Breadcrumb
Blogs
▲ Cruce de calles en Minneapolis donde George Floyd fue detenido por la policía local [Fibonacci Blue]
COMENTARIO / Salvador Sánchez Tapia [Gral. de Brigada (Res.)]
En una controvertida declaración pública hecha el pasado 2 de junio, el presidente norteamericano Donald Trump amagó con desplegar unidades de las Fuerzas Armadas para contener las revueltas desatadas por la muerte del afroamericano George Floyd a manos de un agente de la policía en Minnesota, y para mantener el orden público si estas llegaran a escalar en el nivel de violencia.
Con independencia de la gravedad del hecho, y más allá de que el incidente haya sido politizado y esté siendo empleado como una plataforma de expresión de rechazo a la presidencia de Trump, la posibilidad apuntada por el presidente plantea un reto casi inédito a las relaciones entre civiles y militares en Estados Unidos.
Por razones enraizadas en su pasado anterior a la independencia, Estados Unidos mantiene una cierta prevención contra la posibilidad de que las Fuerzas Armadas puedan ser empleadas domésticamente contra los ciudadanos por quien ostente el poder. Por tal razón, cuando los Padres Fundadores redactaron la Constitución, a la vez que autorizaron al Congreso a organizar y mantener Ejércitos, limitaron explícitamente su financiación a un máximo de dos años.
Con este trasfondo, y con el de la tensión entre la Federación y los estados, la legislación norteamericana ha tratado de acotar el empleo de las Fuerzas Armadas en tareas domésticas. Así, desde 1878, la Ley de Posse Comitatus limita la posibilidad de emplearlas en el cumplimiento de misiones de mantenimiento del orden público que corresponde ejecutar a los estados con sus medios, entre los que se cuenta la Guardia Nacional.
Una de las excepciones a esta regla la constituye la Ley de Insurrección de 1807, invocada, precisamente, por el presidente Trump como argumento en favor de la legalidad de una eventual decisión de empleo. Ello, pese a que dicha ley tiene un espíritu restrictivo, pues exige en su aplicación el concurso de los estados, y porque está pensada para casos extremos en los que estos no sean capaces, o no quieran, mantener el orden, circunstancias que no parecen aplicables al caso que nos ocupa.
De lo polémico del anuncio da fe el hecho de que voces tan autorizadas y tan poco proclives a romper públicamente su neutralidad como la del teniente general (ret.) James Mattis, secretario de Defensa de la Administración Trump hasta su prematuro relevo en diciembre de 2018, o la del teniente general (ret.) Martin Dempsey, jefe de la Junta de Jefes de Estado Mayor entre 2011 y 2015, se hayan alzado en contra de este empleo, uniéndose con ello a las manifestaciones hechas por expresidentes tan dispares como George W. Bush o Barak Obama, o a las del propio secretario de Defensa, Mark Esper, cuya posición en contra de la posibilidad de uso de las Fuerzas Armadas en esta situación ha quedado clara recientemente.
El anuncio presidencial ha abierto una crisis en las habitualmente estables relaciones cívico-militares (CMR) norteamericanas. Trascendiendo el ámbito de Estados Unidos, la cuestión, de hondo calado, y que afecta a la entraña de las CMR en un estado democrático, no es otra que la de la conveniencia o no de emplear las Fuerzas Armadas en cometidos de orden público o, en un sentido más amplio, domésticos, y la de los riesgos asociados a tal decisión.
En la década de los noventa del pasado siglo, Michael C. Desch, una de las principales autoridades en el campo de las CMR, identificó la correlación existente entre las misiones encomendadas a las Fuerzas Armadas por un estado y la calidad de sus relaciones cívico-militares, concluyendo que las misiones militares orientadas al exterior son las que más facilitan unas CMR saludables, mientras que las misiones internas no puramente militares son susceptibles de generar diversas patologías en dichas relaciones.
De forma general, la existencia de las Fuerzas Armadas en cualquier estado obedece primordialmente a la necesidad de proteger al mismo contra cualquier amenaza que proceda del exterior. Para llevar a cabo con garantías tan alto cometido, los Ejércitos están equipados y adiestrados para el empleo letal de la fuerza, a diferencia de lo que sucede con los cuerpos policiales, que lo están para un uso mínimo y gradual de la misma, que solo llega a ser letal en los casos, excepcionales, más extremos. En el primer caso, se trata de confrontar un enemigo armado que intenta destruir las fuerzas propias. En el segundo, con la fuerza se hace frente a ciudadanos que pueden, en algunos casos, emplear la violencia, pero que siguen siendo, al fin y al cabo, compatriotas.
Cuando se emplean fuerzas militares en cometidos de esta naturaleza, se incurre siempre en el riesgo de que produzcan una respuesta conforme a su adiestramiento, que puede resultar excesiva en un escenario de orden público. Las consecuencias, en tal caso, pueden ser muy negativas. En el peor de los casos, y por encima de cualquier otra consideración, el empleo puede derivar en una, quizás, evitable pérdida de vidas humanas. Además, desde el punto de vista de las CMR, los soldados que la nación entrega para su defensa exterior podrían convertirse, a ojos de la ciudadanía, en los enemigos de aquellos a los que deben defender.
El daño que esto puede producir para las relaciones cívico-militares, para la defensa nacional y para la calidad de la democracia de un estado es difícilmente mensurable, pero puede intuirse si se considera que, en un sistema democrático, las Fuerzas Armadas no pueden vivir sin el apoyo de sus conciudadanos, que las ven como una fuerza benéfica para la nación y a cuyos miembros extienden su reconocimiento como sus leales y desinteresados servidores.
El abuso en el empleo de las Fuerzas Armadas en cometidos domésticos puede, además, deteriorar su preparación, de por sí compleja, debilitándolas para la ejecución de las misiones para las que fueron concebidas. Puede, también, terminar condicionando su organización y equipamiento en detrimento, de nuevo, de sus tareas esenciales.
Por otra parte, y aunque hoy en día nos veamos muy lejos y a salvo de un escenario así, este empleo puede derivar, paulatinamente, hacia una progresiva expansión de los cometidos de las Fuerzas Armadas, que extenderían su control sobre actividades netamente civiles, y que verían ampliada cada vez más su paleta de cometidos, desplazando en su ejecución a otras agencias, que podrían, indeseablemente, atrofiarse.
En tal escenario, la institución militar podría dejar de ser percibida como un actor desinteresado para pasar a ser considerada como un competidor más con intereses particulares, y con una capacidad de control que podría utilizar en su propio beneficio, incluso si éste estuviera contrapuesto al interés de la nación. Tal situación, con el tiempo, llevaría de la mano a la politización de las Fuerzas Armadas, de donde se seguiría otro daño a las CMR difícilmente cuantificable.
Decisiones como la apuntada por el presidente Trump pueden, finalmente, poner a los miembros de las Fuerzas Armadas frente al grave dilema moral de emplear la fuerza contra sus conciudadanos, o desobedecer las órdenes del presidente. Por su gravedad, por tanto, la decisión de comprometer las Fuerzas Armadas en estos cometidos debe ser tomada de forma excepcional y tras haberla ponderado cuidadosamente.
Es difícil determinar si el anuncio hecho por el presidente Trump fue tan solo un producto de su temperamento o si, por el contrario, encerraba una intención real de emplear a las Fuerzas Armadas en los disturbios que salpican el país, en una decisión que no se ha producido desde 1992. En cualquier caso, el presidente, y quienes le asesoren, deben valorar el daño que de ella puede inferirse para las relaciones cívico-militares y, por ende, para el sistema democrático norteamericano. Ello sin olvidar, además, la responsabilidad que recae sobre los hombros de Norteamérica ante la realidad de que una parte de la humanidad mira al país como una referencia y modelo a imitar.
Bolivia se ha consolidado en el papel de distribuir la cocaína peruana y la propia para consumo en Sudamérica y exportación a Europa
-
En 2019 el gobierno de Martín Vizcarra erradicó 25.526 hectáreas de cultivo de coca, la mitad de la extensión total estimada de plantaciones
-
Perú tuvo en 2018 una producción potencial de cocaína récord de 509 toneladas; la de Bolivia fue de 254, una de las históricamente más altas, según EEUU
-
EEUU acusó a Morales hacia el término de su mandato de haber “faltado manifiestamente” a sus obligaciones internacionales con su plan antinarcóticos 2016-2020
▲ Operación de erradicación de cultivo de coca en el Alto Huallaga, Perú [Proyecto CORAH]
INFORME SRA 2020 / Eduardo Villa Corta [versión PDF]
MAYO 2020—Desde que en Perú los planes nacionales contra el cultivo de coca comenzaron en la década de 1980, las campañas de erradicación de las plantaciones nunca habían llegado a lo que se conoce como VRAEM (Valle de los Ríos Apurímac, Ene y Mantaro), una zona de difícil acceso en el centro de la mitad sur del país. En esa zona opera el crimen organizado, especialmente los residuos de la vieja guerrilla de Sendero Luminoso, dedicada ahora al narcotráfico y otros negocios ilícitos. El área es origen del 64% de la producción potencial de cocaína del país. Perú es el segundo productor del mundo, después de Colombia.
El gobierno del presidente Martín Vizcarra llevó a cabo en 2019 una decidida política de supresión de cultivos ilícitos. El plan de erradicación (Proyecto Especial de Control y Reducción del Cultivo de Coca en el Alto Huallaga o CORAH) se aplicó el año pasado a 25.526 hectáreas de cultivos de coca (la mitad de las existentes), de las cuales 750 habrían correspondido al VRAEM (las operaciones se desarrollaron en las zonas de Satipo, río Tambo y Alto Anapati, en la región de Junín).
Estas acciones debieran traducirse, cuando se presenten las cifras referidas a 2019, en una reducción del cultivo total de coca y de la potencial producción de cocaína, rompiendo así el incremento que se venía experimentando en los últimos años. Según el último Informe Internacional de Estrategia de Control de Narcóticos (INCSR), del Departamento de Estado norteamericano, que sigue de cerca esta actividad ilícita en los países de la región, en 2018 había en Perú 52.100 hectáreas de coca (frente a las 44.000 de 2016 y las 49.800 de 2017), cuya extensión y calidad de cultivo podría generar una producción récord de 509 toneladas de cocaína (frente a las 409 de 2016 y 486 de 2017). Aunque en 2013 llegó a haber una mayor área cultivado (59.500 hectáreas), entonces el potencial de cocaína se quedó en 359 toneladas.
De Perú a Bolivia
Ese incremento de los últimos años en la generación de cocaína en Perú ha consolidado el papel de Bolivia en el tráfico de esa droga, pues además de ser el tercer país productor del mundo (en 2018 había cultivadas 32.900 hectáreas, con una producción potencial de 254 toneladas de sustancia estupefaciente, según EEUU), es zona de tránsito de la cocaína de origen peruano.
El hecho de que solo alrededor del 6% de la cocaína que alcanza Estados Unidos proceda de Perú (el resto llega de Colombia), indica que la mayor parte de la producción peruana va hacia el creciente mercado de Brasil y Argentina y hacia Europa, y por tanto su lugar natural de salida es por Bolivia. De esta forma, Bolivia es considerada como un gran “distribuidor”.
