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La crítica a Maduro, la redimensión del abrazo chino y el mayor control migratorio marcan la sintonía con Washington tras diez años de FMLN
El sorprente uso del Ejército para presionar sobre la Asamblea Legislativa salvadoreña a comienzos de febrero, para la aprobación de una partida destinada a seguridad, ha generado alarma internacional sobre lo que puede deparar la presidencia de Nayib Bukele, que accedió al poder en junio de 2019. El haber estrechado en su primer medio año las relaciones con Estados Unidos, tras dos décadas de gobierno de la exguerrilla del FMLN, pudo haber hecho pensar a Bukele que su gesto autoritario sería disculpado desde Washington. La reacción unánime en la región le hizo corregir el tiro, al menos de momento.
▲ Juramentación de Nayib Bukele como presidente, en junio de 2019, junto a su esposa, Gabriela Rodríguez [Presidencia de El Salvador]
ARTÍCULO / Jimena Villacorta
El Salvador y Estados Unidos tuvieron una estrecha relación durante el largo dominio político del partido de derecha ARENA, pero la llegada al poder en 2009 del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) supuso un alineamiento de El Salvador con los países del ALBA (Venezuela, Nicaragua y Cuba, fundamentalmente), que ocasionó alguna tirantez ocasional con Washington. Además, en 2018, en la recta final de la presidencia de Salvador Sánchez Cerén, se produjo la ruptura de las relaciones diplomáticas con Taiwán y se abrió la posibilidad de inversiones estratégicas de China que fueron vistas con recelo por Estados Unidos (sobre todo la opción de control del puerto pacífico de La Unión, por el riesgo a su uso militar en situación de crisis).
Nayib Bukele ganó las elecciones de comienzos de 2019 presentándose como una alternativa a los partidos tradicionales, a pesar de que fue alcalde de San Salvador (2015-2018) liderando una coalición con el FMLN y de que para las presidenciales se quedó con las siglas GANA, creadas unos años antes como una escisión de ARENA. Su denuncia de la corrupción del sistema político, en cualquier caso, resultó creíble para la mayoría de un electorado ciertamente cansado con el tono bolivariano de los últimos gobiernos.
Durante su campaña electoral Bukele ya abogó por mejorar las relaciones con Estados Unidos, por ser un socio económicamente más interesante para El Salvador que las naciones del ALBA. «Toda ayuda que venga es bienvenida y mejor si es de Estados Unidos», dijo uno de sus asesores. Esos mensajes enseguida tuvieron acogida en Washington, y en el mes de julio el secretario de Estado norteamericano, Mike Pompeo, visitó El Salvador: era la primera vez en diez años, justamente el tiempo de las dos presidencias consecutivas del FMLN, que el jefe de la diplomacia estadounidense acudía al país centroamericano. Ese viaje sirvió para acentuar la colaboración en materia de lucha contra el narcotráfico y el problema de las pandillas, dos problemas compartidos. «Tenemos que luchar contra la pandilla MS-13, que ha sembrado la destrucción en El Salvador y también en Estados Unidos, porque tenemos su presencia casi en cuarenta de los cincuenta estados de nuestro país», dijo Pompeo.
Acorde con el cambio de orientación que estaba dando, El Salvador pasó a alinearse en los foros regionales contra el régimen de Nicolás Maduro. Así, el 12 de septiembre la representación salvadoreña en la Organización de Estados Americanos (OEA) apoyó la activación del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), después de años absteniéndose o votando a favor de resoluciones apoyando la Venezuela chavista. El 3 de diciembre Bukele anunció la expulsión de El Salvador de los diplomáticos del gobierno de Maduro, acción replicada de inmediato por Caracas.
En esos mismos meses El Salvador aceptó los términos del nuevo enfoque migratorio que la Administración Trump estaba perfilando. Durante el verano la Casa Blanca negoció con los países del Triángulo Norte centroamericano acuerdos asimilables al mecanismo de tercer país seguro, mediante los cuales Guatemala, Honduras y El Salvador aceptaban tramitar como demandantes de asilo a quienes pasando por su territorio hubieran acabado en EEUU formalizando esa solicitud. Bukele se entrevistó en septiembre con Trump en el marco de la Asamblea General de Naciones Unidas y firmó el acuerdo, que fue presentado como un instrumento para combatir el crimen organizado, fortalecer la seguridad entre fronteras, reducir el tráfico ilegal y la trata de personas.
La firma del acuerdo resultó controvertida, pues desde muchas instancias se cuestiona las garantías de seguridad y protección de los derechos que puede ofrecer El Salvador, cuando es su falta la que impulsa la emigración de salvadoreños. Rubén Zamora, exembajador de El Salvador ante la ONU, censuró que Bukele estuviera concediendo mucho a Estados Unidos, sin apenas recibir nada a cambio.
Bukele, no obstante, pudo exhibir en octubre una contrapartida estadounidense: la extensión por un año, hasta enero de 2021, del Estatus de Protección Temporal (TPS) que da cobertura legal a la presencia de 250.000 salvadoreños y sus familias en EEUU. El total de salvadoreños que residen en ese país asciende al menos a unos 1,4 millones, la mayor cifra de migrantes latinoamericanos después de los mexicanos. Esto muestra la gran vinculación de la nación centroamericana, en la que viven 6,5 millones de personas, con la gran potencia del norte, que además es el destino del 80% de sus exportaciones y cuyo dólar es la moneda de uso en El Salvador.
El nuevo presidente salvadoreño pareció truncar esa sintonía con Washington en diciembre, cuando hizo un viaje oficial a Pekín y se entrevistó con el líder chino, Xi Jinping. EEUU había alertado del riesgo de que China aprovechara a nivel estratégico la puerta que se le abría en Centroamérica con el sucesivo establecimiento de relaciones diplomáticas con los países del istmo americano, que hasta hace pocos años eran un reducto de apoyo a Taiwán. En concreto, la embajada estadounidense en El Salvador había sido especialmente activa en denunciar las supuestas gestiones del gobierno de Sánchez Cerén para conceder a China la gestión del Puerto de La Unión, en el Golfo de Fonseca, al que podría unirse una zona económica especial.
Sin embargo, lo que hizo Bukele en ese viaje fue redimensionar, al menos de momento, esa relación con China, limitando las expectativas y calmando las suspicacias estadounidenses. No solo la cuestión del puerto de La Unión parece aparcada, sino que además el presidente salvadoreño circunscribió la asistencia china al terreno de la ayuda al desarrollo a fondo perdido y no en el de la concesión de créditos que luego, en caso de impago, condicionan la soberanía nacional. Bukele precisó que la «gigantesca cooperación» que prometía China era «no reembolsable» y se refirió a proyectos típicos de la cooperación internacional, como la construcción de una biblioteca, un estadio deportivo y una planta depuradora para limpiar las aguas servidas que se vierten en el lago Ilopango, junto a la capital.