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A diferencia de los cambios bruscos de las últimas presidencias, la nueva Administración mantiene la creación de la Fuerza Espacial y la Luna como objetivo próximo

Prueba de que la nueva carrera espacial va en serio es que, por primera vez en muchos años, Estados Unidos mantiene un rumbo fijo en su viaje a las estrellas. George W. Bush propuso volver a la Luna; Barack Obama, en cambio, habló de primero apostar por un asteroide y después antepuso Marte; Donald Trump fue más específico que sus antecesores: puso en marcha la Fuerza Espacial y concretó un programa, el ‘Artemis’, que deberá llevar misiones tripuladas a la Luna y al mismo tiempo servir de cabeza de puente para un futuro destino a Marte. Joe Biden no ha dado ningún giro, sino que se propone seguir en la dirección señalada por lo que parece ser ya un consenso estadounidense.

ARTÍCULOPablo Sanz

La nueva era espacial viene marcada por el interés de la empresa privada en la explotación económica del espacio –la industria de satélites, el turismo espacial y la perspectiva de un lucrativo negocio minero– y por la implicación de las grandes potencias tanto en un hipotético escenario de guerra como en nuevos horizontes de exploración.
En un momento de dificultades presupuestarias, Obama no priorizó a la NASA, sino que dejó en manos de compañías privadas el desarrollo tecnológico para acceder a órbitas cercanas y además les puso el señuelo de la apropiación de recursos del espacio. Esa privatización siguió con Trump, pero lo característico de su presidencia, en una renacida confrontación geopolítica mundial, fue echar mano de nuevo de los fondos públicos. Puso en marcha la Fuerza Espacial (USSF), como nueva rama de las Fuerzas Armadas estadounidenses, y estableció un nuevo propósito para la NASA: el regreso tripulado a la Luna, con la creación de una estación en la órbita lunar que sirva de escala para luego pisar Marte. Biden mantiene la dirección tomada.

Fuerza Espacial de EEUU 

Desde que llegó a la Casa Blanca, Trump insistió en la idea de construir una Fuerza Espacial que tuviera el mismo rango que las cinco ramas de las Fuerzas Armadas ya existentes. Instituida primero como germen dentro de la Fuerza Aérea, la US Space Force contaría finalmente con presupuesto, instalaciones, efectivos (con el nombre de guardianes) y mandos propios. Su objetivo era hacer frente a las supuestas amenazas de Rusia, China, Corea del Norte e Irán en el espacio. La directiva para la creación de este cuerpo militar fue firmada por el presidente Trump en febrero de 2019; su constitución se realizó a final de ese año.

Con el cambio de Administración y ante las dudas que el propio Pentágono había planteado, por cuestiones de gasto, sobre una iniciativa que muchos interpretaban como un capricho de Trump, algunos medios apuntaron una vuelta a atrás por parte de Biden. Sin embargo, la nueva portavoz de la Casa Blanca, Jen Psaki, anunció en febrero de este año que la creación de esta rama militar contaba con el apoyo total del presidente. Psaki comentó que la nueva Administración no tenía intención de modificar o disminuir la estructura de la Fuerza Espacial y avaló su progresiva implementación: está previsto que el número de integrantes haya pasado de 2.400 a 6.400 para finales de este año.

Recientemente la Fuerza Espacial anunció su intención de establecer un Comando de Sistemas Espaciales (SSC) en Los Ángeles, cuyo objetivo será supervisar el desarrollo de tecnologías de última generación y la adquisición de satélites y servicios de lanzamiento. El SSC asumirá las responsabilidades que actualmente desempeña el Centro de Sistemas Espaciales y Misiles (SMC) y supervisará una plantilla de 10.000 personas. El SSC será uno de los tres comandos de campo de la Fuerza Espacial y estarán dirigidos por generales de tres estrellas que responderán al jefe de operaciones espaciales, John Raymond. Raymond defiende que la estructura organizativa del SSC está diseñada específicamente para anticipar y responder a los desafíos presentados por un dominio espacial en disputa.

Relevo en la NASA 

Con la toma de posesión de Joe Biden, se produjo también un relevo al frente de la agencia espacial americana. El administrador de la NASA nombrado por Trump, Jim Bridenstine, renunció a su cargo para facilitar los cambios que el nuevo presidente considerase oportunos. Biden designó para el puesto al exsenador demócrata Bill Nelson, un estrecho aliado suyo. Aunque la nueva Administración aún debe concretar su impronta, mantiene en su punto de mira el programa de regreso tripulado a la Luna –por primera vez desde el Apolo 17 de 1972–, continuando con el programa Artemis. En los últimos meses, la Nasa ha podido celebrar el éxito de la llegada de Perseverance a Marte, que forma parte de diversas misiones de exploración no tripuladas en marcha.