Parte de la droga llega en pasta y es refinada en laboratorios bolivianos. Las mercancías se introducen en Bolivia utilizando avionetas, que en ocasiones vuelan a menos de 15 metros de altura y sueltan los paquetes de cocaína en áreas rurales no habitadas; luego son recogidos por elementos de la organización. El traslado también se realiza por carretera, con la droga camuflada en caminos de carga, y en menor medida utilizando el lago Titicaca y otras vías fluviales que conectan ambos países.
Una vez pasada la frontera, la droga de Perú, junto con la producida en Bolivia, viaja a Argentina y Chile, especialmente a través de la ciudad boliviana de Santa Cruz y el paso fronterizo chileno de Colchane, o se interna en Brasil –directamente o a través de Paraguay, usando por ejemplo el paso entre la población paraguaya de Pedro Juan Caballero y la brasileña Ponta Pora– para consumo propio del mayor país de Sudamérica, cuyo volumen ha escalado al segundo puesto mundial, o para llegar a puertos internacionales como el de Santos. Este puerto, que es la salida al mar de Sao Paulo, se ha convertido en el nuevo 'hub' del comercio mundial de narcóticos, del cual sale casi el 80% de las drogas de Latinoamérica con destino a Europa (en ocasiones a través de África).
La producción en Bolivia volvió a crecer a partir de mediados de la década recién terminada, si bien en el caso boliviano existe una notoria diferencia entre las a menudo divergentes cifras ofrecidas por Estados Unidos y por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC). Ambas estimaciones concuerdan en que previamente hubo un descenso, atribuido por el gobierno de La Paz a la llamada “racionalización de la producción de la coca”, que redujo la producción en un 35% y ajustó las áreas de cultivo a las permitidas por la ley, en un país donde están permitidos usos tradicionales de la coca.
Sin embargo, la Ley de la Coca promovida en 2017 por el presidente Evo Morales (su carrera política se originó en los sindicatos cocaleros, cuyos intereses luego siguió defendiendo) amparó una extensión de la producción, elevando las hectáreas permitidas de 12.000 a 22.000. La nueva ley venía a cubrir un incremento que ya se estaba produciendo e incentivó mayores excesos que han sobrepasado con creces el volumen requerido por los usos tradicionales, que estudios de la Unión Europea sitúan en menos de 14.700 hectáreas. De hecho, la UNODC estimó en su informe de 2019 que entre el 27% y el 42% de la hoja de coca cultivada en 2018 no fue vendida en los dos únicos mercados locales autorizados para ello, lo que indica que al menos el resto fue destinada a la producción de cocaína.
Para 2018, la UNODC determinó una producción de 23.100 hectáreas, en cualquier caso por encima de lo permitido por la ley. Los datos de EEUU hablan de 32.900 hectáreas, lo que suponía un incremento del 6% respecto al año anterior, y una producción potencial de cocaína de 254 toneladas (un 2% más).
El 65% de la producción boliviana se realiza en la zona de los Yungas, próxima a La Paz, y el 35% restante en Chapare, cerca de Cochabamba. En esta última zona los cultivos se están expandiendo, invadiendo el parque-reserva natural de Tipnis. El parque, que se adentra en la Amazonia, sufrió en 2019 importantes incendios: intencionados o no, la vegetación tropical aniquilada podría paso a plantaciones clandestinas de coca.
Después de Morales
El informe del Departamento de Estado norteamericano de 2020 destaca el mayor compromiso antidroga de las autoridades bolivianas que en noviembre de 2019 sucedieron al gobierno de Morales, el cual había mantenido “controles inadecuados” sobre el cultivo de coca. EEUU considera que el plan antidroga de Morales para 2016-2020 “priorizaba” acciones contra organizaciones criminales en lugar de combatir la producción de los cocaleros que excediera el volumen permitido. Poco antes de dejar el poder, en el mes de septiembre, Morales fue señalado desde EEUU por haber “fallado manifiestamente” a las obligaciones internacionales en materia de control de drogas.
Según EEUU, el gobierno de transición “ha dado importantes pasos en la interceptación de droga y en la extradición de narcotraficantes”. Este mayor control de las nuevas autoridades bolivianas, junto con la decidida actuación del gobierno de Vizcarra en Perú debiera conducir a una reducción del cultivo de coca y de producción de cocaína en ambos países, y por tanto de su exportación.
Uruguay contribuye con el 45,5% de los efectivos latinoamericanos y El Salvador es el segundo, con el 12%; ambos por delante de las potencias regionales
-
Del total de 82.480 efectivos de las catorce misiones de paz de la ONU a comienzos de 2020, 2.473 procedían de países latinoamericanos, la mayoría militares y policías
-
Casi todo el contingente procedente de la región sirve en misiones en África; el 45,4% lo hace en el plan de estabilización de la República Democrática del Congo
-
Tras Uruguay y después El Salvador, siguen Argentina, Brasil, Perú y Guatemala; en cambio México es de los que menos aporta (solo 13 expertos y empleados, no tropa)
▲ Soldado boliviano en unos ejercicios de entrenamientos para misiones de paz de la ONU, en 2002 [Wikipedia]
INFORME SRA 2020 / Jaime Azpiri [versión en PDF]
MAYO 2020—La aportación de Latinoamérica a las misiones internacionales de mantenimiento de la paz auspiciadas por Naciones Unidas queda por debajo del peso de su población y economía en el mundo (alrededor del 8% y del 7%, respectivamente). Del total de 82.480 personas que participaban en las distintas misiones de la ONU a 31 de enero de 2020, solo 2.473 procedían de países latinoamericanos, lo que supone el 2,9% del total. Similar porcentaje (3%) se registraba al considerar únicamente el personal militar o policial de las misiones (cerca de 2.150 uniformados, de un total de 70.738; el resto correspondía a empleados y expertos).
Se trata de una presencia exterior menor de la que cabría esperar, dada además la insistencia de muchos países de la región en el multilateralismo y la conveniencia de instituciones internacionales fuertes que limiten impulsos expansivos de las grandes potencias. Especial excepción constituye Uruguay, justamente la nación más coherente en su defensa del arbitraje internacional, que a pesar de su reducida población es la que, con diferencia, aporta más personal a las misiones de paz. Sus 1.125 enviados constituyen el 45,5% del contingente total latinoamericano.
Si la decidida contribución de Uruguay no extraña, sí sorprende que como segundo país con mayor participación sea El Salvador, con 293 personas (el 12% de la aportación latinoamericana). Siguen luego dos países de gran peso, Argentina y Brasil, (272 y 252 enviados, respectivamente); después Perú (231) y Guatemala (176). En cambio, México, a pesar de todo su potencial económico y humano, está especialmente ausente de estas misiones internacionales (solo 13 personas, además en concepto de empleados o expertos, no de tropa), tanto por restricciones constitucionales como por doctrina política. En el caso de Colombia (únicamente 2 expertos) puede deberse a la necesidad de destinar su fuerza militar íntegramente a la pacificación del propio país, si bien cabría esperar mayor capacidad y disponibilidad de un socio global de la OTAN, designación única en Latinoamérica que alcanzó en 2018.
El encargo internacional más atendido, que congrega al 45,4% del contingente total de la región, es la de misión de la ONU para la estabilización de la República Democrática del Congo, de cuyo nombre en francés deviene el acrónimo MONUSCO. En ella participan 1.123 latinoamericanos, cuya mayoría se ve constituida por el grueso de enviados uruguayos (934), con la mayor participación también de los guatemaltecos que están en misiones militares en el exterior (153).
Misiones anteriores destacadas
Si bien los países de América Latina en general participan poco en misiones militares en el extranjero, el envío de tropas al exterior no es ajeno a la propia historia de las repúblicas americanas tras su independencia. Una primera intervención fue la llamada “ABC”, coalición formada por Argentina, Brasil y Chile en el contexto de la Revolución Mexicana, a principios del siglo pasado, para evitar la guerra civil en el país norteamericano. Otro conflicto que requirió de intermediación fue la Guerra del Chaco en la década de 1930. En esta confrontación entre Paraguay y Bolivia, fueron cruciales las intervenciones de Chile y Argentina para definir posteriormente la reafirmación de la nacionalidad de la región del Chaco.
A finales del siglo XX la misión más importante fue la destinada a pacificar las repúblicas exyugoslavas, denominada por la ONU como UNPROFOR. Argentina fue el país latinoamericano con mayor presencia de efectivos en ese escenario. Poco después, en la misma década de 1990, se implementaron dos misiones internacionales, esta vez en el propio Hemisferio Occidental, para asegurar los acuerdos que ponían fin a las guerras civiles de El Salvador (ONUSAL) y Guatemala (MINUGUA). Al final de esa década se articuló la MOMEP para imponer un armisticio entre Perú y Ecuador, enfrentados en la Guerra del Cenepa.
También en Colombia algunos dirigentes barajaron en algún momento la posibilidad de solicitar la presencia de cascos azules con el fin de controlar y a largo plazo acabar con la insurrección de las FARC. El después presidente colombiano Álvaro Uribe propuso en 1998 la presencia de tropas internacionales ante la incapacidad del gobierno del momento de controlar la situación, pero la iniciativa no fue llevada a cabo. Tras el acuerdo de paz en 2016 las partes firmantes solicitaron a la ONU una misión de vigilancia del cumplimiento de los términos pactados, conocida como UNVMC, en la que opera un máximo de 120 personas (algunos civiles y un centenar de militares y policías), de las cuales, en enero de 2020, 94 procedían de países latinoamericanos.
La contraposición de Uruguay y México
Hoy los países de la región se encuentran presentes en 14 misiones de paz diferentes (del total de 21 que impulsa la ONU), especialmente en África pero también en otras partes del mundo. En MINUSCA, convocada para la pacificación de la República Centroamericana, participan 9 naciones latinoamericanas, el mismo número que lo hace en UNVMC, la misión de verificación de los acuerdos de paz en Colombia. En UNMISS, misión de asistencia en Sudán del Sur, participan 8 países y en MONUSCO, implementada en la República Democrática del Congo, lo hacen 7.
Como ya se ha dicho, Uruguay es el que aporta un mayor contingente a las misiones en curso (1.126 personas, a fecha de 31 de enero). Ese personal está destinado básicamente a MONUSCO (934) y en menor medida a UNDOF (170), que vela por la seguridad en los Altos del Golán como fuerza de separación entre sirios e israelíes; en total los cascos azules uruguayos están presente en 6 misiones distintas. Ese servicio ha sido especialmente reconocido por Naciones Unidas, que valora la larga trayectoria de Uruguay en esta materia: por ejemplo, destacó su asistencia en la misión llevada a cabo en Haití tras el desastre del huracán Dean, a la que entre 2007 y 2014 destinó 13.000 efectivos. La aportación de Uruguay, un país de apenas 3,5 millones de habitantes, es superior a la que en estos momentos realizan España (648), Francia (732) o Italia (1084).
Por el contrario, el caso de México es el más llamativo por su muy escasa participación en misiones de paz, teniendo en cuenta que es una de las potencias de la región. El país norteamericano es la segunda nación latinoamericana que más recursos emplea para el desarrollo de sus Fuerzas Armadas, con un total de 7 millones de dólares, situándose, con mucha diferencia, por detrás del primer puesto que le corresponde a Brasil, con un total de casi 29,5 millones de dólares. Históricamente, México ha llegado a participar en más de 80 misiones de paz, cediendo efectivos de la Policía Federal y del Ejército, generalmente en bajo número. El anterior presidente, Enrique Peña Nieto, anunció en 2014 que unidades mexicanas volverían a participar decididamente en operaciones armadas en apoyo a la ONU, sin embargo hoy su aportación se reduce a 13 personas (9 expertos y 4 empleados), que suponen solo el 1% de la participación latinoamericana. La razón más relevante para explicar el fenómeno mexicano es la larga tradición en favor de la doctrina Estrada de no intervención en los asuntos internos de otros países. Además, la Constitución mexicana restringe la actuación de tropas en el extranjero a menos que México haya declarado la guerra a un enemigo.
