▲ Miembros de las Fuerzas Armadas habilitando un pabellón de Ifema para el tratamiento del Covid-19 [Defensa]
COMENTARIO / Salvador Sánchez Tapia*
La declaración por el Gobierno español del estado de alarma el pasado 15 de marzo como instrumento para luchar contra la expansión del COVID 19 ha traído consigo la no muy usual imagen de soldados de las Fuerzas Armadas (FAS) operando en las principales ciudades y vías de toda España para cooperar en la lucha contra el virus.
Para la mayor parte de los españoles, la presencia de unidades militares desarrollando sus misiones en la vía pública es una rareza a la que no están acostumbrados, excepción hecha de la relativamente frecuente actividad de la Unidad Militar de Emergencias (UME) en apoyo a la sociedad civil, bien conocida por un público que, en general, la valora de forma muy positiva.
Fuera de estas actuaciones, puede decirse que la estampa de soldados uniformados trabajando directamente cara al público no es habitual. Este tipo de apoyos no es, sin embargo, una novedad, y responde a una larga tradición de asistencia social prestada por la institución militar a sus conciudadanos cuando se la ha reclamado.
Varios elementos en nuestra historia reciente han coadyuvado a producir lo que parece un cierto distanciamiento entre los españoles y sus FAS. Entre ellos, se encuentran algunos como el giro que experimentaron las misiones de las Fuerzas Armadas hacia el exterior con el alumbramiento del régimen democrático en 1975; los largos años de lucha contra el terrorismo de ETA, que llevaron a los soldados de España a ocultar al público su condición militar para salvaguardar su seguridad; la progresiva reducción del tamaño de las Fuerzas Armadas, que eliminó muchas de las guarniciones provinciales que mantenían los Ejércitos; o el fin de servicio militar, que terminó por convertir a las Fuerzas Armadas en unas desconocidas para sus ciudadanos.
Ese alejamiento, si es que ha existido o existe, ha sido de una sola dirección pues, incluso en los momentos en que la institución militar haya podido ser más ignorada, los soldados se han mantenido unidos a sus conciudadanos, de los que proceden, y a los que sirven, apoyándoles en las situaciones más difíciles. Numerosos ejemplos dan testimonio del largo historial de servicio de los Ejércitos a la ciudadanía. Para corroborar esa afirmación basta citar casos como el del apoyo militar en las inundaciones que sufrió Valencia en 1957; el de la Operación “Alazán”, ejecutada en 1981 en apoyo a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado en su lucha contra el terrorismo etarra, impermeabilizando la frontera franco-española; el de la Operación “Centinela Gallego” en la que, desde hace años, unidades del Ejército de Tierra vigilan los montes de Galicia para prevenir incendios forestales; el de la lucha contra la extensión del camalote en el Río Guadiana; o el del tendido de puentes móviles en numerosas localidades del territorio nacional, como Montblanc, para restaurar las comunicaciones después de que fenómenos meteorológicos violentos las hubieran interrumpido.
En esta ocasión, ha sido la declaración del estado de alarma la que ha traído a las Fuerzas Armadas a la primera línea de la atención del público. Por lo novedoso de esta intervención, parece conveniente, en este punto, hacer una referencia al fundamento que sostiene la decisión de empleo del instrumento militar, y dar a conocer qué puede esperarse y no de la actuación de las Fuerzas Armadas en este tipo de situaciones.
La pandemia de coronavirus muestra bien a las claras la realidad de que los desafíos de seguridad a los que deben enfrentarse las sociedades modernas necesitan de una respuesta multidisciplinar, cooperativa, en la que participen todas las fuerzas de la sociedad aportando sus capacidades peculiares para producir la sinergia que la solución de una crisis demanda. Las Fuerzas Armadas no pueden permanecer ajenas a ese esfuerzo, y deben actuar en pie de igualdad con otros actores, públicos y privados. A veces, cuando la crisis sea de naturaleza militar, lo harán liderando el esfuerzo; otras, les corresponderá asumir una función de apoyo a otros agentes, que llevarán a cabo sin buscar ningún tipo de protagonismo.