De momento, Biden ha pedido al Congreso un gasto discrecional para la NASA de 24.700 millones de dólares para el año fiscal estadounidense de 2022. Según ha anunciado la propia agencia, de acuerdo con el tono de la nueva Administración, esta financiación permitirá: 

–Mantener a la NASA en el camino hacia el aterrizaje de la primera mujer y primer hombre negro en la Luna bajo el programa Artemis

–Comprender mejor el funcionamiento del planeta Tierra. 

–Fomentar la exploración robótica tanto del sistema solar como del universo. 

–Invertir en aviación. 

–Inspirar a estudiantes a convertirse en la próxima generación de científicos 

Pugna en la Luna

Con el programa Artemis y en colaboración con agencias espaciales de países occidentales y empresas comerciales, la NASA pretende establecer una presencia sostenible en la Luna, así finar una base espacial en su órbita, a partir de un primer vuelo tripulado estimado para 2024. Ello debe contribuir a que empresas privadas exploren la viabilidad de una economía lunar y servir de aproximación para un viaje con humanos a Marte a partir de 2033. En el marco de esta iniciativa se integran programas de naves espaciales en curso como Orión, Plataforma Orbital Lunar Gateway y Commercial Lunar Payload Services. 

A través de esta misión multilateral, Estados Unidos trabajará con la industria nacional y sus socios internacionales, siguiendo los principios del Tratado sobre el Espacio Ultraterrestre de 1967, que pretende facilitar la exploración, la ciencia y las actividades comerciales impidiendo a las naciones reclamar soberanía sobre el espacio exterior. 

Aunque todavía no se ha publicado la nueva estrategia de seguridad nacional, es muy probable que en ella vaya a haber alguna referencia al espacio, ya que las grandes potencias están traslado también fuera del planeta la tensión geopolítica que les enfrenta. Recientemente, China y Rusia han anunciado su intención de erigir una base lunar; aunque han invitado a la comunidad internacional a sumarse al esfuerzo, la iniciativa no deja de verse como una alternativa la impulsada por EEUU y sus aliados.

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El riesgo de uso militar de la instalación, alimentado por cláusulas de confidencialidad, avivan el debate en Argentina y la suspicacia en Washington

La llegada de China al lado oculto de la Luna ha puesto de relieve los avances espaciales chinos. Para esa nueva carrera, Pekín cuenta con una estación de seguimiento y observación en la Patagonia, la primera fue de su propio territorio. En Argentina ha habido un amplio debate sobre posibles fines no reconocidos de esas instalaciones y presuntas cláusulas secretas negociadas en su día por la Administración Kirchner. El Gobierno de Mauricio Macri garantiza los usos pacíficos de la estación, pero la polémica no ha cesado.

Estación espacial china en la provincia argentina de Neuquén

▲ Estación espacial china en la provincia argentina de Neuquén [Casa Rosada]

ARTÍCULONaomi Moreno Cosgrove

Tras años de paulatina penetración económica, que le ha llevado a convertirse en el primer socio comercial de varios países de Sudamérica y un importante prestamista e inversor en toda la región, la incursión de China en Latinoamérica ya no es silenciosa. La influencia alcanzada en diversas naciones –por ejemplo, adquiere casi el 90% del petróleo exportado por Ecuador y sus créditos han sido básicos para la subsistencia de Venezuela o de ciertas empresas públicas brasileñas– hace que las actividades de China atraigan una especial atención y que su expansión sea cada vez más nítida.

El creciente poder chino en Latinoamérica es especialmente observado por Estados Unidos, aunque su propia desatención a la región, presentada en ocasiones como una consecuencia de su giro hacia Asia, ha contribuido a que los gobiernos nacionales intenten cubrir sus necesidades buscando otros socios de referencia.

Ya suspicaz ante ese crecimiento de la presencia china en el continente americano, cualquier actividad en campos estratégicos, como el de la seguridad, despierta un especial recelo en Washington. Así ha ocurrido con movimientos realizados también por Moscú, como el emplazamiento de una estación para el Sistema Global de Navegación por Satélite ruso (Globalnaya Navigatsionnaya Sputnikovaya Sistema o GLONASS) en Managua (Nicaragua). El secretismo en torno al funcionamiento de las instalaciones ha causado desconfianza entre la misma población, levantando sospechas sobre si de verdad su uso está dirigido únicamente a ofrecer una calidad más alta del sistema de navegación ruso o si existe la posibilidad de un aprovechamiento estratégico por parte de las fuerzas de defensa aeroespaciales rusas.