Looking beyond Kashmir: Past and present territorial disputes between Pakistan, India and Bangladesh
▲ The British Raj in 1909 showing Muslim majority areas in green
ESSAY / Victoria Paternina and Claudia Plasencia
Pakistan’s partition from India in 1947 marked the beginning of a long road of various territorial disputes, causing different effects in the region. The geopolitics of Pakistan with India are often linked when considering their shared history; and in fact, it makes sense if we take the perspective of Kashmir as the prominent issue that Islamabad has to deal with. However, neither the history nor the present of Pakistan can be reduced to New Delhi and their common regional conflict over the Line of Control that divides Kashmir.
The turbulent and mistrustful relations between India and Pakistan go beyond Kashmir, with the region of Punjab divided in two sides and no common ground between New Delhi and Islamabad. In the same way, the bitter ties between Islamabad and a third country are not exclusively with India. Once part of Pakistan, Bangladesh has a deeply rooted hatred relationship with Islamabad since their split in 1971. Looking beyond Kashmir, Punjab and Bangladesh show a distinct aspect of the territorial disputes of the past and present-day Pakistan. Islamabad has a say in these issues that seem to go unnoticed due to the fact that they stand in the shadow of Kashmir.
This essay tries to shed light on other events that have a solid weight on Pakistan’s geopolitics as well as to make clear that the country is worthy of attention not only from New Delhi’s perspective but also from their own Pakistani view. In that way, this paper is divided in two different topics that we believe are important in order to understand Pakistan and its role in the region. Punjab and Bangladesh: the two shoved under the rug by Kashmir.
Punjab
The tale of territorial disputes is rooted deeply in Pakistan and Indian relations; the common mistake is to believe that New Delhi and Islamabad only fight over Kashmir. If the longstanding dispute over Kashmir has raised the independence claims of its citizens, Punjab is not far from that. On the edge of the partition, Punjab was another region in which territorial lines were difficult to apply. They finally decided to divide the territory in two sides; the western for Pakistan and the eastern for India. However, this issue automatically brought problems since the majority of Punjabis were neither Hindus nor Muslims but rather Sikhs. Currently, the division of Punjab is still in force. Despite the situation in Pakistan Punjab remains calm due to the lack of Sikhs as most of them left the territory or died in the partition. The context in India Punjab is completely different as riots and violence are common in the eastern side due to the wide majority of Sikhs that find no common ground with Hindus and believe that India has occupied its territory. Independence claims have been strengthened throughout the years in many occasions, supported by the Pakistani ISI in order to destabilize India. Furthermore, the rise of the nationalist Indian movement is worsening the situation for Punjabis who are realizing how their rights are getting marginalized in the eyes of Modi’s government.
Nonetheless, the question of Punjabi independence is only a matter of the Indian side. The Pakistan-held Punjab is a crucial province of the country in which the wide majority are Muslims. The separation of Punjab from Islamabad would not be conceived since it would be devastating. For Pakistan, it would mean the loss of 72 million inhabitants; damaging the union and stability of the country. All of this taking into account that Punjab represents a strong pillar for the national economy since it is the place where the Indus river – one of the most important ones – flows. It can be said that there is no room for independence of the Pakistani side, nor for a rapprochement between both parts of the former Punjab region. They have lost their main community ties. Besides, the disagreements are between New Delhi and Eastern Punjab, so Islamabad has nothing to do here. According to that, the only likely long-term possibility would be the independence of the Indian side of the Punjab due to the growth of the hatred against New Delhi. Additionally, there are many Sikhs living abroad in UK or Canada who support the independence of Punjab into a new country “Khalistan” strengthening the movement into an international concern. Nevertheless, the achievement of this point would probably increase the violence in Punjab, and in case they would become independent it would be at the expense of many deaths.
There is a last point that must be taken into account when referring to India-Pakistan turbulent territorial relations. This is the case of the longstanding conflict over water resources in which both countries have been increasing tensions periodically. Considering that there is a scarcity of water resources and a high demand of that public good, it is easy to realize that two enemies that share those resources are going to fight for them. Furthermore, if they both are mainly agrarian countries, the interest of the water would be even harder as it is the case of Pakistan and India. However, for more than five decades both Islamabad and New Delhi have maintained the Indus Waters Treaty that regulates the consumption of the common waters. It divides the six rivers that flow over Pakistan and India in two sides. The three western ones for Pakistan, and the other three of the eastern part for India. Nevertheless, it does not mean that India could not make any use of the Pakistani ones or vice versa; they are allowed to use them in non-consumptive terms such as irrigation, but not for storage or building infrastructures[1]. This is where the problem is. India is seemed to have violated those terms by constructing a dam in the area of the Pakistani Indus river in order to use the water as a diplomatic weapon against Islamabad.
This term has been used as an Indian strategy to condemn the violence of Pakistan-based groups against India undermining in that way the economy of Pakistan which is highly dependent on water resources. Nevertheless, it is hard to think that New Delhi would violate one of the milestones treaties in its bilateral relations with Pakistan. Firstly, because it could escalate their already existent tensions with Pakistan that would transform into an increase of the violence against India. Islamabad’s reaction would not be friendly, and although terrorist activities follow political causes, any excuse is valid to lead to an attack. Secondly, because it would bring a bad international image for PM Modi as the UN and other countries would condemn New Delhi of having breached a treaty as well as leaving thousands of people without access to water. Thirdly, they should consider that rivers are originated in the Tibet, China, and a bad movement would mean a reaction from Beijing diverting the water towards Pakistan[2]. Finally, India does not have enough infrastructure to use the additional water available. It is better for both New Delhi and Islamabad to maintain the issue over water resources under a formal treaty considering their mutual mistrust and common clashes. Nevertheless, it would be better for them to renew the Indus Waters Treaty in order to include new aspects that were not foreseen when it was drafted as well as to preserve the economic security of both countries.
Bangladesh
Punjab is a territory obligated to be divided in two between India and Pakistan, yet Bangladesh separated itself completely from Pakistan and finds itself in the middle of India. Bangladesh, once part of Pakistan, after a tumultuous war, separated into its own country. While India did not explicitly intervene with Bangladesh and Pakistan’s split, it did promote the hatred between the two for its own agenda and to increase in power. The scarring aspect of the split of Bangladesh from Pakistan is the bloody war and genocide that took place, something that the Bengali people still have not overcome to this day. The people of Bangladesh are seeking an apology from Pakistan, something that does not look like it is going to come anytime soon.
Pakistan and Bangladesh share a bitter past with one another as prior to 1971, they were one country which separated into two as a result of a bloody war and emerging political differences. Since 1971 up to today, India and the Awami league have worked to maintain this hatred between Bangladesh and Pakistan through propagandist programs and different techniques. For example, they set up a war museum, documentaries and films in order to boast more the self-proclamation of superiority on behalf of India against Bangladesh and Pakistan. India and the Awami League ignore the fact that they have committed atrocities against the Bengali people and that in large part they are responsible for the breakup between Pakistan and Bangladesh. The Bangladesh Nationalist Party (BNP) worked to improve relations with Pakistan under the governments of Ziaur Rahman, Begum Khaldia Zia, and Hossain Mohammad Ershad in Bangladesh, who had maintained distance from India. Five Pakistani heads of government have visited Bangladesh since 1980, along with signing trade and cultural agreements to improve relations between the two nations.[3] While an alliance between Pakistan and Bangladesh against India is not a realistic scenario, what is important for Pakistan and Bangladesh for the next decade to come is attempt to put their past behind them in order to steer clear of India and develop mutually beneficial relations to help improve their economies. For example, a possible scenario for improving Pakistan and Bangladesh relations could be to join the CPEC to better take advantage of the trade opportunities offered within South Asia, West Asia, Central Asia, and China and Russia.[4]
Despite decades of improving trade and military links, especially as a defense against Indian supremacy in the region, the two countries continue to be divided by the question of genocide. Bangladesh wants Pakistan to recognize the genocide and its atrocities and teach them as a part of its history. However, Pakistan has refused to do so and has even referred to militant leader executed for war crimes as being killed for his loyalty to Pakistan.[5]
Even though India supported Bangladesh in its independence from Pakistan, Bangladesh thinks that India is self-serving and that they change ideas depending on their own convenience.[6] An alliance of Pakistan and Bangladesh, even though it is against a common enemy, India, is not realistic given the information recently provided. India is a country that yes, even though they helped Bangladesh against Pakistan, they are always going to look out for themselves, especially in search to be the central power in the region. India sees still a lot of potential for their power in the coming decades. Indian PM Narendra Modi is very keen on making strategic choices for the country to transform an increase its global leadership position.[7]
The hostile relations between Pakistan and India find their peak in its longstanding conflict over Kashmir, but Punjab and Bangladesh must not be put in the shadow. The further directions of both PM Imran Khan and PM Modi could have consequences that would alter the interests of Punjab and Bangladesh as different actors in the international order. In the case of Punjab their mutual feelings of mistrust could challenge the instability of a region far from being calm. It is true that independence claims is not an issue for Pakistan itself since both Islamabad and Pakistan-held Punjab would lose in that scenario, and they both know it. Nonetheless, Indian Punjabis’ reality is different. They have crucial problems within New Delhi, again as a historical matter of identity and ethnicity that is still present nowadays. Sikhs have not found common ground with Hindus yet and it does not seem that it will happen in a near future. In fact, tensions are increasing, posing a threat for two nations with their views on Kashmir rather than on Punjab. In the case of Bangladesh, its relations with Pakistan did not have a great start. Bangladesh gained freedom with help from India and remained under its influence. Both Pakistan and Bangladesh took a long time to adjust to the shock of separation and their new reality, with India in between them.
In conclusion, Punjab and Bangladesh tend to be the less important territorial issues, and not a priority neither for Islamabad nor for New Delhi that are more engaged in Kashmir. However, considering the magnitude of both disputes, we should appreciate how the Sikhs in the Indian-held territory of Punjab as well as the Bengali people deserve the same rights as the Kashmiris to be heard and to have these territorial disputes settled once and for all.
BIBLIOGRAPHY
Ayres, Alyssa. “India: a ‘Major Power’ Still below Its Potential.” Lowy Institute, July 24, 2018.
Iftikhar, Momin. “Pakistan-Bangladesh Relations.” The Nation. The Nation, December 15, 2018.
"Indus Water Treaty: Everything You Need to Know". ClearIAS.
Muhammad Hanif, Col. “Keeping India out of Pakistan-Bangladesh Relations.” Daily Times, March 6, 2018.
Sami, Shafi. “Pakistan Bangladesh Relations In the Changing International Environment.” JSTOR. Pakistan Institute of International Affairs, 2017.
Shakoor, Farzana. “Pakistan Bangladesh Relations Survey.” JSTOR. Pakistan Institute of International Affairs, 2017.
[1] "Indus Water Treaty: Everything You Need to Know". Clearias. Accessed March 24.