En el caso concreto de esta crisis, la contribución de las Fuerzas Armadas al esfuerzo desplegando medios responde, no meramente a una intención de plasmar gráficamente esta realidad, sino también al reconocimiento de que la crisis va a ser larga, de que va a demandar el concurso de todos, y de que la solución hace necesaria la contribución de medios más allá de los ordinarios.
La misión principal de las Fuerzas Armadas es la defensa militar de España contra amenazas exteriores. De esta misión se derivan su organización, su preparación, sus dimensiones, y el equipo y armamento que las dota, optimizados, dentro de las posibilidades de los recursos humanos y materiales de la Nación, y de acuerdo con la voluntad de los españoles, para responder a las exigencias de esta misión, que constituye su verdadera razón de ser [1].
Lo anterior no obsta para que los Ejércitos puedan y deban cumplir otras misiones, que ejecutarán dentro de lo que sus capacidades les permitan. De hecho. desde el punto de vista legal, la participación militar en la crisis del coronavirus es razonable si se tiene en cuenta que, de acuerdo con la Ley Orgánica de la Defensa Nacional, una de las misiones de los Ejércitos es la de “preservar, junto con las instituciones el Estado y las Administraciones Públicas, la seguridad y bienestar de los ciudadanos en los supuestos de grave riesgo, catástrofe, calamidad u otras necesidades públicas, conforme a lo establecido en la legislación vigente” [2].
El Real Decreto de declaración del estado de alarma no ofrece dudas respecto de la intención del legislador de involucrar a las Fuerzas Armadas en la resolución de la crisis pues constituye, en su Artículo 4, a la Ministra de Defensa como una de las autoridades competentes delegadas por el Presidente del Gobierno para la gestión coordinada de la misma, y porque faculta a dichas autoridades, específica y explícitamente, para requerir la actuación de las Fuerzas Armadas en cometidos que garanticen el eficaz cumplimiento de las medidas incluidas en el decreto [3].
En virtud de lo previsto en la Ley de la Carrera Militar, al declararse el estado de alarma, los miembros de las Fuerzas Armadas son investidos como “agentes de la autoridad” en lo que se refiere a los cometidos previstos en el decreto de declaración, lo que les acerca a funciones de tipo policial. Concretamente, y de acuerdo con el Artículo 5.2. del decreto, esta condición les faculta para “practicar comprobaciones en las personas, bienes, vehículos, locales y establecimientos que sean necesarias para comprobar y, en su caso, impedir que se lleven a cabo los servicios y actividades suspendidas en este real decreto, salvo las expresamente exceptuadas”. Para ello, “podrán dictar las órdenes y prohibiciones necesarias y suspender las actividades o servicios que se estén llevando a cabo”.
Definido el marco legal de actuación, debe también considerarse que el empleo de las Fuerzas Armadas requiere una mínima familiarización con la organización militar, así como con sus capacidades y limitaciones. Si bien es cierto que las FAS ofrecen una amplia gama de posibilidades de actuación, es preciso ser consciente de que hay cometidos para los que no están capacitados, y de que el uso de estas capacidades debe atenerse a sus posibilidades y procedimientos específicos de empleo.
Esta realidad, junto con la imperiosa necesidad de que el empleo de medios militares se haga de una forma coordinada con todos los actores involucrados en la resolución de la crisis, justifica la presencia del Jefe del Estado Mayor de la Defensa (JEMAD) –quien, además, es el asesor del Presidente del Gobierno y de la Ministra de Defensa en materia operativa– en el Comité se Situación que el Real Decreto de declaración del estado de alarma ha constituido en apoyo al Gobierno.
