aunque por diverso título, a no perder de vista nunca la particular obligación que tienen de no dañar a los pacientes.

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