[2] ibid
[3] Muhammad Hanif, Col. “Keeping India out of Pakistan-Bangladesh Relations.” Daily Times, March 6, 2018.
[4] Iftikhar, Momin. “Pakistan-Bangladesh Relations.” The Nation. The Nation, December 15, 2018.
[5] Sami, Shafi. “Pakistan Bangladesh Relations In the Changing International Environment.” JSTOR. Pakistan Institute of International Affairs, 2017.
[6] Shakoor, Farzana. “Pakistan Bangladesh Relations Survey.” JSTOR. Pakistan Institute of International Affairs, 2017.
[7]Ayres, Alyssa. “India: a ‘Major Power’ Still below Its Potential.” Lowy Institute, July 24, 2018.
Del éxito del superministro Sérgio Moro al fracaso de ‘abrazos, no balazos’: dos signos distintos en el primer año de los presidentes populistas de Brasil y México
-
AMLO prometió terminar con la continua alza anual de los homicidios registrada en los mandatos de sus dos predecesores, pero a lo largo de 2019 la acentuó
-
La mejora de las cifras en Brasil se ve empañada por el aumento de las muertes accidentales en operaciones policiales y del número de presos provisionales en las cárceles
-
En los primeros meses de 2020 tanto en México como en Brasil los homicidios han aumentado, pero el confinamiento por el Covid-19 podría afectar a la estadística anual
▲ El presidente mexicano en la puesta de largo de la Guardia Nacional, en junio de 2019 [Gob. de México]
INFORME SRA 2020 / Túlio Dias de Assis y Marcelina Kropiwnicka [versión en PDF]
MAYO 2020—Uno de los conflictos más conocidos de Latinoamérica es su alto índice de violencia, a menudo como consecuencia de la gran presencia del crimen organizado. Dentro de este paradigma regional, no todos los mandatarios afrontan el problema de la criminalidad de igual manera. Mientras que unos optan por una política más pasiva, otros prefieren apostar por la mano dura, pese a los riesgos que esta puede suponer. 2019 fue el primer año de mandato de Andrés Manuel López Obrador y el de Jair Bolsonaro, líderes populistas de ideologías contrarias, que llegaron al poder con apenas un mes de diferencia. En Brasil los homicidios bajaron, en México subieron.
México
A lo largo de 2019 hubo en México un total de 35.588 víctimas de homicidio intencional. Esto significa que, al llegar a su fin el año 2019, se dejó atrás un máximo histórico de homicidios a nivel nacional. Con ello, el presidente López Obrador, conocido por la abreviatura AMLO, incumplía su promesa electoral de reducir la violencia. Aunque mantuvo su índice de aprobación en un 72% a finales de 2019, su aceptación se ha visto dañada después por su gestión de la crisis sanitaria del coronavirus.
Tres gobiernos anteriores habían favorecido el combate militar contra los cárteles de narcotráfico, pero López Obrador estableció al llegar una estrategia de seguridad divergente, centrándose más en el enfoque autodescrito de “abrazos, no balazos”. Este enfoque condujo a la liberación de Ovidio Guzmán, hijo de Joaquín ‘El Chapo’ Guzmán, que el gobierno argumentó por el deseo de evitar una escalada de violencia de los cárteles. Además, AMLO creó la Guardia Nacional, un nuevo cuerpo de seguridad que ha estado desplegando decenas de miles de efectivos, anteriormente pertenecientes al Ejército y a la Policía Federal, para hacer frente a la delincuencia organizada en zonas clave de todo el país. Si bien la nueva estrategia tiene por objeto reforzar la seguridad y hacer frente a la violencia en las ciudades, hasta el momento no se ha frenado la barbarie. El presidente incluso se ha desdicho de otra promesa y ha anunciado que de momento el Ejército seguirá en las calles compartiendo la función de seguridad ciudadana.
El número de homicidios dolosos en 2019 fue de 34.582, un 2,5% más que los 33.743 del año anterior; los feminicidios llegaron a 1.006, con incremento del 10,3% respecto a los 912 de 2018, según el Sistema Nacional de Seguridad Público (SNSP). Aunque en años precedentes, durante el mandato de los presidentes Enrique Peña Nieto, hubo mayores aumentos —los anteriores incrementos fueron de un 15,7% (de 2017 a 2018), un 26,5% (de 2016 a 2017) y un 25,1% (de 2015 a 2016)—, los homicidios de 2019 representan la cifra global más alta registrada en los dos últimos decenios. Las cifras del mandato de Felipe Calderón (PAN), el primero en sacar a la calle el Ejército para combatir el narco, fueron superadas en el mandato de Peña Nieto (PRI) y ahora ha vuelto a haber un incremento en el primer año de López Obrador (Morena). Los tres criticaron la gestión en seguridad de sus antecesores y los tres fallaron en su propósito (AMLO al menos de momento).
En promedio, en 2019 se cometieron 2.881 asesinatos por mes; el número más alto registrado fue de 2.993 asesinatos en junio y el número más bajo el de 2.731 en abril. El estado con más homicidios fue Guanajuato, seguido del estado de México y Baja California. En cuanto a la tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes, Colima ocupó el primer lugar, con 98,3, seguido de Baja California (80,6) y Chihuahua (68,7).
Gran parte de la violencia que se ha producido en todo el país está directamente relacionada con las formaciones de bandas y los narcotraficantes, y la lucha por el dominio de los mercados locales. Por lo tanto, no es de extrañar que Colima, donde se encuentra el estratégico puerto de Manzanillo, foco de actividades ilícitas, sea el estado que encabece la lista negra. Además, existe colaboración entre los grupos delictivos de ambos lados de la frontera de Estados Unidos y México para el abastecimiento mutuo de drogas y armas. El 70% de los homicidios son cometidos con armas de fuego, muchas de las cuales han sido introducidas de contrabando a través de la frontera. La situación no solo socava la seguridad en México sino también en Estados Unidos.
Donald Trump ha instado a México a que “haga la guerra” contra los cárteles. En noviembre anunció que iba a catalogar oficialmente a estos como organizaciones terroristas. “Estados Unidos están listos, dispuestos y capacitados para involucrarse y hacer el trabajo de manera rápida y eficaz”, tuiteó entonces Trump. Sin embargo, acabó aplazando esa proclamación a petición del presidente mexicano.
En el primer trimestre de 2020 los homicidios han mantenido su tendencia al alza, con 269 homicidios más que en el mismo trimestre del año anterior. Si bien las medidas de distanciamientos social adoptadas durante la crisis del Covid-19 pueden bariar la tendencia en el segundo semestre, la menor inversión en seguridad para dirigir el gasto público hacia el sector sanitario y el económico puede empujar al alza el número de asesinatos.
Brasil
Al contrario de México, Brasil ha logrado una serie de resultados más positivos, siguiendo una tendencia a la baja ya experimentada en el último año de la presidencia de Michel Temer. Ello se debe sobre todo a las medidas tomadas por el hasta hace poco ministro de Justicia y Seguridad Pública Sérgio Moro, exjuez federal al mando de la Operación Autolavado. La elección de Moro como ministro por parte de Bolsonaro no fue aleatoria, puesto que Moro es considerado por buena parte de la población como un héroe de la lucha contra la corrupción, debido a los varios procesos que dirigió contra miembros de Odebrecht y de la clase política, incluyendo el que llevaría a la prisión del expresidente Lula da Silva. Habiendo prometido en campaña mano dura contra el crimen y la corrupción, Bolsonaro decidió fusionar los ministerios de Justicia y de Seguridad Pública y ofrecer a Moro su dirección.
La decisión fue certera y una de las que mejor sostuvo la popularidad del presidente brasileño en su primer año de mandato. Prueba de ello fue la significativa bajada del número de crímenes violentos, entre los que destaca un descenso del 19% del número de homicidios. Se trata de uno de los indicadores más preocupantes en Brasil, puesto que es el país con mayor número bruto de homicidios anuales del mundo. En 2018 los homicidios fueron 51.558, mientras que en 2019 se redujeron a 41.635, lo que supuso un descenso del 19,2%. Excluidos de estas cifras los latrocinios, el descenso fue de 49.120 a 29.750.
Además, los robos de cargas en un 35% y aumentó en un 81% la aprehensión de droga. En Río de Janeiro, uno de los estados más problemáticos en lo que seguridad se refiere, los latrocinios (robo seguido de muerte) se vieron reducidos en un 34% y las aprehensiones de armas ilegales se incrementaron un 32%.
Una de las medidas que más contribuyeron a este descenso fue la integración de las diferentes instituciones de fuerzas de seguridad del estado en todos los niveles: federal, estadual y municipal. Esto ha permitido un mayor nivel de coordinación, especialmente significativo en el ámbito del servicio de inteligencia, cuya información fluye ahora más fácilmente entre instituciones. Además, en esta misma área, cabe destacar las inversiones realizadas en Big Data y sistemas de inteligencia. Principal atención se ha puesto en sistemas de reconocimiento facial y videovigilancia.
Otra política de gran relevancia ha sido la transferencia de jefes de bandas a presidios de mayor nivel de aislamiento, impidiendo así su posible comunicación y coordinación con los miembros de bandas que se hallan en el exterior.
Finalmente habría que mencionar el llamado “pack anticrimen”: una serie de leyes y reformas del código penal que aumentan el poder de actuación de las fuerzas de seguridad, además de establecer penas más duras para delitos de crímenes violentos, crimen organizado y corrupción. El proyecto aprobado finalmente por el Parlamento Brasileño dista bastante de la propuesta original de Moro, pero ha contribuido, si bien en menor medida, al descenso de la criminalidad.
Como contrapartida, las positivas cifras mencionadas fueron acompañadas de un preocupante incremento de muertes accidentales en operaciones policiales, habiéndose viralizado varios casos de niños fallecidos por balas perdidas en tiroteos entre bandas de narcos y las fuerzas de seguridad. Adicionalmente, el número de presos provisionales en las cárceles brasileñas se vio incrementado en un 4,3% respecto al año anterior. Todo esto ha alentado las críticas de la mayor parte de la oposición y diversas ONG de derechos humanos, tanto nacionales como internacionales.
En los dos primeros meses de 2020, se registraron 548 muertes más que en el mismo período del año anterior. Este repunte se dio en 20 de los 27 estados federales de Brasil, de lo cual se puede inferir que se trata de una tendencia más bien general, antes que un episodio esporádico. No obstante, debido a la ordenanza de cuarentena obligatoria en varios estados y municipios, los homicidios volvieron a bajar, haciendo difícil cualquier extrapolación para el conjunto del presente año. Otro factor a tener en cuenta para 2020 es la reciente dimisión del ministro Moro; sin él, la posibilidad de que sigan las reformas iniciadas en el primer año se ve muy reducida.
Argentina, Paraguay, Colombia y Honduras ya han aprobado el señalamiento, mientras que Brasil y Guatemala se han comprometido a hacerlo en breve
-
El 25 aniversario del atentado contra la AMIA sirvió para desencadenar una cascada de pronunciamientos, rompiendo la falta de instrumentos legales adecuados contra el grupo
-
Varios países han erigido listados de organizaciones terroristas, lo que permite una mayor coordinación con Estados Unidos en la lucha antiterrorista en la región
-
La implicación de Hezbolá en economías ilícitas de la Triple Frontera y en redes de narcotráfico explican la decisión de los países afectados en América del Sur y Central
▲ Memoria a los fallecidos en atentado contra la AMIA, en Buenos Aires [Nbelohklavek]
INFORME SRA 2020 / Mauricio Cardarelli [versión en PDF]
MAYO 2020—El 25 aniversario del mayor atentado terrorista en Latinoamérica –el ataque contra la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), el 18 de julio de 1994– sirvió para que varios países de la región anunciaran su propósito de declarar a la organización chií libanesa Hezbolá como grupo terrorista. A Hezbolá se atribuye el atentado contra la AMIA, en Buenos Aires, en el que murieron 85 personas, así como el perpetrado también en la capital argentina contra la Embajada de Israel dos años antes, que causó la muerte de otras 22 personas.