La primera y más importante capacidad con la que la institución militar contribuye a la resolución de la crisis es la que reside en las personas que en ella sirven de uniforme. Las Fuerzas Armadas ponen a disposición de la Nación, no sólo la potencia que le da el número de sus miembros sino, por encima de ello, la fuerza imponderable de sus valores, puestos al servicio del bien común: la entrega generosa, el espíritu de sacrificio, el trabajo en equipo, el sentido del deber, y tantos otros que tan necesarios se revelan en momentos como este, y que hace que puedan confiarse a las FAS aquellas misiones que entrañen más riesgo y fatiga, en la seguridad de que estas harán lo posible por cumplirlas.
En el terreno de lo no cuantificable, entra también la nada despreciable capacidad de planeamiento de operaciones que las Fuerzas Armadas tienen a todos los niveles, desde el estratégico hasta el táctico, pasando por el operacional. Los Estados Mayores de los tres Ejércitos, y los de sus unidades subordinadas, atesoran en este sentido un enorme potencial de organización, coordinación y planificación de operaciones complejas que resulta, si se recurre a él, de gran utilidad.
La diversidad y versatilidad de una gran parte de los medios materiales de las Fuerzas Armadas las hace particularmente útiles en circunstancias como la actual. Entre el catálogo de posibilidades se cuentan algunas tan variadas como el transporte, tanto de personal como equipo, suministros, mercancía, material, o cualquier artículo urgente o de primera necesidad, a cualquier distancia y por vía aérea, marítima, o terrestre, especialmente si ha de hacerse a lugares remotos o difícilmente accesibles; el apoyo a la construcción de alojamientos, hospitales, o a cualquier otra instalación con los medios de castrametación de los Ingenieros del Ejército de Tierra, quienes también pueden llevar a cabo trabajos especializados para mejorar las comunicaciones, o para asegurar el suministro de agua, electricidad, u otro servicio; el apoyo sanitario y epidemiológico a la población civil con personal especializado –tanto médicos como enfermeros–; la asistencia en la distribución e, incluso, confección de alimentos para grandes colectivos; la ejecución de tareas de seguridad y protección a instalaciones esenciales o consideradas especialmente sensibles, como centrales de producción y distribución de energía; la vigilancia y control del cumplimiento de los términos del estado de alarma por tierra, mar, y aire, sea con personal, o con medios convencionales o remotamente tripulados; el apoyo a operaciones de desinfección de grandes superficies; la producción de medicamentos o medios de protección sanitaria; el apoyo en comunicaciones; la prestación de servicios esenciales como el control del espacio aéreo, o el transporte público interurbano o en el interior de las principales ciudades; etc. La lista podría extenderse casi ad infinitum.
La constatación de la enorme cantidad de apoyos posibles, junto con la propia magnitud de la pandemia, y la consideración del hecho de que las capacidades militares están dimensionadas para satisfacer las necesidades derivadas de los escenarios operativos más probables, y no para un escenario de apoyo masivo como el que ahora confrontamos, sugieren que, en este caso, las necesidades superan ampliamente las posibilidades de las Fuerzas Armadas y que, sin una planificación correcta, la institución podría verse consumida totalmente en el desarrollo de estas nobles tareas.
Lo anterior sería muy loable, pero anclaría toda la capacidad de Defensa Nacional en un cometido distinto al de la defensa militar de España, incapacitando a los Ejércitos para hacer frente a los cometidos que, es razonable argumentar, constituyen la razón de ser de los Ejércitos, y que deben seguir atendidos, incluso en medio de una pandemia. Más allá de ello, también serían incapaces de sostener los esfuerzos operativos que el Gobierno ha decido que las Fuerzas Armadas lleven a cabo en el exterior, algunos de los cuales podrían verse reconsiderados.
Las limitaciones anteriores aconsejan dosificar el esfuerzo que se pida a las FAS –también porque deben de sostenerlo en un período de tiempo que se antoja largo–, que debe prestarse con un criterio selectivo, actuando las Fuerzas Armadas en aplicación del principio de subsidiariedad, cuando no haya agencias civiles, públicas y privadas, capaces de prestar el apoyo, o cuando éste revista un carácter de riesgo, peligrosidad, o penosidad que aconseje el empleo de recursos militares.
