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10 de noviembre, 2020

COMENTARIO Sebastián Bruzzone

“Hemos fallado… Debimos haber actuado antes frente a la pandemia”. No son palabras de un politólogo, científico o periodista, sino de la propia canciller Angela Merkel dirigiéndose a los otros 27 líderes de la Unión Europea el 29 de octubre de 2020.

Cualquier persona que haya seguido las noticias desde marzo hasta hoy puede darse cuenta fácilmente de que ningún gobierno en el mundo ha sabido controlar la expansión del coronavirus, excepto en un país: Nueva Zelanda. Su primera ministra, la joven Jacinda Ardern, cerró las fronteras el 20 de marzo e impuso una cuarentena de 14 días para los neozelandeses que volviesen del extranjero. Su estrategia “go hard, go early” ha obtenido resultados positivos si se comparan con el resto del planeta: menos de 2.000 infectados y 25 fallecidos desde el inicio de la crisis sanitaria. Y la pregunta es: ¿cómo lo han hecho? La respuesta es relativamente sencilla: su comportamiento unilateral.

Los más escépticos a esta idea pueden pensar que “Nueva Zelanda es una isla y ha sido más fácil de controlar”. Sin embargo, es necesario saber que Japón también es una isla y tiene más de 102.000 casos confirmados, que Australia ha tenido más de 27.000 infectados, o que Reino Unido, que es incluso más pequeño que Nueva Zelanda, tiene más de un millón de contagiados. El porcentaje de casos sobre los habitantes totales de Nueva Zelanda es ínfimo, tan solo un 0,04% de su población ha sido infectada.

Mientras los Estados del mundo esperaban que la Organización Mundial de la Salud (OMS) estableciese unas directrices para dar una respuesta común frente a la crisis mundial, Nueva Zelanda se alejó del organismo desoyendo sus recomendaciones totalmente contradictorias, que el presidente estadounidense Donald J. Trump calificó como “errores mortales” mientras suspendía la aportación americana a la organización. El viceprimer ministro japonés Taro Aro llegó a decir que la OMS debería cambiar de nombre y llamarse “Organización China de la Salud”.

El caso neozelandés es el ejemplo del debilitamiento del multilateralismo actual. Lejos queda aquel concepto de cooperación multilateral que dio origen a la Organización de las Naciones Unidas (ONU) tras la Segunda Guerra Mundial, cuyo fin era mantener la paz y la seguridad en el mundo. Los fundamentos de la gobernanza global fueron diseñados por y para Occidente. Las potencias del siglo XX ya no son las potencias del siglo XXI: países emergentes como China, India o Brasil exigen más poder en el Consejo de Seguridad de la ONU y en el Fondo Monetario Internacional (FMI). La falta de valores y objetivos comunes entre países desarrollados y países emergentes está minando la legitimidad y relevancia de las organizaciones multilaterales del siglo pasado. De hecho, China ya propuso en 2014 la creación del Asian Investment Infrastructure Bank (AIIB) como alternativa al FMI o al Banco Mundial.

La Unión Europea tampoco se salva del desastre multilateral porque tiene atribuida la competencia compartida en los asuntos comunes de seguridad en materia de salud pública (TFUE: art. 4.k)). El 17 de marzo, el Consejo Europeo tomó la incoherente decisión de cerrar las fronteras externas con terceros Estados cuando el virus ya estaba dentro en lugar de suspender temporal e imperativamente el Tratado de Schengen. En el aspecto económico, la desigualdad y el recelo entre los países del norte y del sur con tendencia a endeudarse ha aumentado. La negativa de Holanda, Finlandia, Austria y demás frugales frente a la ayuda incondicional requerida por un país como España que tiene más coches oficiales y políticos que el resto de Europa y Estados Unidos juntos ponía en tela de juicio uno de los principios fundamentales sobre los que se construyó la Unión Europea: la solidaridad.

Europa ha sido la tormenta perfecta en un mar de incertidumbre y España, el ojo del huracán. El fondo de recuperación económico europeo es un término que eclipsa lo que realmente es: un rescate financiero. Un total de 750.000 millones de euros repartidos principalmente entre Italia, Portugal, Francia, Grecia y España, que recibirá 140.000 millones y que devolverán los hijos de nuestros nietos. Parece una fantasía que las primeras ayudas sanitarias que recibió Italia proviniesen de terceros Estados y no de sus socios comunitarios, pero se convirtió en una realidad cuando los primeros aviones de China y Rusia aterrizaron en el aeropuerto de Fiumicino el 13 de marzo. La pandemia está resultando ser un examen de conciencia y credibilidad para la Unión Europea, un barco camino del naufragio con 28 tripulantes intentando achicar el agua que lo hunde lentamente.

Grandes académicos y políticos confirman que los Estados necesitan el multilateralismo para responder de forma conjunta y eficaz a los grandes riesgos y amenazas que han traspasado las fronteras y para mantener la paz global. Sin embargo, esta idea se derrumba al reparar en que el máximo referente del bilateralismo de hoy, Donald J. Trump, ha sido el único presidente estadounidense desde 1980 que no ha iniciado una guerra en su primer mandato, que ha acercado posturas con Corea del Norte y que ha conseguido el reconocimiento de Israel por Bahréin y los Emiratos Árabes Unidos.

Es hora de cambiar la geopolítica hacia soluciones actualizadas y propuestas en el consenso basado en una gobernanza en cooperación y no en una gobernanza global dirigida por instituciones obsoletas y realmente poderosas. El multilateralismo globalista que busca unificar la actuación de países con raíces culturales e históricas muy dispares bajo una misma entidad supranacional a la que éstos ceden soberanía puede causar grandes enfrentamientos en el seno de la entente, provocar la salida de algunos de los miembros descontentos, la posterior extinción de la organización pretendida e, incluso, una enemistad o ruptura de relaciones diplomáticas.

Sin embargo, si los Estados con valores, leyes, normas consuetudinarias o intereses similares deciden agruparse bajo un Tratado o crean una institución regulatoria, incluso cediendo la soberanía justa y necesaria, el entendimiento será mucho más productivo. Así, una red de acuerdos bilaterales entre organizaciones regionales o entre Estados tiene la posibilidad de crear objetivos más precisos y específicos, a diferencia de firmar un tratado globalista en el que las extensas letras y listas de sus artículos y miembros pueden convertirse en humo y una mera declaración de intenciones como ha ocurrido con la Convención de París contra el Cambio Climático en 2015.

Esta última idea es el verdadero y óptimo futuro de las relaciones internacionales: el bilateralismo regional. Un mundo agrupado en organizaciones regionales formadas por países con características y objetivos análogos que negocien y lleguen a acuerdos con otros grupos de regiones mediante el diálogo, el entendimiento pacífico, el arte de la diplomacia y pactos vinculantes sin la necesidad de ceder el alma de un Estado: la soberanía.

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