El año 2019, pues, significó un salto importante en la confrontación de Hezbolá en el Hemisferio Occidental, ya que previamente ninguna nación latinoamericana había declarado como terrorista a esa organización, que sí es señalada como tal por Estados Unidos, la Unión Europea y otros países. De hecho, los códigos de derecho latinoamericanos, más allá del fenómeno propiamente guerrillero, apenas han tenido en cuenta el hecho terrorista externo, al tratarse de estados que no han sufrido como otros lugares del planeta el auge del terrorismo internacional, especialmente en lo que va de siglo y sobre todo de la mano del radicalismo islamista.
La ronda de declaraciones la abrió la propia Argentina en el mes de julio, en el aniversario mismo de la masacre de la AMIA. A mediados de agosto fue el turno de Paraguay, mientras que Brasil anunció también entonces su intención de seguir esos mismos pasos. Luego las gestiones de Estados Unidos catalizaron el proceso, de forma que en el marco de la III Conferencia Ministerial Hemisférica de Lucha contra el Terrorismo, celebrada a mediados de enero de 2020 en Bogotá, tanto Colombia como Honduras procedieron a incluir a Hezbolá en listados de organizaciones terroristas. Por su parte, el presidente electo guatemalteco se comprometió a una medida semejante cuando asumiera la presidencia.
La catalogación realizada ya de modo efectivo por Argentina, Paraguay, Colombia y Honduras (países atentos a la actividad de Hezbollá en la llamada Triple Frontera o a su implicación en el narcotráfico), y la aún no ejecutada, pero supuestamente inminente, de Brasil y Guatemala deberá ayudar a una mayor contundencia en la lucha contra ese grupo radical por parte de las fuerzas de seguridad nacionales y en las sentencias de los respectivos tribunales de justicia.
Si ya en 2018 la detención de parte de la red del clan de los Barakat supuso un avance en la coordinación policial de Argentina, Brasil y Paraguay en el área de frontera compartida (la Triple Frontera, lugar de intensa actividad comercial y de financiación y ocultamiento de operativos de Hezbolá, amparados por elementos de una nutrida población musulmana), los pasos de 2019 constituyen una actuación decisiva.
Infiltración en América Latina
Militantes y células de Hezbolá han podido penetrar en las últimas décadas en América Latina en primer lugar aprovechando la diáspora libanesa. A raíz de la guerra civil vivida por el Líbano entre 1975 y 1990, miles de personas emigraron al continente americano, en ocasiones instalándose en lugares en los que ya existía cierta presencia árabe, como era el caso de palestinos o sirios. Aunque parte de esos inmigrantes eran cristianos, otros eran musulmanes; la concienciación entre estos últimos sobre la lucha contra Israel llevó a que se formalizaran redes de financiación de grupos radicales, en un proceso de lavado de dinero a partir de la profusa actividad comercial –y también de contrabando– llevada a cabo en muchos de esos enclaves.
Un punto estratégico en esa dinámica ha sido la Triple Frontera, en la que viven unas 25.000 personas de origen libanés, así como como otros grupos árabes: se trata del área con más musulmanes de Latinoamérica. La porosa frontera conecta Ciudad del Este (Paraguay), que cuenta con 400.000 habitantes; Foz de Iguazú (Brasil), con 300.000, y Puerto Iguazú (Argentina), con 82.000. Se trata de un foco de actividades ilícitas ligadas el blanqueo de dinero, la falsificación, el contrabando y el narcotráfico. Se estima que el comercio ilícito en la Triple Frontera supone unos 18.000 millones de dólares al año. Las autoridades han podido constatar redes de financiación de Hezbolá, así como la presencia de operativos del grupo (el trazo de la preparación de los atentados de Buenos Aires de 1992 y 1994 llevó hasta ese enclave trifronterizo). El año pasado pudo detenerse a Assad Ahmad Barakat y una quincena de miembros de su clan, dedicado a generar fondos para Hezbolá.
Otros puntos de apoyo para Hezbolá han sido determinados lugares de Brasil que cuentan con mezquitas y centros culturales chiís radicalizados, que acogen actividades de clérigos extremistas como Bilal Mohsen Wehbe. Por otra parte, la estrategia de acercamiento de Hugo Chávez a Irán supuso una estrecha colaboración manifestada en la entrega de pasaportes venezolanos a islamistas y su participación en el negocio de la droga amparado por la cúpula chavista. Esa interrelación también contribuyó su mayor dispersión por la región, mediante progresivos lazos de Hezbolá con quienes participan en la estructura del narcotráfico, como las FARC o algunos carteles mexicanos (Los Zetas y Sinaloa).
Cascada de señalamientos
Argentina abrió la ronda de señalamientos de Hezbolá (y de creación, en la mayoría de los casos, de listas de grupos terroristas, que no existían previamente en los países latinoamericanos) al cumplirse 25 años del atentado contra la AMIA, en julio de 2019. El entonces presidente Mauricio Macri, que había puesto fin a las presidencias kirchneristas, de cierta complicidad con Irán, aprobó la creación de un registro público de personas y entidades vinculadas a actos de terrorismo y su financiamiento (RePET).
Con motivo del destacado aniversario, el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, animó a que los países del continente procedieran a ese tipo de declaración contra Hezbolá.
Paraguay siguió los pasos de Argentina un mes después. El gobierno de Mario Abdo Benítez había sido criticado por no actuar con decisión en la Triple Frontera, cuyo contrabando, como el de tabaco, y otras actividades ilícitas alimentan la percepción de corrupción que acompaña a los políticos del país. El presidente paraguayo cuenta además con introducir un paquete de reformas legislativas en contra del blanqueo de capital.
Brasil anunció el 20 de agosto su intención de proceder del mismo modo que sus dos vecinos, aunque de momento no ha ejecutado esa decisión. A finales de febrero de 2020, Eduardo Bolsonaro, hijo del presidente brasileño y diputado nacional, confirmó que el paso se daría “pronto”; sugirió que el retraso en adoptar la medida se debía a que se estudia aplicar la calificación de grupo terrorista también a otras organizaciones, como Hamas.
En diciembre fue el anuncio de Guatemala, cuyo presidente electo, Alejandro Giammattei, comunicó que cuando tomara posesión de su cargo pondría a Hezbolá en una lista negra. Giammattei vinculó la decisión a una política proisraelí que le llevaría también a trasladar la embajada de Tel Aviv a Jerusalén, siguiendo el ejemplo de Estados Unidos (también Honduras y Paraguay se encuentran en la misma línea). Giammattei ocupó la presidencia el 14 de enero, pero aún no ha ejecutado sus promesas.
Detrás de estos movimientos de los países latinoamericanos estuvo la diplomacia estadounidense. El despliegue de esta quedó de manifiesto en el tercer encuentro de la Conferencia Ministerial Hemisférica de Lucha contra el Terrorismo, una iniciativa impulsada por Washington con Hezbolá en la mirilla, entre otros objetivos. Ese encuentro se celebró el 20 de enero de 2020 en Bogotá y contó con la asistencia del secretario de Estado norteamericano, Mike Pompeo.
Colombia aprovechó esa reunión, en la que actuaba como anfitriona, para anunciar su consideración de Hezbolá como grupo terrorista. El presidente Iván Duque anunció que tres días ante el Consejo de Seguridad Nacional del país había adoptado los listados de Estados Unidos y de la Unión Europea de personas y organizaciones terroristas. La lista aprobada incluía la guerrilla del ELN y las disidencias de las FARC, y de ella desaparecían las antiguas FARC.
Honduras, el país centroamericano más plegado a las estrategias de Estados Unidos, también realizó su anuncio internacional en la misma conferencia. Su canciller comentó al término de una reunión previa del Consejo Nacional de Seguridad y Defensa que Honduras había designado a Hezbolá como grupo terrorista y se proponía crear un registro de personas y entidades vinculadas al terrorismo y su financiación.
[A. Patanru, M. Pangestu, M.C. Basri (eds), Indonesia in the New World: Globalisation, Nationalism and Sovereignty. ISEAS Yusof Ishak Institute. Singapore, 2018. 358 p.]
RESEÑA / Irati Zozaya
El libro se compone de quince artículos, escritos por diferentes expertos, que tratan sobre cómo Indonesia ha abordado la globalización y qué efecto ha tenido esta en el país. Los textos han sido coordinados por Arianto A. Patunru, Mari Pangestu y M. Chatib Basri, académicos indonesios con experiencia también en la gestión pública al haber sido ministros en distintos gobiernos. Los artículos combinan los enfoques generales con aspectos específicos, tales como las consecuencias de la apertura al comercio y las inversiones internacionales en la industria minera o las medidas de nacionalización de alimentos.
Para explicar la situación actual de Indonesia el libro en ocasiones recapitula periodos de su historia. Precisamente, uno de los conceptos que aflora con frecuencia en el libro es el del nacionalismo: podría decirse, según los autores, que es lo que más ha marcado el modo de relación de Indonesia con el mundo, más allá de quién ha dirigido en cada momento este país que hoy cuenta con 260 millones de habitantes.
La primera parte del libro hace referencia de forma más general a la experiencia de Indonesia con la globalización, el nacionalismo y la soberanía. Comienzan mostrando la época colonial y cómo, por imposición de Holanda y Gran Bretaña de una apertura al mundo, empieza a surgir un fuerte sentimiento nacionalista. Tras la ocupación por parte de Japón durante la Segunda Guerra Mundial se implanta una autarquía total, llevando así a los ciudadanos a un problema que sigue muy presente en la actualidad de Indonesia: la práctica del contrabando. En 1945 el país logró la esperada independencia bajo la presidencia de Sukarno, quien cerró Indonesia al resto del mundo para centrarse en reafirmar la identidad nacional y desarrollar sus capacidades. Esto llevó al deterioro de la economía y a la consiguiente hiperinflación, que dio pie a una nueva época: el Nuevo Orden.
En 1967, con la llegada de Suharto a la presidencia, comenzó una cautelosa apertura al comercio exterior y a los flujos de inversión. Sin embargo, Suharto reprimió la actividad política y durante su mandato los militares obtuvieron mucha influencia y el gobierno retuvo el control sobre la economía. Además, el final de su presidencia coincidió con la crisis financiera asiática (1997-1998), la cual condujo a la caída del crecimiento económico del país y a un frenazo de la reducción de la pobreza, y en consecuencia al crecimiento de la desigualdad. La crisis financiera socavó la confianza en el presidente y culminó en el colapso del Nuevo Orden.
El siguiente periodo abordado es el Reformasi, una época que marcó el comienzo de un clima político más abierto y democrático. Los siguientes dos presidentes, Abdurrahman Wahid (1999-2001) y Megawati Soekarnoputri (2001-2004), se preocuparon más por la recuperación económica y la consolidación democrática y perduró un sistema proteccionista en cuanto a la economía. El libro no se centra mucho en el siguiente presidente, Yudhoyono (2004-2014), remarcando únicamente que fue un internacionalista que mantuvo una postura más cautelosa y ambivalente en cuestiones económicas.