A excepción de la UME, las Fuerzas Armadas no están equipadas, organizadas, ni entrenadas, específicamente, para el tipo de cometidos propios de una emergencia como la actual. En algunos casos, las capacidades militares son de aplicación directa en una situación como la del coronavirus. En otros, sin embargo, la prestación del apoyo no puede ser inmediata y requiere un período mínimo de adaptación, reprogramación, y adiestramiento que garantice la aplicación de las capacidades militares de una forma adecuada a la naturaleza de un entorno operativo con el que el soldado puede no estar familiarizado. Por poner un ejemplo, no es conveniente emplear, sin más, una unidad adiestrada para el combate de alta intensidad en cometidos de apoyo en emergencia o humanitario sin antes haber efectuado esa transición [4].
En ese tiempo de adaptación, es necesario siempre incluir el tiempo de respuesta con que deben contar las unidades entre misiones para recuperarse, reorganizarse, mantener el material en condiciones operativas. completar los recursos consumidos, planear la nueva misión, desplazarse entre escenarios de empleo, etc. Aunque estén en una situación de alta disponibilidad y su tiempo de respuesta se reduzca al mínimo, éste nunca será igual a cero si ya han sido empleadas.
El empleo de las Fuerzas Armadas en este tipo de cometidos ha de hacerse siempre con un criterio de estricta temporalidad. Si esto no sucede así y los Ejércitos se perpetúan en sus misiones de apoyo a la población civil, cabe la posibilidad de que estos vayan expandiendo progresivamente sus cometidos, atrofiando el desarrollo de agencias civiles que pudieran y debieran realizarlos preferentemente, y convirtiéndose en su competidor; de que puedan, de paso, llegar a desatender sus cometidos fundamentales –hasta el punto de reorganizarse, equiparse, y adiestrarse únicamente para su dimensión de apoyo civil–; y de que comprometan la neutralidad y el carácter de servidores desinteresados que los ciudadanos demandan de sus Fuerzas Armadas y que tanto aprecian de ellas. En cuanto la situación lo permita, las Fuerzas Armadas, a excepción de la UME, se entiende, deben regresar a su marco habitual de actuación.
Ese momento aún no ha llegado. El final de la crisis aún no se vislumbra, y los españoles debemos estar preparados para una larga batalla contra el COVID 19. En esta lucha, los ciudadanos pueden estar convencidos de que sus Fuerzas Armadas, y todos los que las componen, estarán a su lado, atendiendo a sus necesidades, compartiendo las mismas penalidades, participando de su duelo. Cuando el virus haya sido vencido, se alegrarán con ellos y, en silencio, volverán con naturalidad a sus cometidos, sin esperar un aplauso, con la íntima satisfacción de haber cumplido con su deber sirviendo a sus compatriotas.
* General de Brigada (R)
[1] Excepción a esto es la UME, unidad especialmente organizada para llevar a cabo cometidos en apoyo a la población civil.
[2] Una cuestión al margen de este trabajo, y que sería objeto de un análisis más profundo, es la de que la citada Ley Orgánica 5/2005 introduce un cambio, ampliándolas, de las misiones constitucionales que el Artículo 8 de la Carta Magna impone a las Fuerzas Armadas.
[3] Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo.
[4] Piénsese, por ejemplo, en las diferencias existentes entre prestar un servicio de protección de instalaciones en Zona de Operaciones, en un ambiente que puede ser hostil, y que está sujeto a unas ciertas Reglas de Enfrentamiento (ROE), y prestarlo en una central nuclear en Territorio Nacional en una circunstancia como la actual. Como es fácilmente comprensible, la respuesta no puede ser la misma, y emplear en lo segundo a un individuo entrenado para lo primero, demanda una cierta adaptación.