Negociación

Las sospechas sobre la llamada Estación del Espacio Lejano, la estación de la Administración Espacial Nacional China (CNSA) en la Patagonia, en la provincia de Neuquén, parten de entrada del hecho de que fue negociada en un momento de especial desventaja para Argentina, por la debilidad financiera del Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner y su necesidad de créditos urgentes. Cuando Argentina quedó fuera de los mercados crediticios a nivel internacional por haber incumplido el pago de cerca de 100.000 millones de dólares en bonos, el país asiático supuso una bendición para la entonces presidenta.

En el año 2009, en medio de la crisis financiera, China envió representantes al país latinoamericano para discutir un asunto que poco tenía que ver con las fluctuaciones monetarias: los intereses espaciales de Pekín. Esto obedecía al deseo chino de contar con un centro en el otro hemisferio del globo que pudiera servir de apoyo para su actividad espacial, como la expedición al lado más lejano de la Luna.

Después de meses de negociación bajo gran discreción, el Gobierno chino y el de la provincia de Neuquén firmaron un acuerdo en noviembre de 2012, por el que China obtenía el derecho a utilizar el terreno —sin pago de renta— durante cincuenta años. El acuerdo técnico fue firmado por la empresa estatal china Lanzamiento de Seguridad y Control de Satélites (CLTC) y la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (CONAE) argentina.

Enorme en tamaño la mayor de dos antenas circulares –mide doce pisos de altura, 450 toneladas de peso y cuenta con un extenso diámetro– y visible a mucha distancia por estar en medio de una planicie desértica, la estación se convirtió pronto en un blanco idóneo para la polémica y las suspicacias. El temor a que, además del uso civil declarado, tuviera también un uso militar y fuera utilizada para recabar información interceptando las comunicaciones en esa parte de Sudamérica, alimentó la controversia.

Después de llegar a la presidencia argentina en 2015, Mauricio Macri encomendó a la entonces canciller Susana Malcorra y al embajador argentino en Pekín, Diego Guelar, la tarea de negociar que al acuerdo se agregara la especificación de que la estación solo se usaría para fines pacíficos, algo que los chinos aceptaron.

A pesar de todo, el debate sobre los riesgos y beneficios de la base china sigue vivo en la opinión pública argentina. Políticos de la oposición en Neuquén consideran que “es vergonzoso renunciar a la soberanía en tu propio país”, como dijo la diputada Betty Kreitman cuando los legisladores provinciales se enteraron del proyecto.

Más allá de las fronteras argentinas, funcionarios de la Casa Blanca han tildado el proyecto de “Caballo de Troya”, reflejando la preocupación estadounidense por esta iniciativa, según fuentes citadas por The New York Times. Incluso al margen cualquier disputa estratégica con Estados Unidos, algunos líderes latinoamericanos tienen dudas y remordimientos sobre los lazos establecidos con China, pues les preocupa que gobiernos anteriores hayan sometido a sus países a una excesiva dependencia de la potencia asiática.

Confidencialidad

El principal cuestionamiento de la base china, pues, tiene que ver con su eventual uso militar y con la posible existencia de cláusulas secretas. Estas últimas han sido la causa principal de sospecha internacional, pues es el propio Macri llegó a dar validez a la existencia de esas cláusulas, cuando este se convirtió en arma arrojadiza contra el Gobierno Kirchner, y prometió revelarlas al llegar a la presidencia, algo que no ha hecho. No obstante, las propias autoridades espaciales argentinas desmienten cualquier apartado secreto.

Tal vez el equívoco pueda encontrarse en que el contrato firmado entre la CLTC china y la CONAE argentina establece que “ambas partes mantendrán la confidencialidad respecto de la tecnología, actividades y programas de seguimiento, control y adquisición de datos”. Aunque la confidencialidad respecto a terceros en relación a tecnología es una práctica habitual, en este caso contribuye a la desconfianza pública.

Dado que la CLTC depende del Ejército Popular chino, es difícil negar que los datos que obtenga pasen a dominio de la jerarquía de Defensa y que acaben teniendo un uso militar, aunque no necesariamente ordenado a una acción bélica. Los expertos aseguran, además, que las antenas y otros equipos que se utilizan de respaldo en misiones espaciales, similares a las que tienen los chinos en la Patagonia, posiblemente aumenten la capacidad de China para recabar información. “Una antena gigante es como una enorme aspiradora. Succiona señales, información, todo tipo de cosas”, comentó Dean Cheng, experto de la política de seguridad nacional de China, en el citada información del NYT.

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