Por último, en las elecciones de 2014 llegó al poder Joko Widodo, quien mantiene el cargo de presidente en la actualidad. Con él, Indonesia ha vuelto a la senda del crecimiento económico y se ha estabilizado como una democracia de razonable éxito. Dado que el presidente, conocido comúnmente como Jokowi, ha tomado nuevas medidas para remarcar la soberanía política y promover la autarquía económica y el renacimiento cultural nacional, a su mandato se le ha caracterizado de ‘nuevo nacionalismo’. En su discurso político, Jokowi pone a Indonesia como objetivo de conspiraciones extranjeras y llama a estar en guardia frente a esas amenazas. De todas maneras, el país mantiene una postura ambivalente hacia la apertura y cooperación internacional ya que, por mucho que en las últimas décadas hayan vuelto a incrementar las restricciones comerciales, Jokowi enfatiza el compromiso global y ha reactivado las negociaciones regionales.
Todo esto ha llevado al descontento de la población con la globalización, de forma que hasta el 40% de los ciudadanos piensan que esta amenaza la unidad nacional. Uno de los efectos más negativos y de mayor importancia en Indonesia es el de los trabajadores que se han visto forzados a emigrar y a trabajar en el extranjero en muy malas condiciones. No obstante, las últimas partes del libro muestran también las consecuencias positivas que ha tenido la globalización en Indonesia, manifestándose en una mayor productividad, el incremento de los salarios o el crecimiento económico, entre otros. Por ello los autores hacen hincapié en la importancia de construir una narrativa que pueda generar apoyo público y político para la apertura del país y contrarreste el creciente sentimiento de antiglobalización.
Como ocurre en un libro que es la suma de artículos de diferentes autores, su lectura puede resultar algo pesada por una cierta reiteración de contenidos. No obstante, la variedad de firmas supone también una pluralidad de enfoques que sin duda supone una riqueza de perspectivas para el lector.
The region purchased only 0.8% of total Russian arm exports in 2015-2019; the US has recovered its position as the main arms supplier for the Americas
-
Over the last five years, the region carried out 40% less arms imports than during 2010-2014; the end of the commodity boom era reduced military equipment purchases
-
Chavez's Venezuela got almost $20 billion in Russian loans to buy weapons, but the collapse of the Venezuelan oil industry has left Moscow without a clear full repayment
-
The arrival of the Bolivarian left to power in many countries brought tight relations with Moscow. But the pink revolutions wave has subsided in almost all places
▲ A Russian Sukhoi Su-30MK2 bought by Venezuela, in Barquisimeto in 2016 [Carlos E. Pérez]
ARS Report 2020 / Peter Cavanagh [PDF version]
MAY 2020—Over the last two decades Latin America increased its military expenditure. As the Latin American countries improved their economies, they looked to modernize their military and defense systems. The purchasing spree was notorious during the golden decade of high commodity prices (2004-2014), specially during the first five years, which were the more profitable in public income terms. After the commodity boom was over the region lowered its military purchases.
The trend was not uniform. Meanwhile Central America and the Caribbean, less affected by the commodity cycle, kept increasing the expenditure in arms imports over the last years, South America, more depending on minerals and oil exports, reduced the volume of arms transfers. Taken the region as a whole, Latin America's military purchases were 10% of global arms transfers in 2010-2014, and 5.7% in 2015-2019, according to SIPRI. Between the two periods, arms imports by Latin America dropped 40%.
This general evolution was mirrored by the ups and down of Russia's portfolio in the region. Moscow managed to exploit the opportunity of the golden decade to the fullest. Russia positioned itself as a willing partner in arms sales and became the leading arms exporter in the region, surpassing China and the United States by far. Russia tried to exert its influence in Latin America to the highest extent possible, taking advantage of a wave of leftist governments (the so-called pink revolutions). Latin America has traditionally fallen under the sphere of influence of the United States. With Russian arms sales in the region, it serves as a direct challenge to US influence. As the second largest exporter of military arms in the world, after the US, Russia has a unique opportunity to affect policy in the region.
However, it is important to note that from 2014 onwards, Latin American arms imports have really begun to drop off, and this includes Russian exports as well. Russian arms exports decreased by 18% globally between 2010-2014 and 2015-2019, first affected by a prominent drop of purchases by India (-47%), which is its main client (25% of Russia's sales in that period), and, less importantly, by a reduction of imports from the Americas. Russian sells to Latin American countries were only 0.8% of total Russian military exports. From 2014 onwards the US recovered its traditional position as the main arms supplier for the region.
Countries
In the last two decades Venezuela has been Russia's biggest customer in the Western Hemisphere. Since the mid 2000’s, after Hugo Chávez consolidated his power, Venezuela has purchased almost $20 billion in military equipment from Moscow. The years 2005 and 2006 saw the beginning of the transactions: Russian loans for Chavez's government to buy arms in exchange of future Venezuelan oil deliveries.
Over the years Caracas carried out more than thirty operations of arms acquisitions. more than the number of operations done by the other countries combined: Mexico 7, Peru 6, Nicaragua 5, Brazil 4, Colombia 3, Ecuador 2, and Argentina, Uruguay and Cuba 1 each. Among other significant material Venezuela acquired 24 Sukhoi fighters Su-30MK2s (and ordered 12 more), the S-300 surface-to-air missile system, various combat and transport helicopters such as the Mi-35M and Mi-26 models, and 92 T-72M1 tanks.
The prospects of Russia getting all its money back any time soon from Venezuela is quite low. Due to the severe economic conditions of the country, Venezuela has not been able to continue its payments, so the terms of the debt had to be renegotiated. Since 2014 Moscow has not delivered any new material. After the withdraw of the giant Russian energy company Rosneft from the country at the beginning of 2020 there have been less ways for the Russians to recover the loans. In many respects, this has left Venezuelan-Russian relations at a crossroads.
As Venezuela continues to decline rapidly, Russia is faced with deciding whether to keep making large investments in a country where it is tremendously risky or just abandon all efforts which have been made over the past few decades. Only time will tell which course of action the Kremlin will take.
Besides Venezuela there are a handful of other nations which have also carried out arms deals with Moscow. Nicaragua for example has been the beneficiary of many arms deals. According to the SIPRI Arms Transfers Database, in the first decade of the 21st century almost no arms orders had been made. However, this changed two years after Daniel Ortega came to power in 2007. Since then 90% of all military imports that Nicaragua has received have been supplied by Russia. In 2016, 50 T-72B1 Russian tanks were shipped to Nicaragua as part of a reported $80 million deal. Then in 2017 two Antonov An-26 military transport aircraft were sent.
The Nicaraguan government justified these purchases, saying that the equipment would be used as part of the struggle against drug trafficking. However, this has caused many other Latin American nations to become concerned of a military imbalance in the region, especially because some of the new equipment is more proper for waging war rather than keeping internal security.
Reports on Nicaraguan-Russian relations point to the fact that Russia may have ulterior motives beyond just influence. In many ways it comes down to military real estate. The arms deals between the two countries has been seen as an attempt on the part of Russia to curry favor with the Nicaraguan government in attempts to gain access refuelling facilities by the equator.
Other significant Russian arms sales recipients, as already mentioned, include states such as Peru, Mexico and Brazil. In the case of Peru, a country that even during the Cold War had some Soviet weapons systems in its inventory in order to diversify its arm imports, the most recent deal occurred between 2014 and 2016 valued at approximately half a billion dollars: the purchase of 24 transport helicopters Mi-8MT and Mi-17 (another 24 units were ordered in 2017).
Mexico has not Russians among its main arms suppliers (64% of Mexican purchases were to the US in the period 2015-2019; 9,5% to Spain and 8,5% to France), but still it carried out six arms deals with Russia since 2000. There has not been a deal made since 2011 when three Mil Mi-17 Military helicopters were purchased.
Brazil has also had a handful of deals with Russia in recent years, during the presidencies of Lula da Silva and Dilma Rousseff, when a amore pro-Russia stance was held by the government. This has changed immensely since the election of Jair Bolsonaro in 2018. The Brazilian government is now openly concerned for Russian influence in the region and has begun to take a more pro-USA stance when it comes to foreign policy. In any case, in the period 2015-2019 the main arms suppliers to Brazil were France (26%), the US (20%) and the UK (17%).
Overall, Russian arms sales to Latin America grew considerably, with some fluctuations, over the course of the last twenty years. The latest trend however has been a significant drop in overall Russian arms exports to Latin America. Between 2015 and 2019, as already mentioned, Latin America accounted for only 0.8% of all Russian arms exports.
This drop can be attributed to two main factors. In the first place, the change of ideological orientation in the Latin American countries, with less leftist parties in power. Secondly, the end of a booming economy in the region. And additional reason could be the international sanctions against some specific Russian industries due to the aggressive foreign policy conducted by Putin.
España vende menos material de defensa a los países latinoamericanos de lo que le correspondería por el volumen de su comercio
-
En 2019 hubo una recuperación de la venta de armamento español a Latinoamérica, superando las cifras de 2018, que fueron las más bajas en mucho tiempo
-
En los últimos cinco años, España vendió a la región material de defensa por valor de 691,2 millones de euros, el 3,6% de sus exportaciones armamentísticas mundiales
-
México (24,8%), Ecuador (22,5%), Brasil (16,1%), Perú (14,4%) y Colombia (8,6%) son los cinco países que más material adquirieron a España en el último lustro
▲ Helicóptero Airbus NH90, cuyo ensamblaje final se realiza en instalaciones de Airbus Military en España [Airbus]
INFORME SRA 2020 / Álvaro Fernández [versión en PDF]
MAYO 2020—Los países latinoamericanos constituyen un área de claro interés comercial para España. Sin embargo, a pesar de ser el séptimo exportador de armamento del mundo y por tanto especialmente activo en ese sector, España vende a América Latina y el Caribe menos material de defensa que le podría corresponder por la cuota de exportación general que mantiene con la región.
Si entre 2014 y 2018 España mantuvo su exportación general de productos a Latinoamérica entre el 5,3% y el 6,5% de sus exportaciones globales, en el caso del sector armamentístico se movió entorno al 3,2% en 2016 y 2017 y bajó al 1,06% en 2018. Es de prever que este mínimo porcentaje haya vuelto a subir en 2019, año del que aún no existen datos oficiales completos, pero a la vista de los del primer semestre cabría pensar que no se acercará siquiera al 3%.
La explicación de ese menor peso de las exportaciones armamentísticas en el conjunto de las exportaciones españolas a Latinoamérica puede encontrarse en dos hechos. Uno es el menor presupuesto dedicado a compra de este tipo de material por la mayor parte de los países de América Latina, comparado con algunos grandes compradores (en 2018 el primer cliente de España fue Alemania –a su vez el cuarto mayor exportador del mundo–, que acaparó el 33% de las ventas españolas). El otro es que las naciones latinoamericanas tienen otras importantes opciones de mercado: Estados Unidos, Rusia y China (primer, segundo y quinto exportador de armas del mundo; Francia es el tercero).
En 2018 se produjo un importante descenso en las exportaciones de material de defensa español a Latinoamérica, que fueron de 38,3 millones de euros, muy por debajo de cualquiera de los años precedentes. Los datos parciales de 2019 indican una recuperación, aunque sin llegar a las cifras registradas en 2015, cuando se alcanzó un máximo de 239,4 millones de euros, o a las de los años previos de 2016 y 2017, cuando fueron de 130,7 millones y 139,3 millones, respectivamente.
El descenso de 2018 corresponde a una menor lista de compra de la mayor parte de los clientes latinoamericanos. De los cinco mayores clientes en los últimos cinco años, Colombia fue el único que mantuvo un parecido nivel de adquisiciones, por valor de 11 millones de euros. Colombia y el siguiente comprador, México, fueron los únicos que ligeramente aumentaron sus importaciones en 2017, aunque quedaron por debajo respecto a años previos. La reducción fue importante en el caso de los dos siguientes clientes de 2018, Brasil y Perú. Ese año marcó una nueva reducción de importaciones por parte de Ecuador, que a lo largo del lustro ha ido cortando continuamente su cartera de pedidos a España.
Las cifras consideradas en este artículo solo tienen en cuenta el material de defensa, no otro tipo de material, que la Secretaría de Estado de Comercio considera aparte, como son el material antidisturbios, las armas de caza y deportivas, así como productos de tecnología de doble uso.
Ventas generales y a Latinoamérica
España cuenta con cerca de 130 empresas dedicadas al sector armamentístico. Entre ellas destacan Airbus Military, Navantia e Indra, que se encuentran entre las cien mayores compañías mundiales del sector de defensa y seguridad. La mayor parte del sector son empresas privadas, aunque existe algún caso singular de titularidad pública, como Navantia, dedicada a la construcción naval, tanto civil como militar, creada en 2005 al segregarse los activos de otra empresa pública, el Grupo IZAR.
Según los datos oficiales de la Secretaría de Estado de Comercio, el número de exportaciones de material de defensa ha ido incrementando notablemente durante los últimos años. Más de la mitad de las exportaciones de armas españolas durante el año 2018 y el primer semestre de 2019 tuvieron como receptores países pertenecientes a la OTAN o a la Unión Europea. En 2017 se superaron los 4.300 millones de euros, tras varios años de alzas en este mercado. Por el contrario, en 2018 se vendieron armas por valor de 3.720,4 millones de euros, lo que supuso un 14,4% menos. En el primer semestre de 2019, no obstante, se registró una mejora, alcanzando los 2.413 millones de euros, lo que constituye un aumento del 41.5% con respecto al mismo periodo del año anterior.
Por lo que se refiere al comercio con Latinoamérica, entre 2014 y 2018 España vendió a la región material militar por valor de 691,2 millones de euros, cifra que supone un 3,6% del total de 19.042 millones exportados por España en concepto de armas.
En el conjunto de los cinco años, el primer importador fue México, que con compras por valor de 171,4 millones de euros (de los cuales 140,9 millones correspondieron solo a 2015), adquirió la cuarta parte (24,8%) del material de defensa vendido por España a América Latina en ese lustro. Como segundo país destaca Ecuador, con 155, 7 millones y un 22,5% (algo más de la mitad –85,9 millones– fueron compras realizadas solo en 2014). Sigue Brasil, que hizo adquisiciones más regulares a lo largo de este tiempo, con 111,8 millones y un 16,1%); Perú, con 99,5 millones y 14,4% (la mayor cuantía –78,4 millones– se ejecutó en 2017), y Colombia, con 59,5 millones y 8,6%.
Algunos países
México figura como primer comprador de material de defensa español en los últimos cinco años (2014 y 2018) debido a las compras realizadas en 2015, cuando adquirió cuatro aviones de transporte, por valor de 127,2 millones de euros. En 2018 únicamente importó 10,1 millones de euros en partes, piezas y repuestos para los aviones de fabricación española, equipos para motores de un avión derivado de un programa de cooperación europeo e instrumentos de un sistema de vigilancia aérea.
Brasil es de los países con una mayor diversidad de destino de sus importaciones. En recientes compras, el 19,7% fueron para empresa privadas, el 74,2% para las Fuerzas Armadas y el restante 5,9% fueron para particulares. En 2018 adquirió 7,9 millones de euros en pistolas, rifles y cargadores para particulares, así como visores diurnos, repuestos para vehículos blindados y repuestos de aviones de fabricación española y estadounidense para las Fuerzas Armadas.
Colombia importó en 2018 un total de 11 millones de euros en repuestos para mantenimiento de obuses de artillería, munición de artillería, repuestos para vehículos blindados de fabricación española y estadounidense, y piezas para aviones de transporte de fabricación española.
Venezuela era hasta hace pocos años un importante cliente para la industria armamentística española. Sin embargo, tras la deriva autoritaria que ha tomado el gobierno de Nicolás Maduro, las relaciones en este campo se han debilitado. Aún en 2015, España le vendió material de defensa por valor de 15,3 millones de euros, en unas operaciones que se vieron envueltas en polémica ya que parte del equipamiento exportado podía ser usado en la grave represión llevada a cabo contra los ciudadanos. Desde entonces, con el aumento de tensiones entre el régimen chavista y Estados Unidos o la Unión Europea, se han puesto una serie de restricciones a la exportación de este tipo de material a Venezuela. Así, las ventas pasaron de tener un valor de 3,3 millones de euros en 2017 a tan solo 44.000 euros en 2018, correspondientes al pago por repuestos y partes para la modernización de vehículos blindados de fabricación francesa, en una transacción que se aprobó antes de las restricciones comerciales de este tipo impuestas por la UE.
Los datos oficiales proporcionados por la Secretaría de Estado de Comercio distinguen entre las exportaciones autorizadas y las exportaciones realizadas. Las autorizaciones no siempre se materializan en ventas efectivas y en ocasiones estas se ejecutan en ejercicios posteriores. La diferencia es destacable especialmente en Venezuela, cuya situación política obligó a restringir exportaciones para ese país. En 2018 España suspendió cuatro licencias ya aprobadas para Caracas, relativas al mantenimiento de helicópteros y a la aportación de suministros y sistemas electroópticos. Además, se denegaron ampliaciones de contratos de modernización de carros de combate.
Bolivia y Nicaragua han dejado de comprar material de defensa a España: si entre 2014 y 2018 no hicieron compras, entre 2007 y 2013 importaron 1,5 millones y 62.000 euros, respectivamente.
Cuba, que tuvo un pico de compras en 2015, con 208.080 euros, en 2018 gastó 20.600 euros en pistolas y cañones de pistolas para la Policía.
1 de junio, 2020
ANÁLISIS / Salvador Sánchez Tapia [Gral. de Brigada (Res.)]
La pandemia de COVID-19 que atraviesa España desde comienzos de este 2020 ha puesto de manifiesto el lugar común, no por repetido menos verdadero, de que el concepto de seguridad nacional ya no puede quedar limitado al estrecho marco de la defensa militar y demanda el concurso de todas las capacidades de la nación, coordinadas al más alto nivel posible que, en el caso de España, no es otro que el de la Presidencia del Gobierno a través del Consejo de Seguridad Nacional.[1]
En coherencia con este enfoque, nuestras Fuerzas Armadas se han visto directa y activamente involucradas en una emergencia sanitaria a priori alejada de las misiones tradicionales del brazo militar de la nación. Esta contribución militar, sin embargo, no hace sino responder a una de las misiones que la Ley Orgánica de la Defensa Nacional encomienda a las Fuerzas Armadas, amén de a una larga tradición de apoyo militar a la sociedad civil en caso de catástrofe o emergencia.[2] En su ejecución, unidades de los tres Ejércitos han llevado a cabo cometidos tan variados y, aparentemente tan poco relacionados con su actividad natural, como la desinfección de residencias de ancianos o el traslado de cadáveres entre hospitales y morgues.
Esta situación ha agitado un cierto debate en círculos especializados y profesionales acerca del rol de las Fuerzas Armadas en los escenarios de seguridad presentes y futuros. Desde distintos ángulos, algunas voces claman por la necesidad de reconsiderar las misiones y dimensiones de los Ejércitos, para alinearlas con estas nuevas amenazas, no con el de la guerra clásica entre estados.
Esta visión parece tener uno de sus puntos de apoyo en la constatación, aparentemente empírica, de la práctica ausencia de conflictos armados convencionales –entendiendo como tales aquellos que enfrentan entre sí ejércitos con medios convencionales maniobrando en un campo de batalla– entre estados que se vive actualmente. A partir de esta realidad, se concluye que esta forma de conflicto estaría prácticamente desterrada, siendo poco más que una reliquia histórica reemplazada por otras amenazas menos convencionales y menos “militares” como las pandemias, el terrorismo, el crimen organizado, las noticias falsas, la desinformación, el cambio climático o las cibernéticas.
El corolario resulta evidente: es necesario y urgente repensar las misiones, dimensiones y equipamiento de las Fuerzas Armadas, pues su configuración actual está pensada para confrontar amenazas convencionales caducas, y no para las que se dibujan en el escenario de seguridad presente y futuro.
Un análisis crítico de esta idea muestra, sin embargo, una imagen algo más matizada. Desde un punto de vista meramente cronológico, la todavía inconclusa guerra civil siria, ciertamente compleja, está más cerca de un modelo convencional que de cualquiera de otro tipo y, desde luego, las capacidades con las que Rusia hace sentir su influencia en esta guerra apoyando al régimen de Assad, son plenamente convencionales. En 2008, Rusia invadió Georgia y ocupó Osetia del Sur y Abjasia mediante una operación ofensiva convencional. En 2006, Israel tuvo que hacer frente en el Sur del Líbano a un enemigo híbrido como Hezbollah –de hecho, fue este el modelo escogido por Hoffman como prototipo para acuñar el término “híbrido”–, que combinó elementos de guerra irregular con otros plenamente convencionales.[3] Antes aún, en 2003, los Estados Unidos invadieron Irak mediante una amplia ofensiva acorazada.[4]
Si se elimina el caso de Siria, considerándolo dudosamente clasificable como guerra convencional, todavía puede argumentarse que el último conflicto de esta naturaleza –que, además, implicó ganancia territorial– tuvo lugar hace tan solo doce años; un período de tiempo lo suficientemente corto como para pensar que puedan extraerse conclusiones que permitan descartar la guerra convencional como un procedimiento cuasi extinto. De hecho, el pasado ha registrado períodos más largos que este sin confrontaciones significativas, que bien podrían haber hecho llegar a conclusiones similares. En tiempos de la Roma Imperial, por ejemplo, la época Antonina (96-192 d.C.), supuso un largo período de Pax Romana interior alterado brevemente por las campañas de Trajano en Dacia. Más recientemente, tras la derrota de Napoleón en Waterloo (1815), las potencias centrales de Europa vivieron un largo período de paz de nada menos que treinta y nueve años.[5] Huelga decir que el final de ambos períodos estuvo marcado por el retorno de la guerra al primer plano.
Puede aducirse que la situación ahora es diferente, pues la humanidad actual ha desarrollado un rechazo moral hacia la guerra como un ejercicio destructivo y, por ende, no ético e indeseable. Esta postura, netamente Occidente-céntrica –valga el neologismo– o, si se prefiere, Eurocéntrica, toma la parte por el todo y asume esta visión como unánimemente compartida a nivel global. Sin embargo, la experiencia del Viejo Continente, con un largo historial de destructivas guerras entre sus estados, con una población altamente envejecida, y con poco apetito por mantenerse como un jugador relevante en el Sistema Internacional, puede no ser compartida por todo el mundo.
El rechazo occidental a la guerra puede ser, además, más aparente que real, guardando una relación directa con los intereses en juego. Cabe pensar que, ante una amenaza inmediata a su supervivencia, cualquier estado europeo estaría dispuesto a ir a la guerra, incluso a riesgo de verse convertido en un paria sometido al ostracismo del Sistema Internacional. Si, llegado ese momento, tal estado hubiera sacrificado su músculo militar tradicional en pos de la lucha contra amenazas más etéreas, tendría que pagar el precio asociado a tal decisión. Téngase en cuenta que los estados eligen sus guerras sólo hasta cierto punto, y que pueden verse forzados a ellas, incluso en contra de su voluntad. Como decía Trotsky, “puede ser que usted no esté interesado en la guerra, pero la guerra está interesada en usted”.
El análisis de los períodos históricos de paz antes referido sugiere que, en ambos casos, fueron posibles por la existencia de un poder moderador más fuerte que el de las entidades políticas que componían el Imperio Romano y la Europa de después de Napoleón. En el primer caso, este poder habría sido el de la propia Roma y sus legiones, suficiente para garantizar el orden interno del imperio. En el segundo, las potencias europeas, enfrentadas por muchas razones, se mantuvieron, no obstante, unidas contra Francia ante la posibilidad de que las ideas de la Revolución Francesa se extendieran y socavaran los cimientos del Antiguo Régimen.
Hoy en día, y aunque resulte difícil encontrar una relación causa-efecto verificable, es plausible pensar que esa fuerza “pacificadora” la proporcionan el poder militar norteamericano y la existencia de armas nucleares. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos han proporcionado un paraguas de seguridad efectivo bajo cuya protección Europa y otras regiones del mundo han quedado libres del flagelo de la guerra en sus territorios, desarrollando sentimientos de rechazo extremo hacia cualquiera de sus formas.
Sobre la base de su inigualable poder militar, los Estados Unidos –y nosotros con ellos– han podido desarrollar la idea, avalada por los hechos, de que ningún otro poder va a ser tan suicida como para enfrentarse al suyo en una guerra convencional abierta. La conclusión está servida: la guerra convencional –contra los Estados Unidos, cabría añadir– se hace, en la práctica, impensable.
Esta conclusión, sin embargo, no está fundada en una preferencia moral, ni en la convicción de que otras formas de guerra o de amenaza sean más eficaces sino, lisa y llanamente, en la constatación de que, ante el enorme poder convencional de Norteamérica, no cabe sino buscar la asimetría y confrontarlo por otros medios. Parafraseando a Conrad Crane, “hay dos tipos de enemigo: el asimétrico y el estúpido”.[6]
Es decir, el poder militar clásico es un elemento disuasorio de primer orden que ayuda a explicar la baja recurrencia de la guerra convencional. No es sorprendente que, incluso autores que predican el fin de la guerra convencional aboguen porque los Estados Unidos conserven su capacidad para la misma.[7]
Desde Norteamérica, esta idea ha permeado al resto del mundo o, al menos, al ámbito cultural europeo, donde se ha convertido en una verdad que, so capa de realidad incontestable, obvia la posibilidad de que sean los Estados Unidos quienes inicien una guerra convencional –como ocurrió en 2003–, o la de que esta se produzca entre dos naciones del mundo, o en el interior de una de ellas, en zonas en las que el conflicto armado continúa siendo una herramienta aceptable.
En un ejercicio de cinismo, podría decirse que tal posibilidad no cambia nada, pues no nos incumbe. Sin embargo, en el actual mundo interconectado, siempre existirá la posibilidad de que nos veamos forzados a una intervención por razones éticas, o de que nuestros intereses de seguridad se vean afectados por lo que suceda en países o regiones a priori distantes geográfica y geopolíticamente de nosotros, y de que, probablemente de la mano de nuestros aliados, nos veamos envueltos en alguna guerra clásica.
Aunque sigue vigente, el compromiso del poder militar estadounidense con la seguridad Occidental se encuentra sometido a fuertes tensiones derivadas del hecho de que Norteamérica es cada vez más renuente a asumir por sí sola esta función, y exige a sus socios que hagan un mayor esfuerzo en beneficio de su propia seguridad. No estamos sugiriendo aquí que el vínculo transatlántico vaya a romperse de forma inmediata. Parece sensato, no obstante, pensar que su mantenimiento tiene un coste para nosotros que nos puede arrastrar a algún conflicto armado. Cabe preguntarse, además, qué podría pasar si algún día faltara el compromiso norteamericano con nuestra seguridad y hubiéramos transformado nuestras Fuerzas Armadas para orientarnos exclusivamente a las “nuevas amenazas,” prescindiendo de una capacidad convencional que, sin duda, disminuiría el coste en que alguien tendría que incurrir si decidiera atacarnos con ese tipo de medios.
Una última consideración tiene que ver con lo que parece ser el imparable ascenso de China al rol de actor principal en el Sistema Internacional, y con la presencia de una Rusia cada vez más asertiva, y que demanda volver a ser considerada como una gran potencia global. Ambas naciones, especialmente la primera, se encuentran en un claro proceso de rearme y modernización de sus capacidades militares, convencionales y nucleares que no augura, precisamente, el fin de la guerra convencional entre estados.
A esto hay que añadir los efectos de la pandemia, todavía difíciles de vislumbrar, pero entre los que asoman algunos aspectos inquietantes que conviene no perder de vista. Uno de ellos es el esfuerzo de China para posicionarse como el auténtico vencedor de la crisis, y como la potencia internacional de referencia en el caso de que se repita una crisis global como la presente. Otro es la posibilidad de que la crisis resulte, al menos temporalmente, en menos cooperación internacional, no en más; que asistamos a una cierta regresión de la globalización; y que veamos erigirse barreras a la circulación de personas y bienes en lo que sería un refuerzo de la lógica realista como elemento regulatorio de las relaciones internacionales.
En estas circunstancias, es difícil predecir la evolución futura de la “trampa de Tucídides” en la que nos encontramos en la actualidad por mor del ascenso de China. Es probable, sin embargo, que traiga consigo mayor inestabilidad, con la posibilidad de que ésta escale hacia algún conflicto de tipo convencional, sea este entre grandes potencias o por medio de proxies. En tales circunstancias, parece aconsejable estar preparados para el caso en el que se materialice la hipótesis más peligrosa de un conflicto armado abierto con China, como mejor forma de evitarlo o, al menos, de hacerle frente para preservar nuestra forma de vida y nuestros valores.
Por último, no puede pasarse por alto la capacidad que muchas de las “nuevas amenazas” –calentamiento global, pandemias, etc– encierran como generadores o, por lo menos, catalizadores, de conflictos que, estos sí, pueden derivar en una guerra que bien podría ser convencional.
De todo lo anterior se concluiría, por tanto, que, si es cierto que la recurrencia de la guerra convencional entre estados es mínima hoy en día, parece aventurado pensar que esta pueda ser arrumbada en algún oscuro ático, como si de una antigua reliquia se tratara. Por remota que parezca la posibilidad, nadie está en condiciones de garantizar que el futuro no traerá una guerra convencional. Descuidar la capacidad de defensa contra la misma no es, por tanto, una opción prudente, máxime si se tiene en cuenta que, de necesitarse, no se puede improvisar.
La aparición de nuevas amenazas como las referidas en este artículo, quizás más acuciantes, y muchas de ellas no militares o, al menos, no netamente militares, es innegable, como también lo es la necesidad que tienen las Fuerzas Armadas de considerarlas y de adaptarse a ellas, no sólo para maximizar la eficacia de su contribución al esfuerzo que la nación haga contra las mismas, sino también por una simple cuestión de autoprotección.
Esa adaptación no pasa, en nuestra opinión, por abandonar las misiones convencionales, auténtica razón de ser de las Fuerzas Armadas, sino por incorporar cuantos elementos nuevos de las mismas sea necesario, y por garantizar el encaje de los Ejércitos en el esfuerzo coordinado de la nación, contribuyendo al mismo con los medios de que disponga, considerando que, en muchos casos, no serán el elemento de primera respuesta, sino uno de apoyo.
Este artículo no argumenta –no es su objetivo– ni a favor ni en contra de la necesidad que pueda tener España de repensar la organización, dimensiones y equipamiento de las Fuerzas Armadas a la vista del nuevo escenario de seguridad. Tampoco entra en la cuestión de si debe hacerlo de manera unilateral, o de acuerdo con sus aliados de la OTAN, o buscando complementariedad y sinergia con sus socios de la Unión Europea. Entendiendo que corresponde a los ciudadanos decidir qué Fuerzas Armadas quieren, para qué las quieren, y qué esfuerzo en recursos están dispuestos a invertir en ellas, lo que este artículo postula es que la seguridad nacional está mejor servida si quienes tienen que decidir, y con ellos las Fuerzas Armadas, continúan considerando la guerra convencional, enriquecida con multitud de nuevas posibilidades, como una de las posibles amenazas a las que puede tener que enfrentarse la nación. Redefiniendo el adagio: Si vis pacem, para bellum etiam magis.[8]
[1] Ley 36/2015, de Seguridad Nacional.
[2] De acuerdo con el Artículo 15. 3 de la Ley Orgánica 5/2005 de la Defensa Nacional, “Las Fuerzas Armadas, junto con las Instituciones del Estado y las Administraciones públicas, deben preservar la seguridad y bienestar de los ciudadanos en los supuestos de grave riesgo, catástrofe, calamidad u otras necesidades públicas, conforme a lo establecido en la legislación vigente.” A menudo se habla de estos cometidos como de “apoyo a la sociedad civil.” Este trabajo huye conscientemente de utilizar esa terminología, pues obvia que eso es lo que hacen las Fuerzas Armadas siempre, incluso cuando combaten en un conflicto armado. Más correcto es añadir el calificativo “en caso de catástrofe o emergencia.”
[3] Frank G. Hoffman. Conflict in the 21st Century; The Rise of Hybrid Wars, Arlington, VA: Potomac Institute for Policy Studies, 2007. Sobre el aspecto convencional de la guerra de Israel en Líbano en 2006 ver, por ejemplo, 34 Days. Israel, Hezbollah, and the War in Lebanon, London: Palgrave MacMillan, 2009.
[4] La respuesta de Saddam contuvo un importante elemento irregular pero, por diseño, se basaba en las Divisiones de la Guardia Nacional Republicana, que ofreció una débil resistencia de medios acorazados y mecanizados.
[5] Azar Gat, War in Human Civilization, (Oxford: Oxford University Press, 2006), 536. Este cálculo excluye a las periféricas España e Italia, que sí vivieron períodos de guerra en este lapso.
[6] El Dr. Conrad C. Crane es Director de los Servicios Históricos del U.S. Army Heritage and Education Center en Carlisle, Pennsylvania, y autor principal del celebérrimo de la obra “Field Manual 3-24/Marine Corps Warfighting Publication 3-33.5, Counterinsurgency.”
[7] Jahara Matisek y Ian Bertram, “The Death of American Conventional Warfare,” Real Clear Defense, November 6th, 2017. (accedido el 28 de mayo de 2020).
[8] “Si quieres la paz, prepárate aún más para la guerra.”
Showing 121 to 130 of 426 entries.